Roran miraba la piedra redonda y plana que tenía entre las manos. Frunció el ceño con preocupación.


-¡Stenr risa! -gruñó en voz baja.

La piedra no se movió.

-¿En qué andas, Martillazos? -preguntó Carn mientras se dejaba caer sobre el tronco en el que Roran estaba sentado.

Roran se guardó la piedra en el cinturón y aceptó el pan y el queso que Carn le había llevado.

-Nada. Sólo pensaba en las musarañas.

Su compañero asintió con la cabeza.

-La mayoría lo hace antes de una misión.

Mientras comía, Roran paseó la mirada por los hombres con quienes se encontraba. Era un grupo de treinta hombres fuertes, incluyéndole a él. Todos eran aguerridos luchadores. Cada uno llevaba un arco, y la mayoría de ellos llevaban espadas, a pesar de que unos cuantos habían elegido luchar con lanza o con martillo. Suponía que, de esos treinta hombres, unos siete u ocho tenían una edad aproximada a la suya, y el resto eran unos años mayores que él. El mayor de todos era el capitán, Martland Barbarroja, el depuesto conde de Thun, que había vivido durante tantos inviernos que su barba se le había escarchado de pelos plateados.

Cuando Roran se unió al grupo de Martland, se presentó en la tienda del capitán en persona. El conde era un hombre bajo, con las piernas fuertes de quien ha pasado toda la vida montando a caballo y manejando la espada. La barba que le daba el apodo era densa y se veía acicalada a pesar de que le llegaba hasta el esternón. Después de mirar a Roran de arriba abajo, el conde le dijo:

-Lady Nasuada me ha contado grandes cosas de ti, hijo, y he oído muchas cosas más en las historias que cuentan mis hombres: rumores, chismorreos, habladurías y cosas por el estilo. Ya sabes cómo es eso. Sin duda, has conseguido realizar enormes hazañas; desafiar a los Ra'zac en su propia guarida, por ejemplo, fue un trabajo muy delicado. Por supuesto, tu primo te ayudó, ¿no es así? Eh… Quizás estés acostumbrado a ir por tu cuenta con la gente de tu pueblo, pero ahora estás con los vardenos, hijo. Para decirlo de forma más exacta, eres uno de mis hombres. Nosotros no somos tu familia. No somos tus vecinos. Ni siquiera somos, necesariamente, tus amigos. Nuestro deber es cumplir las órdenes de Nasuada, y eso es lo que haremos sin tener en cuenta cómo pueda sentirse cualquiera de nosotros al respecto. Mientras estés a mi servicio, harás lo que yo te diga, cuando yo te lo diga y de la forma en que te lo diga, o te juro por los huesos de mi madre, que en paz descanse, que, si no lo haces, yo mismo te arrancaré la piel de la espalda a latigazos, sin que me importe con quién puedas estar relacionado. ¿ Comprendes?

-¡Sí, señor!

-Muy bien. Si tu comportamiento es correcto, demuestras tener sentido común y si consigues permanecer con vida, es posible que, siendo un hombre resuelto, logres avances entre los vardenos. A pesar de todo, que lo hagas o no depende por completo de que yo te considere adecuado para que dirijas a los hombres por tu cuenta. Pero no pienses, ni por un maldito momento, que puedes halagarme para que me forme una buena opinión de ti. No me importa si me aprecias o si me odias. Lo único que me importa es si eres capaz o no de hacer lo que hay que hacer.

-¡Le comprendo perfectamente, señor!

-Sí, bueno, quizá lo comprendas, Martillazos. Lo sabremos muy pronto. Ve e informa a Ulhart, mi mano derecha.

Roran comió el último trozo de pan que le quedaba y lo hizo bajar con un sorbo de vino del odre que llevaba. Le hubiera gustado poder tomar una comida caliente esa noche, pero se habían adentrado mucho en territorio del Imperio y los soldados hubieran podido detectar un fuego. Roran suspiró y estiró las piernas. Le dolían las rodillas de montar a Nieve de Fuego durante tres días seguidos desde el amanecer hasta el anochecer.

En el fondo de sí mismo, Roran sentía una tensión ligera pero constante, como un escozor mental que, día y noche, apuntaba en la misma dirección: hacia Katrina. El origen de esa sensación era el anillo que Eragon le había dado, y para Roran era un consuelo saber que él y Katrina podrían encontrarse en cualquier punto de Alagaësia, aunque ambos fueran ciegos y sordos, gracias a él.

Roran oyó que Carn, a su lado, pronunciaba en voz baja palabras en el idioma antiguo y sonrió. Carn era el hechicero, y le habían mandado allí para asegurarse de que un mago enemigo no los matara a todos con un simple ademán de la mano. Por algunos de los hombres Roran se había enterado de que Carn no era un mago especialmente fuerte -tenía que esforzarse para realizar un hechizo-, pero compensaba esa debilidad inventando hechizos extraordinariamente inteligentes y demostrando una habilidad excepcional en penetrar en la mente de sus contrincantes. Carn tenía el rostro y el cuerpo delgados unos ojos caídos y un carácter nervioso y excitable. A Roran le había gustado de inmediato.

Delante de Roran, dos hombres, Halmar y Ferth, estaban sentados delante de su tienda.

-… así que cuando los soldados vinieron a por él -dijo Halmar-: hizo entrar a todos sus hombres en su propiedad y prendió fuego a los charcos de aceite que sus sirvientes habían vertido antes, atrapando así a los soldados y haciendo creer a todos los que llegaron después que todos habían muerto quemados. ¿ Puedes creerlo? Mató a quinientos hombres de una vez, sin ni siquiera desenfundar una espada.

-¿Cómo escapó?

-El abuelo de Barbarroja era muy astuto. Había hecho excavar un túnel que iba desde el salón familiar hasta el río más cercano. Gracias a él consiguió que su familia y sus sirvientes salieran vivos. Entonces los llevó a Surda, donde el rey Larkin los acogió. Pasaron unos cuantos años hasta que Galbatorix se enteró de que todavía estaban vivos. Tenemos suerte de estar a las órdenes de Barbarroja, está claro. Solamente ha perdido dos batallas, y fue por culpa de la magia.

Halmar se quedó en silencio y Ulhart caminó hasta la mitad de la hilera de dieciséis tiendas. El veterano, de expresión adusta, se detuvo con las piernas abiertas, firme como un roble de profundas raíces, y revisó las tiendas para comprobar que todos estuvieran presentes. Entonces dijo: _

-El sol ha bajado, a dormir. Saldremos dos horas antes del alba. El convoy debe de estar a unos once kilómetros por delante de nosotros. Iremos deprisa y atacaremos justo cuando empiecen a moverse. Mataremos a todo el mundo, lo quemaremos todo y volveremos. Ya sabéis cómo va. Martillazos, tú cabalgarás conmigo. Si lo estropeas, te arrancaré las entrañas con un garfio sin punta.


El viento le azotaba la cara. Roran sentía los latidos de su propio corazón con tanta fuerza que todos los demás sonidos quedaban apagados. Nieve de Fuego galopaba con fuerza entre sus piernas. El campo de visión se le había estrechado: solamente veía a los dos soldados montados en las yeguas marrones al lado del penúltimo vagón del tren de suministros.

Levantó el martillo por encima de su cabeza y bramó con todas sus fuerzas.

Los dos soldados se asustaron e intentaron desenfundar las armas y preparar los escudos. Uno de ellos perdió la lanza y tuvo que agacharse para recuperarla.

Roran tiró de las riendas de Nieve de Fuego para detenerlo y se puso de pie encima de los estribos. Quedó al lado del primero de los soldados y lo golpeó en el hombro, con lo que le rompió la cota de malla. El hombre chilló y el brazo le cayó, inerte. Roran acabó con él de un revés.

El otro hombre había sacado la lanza y atacó a Roran, apuntándole al cuello. Roran se agachó detrás del escudo redondo, y cada golpe de la lanza hendía la madera que le protegía. Roran apretó las piernas contra los costados de Nieve de Fuego y el semental se paró sobre las dos patas, encabritado, golpeando el aire con los cascos de hierro. Uno de los cascos golpeó al soldado en el pecho y le rasgó la túnica roja. En el momento en que el caballo volvió a pararse sobre las cuatro patas, Roran dio un golpe con el martillo y destrozó el cuello de su enemigo.

Roran abandonó al hombre, que se revolcaba en el suelo, y espoleó a Nieve de Fuego hacia el siguiente carro del convoy, donde Ulhart estaba luchando solo contra tres soldados. Cuatro bueyes tiraban de cada carro, y cuando el semental pasó al lado del carro que Roran acababa de capturar, el buey de delante ladeó la cabeza e hirió la pierna derecha de Roran con el cuerno izquierdo. Roran ahogó una exclamación. Sintió como si le hubieran aplicado un hierro candente sobre la piel. Bajó la vista y vio que un trozo de la bota le colgaba junto con un trozo de piel y de músculo.

Con un grito de guerra, Roran cabalgó hasta el soldado que tenía más cerca de los tres que luchaban contra Ulhart y le hizo caer con un golpe de martillo. El siguiente soldado esquivó el ataque de Roran y, haciendo girar el caballo, se alejó galopando.

-¡Atrápalo! -gritó Ulhart, pero Roran ya había salido tras él.

El soldado clavó las espuelas en el vientre de su caballo hasta hacerlo sangrar, pero a pesar de esa desesperada crueldad, su corcel no podía superar a Nieve de Fuego en velocidad. Roran se agachaba sobre el cuello de su caballo cada vez que el semental avanzaba; ambos volaron con increíble velocidad. El soldado, dándose cuenta de que no tenía escapatoria, detuvo a su montura, dio media vuelta y lanzó una estocada de sable contra Roran. El chico levantó el martillo, consiguió parar la afilada hoja del sable e, inmediatamente, respondió con un golpe dirigido a la cabeza de su oponente. Pero el soldado lo contuvo y le hizo dos cortes en las piernas y en los brazos. Roran soltó una maldición. Era evidente que el soldado tenía más experiencia con la espada que él; si no podía ganar el duelo en los próximos segundos, moriría.

El soldado debió de notar su superioridad, pues redobló el ataque y obligó a retroceder a Nieve de Fuego. En tres ocasiones, Roran estuvo seguro de que su enemigo iba a herirle, pero el sable del hombre se doblaba en el último momento y esquivaba a su rival, como si una fuerza invisible lo parara. Roran agradeció las protecciones de Eragon.

Sin otro recurso, recurrió a lo inesperado: alargó la cabeza y el cuello y gritó:

-¡Uh! -Igual que hubiera hecho para asustar a alguien en un pasillo oscuro.

El soldado se sobresaltó. Roran, aprovechando ese momento, se inclinó hacia delante y descargó el martillo sobre la rodilla izquierda del hombre. El rostro del soldado se puso lívido a causa del dolor. Antes de que tuviera tiempo de recuperarse, le golpeó en la base de la espalda y, en cuanto el soldado arqueó la espalda gritando, acabó con su sufrimiento con un rápido golpe en la cabeza.

Roran se dio unos momentos para recuperar la respiración. Luego retomó las riendas y puso a Nieve de Fuego a medio galope para volver al convoy. Dirigiendo la vista de un lado a otro, atrapando cualquier movimiento, evaluó la situación de la batalla. La mayoría de los soldados ya estaban muertos, igual que los hombres que conducían los carros. Carn se encontraba de pie, en el carro que iba en cabeza, en frente de un hombre alto que llevaba una túnica. Los dos estaban inmóviles, pero de vez en cuando efectuaban un ligero movimiento, el único signo del duelo invisible que llevaban a cabo. Mientras Roran observaba, el contrincante de Carn cayó hacia delante y se quedo inerte en el suelo.

A pesar de todo, en la mitad del convoy, tres soldados habían tenido la iniciativa de soltar a los bueyes de tres de los carros y de colocarlos formando un triángulo desde el interior del cual ofrecían resistencia a Martland Barbarroja y a otros diez vardenos. Cuatro de los soldados manejaban sus lanzas por entre los carros, y otros cinco disparaban flechas encendidas contra los vardenos, lo que les forzaba a ponerse a cubierto tras el carro que tenían más cerca.

Roran frunció el ceño. No podían permitirse estar tanto tiempo al descubierto en una de las carreteras principales del Imperio para acabar con los soldados atrincherados. El tiempo corría en su contra.

Todos los soldados se encontraban de cara al oeste, la dirección por la cual los vardenos habían atacado. Aparte de Roran, ninguno de los vardenos había cruzado al otro lado del convoy, así que los soldados no sabían que él se acercaba a ellos desde el este.

A Roran se le ocurrió un plan. En otras circunstancias, lo hubiera descartado por ridículo e irrealizable, pero tal como estaba la situación, lo aceptó como lo único que podía resolverla. No se preocupó de tener en cuenta el peligro que él mismo correría: había abandonado el miedo a morir o a resultar herido en cuanto la batalla había empezado.

Roran espoleó a Nieve de Fuego hasta ponerlo al galope. Colocó la mano izquierda delante de la silla de montar, apuntaló las botas casi fuera de los estribos y preparó los músculos del cuerpo. Cuando el caballo estuvo a quince metros del triángulo que formaban los carros, se apoyó sobre la mano, se izó encima del caballo y plantó los pies en la silla, agachado. Tuvo que utilizar toda su habilidad y capacidad de concentración para mantener el equilibrio. Tal como había esperado, Nieve de Fuego aminoró la velocidad y empezó a girar hacia un lado mientras se acercaba al grupo de carros.

Roran soltó las riendas justo en el momento en que su caballo daba la vuelta y saltó de su grupa por encima del carro que se encontraba en el lado este. Sintió que se le revolvía el estómago. Por un momento, vio el rostro levantado del arquero, sus ojos redondos y ribeteados de blanco, y aterrizó encima del hombre. Ambos cayeron al suelo: Roran encima del soldado, cuyo cuerpo le sirvió de amortiguación. Se puso inmediatamente de rodillas, levantó el escudo y, con el canto del mismo, le encajó un golpe al soldado entre el casco y la túnica, rompiéndole el cuello. Entonces Roran se puso de pie.

Los otros cuatro soldados reaccionaron con lentitud. El que quedaba a la izquierda de Roran cometió el error de intentar sacar la lanza de entre los carros, pero con la precipitación, el arma se le quedó encajada entre la parte trasera de un carro y la rueda delantera de otro, y la lanza se le partió en las manos. Roran aprovechó el momento y se precipitó contra él. El soldado intentó apartarse, pero los carros le bloqueaban el paso y Roran, con un movimiento desde abajo, le asestó un golpe de martillo en la barbilla.

El segundo soldado fue más listo. Soltó la lanza y agarró la espada que llevaba al cinturón, pero solamente consiguió desenfundarla hasta la mitad antes de que Roran le rompiera el pecho.

El tercer soldado y el cuarto lo estaban esperando. Ambos fueron a por él con las espadas desenfundadas y una mueca en el rostro. Roran intentó esquivarlos, pero la pierna herida le falló y cayó sobre la rodilla. El soldado que tenía más cerca le asestó un golpe hacia abajo, pero consiguió detenerlo con el escudo. Entonces se lanzó hacia delante y aplastó el pie del soldado con el extremo plano del martillo. El soldado soltó una maldición y cayó al suelo. Roran, rápidamente, le aplastó la cara y se dio media vuelta, sabiendo que el último soldado estaba justo detrás de él.

Permaneció inmóvil, con los brazos y las piernas abiertos.

El soldado estaba de pie encima de él, con la punta de la espada a menos de tres centímetros de la garganta de Roran.

«O sea que así es como termina todo», pensó.

En ese momento, un grueso brazo rodeó el cuello del soldado y lo arrastró hacia atrás. El hombre emitió un grito ahogado y la punta de una espada emergió del centro de su pecho provocando un chorro de sangre. El soldado cayó inerte y, en el lugar en que había estado un momento antes apareció Martla Barbarroja. El conde respiraba con agitación y tenía la barba y el pecho cubiertos de sangre.

Clavó la espada en el suelo, se apoyó en la empuñadura y observó la carnicería ocurrida en el interior del triángulo de carros. Asintió con la cabeza y dijo:

-Creo que servirás.


Roran estaba sentado en el extremo de uno de los carros y se mordía el labio mientras Carn le cortaba lo que le quedaba de la bota. Intentando no pensar en el agudo dolor que sentía en la pierna, levantó la vista hacia los buitres que volaban por encima de sus cabezas y se concentró en evocar recuerdos de su casa del valle de Palancar.

Carn incidió con fuerza en la herida. Roran emitió un gruñido.

-Lo siento -dijo Carn-. Tengo que inspeccionar la herida.

Él continuó mirando los buitres y no contestó. Al cabo de un minuto, Carn pronunció unas palabras en el idioma antiguo y el dolor de Roran disminuyó hasta convertirse en una molestia sorda. Entonces bajó la vista y se dio cuenta de que la pierna ya no presentaba ninguna herida.

El esfuerzo por curar a Roran y a los otros dos hombres que tenían delante había dejado a Carn lívido y tembloroso. El mago se tambaleó en dirección al carro sujetándose la cintura con los brazos y con expresión de estar mareado.

-¿Te encuentras bien? -preguntó Roran.

Carn se encogió ligeramente de hombros.

-Sólo necesito un momento para recuperarme… El buey te había rasguñado la parte exterior del hueso de la pierna. He reparado el rasguño, pero no he tenido fuerza suficiente para sanar el resto de la herida. Te he cosido la piel y el músculo, así que no te va a doler ni vas a sangrar mucho, sólo un poco. El músculo no va a aguantar gran cosa aparte del peso de tu cuerpo hasta que se haya curado.

-¿Cuánto va a tardar?

-Una semana, quizá dos.

Roran arrancó los restos de la bota.

-Eragon erigió unas protecciones a mi alrededor para prevenirme de cualquier daño. Me han salvado la vida varias veces hoy Pero ¿por qué no me han protegido del cuerno del buey?

-No lo sé, Roran -dijo Carn con un suspiro-. Nadie puede prever todas las eventualidades. Ése es uno de los motivos por los que la magia es tan peligrosa. Si se te pasa por alto un único aspecto de un hechizo, es posible que sólo sirva para debilitarte o, algo peor, quizá provoque algo terrible que nunca quisiste que ocurriera. Eso les sucede incluso a los mejores magos. Debe de haber un fallo en las protecciones de tu primo, una palabra mal colocada o una afirmación mal razonada, algo que haya hecho posible que el buey te hiriera.

Roran se levantó del carro y se dirigió cojeando hacia la cabeza del convoy para valorar el resultado de la batalla. Cinco de los vardenos habían resultado heridos en la lucha, incluido él mismo, y otros dos habían muerto: uno era un hombre a quien Roran casi no conocía, y el otro era Ferth, con quien había hablado en varias ocasiones. De los soldados y los hombres que conducían los carros no había quedado ninguno vivo.

Roran se detuvo ante los dos soldados que había matado y observó sus cuerpos. Sintió un gusto de saliva amarga en la boca, y el vientre se le retorció del asco. «Ahora he matado… a no sé cuántos.» Se dio cuenta de que, durante la locura de la batalla de los Llanos Ardientes, había perdido la cuenta del número de hombres a quienes había dado muerte. El hecho de que hubiera mandado a tantos hombres a la muerte que ya no pudiera recordar cuál era la cantidad lo preocupaba. «¿Debo dar muerte a campos repletos de hombres para recuperar lo que el Imperio me ha robado?» E incluso tuvo un pensamiento todavía más desconcertante: «Y si lo hago, ¿cómo podré volver al valle de Palancar y vivir en paz, sabiendo que mi alma está manchada con la sangre de cientos de hombres?».

Roran cerró los ojos y relajó conscientemente los músculos del cuerpo para tranquilizarse. «Mato por mi amor. Mato por mi amor hacia Katrina, por mi amor hacia Eragon y hacia todos los habitantes de Carvahall, y también por mi amor hacia los vardenos; y por mi amor hacia esta tierra nuestra. Por mi amor, vadearía un océano de sangre, aunque eso me destruyera.»

-Nunca he visto nada parecido, Martillazos -dijo Ulhart. Roran abrió los ojos y vio al guerrero de pie delante de él con las riendas de Nieve de Fuego en la mano-. No hay nadie más que esté tan loco como para intentar una estratagema como ésta, la de saltar sobre los carros, nadie que haya vivido para contarlo, eso seguro. Ha sido un buen trabajo. Pero vigila. No puedes ir por ahí saltando de los caballos y enfrentándote solo a cinco hombres y tener la esperanza de vivir otro verano, ¿eh? Ten un poco de cuidado, si es que eres listo.

-Lo tendré en cuenta -dijo Roran, tomando las riendas de Nieve de Fuego.

En el rato que había pasado desde que Roran había acabado con el último de los soldados, los guerreros que habían quedado ilesos se habían dedicado a ir de carro en carro abriendo los fardos de cargamento para informar a Martland, que tomaba nota de todo lo que habían encontrado para que Nasuada pudiera estudiar esa información y, quizás, extraer de ella algún indicio de cuáles eran los planes de Galbatorix. Roran los observó mientras los hombres examinaban los últimos carros, que contenían sacos de trigo y montones de uniformes. Cuando hubieron terminado, los hombres degollaron a los bueyes que quedaban y el suelo se tiñó de sangre. A Roran no le gustaba que mataran a los animales, pero sabía que era importante que no quedaran en poder del Imperio y hubiera empuñado el cuchillo él mismo si se lo hubieran pedido. Les hubiera llevado los bueyes a los vardenos, pero los animales eran demasiado lentos y torpes. En cambio, los caballos de los soldados sí podían seguirles el ritmo mientras huían del territorio enemigo, así que capturaron a todos los que pudieron y los ataron detrás de sus corceles.

Entonces uno de los hombres cogió de sus alforjas una antorcha empapada de resina y, después de esforzarse durante unos segundos con una piedra y un pedernal, la encendió. Cabalgó a lo largo del convoy incendiando cada uno de los carros y luego tiró la antorcha en la parte trasera del último de ellos.

-¡A los caballos! -gritó Martland.

Roran sintió un pinchazo de dolor en la pierna al montar a Nieve de Fuego. Espoleó al semental hasta que se colocó al lado de Carn; el resto de los supervivientes se pusieron, montados en sus corceles, detrás de Martland para formar una doble línea. Los caballos relincharon y piafaron, impacientes por poner distancia entre ellos y el fuego.

Martland inició la marcha a un trote ligero y el resto del grupo lo siguió, dejando detrás la hilera de carros incendiados, que sembraban la solitaria carretera como piedras encendidas al sol.