Apoyó la gran piedra sobre los muslos por un instante y
luego, con un gruñido, la levantó sobre la cabeza, estiró los
brazos y bloqueó los codos. Sostuvo en alto aquel peso aplastante
durante un minuto. Cuando los hombros empezaron a temblarle y
amenazaban con fallar, dejó caer la piedra al suelo. Cayó con un
golpe sordo, y dejó una marca de varios centímetros de profundidad
en la tierra.
A ambos lados de Roran, veinte guerreros vardenos hacían
esfuerzos para levantar piedras de un tamaño similar. Sólo dos lo
consiguieron: los demás volvieron a las piedras más pequeñas a las
que estaban acostumbrados. Roran se sintió satisfecho de que los
meses en la forja de Horst y los años de trabajo pasados
anteriormente en la granja le hubieran dado la fuerza necesaria
para mantener el tipo con hombres que llevaban practicando con la
espada desde los doce años de edad. Roran se sacudió el fuego que
sentía en los brazos y respiró hondo varias veces, sintiendo el
aire fresco contra el pecho desnudo. Levantó el brazo y se frotó el
hombro derecho, reconociendo el músculo y explorándolo con los
dedos, confirmando una vez más que no quedaba rastro de la lesión
que le habían provocado los Ra'zac al morderle. Hizo una mueca,
contento de estar de nuevo entero y en forma, algo que antes le
había parecido menos probable que ver bailar a una
vaca.
Un alarido de dolor le llamó la atención: Albriech y Baldor
estaban entrenándose con Lang, un veterano moreno y curtido en mil
batallas que les enseñaba el arte de la guerra. Incluso siendo dos
contra uno, Lang mantenía su posición y, con la espada de madera de
prácticas, había desarmado a Baldor, le había golpeado en las
costillas y le había alcanzado en la pierna con tal fuerza que lo
había tumbado, todo en pocos segundos. Roran simpatizó con ellos;
él mismo había acabado su clase con Lang poco antes, y le había
dejado unos cuantos moratones nuevos, a juego con los obtenidos en
Helgrind. En general prefería usar su martillo en lugar de la
espada, pero sabía que debería ser capaz de usarla si la ocasión lo
requería. La lucha con espadas era una disciplina mucho más
refinada que la mayoría: si un espadachín recibía un golpe en la
muñeca, hubiera perdido o no la espada, sus huesos rotos le
preocuparían demasiado como para pensar en
defenderse.
Tras la batalla de los Llanos Ardientes, Nasuada había
invitado a todos los habitantes de Carvahall a unirse a los
vardenos. Todos habían aceptado su oferta. Los que se negaron ya
habían optado anteriormente por permanecer en Surda durante la
escala en Dauth, de camino a los Llanos Ardientes. Todos los
hombres capaces de Carvahall habían optado por armas de lucha -en
lugar de sus lanzas y escudos improvisados- y se habían esforzado
para convertirse en guerreros tan preparados como cualquier otro de
Alagaësia. El pueblo del valle de Palancar estaba acostumbrado a la
vida dura. Blandir una espada no era una tarea más ardua que cortar
leña, y resultaba mucho más fácil que arar hectáreas de terreno
bajo el ardiente sol del verano. Los que dominaban un oficio útil
siguieron desempeñándolo al servicio de los vardenos, pero en su
tiempo libre seguían practicando con las armas que les habían dado,
ya que cuando sonara la llamada a las armas se esperaba que todos
los hombres acudieran a la lucha.
Desde su regreso de Helgrind, Roran se había tomado el
entrenamiento con una dedicación extrema. Contribuir a la derrota
del Imperio y, con ello, de Galbatorix, era lo único que podía
hacer para proteger a los aldeanos y a Katrina. No era tan
arrogante como para creerse que él sólo pudiera desequilibrar el
resultado de la batalla, pero confiaba en su capacidad de aportar
algo al mundo y sabía que, si se aplicaba, podría contribuir a
mejorar las posibilidades de victoria de los vardenos. No obstante,
tenía que mantenerse con vida y eso significaba prepararse
físicamente y dominar las herramientas y las
técnicas de ataque para no caer ante algún guerrero más
experimentado.
Mientras cruzaba el campo de prácticas de regreso a la tienda
que compartía con Baldor, Roran atravesó un parterre de hierba de
veinte metros de longitud en el que yacía un tronco de seis metros
desprovisto de su corteza y pulido por los miles de manos que lo
frotaban cada día. Sin detenerse, Roran se giró, deslizó los dedos
por debajo del extremo más grueso del tronco, lo levantó y, con un
gruñido producto de la tensión, lo puso vertical. Luego le dio un
empujón y lo derribó. Entonces lo agarró por el extremo fino y
repitió el proceso dos veces más.
Ya sin energías para volver a enderezar el tronco, Roran dejó
el lugar y se perdió a paso ligero por el laberinto de tiendas de
lona gris, saludando a Loring, a Fisk y a otros que reconoció, así
como a media docena de desconocidos que le saludaron cálidamente
por el caminal
-¡Hola, Martillazos! -le gritaban.
-¡Hola! -respondía él.
«Es curioso que te conozcan personas a las que no has visto
nunca», pensó. Un minuto más tarde llegó a la tienda que se había
convertido en su casa y, una vez dentro, guardó el arco, el carcaj
con flechas y la espada corta que le habían dado los
vardenos.
Cogió su pellejo lleno de agua que estaba junto al catre,
salió de nuevo a la luz del sol, lo destapó y se echó el contenido
por la espalda y los hombros. Roran no tenía muchas ocasiones para
bañarse, pero aquél era un día importante, y quería estar fresco y
limpio para lo que se acercaba. Con el borde fino de un bastón
pulido, se rascó la suciedad de los brazos y de las piernas y se
limpió las uñas, y luego se peinó el cabello y se recortó la
barba.
Satisfecho con su aspecto, buscó su casaca recién lavada, se
pasó el martillo por el cinto y estaba a punto de ponerse en marcha
por el campamento cuando observó que Birgit lo observaba oculta
tras la esquina de una tienda. Asía con ambas manos una daga
envainada.
Roran se quedó paralizado, dispuesto a sacar su martillo a la
mínima provocación. Sabía que estaba en peligro de muerte y, a
pesar de su habilidad, no estaba seguro de poder derrotar a Birgit
si le atacaba, ya que ella, como él, lo daba todo en la lucha
contra sus enemigos.;
-Una vez me pediste ayuda -dijo Birgit- y yo accedí porque
quería encontrar a los Ra'zac y matarlos por haberse comido a mi
marido. ¿No mantuve mi palabra?
-Es cierto.
-¿Y tú recuerdas que te prometí que, una vez estuvieran
muertos los Ra'zac, me compensarías por tu responsabilidad en la
muerte de Quimby?
-Lo recuerdo.
Birgit retorcía las manos nerviosamente alrededor de la daga;
tenía los puños surcados de tendones. La daga salió de su vaina un
par de centímetros, dejando al descubierto el brillo de su acero, y
luego volvió lentamente a la oscuridad.
-Bien -dijo ella-. No querría que te fallara la memoria.
Obtendré mi compensación, Garrowsson. No lo dudes.
Con paso firme y rápido se alejó, y ocultó la daga entre los
pliegues de su vestido.
Roran respiró aliviado y se sentó sobre un taburete cercano,
frotándose la garganta, convencido de que había escapado por poco
de ser degollado por Birgit. Su visita le había alarmado pero no le
sorprendía; sabía de sus intenciones desde hacía meses, desde antes
de que salieran de Carvahall, y sabía que un día tendría que
ajustar cuentas con ella.
Un cuervo surcó el cielo. Lo siguió con la vista, le cambió
el humor y sonrió. «Bueno -se dijo-. Es difícil saber el día y la
hora en que uno va a morir. Podrían matarme en cualquier momento, y
no hay nada que pueda hacer al respecto. Lo que tenga que ocurrir,
ocurrirá, y yo no voy a perder el tiempo que me queda sobre la
Tierra preocupándome. La desgracia siempre llega a los que la
esperan. El truco es encontrar la felicidad en los breves periodos
entre desgracias. Birgit hará lo que su conciencia le diga, y yo
tendré que enfrentarme a eso cuando corresponda.»
Junto a su pie izquierdo descubrió una piedra amarillenta que
recogió y se pasó entre los dedos. Concentrándose en ella todo lo
que pudo, dijo:
-Stenr rïsa.
La piedra permaneció indiferente a su orden y se quedó
inmóvil entre sus dedos pulgar e índice. Con un bufido, la tiró
lejos.
Emprendió la marcha hacia el norte por entre las filas de
tiendas. Mientras caminaba, intentaba deshacerse un nudo de la
cinta del cuello, pero se resistía, y abandonó sus esfuerzos al
llegar a la tienda de Horst, que era el doble de grande que la
mayoría.
-¡Hola! -dijo, y llamó golpeando el poste situado en la lona
de la entrada.
Katrina salió corriendo de la tienda, con su melena cobriza
al viento, y lo rodeó con sus brazos. Entre risas, Roran la levantó
por la cintura y le dio una vuelta completa; todo el mundo salvo el
rostro de ella se difuminó ante sus ojos. Luego la depositó con
cuidado en el suelo. Ella le dio uno, dos, tres besos apresurados
en los labios. Luego se detuvo y le miró a los ojos, más feliz de
lo que él la había visto nunca.
-Hueles muy bien -le dijo ella. -¿Cómo
estás?
Lo único que empañaba su alegría era ver lo delgada y pálida
que estaba tras el cautiverio. Le daban ganas de resucitar a los
Ra'zac para hacerles soportar el mismo sufrimiento que habían
infligido a Katrina y a su padre.
-Me lo preguntas cada día, y cada día te digo lo mismo:
mejor. Ten paciencia; me recuperaré, pero llevará tiempo. El mejor
remedio para mi dolencia es estar contigo, aquí, bajo el sol. Me
hace bien, más de lo que puedo decirte.
-Eso no responde del todo a mi pregunta.
Las mejillas de Katrina adoptaron un tono colorado y ella
echó la cabeza atrás, con los labios curvados en una sonrisa
maliciosa:
-¡Vaya! Es usted un atrevido, señor mío. De lo más atrevido.
No estoy segura de que deba quedarme a solas con usted; temo que
pueda tomarse demasiadas libertades conmigo.
El tono de su respuesta le tranquilizó.
-Libertades, ¿eh? Bueno, ya que me consideras un
sinvergüenza, no perdería nada disfrutando de alguna de esas
«libertades» -respondió. Y la besó hasta que ella rompió el
contacto, aunque no se liberó de su abrazo.
-Oh -dijo sin aliento-. Parece que eres un hueso duro de
roer, Roran Martillazos.
-Seguro que sí. -Hizo una seña con la cabeza en dirección a
laj tienda que quedaba tras ella, bajó la voz y preguntó-: ¿Lo sabe
Elain?
-Lo sabría si no estuviera tan preocupada por su embarazo.
Creo que la tensión del viaje desde Carvahall puede haberle hecho
perder el niño. Se encuentra mal durante una buena parte del día, y
tiene dolores que…, bueno, que no presagian nada bueno. Gertrude la
cuida, pero no puede hacer gran cosa por aliviar sus molestias. En
todo caso, cuanto antes vuelva Eragon, mejor. No sé cuánto tiempo
podré mantener este secreto.
-Lo harás bien, estoy seguro. -La soltó y se alisó el borde
de la; casaca con la mano-. ¿Qué tal estoy?
Katrina lo estudió con mirada crítica, se humedeció las
puntas de los dedos y se los pasó por el pelo, despejándole la
frente. Observó el nudo en la cinta del cuello y se puso a
deshacerlo.
-Deberías prestar más atención a tus ropas.
-Las ropas no han intentado matarme.
-Bueno, ahora las cosas son diferentes. Eres el primo de un
jinete de Dragón, y deberías hacer bien tu papel. Es lo que la
gente espera de ti.
Él dejo que prosiguiera con su revisión hasta que quedó
satisfecha con su aspecto. Le dio un beso de despedida y recorrió
el kilómetro de distancia que le separaba del centro del inmenso
campamento de los vardenos, donde se encontraba el pabellón rojo de
mando de Nasuada. El banderín montado en lo alto lucía un escudo
negro y dos espadas inclinadas en paralelo por debajo, y ondeaba
sacudido por el cálido viento del este.
Los seis vigilantes del pabellón -dos humanos, dos enanos y
dos úrgalos- bajaron las armas al llegar Roran, y uno de los
úrgalos, una bestia corpulenta de dientes amarillos, le
desafió:
-¿Quién va? -Su acento era casi
ininteligible.
-Roran Martillazos, hijo de Garrow. Nasuada me mandó
llamar.
Golpeándose sonoramente el peto con un puño, el úrgalo
anunció:
-Roran Martillazos solicita audiencia con vos, Señora
Acosadora de la Noche.
-Que pase -dijo la voz desde el interior.
Los guardias levantaron las armas, y Roran se abrió paso
cautelosamente entre ellos. Se lo quedaron mirando, y él los miró,
con el distanciamiento de unos soldados dispuestos a enfrentarse de
un momento a otro.
Roran observó, alarmado, que en el interior del pabellón la
mayoría de los muebles estaban rotos y volcados. Las únicas cosas
que parecían tenerse en pie eran un espejo montado sobre un poste y
la gran butaca en la que estaba sentada Nasuada. Roran no hizo caso
del mobiliario, hincó una rodilla en el suelo y le hizo una
reverencia.
Los rasgos y el porte de Nasuada eran tan diferentes a los de
las mujeres con las que se había criado Roran que no sabía cómo
actuar. Le parecía extraña y altiva, con su vestido bordado y las
cadenas de oro en el pelo y su piel morena, que en aquel momento
tenia un reflejo rojizo, debido al color de las telas de las
paredes. En claro contraste con el resto de sus atavíos, tenía los
antebrazos cuciertos con vendas, testimonio del impresionante valor
del que había hecho gala durante la Prueba de los Cuchillos Largos.
Su hazaña se había convertido en un tema de conversación recurrente
entre los vardenos desde que Roran había vuelto con Katrina. Era el
único aspecto de ella con el que se identificaba, porque él también
haría cualquier sacrificio para proteger a sus seres queridos. Lo
que pasaba es que los seres queridos de ella eran un grupo
de
miles de personas, mientras que él se sentía comprometido
sólo con su familia y con su pueblo.
-Levántate, por favor -dijo Nasuada. Él hizo lo que le decía
y
apoyó una mano en la cabeza del martillo; luego esperó un
momento, en el que se sometió a la mirada escrutadora de
ella.
-Mi posición raramente me permite el lujo de hablar
claramente y sin tapujos, Roran, pero contigo voy a ser directa.
Parece que eres un hombre que aprecia la franqueza, y tenemos mucho
de lo que hablar en muy poco tiempo.
-Gracias, mi señora. Nunca me ha gustado jugar a juegos de
palabras.
-Excelente. Para ser francos, entonces, me presentas dos
proble mas, y ninguno de los dos tiene fácil
solución.
-¿Qué tipo de problemas? -replicó él frunciendo el
ceño.
-Uno de carácter, y otro político. Tus hazañas en el valle de
Palancar y durante la lucha mano a mano con tus paisanos son casi
increíbles. Me han contado que eres osado y hábil en el combate, en
la estrategia y que sabes hacer que la gente te siga con una
lealtad incuestionable.
-Puede que me hayan seguido, pero desde luego nunca han
dejado de cuestionarme.
Una sonrisa apareció en los labios de
Nasuada.
-Quizá. Pero aun así conseguiste que te siguieran, ¿verdad?
Posees un valioso talento, Roran, que podría resultar útil a los
vardenos. Supongo que querrás ser útil a la causa.
-Así es.
-Como sabes, Galbatorix ha dividido su ejército y ha enviado
tropas al sur para reforzar la ciudad de Aroughs, al oeste, hacia
Feinster, y al norte, hacia Belatona. Así espera alargar la lucha y
desgastarnos lentamente. Jórmundur y yo no podemos estar en una
docena de sitios diferentes a la vez. Necesitamos capitanes en los
que podamos confiar para que se enfrenten a los numerosos
conflictos que surgen a nuestro alrededor. En eso podrías sernos
útil. Pero… -De prontas se le apagó la voz.
-Pero aún no sabéis si podéis confiar en mí.
-Efectivamente. La protección de los amigos y la familia hace
que uno se endurezca, pero me pregunto cómo reaccionarás sin ellos.
¿Aguantarás la presión? Y al estar en posición de dar órdenes,
¿serás capaz también de acatarlas? No quiero poner en entredicho tu
capaddad, Roran, pero el destino de Alagaësia está en juego, y no
puedo arriesgarme a poner a alguien incompetente a la cabeza de mis
hombres. Esta guerra no perdona errores de ese tipo. Ni tampoco
seria justo para los hombres que ya luchan con los vardenos
pasarles a alguien por delante sin una causa justa. Debes ganarte
el cargo.
-Entiendo. ¿Qué queréis entonces que haga?
-Bueno, no es tan fácil, ya que Eragon y tú sois
prácticamente hermanos, y eso complica las cosas
inconmensurablemente. Tal como seguramente sabes, Eragon es la
pieza clave de nuestras esperanzas.
Es importante, por tanto, protegerle de cualquier distracción
para que se pueda concentrar en la tarea que tiene ante sí. Si te
mando al frente y mueres, el dolor y la rabia pueden perfectamente
desequilibrarlo. He visto cosas parecidas. Además, tengo que
calcular bien con quién te pongo a servir, porque habrá quien
busque influencias a través de ti por tu relación con Eragon. Así
que ya tienes una idea aproximada del alcance de mis
preocupaciones. ¿Qué tienes que decir al respecto?
-Si lo que nos jugamos es la tierra y esta guerra está tan
reñida como decís, lo que digo es que no podéis permitiros dejarme
sin hacer nada. Emplearme como soldado de a pie también sería un
desperdicio. Pero supongo que eso ya lo sabéis. En cuanto a la
política… -Se encogió de hombros-. No me importa en absoluto con
quién me pongáis. Nadie accederá a Eragon a través de mí. Mi única
preocupación es acabar con el Imperio para que mis familiares y
amigos puedan volver a sus casas y vivir en paz.
-Pareces decidido.
-Mucho. ¿No podríais permitirme dirigir a los hombres de
Carvahall? Somos casi como de una misma familia, y trabajamos bien
juntos. Ponedme a prueba con eso. Así los vardenos no sufrirán las
consecuencias si fracaso. *"
Nasuada sacudió la cabeza.
-No. Quizás en un futuro, pero aún no. Necesitan un
entrenamiento formal, y no podré juzgar tu actuación si estás
rodeado de un grupo de personas tan leales que incluso han
abandonado sus hogares y atravesado toda Alagaësia por
ti.
«Me considera una amenaza -reflexionó Roran-. Mi influente
sobre los hombres del pueblo hace que desconfíe de
mí.»
-Les guio su propio sentido común -dijo, en un intento por
esarmarla-. Sabían que era una locura quedarse en el
valle.
-No puedes darme una explicación convincente para su
comportamiento, Roran.
-¿Qué queréis de mí, señora? ¿Me permitiréis servir o no? Y
en ese caso, ¿cómo?
-Esta es mi oferta. Esta mañana, mis magos han detectado
una
patrulla de veintitrés soldados de Galbatorix que iban hacia
el este.
Voy a enviar un contingente bajo el mando de Martland
Barbarroja,
conde de Thun, para destruirlos y explorar un poco el
terreno. Si estás de acuerdo, puedes servir a las órdenes de
Martland. Le escucharás y
le obedecerás, y esperamos que aprendas de él. Él, a su vez,
te observará y me informará de si te considera apto para un
ascenso. Martland tiene mucha experiencia, y su opinión me merece
plena confianza. ¿Te parece justo, Roran
Martillazos?
-Sí. Sólo una cosa: ¿cuándo saldría, y cuánto tiempo duraría
la campaña?
-Saldrías hoy mismo y volverías dentro de dos
semanas.
-Entonces debo preguntaros algo: ¿podríais esperar y enviarme
en otra expedición, dentro de unos días? Me gustaría estar aquí
cuando regrese Eragon.
-Tu preocupación por tu primo es admirable, pero los
acontecímientos se suceden a un ritmo constante y no podemos
retrasarnos, En cuanto tenga noticias de Eragon, haré que uno de
los Du Vrangr Gata contacte contigo y te mande noticias, sean
buenas o malas.
Roran frotó los afilados bordes de su martillo con el pulgar
mientras buscaba una respuesta que pudiera convencer a Nasuada para
que cambiara de opinión, pero sin traicionar el secreto del que era
depositario. Por fin se rindió y se resignó a revelar la
verdad:
-Tenéis razón. Estoy preocupado por Eragon, pero él puede
defenderse solo de cualquiera. Verle sano y salvo no es el único
motivo por el que quiero quedarme.
-¿ Por qué, entonces?
-Porque Katrina y yo deseamos casarnos, y nos gustaría que
Eragon oficiara la ceremonia.
Se oyeron unos ruiditos secos, producidos por el tamborileo
de los dedos de Nasuada contra los brazos de su
sillón.
-Si crees que te voy a permitir perder el tiempo por aquí
cuando podrías estar colaborando con los vardenos para que Katrina
y tú podáis disfrutar de vuestra noche de bodas unos días antes,
estás muy equivocado.
-Es algo urgente, Señora Acosadora de la
Noche.
Nasuada detuvo el movimiento de los dedos y entrecerró los
ojos:
-¿Cómo de urgente?
-Cuanto antes nos casemos, mejor será para el honor de
Katrina. Debéis saber que nunca pediría un favor para mí
mismo.
Las sombras sobre la piel de Nasuada viraron al mover su
cabeza.
-Ya veo… ¿Y por qué Eragon? ¿Por qué queréis que él oficie la
ceremonia? ¿Por qué no algún otro, algún anciano de vuestro pueblo,
quizá?
-Porque es mi primo y le tengo mucho afecto, y porque es un
Jinete. Katrina prácticamente lo ha perdido todo por mí: su casa,
su padre y su dote. No puedo compensar esas cosas, pero por lo
menos quiero darle una boda que pueda recordar. Sin oro ni ganado,
no puedo pagar una ceremonia espléndida, así que tengo que
encontrar otro medio para hacer que la boda sea memorable, y sin
dinero me parece que nada sería más memorable que hacer que nos
case un Jinete de Dragón.
Nasuada se quedó en silencio tanto tiempo que Roran empezó a
preguntarse si esperaba que se retirara. De pronto
habló:
-Desde luego sería un honor para vosotros que os casara un
Jinete de Dragón, pero sería una pena que Katrina tuviera que
aceptar tu mano sin la dote correspondiente. Los enanos me
regalaron oro y joyas cuando vivía en Tronjheim. Una parte de esos
regalos la vendí para la fundación de los vardenos, pero con lo que
me queda, una mujer podría vestirse de visón y sedas durante muchos
años. Serán para Katrina, si te muestras dócil.
Sobresaltado, Roran hizo una nueva
reverencia.
-Gracias. Vuestra generosidad es abrumadora. No sé cómo
podría corresponderos.
-Correspóndeme luchando por los vardenos como luchaste por
Carvahall.
-Lo haré, lo juro. Galbatorix maldecirá el día que mandó a
los Ra'zac tras de mí.
-Estoy segura de que ya lo hace. Ahora vete. Puedes quedarte
en el campamento hasta que Eragon regrese y os case, pero luego
espero verte montado y listo para partir a la mañana
siguiente.