Se miraron el uno al otro, estremeciéndose de
emoción.
-Si yo muero -dijo Roran-, ¿te ocuparás de
Katrina?
-Desde luego.
-Dile que fui a la batalla con el corazón alegre y con su
nombre en mis labios.
-Lo haré.
Eragon murmuró una frase corta en idioma antiguo. La pérdida
de fuerza que sufrió por ello fue casi
imperceptible.
-Eso filtrará el aire frente a nosotros y nos protegerá de
los efectos paralizantes del aliento de los
Ra'zac.
De entre sus bultos, Eragon sacó su cota de malla y
desenrolló la tela de esparto en la que estaba envuelta. La prenda,
antes reluciente, aún conservaba manchas de sangre de la batalla de
los Llanos Ardientes, y la combinación de sangre seca, sudor y
falta de limpieza había provocado que el óxido hiciera su aparición
por entre los eslabones. No obstante, la cota estaba perfectamente
íntegra, ya que Eragon la había reparado antes de salir en busca de
las tropas del Imperio.
Eragon se puso la camisa con cuero por detrás, haciendo una
mueca al sentir el hedor a muerte y desesperación que tenía
prendido, y luego se puso unos puños de metal y grebas en las
espinillas. En la cabeza se colocó un pasamontañas, una toca de
malla y un casco de acero liso. Había perdido el suyo -el que
llevaba en Farthen Dür-, en el que los enanos le habían grabado el
emblema del Dürgrimst Ingeitum, junto al escudo, durante el duelo
aéreo entre Saphira y Espina. En las manos llevaba guantes de
malla. Roran se vistió de un modo parecido, aunque además se armó
con un escudo de madera. Una banda de hierro pulido cubría todo el
borde del escudo, para soportar mejor los envites de la espada del
enemigo. Eragon no llevaba ningún escudo en el brazo izquierdo:
necesitaba ambas manos para manipular el bastón de espino
correctamente.
A la espalda, Eragon se colgó el carcaj que le había dado la
reina Islanzadí. Además de veinte gruesas flechas de roble
decoradas con plumas de ganso gris, el carcaj contenía el arco de
madera de tejo con remaches de plata que la reina le había
entregado, tenso y listo para su uso.
Saphira pateó el terreno con suavidad.
¡Vamonos!
Eragon y Roran dejaron sus bolsas y provisiones colgadas de
la rama de un enebro y subieron a lomos de Saphira. No perdieron
tiempo ensillándola; había dormido con los arreos puestos. Eragon
sintió el cuero curtido templado, casi caliente, bajo sus piernas.
Se agarró al cuerno de la silla para no perder el equilibrio con
los repentinos cambios de dirección, y Roran le pasó uno de sus
gruesos brazos alrededor de la cintura, mientras con el otro
agarraba el martillo.
Un trozo de pizarra crujió bajo el peso de Saphira al
encogerse y, con un único y rápido salto, se encaramó al borde del
despeñadero, donde recuperó un momento el equilibrio y luego
desplegó sus enormes alas. Las finas membranas retumbaron al
aletear contra el aire. Las estiró hacia arriba y adoptaron el
aspecto de dos velas de un azul traslúcido.
-No aprietes tanto -refunfuñó Eragon.
-Lo siento -dijo Roran, que redujo la presión de su
abrazo.
Ya no pudieron seguir hablando, puesto que Saphira volvió a
saltar. Cuando alcanzó la cima, bajó las alas con un whuuush y los
tres se elevaron aún más. A cada batir de alas se acercaban más a
las nubes finas y lisas.
Al virar hacia Helgrind, Eragon echó un vistazo hacia su
izquierda y descubrió un amplio brazo del lago Leona a unos
kilómetros de distancia. Una gruesa y lúgubre capa de bruma,
grisácea a la luz del amanecer, se levantaba sobre el agua, como si
un fuego misterioso ardiera en la superficie del líquido. Eragon lo
intentó, pero ni siquiera con su visión de halcón consiguió llegar
a la orilla más alejada, ni a las estribaciones al sur de las
Vertebradas, del otro lado del agua, y lo lamentó. Hacía mucho
tiempo que no veía las montañas de su infancia.
Al norte se levantaba Dras-Leona, una enorme y caótica masa
maciza recortada contra el muro de niebla que bordeaba su flanco
occidental. El único edificio que pudo identificar fue la catedral
donde le habían atacado los Ra'zac; su chapitel, con un reborde
característico, se alzaba por encima del resto de la ciudad, como
una afilada lanza.
Y Eragon sabía que, en algún lugar del paisaje que pasaba a
toda velocidad por debajo, se encontraban los restos del campamento
donde los Ra'zac habían herido mortalmente a Brom. Dejó salir toda
su rabia y su dolor por los episodios de aquel día -así como por el
asesinato de Garrow y la destrucción de su granja- para reunir el
valor, o más bien el deseo de enfrentarse en combate a los Ra'zac.
Eragon -dijo Saphira-. Hoy no tendremos que cerrar la mente y
mantener nuestros pensamientos ocultos el uno al otro,
¿verdad?
No, a menos que aparezca otro mago.
Un abanico de luz dorada hizo su aparición cuando el sol
rebasó el horizonte. En un instante, todo el espectro de colores
llenó de vida a un mundo antes mortecino: la bruma adquirió un
brillo blanco, el agua se volvió de un azul intenso, la muralla de
adobe que rodeaba el centro de Dras mostró sus deslucidas
superficies amarillentas, los árboles se cubrieron de diversos
tonos de verde y la tierra se tiñó de rojo y de naranja. Helgrind,
no obstante, conservó su color de siempre: el
negro.
La montaña de piedra fue ganando tamaño a gran velocidad
según se acercaban. Incluso desde el aire, resultaba
imponente.
Al bajar en picado hacia la base de Helgrind, Saphira viró
tanto a la izquierda que Eragon y Roran se habrían caído si no se
hubieran atado previamente las piernas a la silla. Luego pasó
rozando el pedregal y el altar donde celebraban sus ceremonias los
sacerdotes de Helgrind. El viento, al pasar, se coló por la ranura
del casco de Eragon y produjo un aullido que casi los dejó
sordos.
-¿Y bien? -gritó Roran. No veía nada por
delante.
-¡Los esclavos ya no están!
Eragon sintió como si un gran peso lo anclara a la silla;
Saphira alzó el vuelo y rodeó Helgrind en una espiral, buscando una
entrada a la guarida de los Ra'zac.
No hay ni un hueco para una rata -declaró.
Redujo la velocidad y se quedó flotando ante una escarpadura
que conectaba el tercer pico más bajo de los cuatro con el
promontorio superior. El saliente recortado magnificaba el sonido
producido por su aleteo hasta que alcanzó el volumen de un trueno.
Eragon sintió que los ojos le lloraban con aquel chorro de aire
contra la piel.
Una telaraña de vetas decoraba la parte posterior de peñascos
y columnas, donde la escarcha se había concentrado en grietas que
recorrían la roca. No había nada más que alterara la impenetrable
oscuridad de las murallas de Helgrind, azotadas por el viento.
Entre las piedras inclinadas no crecían árboles, ni matojos, ni
hierba, ni liqúenes; ni siquiera las águilas osaban anidar sobre
los salientes recortados de la torre. Helgrind hacía honor a su
fama: era un lugar de muerte enclavado entre los afilados pliegues
recortados de las escarpaduras y las hendiduras que lo rodeaban
como los huesos de un espectro que quisiera sembrar el terror sobre
la Tierra.
Escrutando el panorama con la mente, Eragon confirmó la
presencia de las dos personas cautivas en Helgrind que había
detectado el día anterior, pero no encontró rastro de los esclavos
y, peor aún, seguía sin poder localizar a los Ra'zac ni a los
Lethrblaka. «Si no están aquí, ¿dónde están?», se preguntó. Volvió
a buscar y observó algo que se le había pasado por alto: una única
flor, una genciana, que despuntaba a menos de quince metros ante
ellos, donde, por lógica, debía haber roca maciza. «¿De dónde
sacará la luz para vivir?»
Saphira le dio la respuesta posándose en un saliente medio
desmoronado, unos metros a la derecha. Al hacerlo, perdió el
equilibrio un momento y agitó las alas para recuperarlo. En vez de
rozar la masa rocosa de Helgrind, la punta de su ala derecha se
hundió en la roca y volvió a salir.
Saphira, ¿has visto eso?
Lo he visto.
Inclinándose hacia delante, Saphira acercó la punta del
hocico hacia la pared de roca, se detuvo a unos centímetros -como
si esperara que saltara una trampa- y luego siguió avanzando.
Escama a escama, fue metiendo la cabeza en el interior de Helgrind,
hasta que Eragon sólo pudo verle el cuello, el torso y las
alas.
¡Es una ilusión óptica! -exclamó Saphira.
Con un empujón de sus poderosas ancas, saltó del saliente, e
introdujo el resto de su cuerpo tras la cabeza. Eragon tuvo que
recurrir a todo el autocontrol del que pudo hacer acopio para no
cubrirse la cabeza en un gesto desesperado de protección al ver
cómo el risco se le acercaba.
Un instante después se encontró frente a una amplia gruta
abovedada, iluminada por la cálida luz de la mañana. Las escamas de
Saphira refractaban la luz, emitiendo miles de brillos azules sobre
la roca. Al girarse, Eragon vio que tras ellos no había pared
alguna; sólo la entrada de la cueva y una vista panorámica del
paisaje. Hizo una mueca. Nunca se le había ocurrido que Galbatorix
hubiera podido ocultar la guarida de los Ra'zac con magia.
«¡Idiota! Tengo que estar más despierto», pensó. Infravalorar los
recursos del rey era un modo seguro de conseguir que los matara a
todos. Roran soltó un exabrupto y dijo: -¡Avísame antes de hacer
algo parecido otra vez! Tras echarse hacia delante, Eragon empezó a
desatarse las piernas de la silla al tiempo que miraba a su
alrededor, atento a cualquier peligro.
La abertura de la cueva era un óvalo irregular, de unos
quince metros de altura y de veinte metros de ancho. Daba a una
cámara del doble de su tamaño, que acababa mucho más allá en una
irregular pared de gruesas losas de piedra apoyadas unas contra
otras en diferentes ángulos. El suelo presentaba numerosas marcas,
prueba de las muchas veces que habían despegado, aterrizado y
trotado por encima los Lethrblaka. Cinco túneles bajos, como
misteriosas cerraduras, se abrían a los lados de la cueva, al igual
que un pasaje ojival lo suficientemente grande como para que
cupiera Saphira. Eragon examinó los túneles atentamente, pero
estaban oscuros como una boca de lobo y parecían vacíos, hecho que
confirmó con rápidas incursiones con la mente. Unos extraños
murmullos inarticulados llegaban retumbando de las entrañas de
Helgrind, lo que sugería la presencia de «cosas» desconocidas que
correteaban por la oscuridad, y de un goteo incesante de agua. A
este coro de susurros se le sumaba la respiración constante de
Saphira, que resonaba especialmente dentro de aquella cámara
vacía.
El rasgo más distintivo de la caverna, no obstante, era la
mezcla de olores que la impregnaban. Dominaba el olor de la piedra
fría, pero por debajo Eragon distinguió efluvios de humedad y moho,
y algo mucho peor: el empalagoso y enfermizo hedor de la carne en
descomposición. Eragon se soltó las últimas correas, pasó la pierna
derecha sobre el lomo de Saphira, con lo que quedó sentado de lado,
y se preparó a saltar al suelo. Roran hizo lo mismo pero hacia el
lado contrario.
Antes de soltarse, entre los numerosos sonidos que le
llegaban al oído, Eragon oyó una serie de sonidos metálicos
simultáneos, como si alguien hubiera golpeado la roca con una
batería de martillos. El sonido se repitió medio segundo más
tarde.
Miró en dirección al ruido, al igual que
Saphira.
Una enorme forma se asomó, retorciéndose por el pasaje
ojival, informe, con los ojos negros y un pico de más de dos metros
de largo. AJas de murciélago. El torso desnudo, sin pelo,
musculoso. Garras como lanzas de hierro. Saphira dio una sacudida
intentando evitar al Lethrblaka, pero no le valió de nada. La
criatura se lanzó contra su costado derecho con una fuerza y una
furia que a Eragon le pareció propia de un alud.
No se enteró exactamente de lo que pasó después, pues el
impacto lo lanzó, lo que hizo que diera tumbos. Su vuelo a ciegas
acabó tan bruscamente como había empezado, cuando algo duro y liso
le golpeó en la espalda: cayó al suelo y se golpeó la cabeza por
segunda vez. Esta última colisión le dejó sin aire en los pulmones.
Aturdido, quedó hecho un ovillo, jadeando y esforzándose por
recuperar el mínimo control sobre sus miembros.
¡Eragon! -gritó Saphira.
La preocupación en la voz de la dragona fue el mejor
revulsivo. Sus brazos y sus piernas volvieron a la vida, se estiró
y agarró su bastón del suelo, a su lado. Clavó el extremo inferior
en una grieta cercana y, balanceándose, se apoyó en la vara de
espino para ponerse en pie. Veía un enjambre de chispas escarlata
bailando ante sus ojos.
La situación era tan confusa que apenas sabía adonde mirar en
primer lugar.
Saphira y el Lethrblaka rodaban por la cueva, pateándose,
clavándose las garras y mordiéndose con tanta fuerza que hacían
saltar esquirlas de la roca bajo sus pies. El fragor de la lucha
debía de ser inimaginablemente estruendoso, pero para Eragon era
una batalla silenciosa; los oídos no le respondían. Aun así, sentía
las vibraciones a través de las plantas de los pies, mientras las
bestias colosales daban bandazos de un lado al otro, amenazando con
aplastar a cualquiera que se acercara.
De entre las mandíbulas de Saphira salió un torrente de fuego
azul que cubrió el lado derecho de la cabeza del Lethrblaka. Las
voraces llamaradas, que habrían podido fundir el acero, pasaron
alrededor de su enemigo sin hacerle daño. Impertérrito, el monstruo
le picoteó el cuello a la dragona, lo que la obligó a parar y
defenderse.
Rápido como una flecha disparada por un arco, el segundo
Lethrblaka salió velozmente del pasaje ojival, se lanzó sobre el
flanco de Saphira y, abriendo su estrecho pico, emitió un horrible
e hiriente chillido que le puso el pelo de punta y un nudo en la
garganta a Eragon. Soltó un gruñido malhumorado; aquello lo había
oído.
Ahora que estaban presentes los dos Lethrblaka, el olor
recordaba al insoportable hedor que se obtendría lanzando tres
kilos de carne rancia a un colector de aguas residuales en verano y
dejándola fermentar una semana.
Eragon apretó los labios, cerró la garganta y buscó otro
punto donde fijar la atención para evitar las
arcadas.
BRISINGK
A unos pasos de allí, Roran yacía encogido junto a la pared
de la cueva donde había aterrizado. En el mismo momento que Eragon
le miraba, su primo levantó un brazo y, no sin esfuerzo, se puso a
cuatro patas y finalmente de pie. Tenía los ojos vidriosos, y
trastabillaba como si estuviera borracho.
De un túnel próximo, por detrás de Roran, emergieron los dos
Ra'zac. En sus deformadas manos blandían largas hojas de color
claro y antiguo diseño. A diferencia de sus progenitores, los
Ra'zac tenían aproximadamente el mismo tamaño y la misma forma que
los humanos. Un exoesqueleto del color del ébano los cubría de
arriba abajo, aunque poco se veía de él, ya que incluso en Helgrind
los Ra'zac vestían túnicas y capas oscuras.
Avanzaron con una agilidad sorprendente, con movimientos
rápidos y entrecortados, como los de un insecto.
Sin embargo, Eragon no los detectaba, ni a ellos ni a los
Lethrblaka. «¿También serán una ilusión?», se preguntó. Pero no,
aquello era una tontería: la carne que rasgaba Saphira con sus
espolones era absolutamente real. Se le ocurrió otra explicación: a
lo mejor era imposible detectar su presencia. Quizá los Ra'zac
podían ocultarse de la mente de los humanos, sus presas, del mismo
modo que las arañas se escondían de las moscas. Si era así, aquello
explicaba por fin por qué los Ra'zac habían tenido tanto éxito
dando caza a magos y Jinetes por cuenta de Galbatorix, pese a que
no supieran usar la magia. -¡Cuernos!
Eragon podía haber recurrido a una mayor profusión de
improperios, pero era momento de actuar, no de maldecir su mala
suerte. Brom afirmaba que los Ra'zac no eran rivales para él a la
luz del día, y aunque quizás aquello fuera cierto, dado que Brom
había tenido décadas para inventar hechizos que usar contra ellos,
Eragon sabía que, sin el factor sorpresa a su favor, él, Saphira y
Roran tendrían difícil salir de allí con vida, por no hablar de
rescatar a Katrina.
Tras levantar la mano derecha por encima de la cabeza, Eragon
gritó: -¡Brisingr!
Y lanzó una crepitante bola de fuego hacia los Ra'zac. La
esquivaron, y la bola de fuego fue a dar contra el suelo de roca,
ardió un momento y luego se desvaneció. El hechizo era tonto y algo
infantil, y no era de suponer que provocara ningún daño si
Galbatorix había protegido a los Ra'zac como a los Lethrblaka. Aun
así, a Eragon le satisfizo enormemente el resultado. También
distrajo a los Ra'zac lo suficiente como para que Eragon pudiera
correr junto a Roran y apretar la espalda contra la de su
primo.
-Contenlos un minuto -gritó, con la esperanza de que Roran le
oyera. Fuera así o no, le entendió, puesto que se cubrió con el
escudo y levantó el martillo, presto para el
combate.
La cantidad de fuerza desplegada en cada uno de los terribles
golpes de los Lethrblaka ya había ido consumiendo la protección
física que Eragon había dispuesto alrededor de Saphira. Al ceder
ésta, los Lethrblaka habían conseguido infligirle varios arañazos
-largos pero poco hondos- en los muslos y tres picotazos que le
habían provocado heridas cortas pero profundas, muy
dolorosas.
A su vez, Saphira le había dejado las costillas al
descubierto a un Lethrblaka y le había arrancado de un mordisco el
último metro de la cola al otro. Para asombro de Eragon, la sangre
de los Lethrblaka era de un azul verdoso metálico, no muy diferente
del óxido que se forma en el cobre viejo.
En aquel momento, los Lethrblaka habían interrumpido su
ataque y estaban rodeando a Saphira, embistiéndole de vez en cuando
para mantenerla a distancia mientras esperaban que se cansara o
hasta poder matarla con un picotazo.
Saphira estaba mejor preparada para el combate a campo
abierto que los Lethrblaka gracias a sus escamas -que eran más
duras y resistentes que la piel gris de aquellos seres- y a sus
dientes -que en distancias cortas eran mucho más letales que los
picos de los Lethrblaka-, pero, a pesar de todo, le costaba
mantener a distancia a ambas criaturas a la vez, sobre todo porque
el techo le impedía saltar y volar por encima de sus contrincantes.
Eragon temía que, aunque ella consiguiera imponerse, los Lethrblaka
consiguieran lisiarla antes de morir. Respiró hondo y formuló un
único hechizo que contenía las doce técnicas mortales que le había
enseñado Oromis. Tomó la precaución de pronunciarlo en una serie de
fórmulas, de modo que si la barrera defensiva de Galbatorix lo
repelía, pudiera detener el flujo mágico. Si no, cabía la
posibilidad de que el hechizo le consumiera toda la fuerza y lo
matara.
Hizo bien en tomar aquella precaución. Al emitir el hechizo,
Eragon enseguida se dio cuenta de que la magia no surtía ningún
efecto sobre los Lethrblaka, y abandonó el ataque. No es que
esperase triunfar con las tradicionales fórmulas de ataque, pero
tenía que intentarlo, por si se daba el caso -improbable- de que
Galbatorix hubiera cometido algún descuido o torpeza al proveer de
barreras a los Lethrblaka y a su prole.
Tras él, Roran gritó: «¡Yah!». Un instante más tarde, una
espada golpeó contra su escudo, seguida del sonido metálico de una
malla rota y del tañido de un segundo golpe de espada contra el
casco de Roran. Eragon se dio cuenta de que estaba recuperando el
oído.
Los Ra'zac volvieron a golpear, pero en cada ocasión sus
armas pasaban rozando la armadura de Roran o se quedaban a pocos
centímetros de la cara o las extremidades del chico, por muy rápido
que agitaran la espada. Frustrados, emitieron una especie de siseo
y un chorro continuo de invectivas, que sonaban aún peor en boca de
aquellas criaturas de duras mandíbulas que entrechocaban y
deformaban el lenguaje.
Eragon sonrió. La barrera mágica que había dispuesto
alrededor de Roran había surtido efecto. Esperaba que la invisible
red de energía aguantara hasta que él hubiera encontrado un modo de
detener a los Lethrblaka.
Eragon sintió un estremecimiento general y vio que todo se
teñía de gris cuando los dos Lethrblaka empezaron a chillar a la
vez. Por un momento, su determinación le abandonó, dejándolo sin
capacidad de movimiento, pero al momento se recuperó y se sacudió
como lo habría hecho un perro, repeliendo aquella influencia
maligna. El sonido le recordaba más que nada al de un par de niños
llorando de dolor. Eragon empezó a recitar todo lo rápido que pudo,
atento a no cometer errores en el idioma antiguo. Cada frase que
pronunciaba, y eran muchísimas, tenía el potencia] de provocar la
muerte instantánea, y cada tipo de muerte era diferente. Mientras
recitaba su improvisado soliloquio, Saphira recibió otro corte en
el flanco izquierdo. A su vez, rompió el ala de su atacante,
rasgando la fina membrana voladora en tiras con sus garras. Eragon
recibió una serie de duros impactos procedentes de la espalda de
Roran, que sufría los ataques y embestidas frenéticos de los
Ra'zac. El mayor de los dos Ra'zac empezó a rodearlo para poder
atacar a Eragon directamente.
Y entonces, en el fragor de los choques de acero contra
acero, y de acero contra madera, y de garras contra piedra, se oyó
el corte de una espada a través de una malla, seguido de un crujido
húmedo. Roran gritó, y Eragon sintió la sangre que le corría por la
pantorrilla derecha.
Por el rabillo del ojo, Eragon vio una figura contrahecha que
le saltaba encima, lanzando la hoja de su espada con la intención
de ensartarlo. El mundo se redujo a aquel estrecho y fino punto; la
punta del arma brillaba como una esquirla de cristal, y cada
arañazo en el metal parecía un reguero de mercurio brillando a la
luz del alba.
Sólo tenía tiempo para un hechizo más, o tendría que
dedicarse a detener la embestida del Ra'zac, que buscaba clavarle
la espada entre el hígado y los ríñones. Desesperado, dejó de
lanzar ataques directos contra los Lethrblaka y gritó: «¡Garjzla,
letta!».
Era un hechizo burdo, creado a toda prisa y de léxico pobre,
pero funcionó. Los ojos hinchados del Lethrblaka del ala rota se
convirtieron en un par de espejos semiesféricos que reflejaban la
luz que de otro modo habría entrado por las pupilas del Lethrblaka.
La criatura, cegada, trastabilló y aleteó torpemente en un vano
intento de golpear a Saphira.
Eragon agitó el bastón de espino en sus manos y desvió la
espada del Ra'zac cuando estaba ya a un par de centímetros de sus
costillas. El Ra'zac aterrizó frente a él y estiró el cuello.
Eragon retrocedió, viendo un corto y grueso pico que aparecía del
interior de la capucha. El quitinoso apéndice se cerró con un
chasquido a unos centímetros de su ojo derecho. Como si aquello no
fuera con él, Eragon fijó su atención en la lengua de los Ra'zac,
que era morada y peluda, y que se retorcía como una serpiente sin
cabeza. Tras juntar las manos hacia el centro del bastón y extender
los brazos, Eragon dio un golpe seco en el pecho al Ra'zac, que
salió despedido varios metros hacia atrás. El monstruo cayó de
cuatro patas. Eragon se giró hacia Roran, que tenía el flanco
izquierdo manchado de sangre y que rechazaba los ataques de la
espada del otro Ra'zac. Hizo un amago, golpeó contra la hoja de la
espada del Ra'zac y, cuando éste arremetió hacia su garganta, cruzó
el bastón frente al cuerpo y rechazó el envite. Sin perder un
momento, Eragon se lanzó hacia delante y clavó el extremo del
bastón de madera en el abdomen de su enemigo.
Si Eragon hubiera tenido en sus manos a Zar'roc, habría
matado al Ra'zac en aquel mismo momento. Pero el resultado fue que
algo crujió en el interior de aquella criatura y que ésta salió
rodando por la cueva unos cuantos metros. Inmediatamente se puso de
nuevo en pie, dejando un reguero de sangre azul sobre la
roca.
«Necesito una espada», pensó Eragon.
Miró hacia los lados y vio que los dos Ra'zac se lanzaban
sobre él; no tenía otra opción que mantener la posición y
enfrentarse a su ataque combinado, porque era lo único que se
interponía entre aquellos insaciables carroñeros y Roran. Empezó a
formular el mismo hechizo que había surtido efecto contra los
Lethrblaka, pero los Ra'zac lanzaron ataques por alto y por bajo
con sus espadas antes de que pudiera pronunciar una
sílaba.
Las espadas rebotaban en el bastón de espino con un ruido
sordo. No dejaban siquiera marca en la madera
encantada.
Izquierda, derecha, arriba, abajo. Eragon no pensaba: actuaba
y reaccionaba en un intercambio frenético de golpes con los Ra'zac.
El bastón era ideal para combatir con múltiples rivales, ya que
podía golpear y bloquear con ambos extremos, y en muchos casos a la
vez, lo que en aquel preciso momento le estaba resultando muy útil.
Jadeaba, con la respiración acelerada. El sudor le caía por la
frente, se le acumulaba en los extremos de los ojos y le bañaba la
espalda y la parte interior de los brazos. El fulgor de la batalla
le había reducido el campo de visión y la luz rojiza parecía
palpitar con los latidos de su corazón.
Nunca se había sentido tan vivo, o tan asustado, como cuando
luchaba.
Él también iba quedándose sin defensas; dado que había
centrado su atención en incrementar las defensas de Saphira y
Roran, sus propias defensas mágicas iban mermando, y el Ra'zac más
pequeño consiguió herirle en la rodilla izquierda. Aquella herida
no suponía una amenaza letal, pero aun así era grave, ya que le
impediría aguantar todo el peso del cuerpo con la pierna
izquierda.
Agarrando el bastón por la punta de la base, Eragon lo
balanceó como una maza y golpeó a uno de los Ra'zac sobre la
cabeza. Este cayó al suelo, pero no podía estar seguro de si
estaría muerto o inconsciente. Avanzó hacia el otro, aporreándolo
en los brazos y los hombros y, con un giro repentino del cuerpo, le
arrancó la espada de la mano.
Antes de que Eragon pudiera acabar con los Ra'zac, el
Lethrblaka del ala rota, cegado, emprendió el vuelo por la cueva y
fue a chocar contra la pared contraria, lo que provocó un
desprendimiento de cascotes del techo. La imagen y el estruendo
eran tan impresionantes que hicieron que Eragon, Roran y el Ra'zac
se encogieran y se giraran por puro instinto. Saphira saltó sobre
el Lethrblaka tullido, al que acababa de patear, y clavó los
dientes en el dorso del duro cuello de aquella bestia. El
Lethrblaka se revolvió en un último esfuerzo por liberarse, pero
Saphira agitó la cabeza de lado a lado y le rompió el espinazo. Se
apartó de su presa ensangrentada y llenó la cueva con un salvaje
rugido de victoria.
El Lethrblaka que quedaba no lo dudó un instante. Embistió a
Saphira y le clavó las garras bajo los bordes de las escamas, lo
que provoco que se revolcara descontroladamente. Juntos, rodaron
hasta el borde de la cueva, se tambalearon medio segundo y luego
cayeron, Perdiéndose de vista, sin dejar de pelear. Fue una táctica
inteligente, Puesto que sirvió para apartar al Lethrblaka del
alcance de los sentidos de Eragon, y si no podía detectarlo,
difícilmente podría lanzarle un hechizo.
¡Saphira! -gritó Eragon.
Ocúpate de lo tuyo. Éste no se me escapa.
Eragon se giró justo a tiempo para observar, con un respingo,
cómo los Ra'zac desaparecían en las profundidades del túnel más
próximo, el más grande apoyado en el pequeño. Tras cerrar los ojos,
Eragon localizó las mentes de los prisioneros de Helgrind, murmuró
algo en el idioma antiguo y luego le dijo a Roran:
-He sellado la celda de Katrina para que los Ra'zac no puedan
usarla como rehén. Ahora sólo tú y yo podemos
abrirla.
-Bien -dijo Roran entre dientes-. ¿Puedes hacer algo con
esto? -añadió, señalando con la barbilla la herida que se cubría
con la mano derecha. Por entre los dedos le manaba la sangre.
Eragon examinó la herida. En cuanto la tocó, Roran se estremeció y
dio un paso atrás.
-Has tenido suerte -dijo Eragon-. La espada ha dado contra
una costilla. -Colocó una mano sobre la herida y la otra sobre los
doce diamantes ocultos en el interior del cinturón de Beloth el
Sabio, que llevaba en la cintura, y recurrió al poder que había
almacenado en el interior de las gemas-. ¡ Waíse heill! -gritó, y
una onda mágica recorrió el costado de Roran, recomponiendo la piel
y el músculo.
A continuación, Eragon se curó su herida, el profundo corte
en la rodilla izquierda.
Cuando hubo acabado, se enderezó y miró en dirección al lugar
por donde había desaparecido Saphira. Su conexión iba haciéndose
más tenue a medida que la dragona se acercaba al lago Leona
persiguiendo al Lethrblaka. Habría querido ayudarla, pero sabía
que, de momento, tendría que arreglárselas sola.
-Date prisa -advirtió Roran-. ¡ Se escapan!
-Tienes razón.
Tras levantar el bastón, Eragon se acercó al oscuro túnel y
recorrió con la vista cada saliente de la roca, a la espera de que
los Ra'zac aparecieran de un salto tras cualquiera de ellos. Avanzó
despacio, para que sus pasos no resonaran por la sinuosa galería.
Puso la mano sobre una roca para apoyarse y notó que estaba
cubierta de un limo viscoso.
Tras unos cuantos metros, curvas y quiebros, la caverna
principal quedó fuera del alcance de su vista y la oscuridad se
hizo tan intensa que ni siquiera Eragon veía nada.
-A lo mejor tú sí, pero yo no puedo luchar a oscuras
-susurró
Roran.
-Si enciendo una luz, los Ra'zac no se nos acercarán, ahora
que sé un hechizo que funciona con ellos. Se ocultarán hasta que
nos vayamos. Tenemos que matarlos mientras
podamos.
-¿Y qué se supone que puedo hacer yo? Es más probable que me
dé contra un muro y me rompa la nariz antes de que encuentre a esas
dos cucarachas… Podrían colocarse detrás de nosotros y apuñalarnos
por la espalda.
-¡Shhh! Tú agárrate a mi cinturón, sigúeme y estáte preparado
para agacharte.
Eragon no veía nada, pero aun así conservaba el oído, el
olfato, el tacto y el gusto, y tenía estos sentidos lo
suficientemente desarrollados como para hacerse una idea bastante
exacta de lo que tenía alrededor. El mayor peligro era que los
Ra'zac los atacaran a distancia, quizá con un arco, pero confiaba
en que sus reflejos bastarían para que ambos se salvaran de
cualquier proyectil.
Una corriente de aire acarició la piel de Eragon, se detuvo y
luego se invirtió con el cambio de presión del exterior. El ciclo
se repitió a intervalos irregulares, creando remolinos invisibles
que le rozaban como chorros de agua.
Su respiración, y la de Roran, eran fuertes y entrecortadas,
comparadas con el variado conjunto de sonidos que se propagaban por
el túnel. Por encima del soplo de su respiración, Eragon distinguía
el ruido de alguna piedra rodando por entre el laberinto de túneles
y el continuo repiqueteo de las gotas de agua condensada que
resonaban contra la superficie de un estanque subterráneo como un
tambor. También oía el crujido de la grava que aplastaba con las
botas al caminar. Muy por delante percibía un misterioso y
sostenido lamento. De los olores que le llegaban, ninguno era
nuevo: sudor, sangre, humedad y moho. Paso a paso, Eragon fue
abriendo camino por las entrañas de Helgrind. El túnel empezó a
descender y en muchos casos se dividía o giraba, por lo que Eragon
se habría perdido enseguida si no hubiera tenido la mente de
Katrina como referencia. Los diversos agujeros recortados que
encontraban eran bajos y estrechos. En un momento dado, Eragon se
golpeó la cabeza contra el techo, y un repentino ataque de
claustrofobia puso a prueba sus nervios.
Ya estoy aquí-anunció Saphira justo cuando Eragon puso el pie
sobre un irregular escalón tallado en la roca bajo sus pies. Se
detuvo un momento. Saphira no había sufrido más heridas, lo que le
aliviaba. ¿Y el Lethrblaka?
Flotando panza arriba en el lago Leona. Me temo que algunos
pescadores nos vieron luchar. Cuando los vi por última vez estaban
remando hacia Dras-Leona.
Bueno, no se puede evitar. Mira a ver qué encuentras en el
túnel por el que salieron los Lethrblaka. Y atenta a los Ra'zac.
Puede que intenten esquivarnos y huir de Helgrind por la entrada
que usamos nosotros. Probablemente tengan un refugio a nivel del
suelo.
Probablemente, pero no creo que corran ya
demasiado.
Tras lo que les pareció una hora atrapados en la oscuridad
-aunque Eragon sabía que no podían haber sido más de diez o quince
minutos- y después de descender más de treinta metros por el
interior de Helgrind, Eragon se detuvo en una plataforma de piedra
nivelada. Transmitiendo sus pensamientos a Roran, le
dijo:
La celda de Katrina está aquí delante, a unos quince metros,
a la derecha.
No podemos arriesgarnos a sacarla hasta que los Ra'zac estén
muertos o hayan huido.
¿Y si se ocultan hasta que la saquemos? Por algún motivo, no
los detecto. Podrían esconderse eternamente. Así pues, ¿esperamos
indefinidamente o liberamos a Katrina ahora que tenemos la
posibilidad? Puedo protegerla de la mayoría de los ataques con
algunos hechizos.
Roran se quedó pensando un segundo.
Liberémosla, entonces.
Volvieron a ponerse en marcha, tanteando el bajo pasillo de
suelo áspero. Eragon tenía que dedicar casi toda su atención a
colocar bien los pies para no perder el equilibrio, por lo que casi
se le pasa por alto el ruido del roce de una tela sobre otra y el
leve ruido elástico que se produjo a su derecha. Se echó contra la
pared, empujando a Roran. Al mismo tiempo, algo le pasó frente al
rostro, rozándole la mejilla derecha y dejándole un surco en la
piel. La fina herida le quemaba como una
cauterización.
-¡Kveykva! -gritó Eragon.
De pronto se creó una luz roja, brillante como el sol de
mediodía. No tenía una fuente concreta, por lo que iluminaba todas
las superficies por igual y sin sombras, dándoles a las cosas un
curioso aspecto liso. El repentino resplandor sorprendió al propio
Eragon, pero hizo algo más que eso con el Ra'zac solitario que
tenía delante; la criatura bajó el arco, se cubrió el rostro
encapuchado y soltó un agudo quejido. Un chillido parecido le
indicó a Eragon que el segundo Ra'zac estaba tras
ellos.
¡Roran!
Eragon se giró justo a tiempo para ver a Roran, que cargaba
contra el otro Ra'zac, martillo en ristre. El monstruo,
desorientado, retrocedió a trompicones, pero fue demasiado lento.
El martillo cayó:
-¡Por mi padre! -gritó Roran. Volvió a golpear-. ¡Por nuestra
casa! -insistió. El Ra'zac ya estaba muerto, pero el chico levantó
el niartillo una vez más-. ¡Por Carvahall!
Su golpe definitivo rompió el caparazón del Ra'zac como la
cascara de una calabaza seca. Con aquella luz implacable de color
rubí, el charco de sangre que se iba formando parecía morado.
Girando el bastón en un círculo para protegerse de la flecha o la
espada que esperaba encontrarse de frente, Eragon volvió a girarse
de cara al otro Ra'zac. El túnel que se abría ante él estaba vacío.
Soltó una maldición. Eragon se abalanzó sobre la desfigurada bestia
tirada en el suelo. Hizo girar el bastón sobre la cabeza y lo clavó
como una estaca en el pecho del Ra'zac muerto con un golpe
sordo.
-Hacía mucho tiempo que quería hacer esto -dijo Eragon.
-Igual que yo -respondió Roran. Los dos se miraron. -¡Ahh! -gritó
Eragon, y se llevó la mano a la mejilla, que le dolía cada vez
más.
-¡Sale espuma! -exclamó su primo-. ¡Haz algo! «Los Ra'zac
deben de haber mojado la cabeza de la flecha con aceite de Seithr»,
pensó Eragon. Recordó su entrenamiento, se limpió la herida y el
tejido de alrededor con un hechizo y luego reparó la lesión del
rostro. Abrió y cerró la boca varias veces para asegurarse de que
los músculos funcionaban correctamente. Con una sonrisa forzada,
dijo:
-Imagínate en qué estado estaríamos sin la
magia.
-Sin la magia, no tendríamos que preocuparnos de
Galbatorix.
Dejad la charla para más tarde -intervino Saphira-. En cuanto
esos pescadores lleguen a Dras-Leona, el rey puede enterarse de
nuestra incursión por boca de uno de sus magos de la ciudad; y no
queremos que Galbatorix se ponga a buscar por Helgrind mientras aún
estamos aquí.
Sí, sí-dijo Eragon.
Apagó la luz roja que lo cubría todo y
prosiguió:
-¡Brisingr raudhr!
Apareció una luz roja como la de la noche anterior, sólo que
ésta quedó colgada a quince centímetros del techo en vez de
acompañar a Eragon allá donde fuera.
Ahora que tenía ocasión de examinar el túnel con detalle, vio
que a galería de piedra daba a una
veintena de puertas de hierro, unas cuantas a cada lado. Señaló y
dijo:
La novena de la derecha. Ve a buscarla. Yo comprobaré las
otras ce'das. Puede que los Ra'zac
hayan dejado algo interesante en ellas.
Roran asintió. Se agachó y registró el cadáver que tenía a
sus pies, pero no encontró ninguna llave.
-Tendré que hacerlo a lo bruto -dijo, encogiéndose de
hombros.
Fue corriendo a la puerta indicada, dejó el escudo y se puso
a golpear las bisagras con el martillo. Cada golpe producía un
ruido espantoso. Eragon no se ofreció a ayudarle. Su primo no
querría que le ayudaran en aquel momento, y además Eragon tenía
otras cosas que hacer. Fue hasta la primera celda, susurró tres
palabras y, al oír un chasquido, empujó la puerta. Lo único que
contenía la pequeña cámara era una cadena negra y un montón de
huesos putrefactos. No esperaba encontrar nada más que aquellos
tristes restos; ya sabía dónde se encontraba el objeto de su
búsqueda, pero siguió fingiendo ignorancia para evitar despertar
las sospechas de Roran.
Dos puertas más se abrieron y se cerraron al contacto de los
dedos de Eragon. Luego, en la cuarta celda, la puerta se abrió y
dejó paso a los rayos de la mágica luz. Tras ella apareció el
hombre que menos habría querido encontrarse: Sloan.