A unos doscientos metros, cincuenta y tres soldados y
conductores de convoy se encontraban sentados alrededor de tres
hogueras, cenando, a la luz menguante del final de la tarde. Los
hombres se habían detenido en esa amplia ribera cubierta de hierba,
al lado de un río sin nombre. Los carros, repletos de suministros
para las tropas de Galbatorix, formaban un círculo mal dibujado
alrededor de las hogueras. Un buen número de bueyes con las patas
atadas pastaban detrás del campamento y mugían de vez en cuando. A
unos veinte metros aproximadamente siguiendo la corriente del río
se levantaba un alto terraplén que impedía que sufrieran un ataque
o que escaparan de esa zona.
«¿En qué estarían pensando?», se preguntó Roran. En
territorio hostil, era una cuestión de prudencia acampar en un
lugar que fuera defendible, lo cual se conseguía, a menudo, si se
encontraba una formación natural que protegiera la parte posterior
del campamento. A pesar de ello, era necesario elegir un lugar del
cual se pudiera huir en caso de emboscada. Dadas las
circunstancias, a Roran y a los guerreros que se hallaban bajo las
órdenes de Martland les resultaría muy fácil salir de detrás de los
arbustos que los ocultaban y atrapar a los hombres del Imperio en
el vértice de la V que formaba el terraplén de tierra y el río.
Roran se sentía desconcertado por el hecho de que unos soldados
bien entrenados hubieran cometido un error tan evidente. «Quizá
sean de una ciudad -pensó-. O quizá, simplemente, no tienen
experiencia. -Frunció el ceño-. Entonces, ¿por qué les han confiado
una misión tan importante?»
-¿Has encontrado alguna trampa? -preguntó.
No había necesitado girar la cabeza para saber que Carn se
encontraba detrás de él, igual que Halmar y los demás hombres.
Excepto con los cuatro espadachines que se habían unido a Martland
para reemplazar a los que habían muerto o que habían resultado
gravemente heridos durante la última batalla, Roran había luchado
al lado de todos los hombres de ese grupo. A pesar de que no todos
ellos le gustaban, les hubiera confiado la vida, igual que ellos a
él. Ése era un vínculo que trascendía la edad o la clase social.
Después de la primera batalla, Roran se sorprendió al darse cuenta
de hasta qué punto se sentía cerca de esos hombres y de lo cálidos
que ellos se mostraban con él.
-No, ninguna -murmuró Carn-. Pero… -Es posible que hayan
inventado algún hechizo nuevo que no seas capaz de detectar, sí,
sí. ¿ Hay algún mago entre ellos? -No lo puedo asegurar; pero no,
creo que no. Roran apartó una rama de sauce para tener una visión
más completa de la disposición de los carros.
-No me gusta -gruñó-. Un mago acompañaba al otro convoy. ¿Por
qué no hay ninguno en éste?
-Hay menos magos de lo que crees.
-Ya. -Roran se rascó la barba. Todavía estaba preocupado por
la aparente falta de sentido común de esos
soldados.
«¿Es posible que intenten provocar un ataque? No parecen
preparados para hacerle frente, pero a veces las cosas no son lo
que parecen. ¿Qué trampa nos pueden haber preparado? No hay nadie
más en treinta leguas a la redonda, y la última vez que se vio a
Murtagh y a Espina, se dirigían hacia el norte desde
Feinster.»
-Haz la señal -dijo-. Pero dile a Martland que me preocupa
que hayan acampado aquí. O bien son unos idiotas, o bien tienen
alguna defensa invisible contra nosotros: magia o algún truco del
rey. Se hizo un silencio, y luego:
-La he mandado. Martland dice que comparte tu preocupación,
pero que, a no ser que quieras volver corriendo con Nasuada con el
rabo entre las piernas, probemos suerte.
Roran gruñó y dio la espalda a los soldados. Hizo un gesto
con la cabeza y todos se alejaron, caminando a cuatro patas, hacia
el lugar donde habían dejado los caballos.
Al llegar, Roran se puso de pie y montó a Nieve de Fuego. -Buff, quieto, chico -susurró,
dándole unos golpecitos al semental, que no dejaba de
cabecear.
A la tenue luz, las patas y la grupa de su caballo despedían
un destello plateado. Roran deseó de nuevo que su caballo fuera
menos visible, un zaino tal vez.
Cogió el escudo, que colgaba de la silla de montar, y se lo
ajustó al brazo izquierdo. Luego se sacó el martillo del cinturón.
Tragó saliva y con una tensión entre los hombros que ya le era
familiar, sujetó bien la herramienta.
Cuando los cinco hombres estuvieron preparados, Carn levantó
un dedo, entrecerró los ojos e hizo una mueca con los labios, como
si estuviera hablando consigo mismo. Se oyó el sonido de un grillo
cerca.
Entonces una luz de un blanco puro y brillante, como la de
mediodía, iluminó el paisaje. Inmediatamente, Roran se cubrió con
el escudo y se agachó sobre la silla de montar. El brillante haz de
luz procedía de algún punto por encima del campamento; Roran
resistió la tentación de mirar exactamente de
dónde.
Con un grito, espoleó a Nieve de
Fuego y se agachó sobre el cuello del animal en cuanto éste
inició el galope. Carn y los demás soldados, que estaban a su lado,
hicieron lo mismo blandiendo las armas. Las ramas de los árboles
arañaron la espalda y la cabeza de Roran hasta que el caballo salió
de entre los árboles galopando a toda velocidad hacia el
campamento.
Otros dos grupos de hombres a caballo también se precipitaban
hacia el campamento; uno de ellos estaba dirigido por Martland; el
otro, por Ulhart.
Los soldados y los conductores de los carros gritaron,
alarmados, y se cubrieron los ojos. Tropezando como si estuvieran
ciegos, se dispersaron en busca de sus armas e intentaron colocarse
en posición para rechazar el ataque.
Roran no frenó a Nieve de Fuego.
Volvió a espolear al semental y se puso de pie en los estribos,
sujetándose con fuerza, mientras el caballo saltaba por la estrecha
abertura que quedaba entre dos carros. Cuando aterrizaron, los
dientes le castañetearon y Nieve de Fuego
levantó una nube de tierra que cayó encima de una de las hogueras y
provocó un intenso chisporroteo.
El resto del grupo de Roran también saltó por entre los
vagones. Sabiendo que ellos se encargarían de los hombres que
habían quedado detrás de él, Roran se concentró en los que tenía
delante. Condujo a Nieve de Fuego
directamente hacia el hombre que tenía más cerca y, de un golpe de
martillo, le rompió la nariz, haciendo que se le llenara toda la
cara de sangre. Roran acabó con él con un segundo golpe en la
cabeza e, inmediatamente, esquivó la espada de otro
soldado.
Más allá, en la curvada hilera de carros, Martland, Ulhart y
sus hombres también saltaron al campamento con un estallido de
cascos de caballo y de armaduras y armas metálicas. Uno de sus
caballos resultó herido por la lanza de un soldado y se desplomó al
suelo con un relincho.
Roran detuvo el segundo golpe de espada del soldado y le
golpeó la mano, rompiéndole los huesos y obligándole a soltar el
arma. Sin pausa, Roran lo golpeó en el centro de la túnica roja y
le rompió el esternón: lo derribó y lo dejo mortalmente
herido.
Roran miró hacia atrás en busca de su siguiente contrincante.
Los músculos le vibraban con una excitación frenética: todo, a su
alrededor, aparecía a sus ojos con gran detalle y claridad, como si
estuviera tallado en cristal. Se sentía invencible, invulnerable.
Incluso el tiempo parecía dilatarse y ralentizarse: por delante de
él apareció volando una polilla aturdida que parecía nadar en
miel.
En ese momento, unas manos lo agarraron por la parte trasera
de la cota de malla y, tirando de él, lo desmontaron de Nieve de Fuego y lo hicieron caer al suelo,
dejándolo sin respiración. La visión se le oscureció por un
momento. Cuando se recuperó, vio que el primer soldado que había
atacado estaba sentado encima de su pecho, ahogándolo. El soldado
bloqueaba el haz de luz que Carn había creado en el cielo y un halo
blanco le rodeaba la cabeza y los hombros, lo cual sumía los rasgos
de su cara en la sombra. Roran no pudo distinguir nada en él,
excepto el brillo de los dientes.
El soldado apretaba los dedos alrededor del cuello de Roran,
que se esforzaba por respirar. Tanteó a su alrededor en busca del
martillo, que se le había caído, pero no lo encontró. Entonces
tensó el cuello para evitar que el soldado le quitara la vida, sacó
la daga que llevaba en el cinturón y atravesó con ella la cota de
malla del hombre, clavándosela entre las costillas del costado
izquierdo.
El soldado no reaccionó: ni siquiera aflojó el cuello de
Roran, sino que emitió una risa gorjeante. Esa risa, entrecortada y
pavorosa, extremadamente desagradable, dejó helado de miedo a
Roran. Le recordaba a la que había oído mientras observaba a los
vardenos luchar contra los hombres que no sentían dolor en el campo
al lado del río Jiet. Al instante comprendió por qué los soldados
habían elegido tan mal el lugar para acampar. «No les importa
quedar atrapados, porque no podemos hacerles
daño.»
El campo de visión de Roran adquirió un tono rojizo y unos
puntos amarillos flotaban ante sus ojos. Casi a punto de caer
inconsciente, arrancó la daga y la volvió a clavar hacia arriba, en
la axila del soldado, y la removió en la herida. Un chorro de
sangre le cubrió la mano, pero no pareció que el soldado se diera
cuenta. El mundo explotó en manchas de colores: el soldado le
golpeó la cabeza a Roran contra el suelo. Una vez. Dos veces. Tres
veces. Roran levantó las caderas en un inútil intento de quitarse
de encima a su enemigo. Ciego y desesperado, asestó un golpe de
daga hacia donde creía que debía de encontrarse el rostro del
soldado y notó que el filo se clavaba en la carne. Retiró
ligeramente el arma y luego la volvió a clavar en esa dirección:
sintió el impacto de la punta contra el hueso.
La presión en el cuello de Roran
desapareció.
Se quedó donde estaba, con la respiración entrecortada; luego
se dio la vuelta a un lado y vomitó. La garganta le ardía. Todavía
tosiendo y con la respiración entrecortada, se puso en pie,
tambaleándose, y vio que el soldado estaba tumbado, inmóvil, a su
lado: el mango de la daga le sobresalía de la fosa nasal
izquierda.
-¡Atacad la cabeza! -gritó Roran, a pesar del dolor que
sentía en la garganta-. ¡ La cabeza!
Dejó la daga clavada en la fosa nasal del soldado y cogió el
martillo del suelo al tiempo que recogía una lanza abandonada, que
sujetó con la mano en la que llevaba el escudo. Saltó por encima
del cuerpo de su rival y corrió hacia Halmar, que seguía en pie y
luchaba él solo contra tres soldados. Antes de que éstos lo vieran,
Roran golpeó a dos de ellos en la cabeza con tanta fuerza que les
rompió los yelmos. Dejó el tercero para Halmar y saltó hacia el
soldado que había dado por muerto con el esternón roto. El hombre
se encontraba sentado y apoyado en la rueda de uno de los carros.
Escupía sangre y se esforzaba por colocar una flecha en el
arco.
Roran le clavó la lanza en el ojo. Cuando la arrancó, de la
punta colgaban pedazos de carne gris.
Entonces se le ocurrió una idea. Arrojó la lanza contra un
hombre de túnica roja que se encontraba al otro lado de la hoguera
más cercana, empalándole a través del torso, y luego sacó el
martillo de debajo del cinturón y le golpeó la frente. Entonces,
apoyó la espalda contra uno de los carros y empezó disparar a los
soldados que corrían por el campamento en un intento de, o bien
matarlos con un golpe certero en el rostro, la garganta o el
corazón, o bien dejarlos lisiados para que sus compañeros pudieran
acabar con ellos con mayor facilidad. Pensó que, por lo menos, un
soldado herido podría desangrarse hasta morir antes de que la
batalla terminara.
La confianza inicial del ataque se había convertido en
confusión. Los vardenos se encontraban dispersos y descorazonados;
algunos en sus corceles, otros a pie, la mayoría de ellos estaban
heridos. Al menos cinco de ellos, por lo que Roran había podido
deducir, habían muerto cuando los soldados a quienes creían muertos
habían vuelto a atacarlos. Era imposible decir, en medio de esa
multitud de cuerpos que se retorcían, cuántos soldados quedaban,
pero Roran se dio cuenta de que su número continuaba superando a
los aproximadamente veinticinco vardenos que sobrevivían. «Podrían
hacernos pedazos con las manos mientras intentamos acabar con
ellos.» Observó la frenética escena que se desarrollaba a su
alrededor mientras buscaba a Nieve de
Fuego; vio que el caballo blanco se había alejado río abajo y
que se encontraba parado debajo de un sauce con las fosas nasales
dilatadas y las orejas aplastadas contra el
cráneo.
Con el arco, Roran mató a cuatro soldados más e hirió a una
veintena aproximadamente. Cuando solamente le quedaban dos flechas,
vio a Carn de pie al otro lado del campo luchando contra un
soldado, al lado de una tienda incendiada. Tensó el arco hasta que
las plumas de la flecha le tocaron la oreja y la disparó: acertó al
soldado en el pecho. Carn lo decapitó.
Roran tiró el arco al suelo y, con el martillo en la mano,
corrió hacia Carn y gritó:
-¿No puedes matarlos con la magia?
Por unos instantes, lo único que Carn pudo hacer fue jadear.
Luego negó con la cabeza y dijo:
-Todos los hechizos que he lanzado han sido bloqueados. -La
luz de la tienda incendiada le iluminaba un lado del
rostro.
Roran soltó una maldición.
-¡Juntos, entonces! -gritó, y levantó el
escudo.
Hombro con hombro, avanzaron hasta el siguiente grupo de
soldados: un puñado de ocho hombres que rodeaban a tres vardenos.
Los siguientes minutos fueron como un espasmo continuado de armas
volando, carne arrancada y latigazos de dolor para Roran. Los
soldados tardaban más en cansarse que los hombres normales, nunca
evitaban un ataque y tampoco veían sus fuerzas debilitadas a pesar
de sufrir las heridas más terribles. El esfuerzo en la lucha era
tan grande que Roran volvió a sentir náuseas. Cuando el octavo
soldado hubo caído, se inclinó hacia delante y volvió a vomitar.
Luego escupió para sacar toda la bilis.
Uno de los vardenos a quien habían intentado rescatar había
muerto durante la lucha a causa de una cuchillada en los ríñones,
pero los dos que todavía quedaban unieron sus fuerzas a las de
Roran y de Carn; con ellos, cargaron contra el siguiente grupo de
soldados.
-¡Llevémoslos hacia el río! -gritó Roran.
Pensaron que quizás el agua y el fango podrían entorpecer los
movimientos de los soldados y permitirían a los vardenos tomar
ventaja.
No muy lejos de allí, Martland había conseguido volver a
formar a los doce vardenos que todavía estaban en sus monturas y ya
estaban haciendo lo que Roran había indicado: llevar a los soldados
hacia las relucientes aguas.
Los soldados y los pocos conductores de carro que quedaban
con vida se resistían. Lanzaban los escudos contra los hombres que
iban a pie. Tiraban las lanzas contra los caballos. Pero a pesar de
esa violenta oposición, los vardenos los obligaron a retirarse,
paso a paso, hasta que los hombres de túnica carmesí estuvieron
hundidos hasta las rodillas en la rápida corriente del río y medio
cegados por la extraña luz que se vertía encima de
ellos.
-¡Mantened la formación! -gritó Martland mientras desmontaba
y se colocaba con las piernas abiertas en el extremo de la orilla
del río-. ¡No les dejéis llegar a la orilla!
Roran se agachó un poco, plantó los pies en la tierra blanda,
en una posición cómoda, y esperó a que el soldado más alto que
estaba en el agua a unos metros de él lo atacara. El soldado lanzó
un rugido y se precipitó fuera del agua, blandiendo la espada
contra Roran, que paró el golpe con el escudo y le devolvió un
golpe de martillo, pero el soldado también se defendió con el
escudo y le asestó un golpe en las piernas. Intercambiaron golpes
durante unos segundos, pero ninguno de ellos consiguió herir al
otro. Entonces Roran le rompió el antebrazo y le hizo retroceder
unos pasos. El soldado se limitó a sonreír y emitió una risa
aterradora y amarga.
Roran se preguntó si él o alguno de sus compañeros
sobrevivirían a esa noche. «Son más difíciles de matar que las
serpientes. Podríamos hacerlos pedazos y continuarían atacándonos,
a no ser que les diéramos en algún punto vital.» El siguiente
pensamiento se le desvaneció en cuanto el soldado volvió a cargar
contra él con la espada brillante como una lengua de fuego bajo una
pálida luz.
La batalla se tornó una pesadilla para Roran. La extraña y
funesta luz otorgaba a las aguas y a los soldados un cariz
sobrenatural, los despojaba de color y proyectaba unas sombras
largas y afiladas por encima de las cambiantes aguas, mientras que,
a su alrededor, la noche reinaba. Roran rechazaba una y otra vez a
golpes de martillo a los soldados que lo atacaban hasta que
quedaban irreconocibles, a pesar de lo cual no morían. Con cada
golpe, las aguas se teñían de rojo, como si unos chorros de tinta
roja cayeran en ellas y se alejaran arrastrados por la corriente.
Cada golpe era igual al anterior, hasta el punto de que Roran se
sintió anestesiado y horrorizado. Por muy fuerte que golpeara,
siempre aparecía otro soldado mutilado que se arrojaba contra él
para apuñalarlo. Por otro lado, constantemente se oía la demencial
risa de esos hombres, a quienes sabía muertos, pero que continuaban
manteniendo una apariencia de vida a pesar de que los vardenos
destrozaban sus cuerpos.
Y entonces, silencio.
Roran permaneció agachado tras el escudo con el martillo
medio levantado, jadeando y empapado de sudor y de sangre. Tardó un
minuto en comprender que no había nadie más en el agua, delante de
él. Miró a izquierda y a derecha tres veces, incapaz de comprender
que los soldados estaban por fin, y afortunadamente, muertos de
forma irrevocable. Un cuerpo pasó flotando por delante de él en las
brillantes aguas.
En ese momento, una mano le cogió por el brazo derecho; Roran
dejó escapar un grito inarticulado. Se dio la vuelta rápidamente,
gruñendo e intentando desasirse, y vio a Carn a su lado. El pálido
hechicero estaba empapado de sangre:
-¡Hemos vencido, Roran! ¡Eh! ¡Se han ido! ¡Los hemos
derrotado!
Roran dejó caer los brazos y echó la cabeza hacia atrás,
demasiado cansado incluso para sentarse. Se sentía…, se sentía como
si sus sentidos se hubieran agudizado de forma anormal y, al mismo
tiempo, sus emociones habían quedado enterradas, ensordecidas,
enmudecidas en algún profundo lugar de su interior. Se alegraba de
que fuera así, de otra forma se hubiera vuelto
loco.
-¡Reunios e inspeccionad los carros! -gritó Martland-.
¡Cuanto antes os mováis, antes nos iremos de este maldito lugar!
Carn, atiende a Welmar. No me gusta el aspecto de ese
corte.
Roran, con un enorme esfuerzo, se dio la vuelta y se alejó de
la orilla en dirección al carro más cercano. Parpadeando a causa
del sudor que le caía por la frente, vio que, del número inicial de
fuerzas, sólo quedaban en pie nueve. Apartó ese pensamiento de la
mente: «Laméntalo luego, ahora no».
Mientras Martland atravesaba el campo sembrado de cuerpos, un
soldado que a Roran le había parecido muerto levantó la espada y,
desde el suelo, le cortó la mano derecha al conde. Martland, con un
movimiento tan ágil que pareció ensayado, le quitó la espada de un
golpe al soldado, se arrodilló encima del cuello del hombre y, con
la mano izquierda, se sacó una daga del cinturón y lo apuñaló en
los oídos hasta matarlo. Con el rostro rojo y una expresión de
dolor, Martland se llevó el muñón bajo la axila izquierda y apartó
a todo aquel que quiso acercarse.
-¡Dejadme solo! Ni siquiera es una herida. ¡Ida los carros!
Ano ser que os deis prisa, pasaremos aquí tanto tiempo que la barba
se me pondrá blanca como la nieve. ¡Vamos! -Al ver que Carn se
negaba a moverse, Martland frunció el ceño y gritó-. ¡ Ponte en
movimiento o te azotaré por insubordinación, eso
haré!
Carn levantó la mano cortada de Martland.
-Quizá pueda volver a colocársela, pero tardaré unos
minutos.
-¡Ah, maldita sea, dame eso! -exclamó Martland mientras le
arrebataba la mano a Carn y se la guardaba en la túnica-. Deja de
preocuparte por mí y salva a Welmar y a Lindel, si puedes. Ya
intentarás colocármela cuando hayamos puesto unas cuantas leguas
entre nosotros y estos monstruos.
-Quizás entonces ya sea demasiado tarde -dijo
Carn.
-¡Es una orden, hechicero, no una petición! -repuso con voz
atronadora Martland. Mientras Carn se alejaba, el conde se arrancó
la manga de la túnica con los dientes por encima del muñón y volvió
a colocárselo bajo la axila izquierda. Tenía el rostro empapado de
sudor-. ¡Bien! ¿Qué condenados artículos se esconden en esos
malditos carros?
-¡Cuerda! -gritó alguien.
-¡Whisky! -gritó otro.
Martland soltó un gruñido.
-Ulhart, anota las cifras por mí.
Roran ayudó a los demás mientras se movían por los carros y
comunicaban el contenido a Ulhart. Después degollaron a los bueyes
y prendieron fuego a los carros, igual que la otra vez. Cuando
terminaron, reunieron a los caballos, ataron a los heridos a la
silla y montaron.
Cuando estuvieron preparados para partir, Carn hizo un gesto
hacia el rayo de luz en el cielo y murmuró una larga y complicada
palabra. La noche envolvió el mundo. Roran levantó la vista y vio
el rostro parpadeante de Carn sobreimpreso en la pálida luz de las
estrellas; cuando volvió a acostumbrarse a la oscuridad, percibió
las formas grises de miles de polillas desorientadas que cruzaban
el cielo, como sombras de hombres.
Con un peso en el corazón, Roran espoleó a Nieve de Fuego y se alejó de los restos del
convoy.