Arya se giró de inmediato al ver aquello:
-Nasuada, Su Majestad -dijo, dirigiendo la mirada a Orrin-,
tenéis que detener a los soldados antes de que lleguen al
campamento. No podéis permitir que ataquen nuestras defensas. Si lo
hacen, rebasarán las fortificaciones como una ola empujada por la
tormenta y provocarán una catástrofe sin precedentes entre
nosotros, entre las tiendas, donde no podemos maniobrar con
efectividad.
-¿Una catástrofe sin precedentes? -se burló Orrin-. ¿Tan poca
confianza tienes en nuestra capacidad, embajadora? Quizá los
humanos y los enanos no tengan los dones de los elfos, pero no
debería suponernos ninguna dificultad librarnos de estos miserables
despojos, te lo aseguro.
Los rasgos de Arya se tensaron.
-Vuestra capacidad queda fuera de toda discusión, Alteza. No
la pongo en duda. Pero escuchad: esto es una trampa tendida para
Eragon y Saphira. Esos -dijo, extendiendo un brazo hacia la silueta
de Espina y Murtagh- han venido para capturarlos y llevárselos a
Urü'baen. Galbatorix no habría enviado tan pocos hombres a menos
que estuviera seguro de que podrían mantener ocupados a los
vardenos el tiempo suficiente para que Murtagh supere a Eragon.
Debe de haberlos dotado de algún hechizo para que los ayude en su
misión. No sé de qué naturaleza serán, pero de lo que sí estoy
segura es de que los soldados son más de lo que parecen y de que
debemos evitar que entren en este campamento.
Eragon se recuperó de la impresión inicial y confirmó lo
dicho por Arya:
-No debemos permitir que Espina sobrevuele el campamento;
podría prender fuego a la mitad con una sola
pasada.
Nasuada agarró con las dos manos el pomo de su silla,
aparentemente ajena a Murtagh, a Espina y a los soldados, que
estaban a menos de kilómetros de distancia.
-Pero ¿por qué no nos han querido pillar desprevenidos?
-preguntó-. ¿Por qué alertarnos de su presencia?
-Porque no querrían encontrarse con Eragon y Saphira en
tierra en plena lucha -respondió Narheim-. No, a menos que me
equivoque, su plan es que Eragon y Saphira se encuentren con Espina
y Murtagh en el aire, mientras los soldados atacan nuestras
posiciones en tierra.
-¿Debemos entonces satisfacer sus deseos y enviar
voluntariamente a Eragon y Saphira a esa trampa? -se preguntó
Nasuada, levantando una ceja.
-Sí -insistió Arya-, porque contamos con una ventaja que no
podían sospechar. -Señaló a Blodhgarm-. Esta vez Eragon no se
enfrentará a Murtagh solo. Contará con la fuerza combinada de trece
elfos a su favor. Murtagh no se lo esperará. Detened a los soldados
antes de que lleguen hasta nosotros y habréis frustrado parte del
plan de Galbatorix. Enviad a Saphira y a Eragon acompañados de los
más poderosos hechiceros de mi raza para potenciar su ataque, y
desbarataréis el resto del esquema creado por
Galbatorix.
-Me has convencido -accedió Nasuada-. No obstante, los
soldados están demasiado cerca como para interceptarlos lo
suficientemente lejos del campamento con hombres a pie.
Orrin…
Antes de que pudiera acabar la frase, el rey había hecho
girar a su caballo y se dirigía a la carrera hacia la puerta Norte
del campamento. Uno de sus hombres sacó una corneta para dar la
orden a la caballería del rey Orrin de que formaran para la
carga.
Nasuada se dirigió a Garzhvog:
-El rey Orrin precisará asistencia. Envía a tus carneros en
su ayuda.
-Señora Acosadora de la Noche -respondió Garzhvog, que
echando atrás su enorme cabeza ganchuda, soltó un salvaje bramido.
A Eragon se le puso el vello de los brazos y del cuello de punta al
oír el feroz aullido del úrgalo. Garzhvog cerró las mandíbulas con
un chasquido, poniendo fin a su grito, y a continuación gruñó-:
Acudirán.
Luego emprendió un pesado trote que sacudió el terreno y se
dirigió hacia la puerta donde estaban concentrados el rey Orrin y
sus jinetes.
Cuatro vardenos abrieron la puerta. El rey Orrin levantó la
espada, gritó una consigna y salió al galope del campamento,
dirigiendo a sus hombres hacia los soldados de túnicas doradas. Los
cascos de los caballos levantaron una estela de polvo de color
crema que hizo desaparecer de la vista la formación en forma de
flecha.
-Jórmundur -dijo Nasuada.
-¿Mi señora?
-Manda a doscientos hombres con espadas y a cien con lanzas
tras ellos. Y aposta cincuenta arqueros a setenta u ochenta metros
del lugar de la batalla. Quiero a esos soldados aplastados,
Jórmundur, borrados del mapa. Los hombres deben entender que no
tienen que dar cuartel, ya que tampoco lo
recibirán.
Jórmundur hizo una reverencia.
-Y diles que, aunque yo no pueda unirme a ellos en la batalla
con los brazos en estas condiciones, mi espíritu va con
ellos.
-Señora.
Mientras Jórmundur salía a la carrera, Narheim acercó su poni
a Nasuada.
-¿Qué hay de mi pueblo, Nasuada? ¿Qué papel debemos
desempeñar?
Nasuada esbozó una mueca, con los ojos puestos en la nube de
espeso y agobiante polvo que iba avanzando por las amplias
praderas.
-Podéis proteger nuestro perímetro. Si los soldados por algún
motivo consiguieran librarse de… -empezó a decir, pero se vio
obligada a detenerse al ver a unos cuatrocientos úrgalos, número
que había crecido desde la batalla de los Llanos Ardientes,
atravesando con gran estrépito el centro del campamento, saliendo
por la puerta y dirigiéndose a los campos, gritando incomprensibles
rugidos de guerra durante todo el trayecto. Una vez desaparecieron
entre el polvo, Nasuada siguió hablando-. Si los soldados
consiguieran librarse de nuestro ataque, vuestras hachas serán más
que bienvenidas en la primera línea.
El viento sopló en su dirección, trayendo consigo los gritos
de los hombres y de los caballos agonizantes, el ruido de los
metales entrechocando, el impacto de las espadas rebotando contra
los cascos y, por debajo de todo aquello, la tétrica risa
procedente de una multitud de gargantas, que se prolongaba sin
interrupción por todo aquel paisaje caótico. Eragon pensó que era
la risa de los locos.
Narheim se golpeó el pecho contra la cadera.
-¡Por Morgothal, no somos de los que podemos quedarnos sin
hacer nada cuando hay una lucha por librar! ¡Déjanos marchar,
Nasuada, y rebanaremos unos cuantos cuellos!
-¡No! -exclamó Nasuada-. ¡No, no y no! Ya te he dado mis
órdenes y espero que las cumplas. Esto es una batalla de caballos,
hombres y úrgalos, y quizás incluso de dragones. No es el lugar
indicado para los enanos. Os pisotearían como a
niños.
Narheim protestó, preso de la rabia, pero ella levantó una
mano.
-Soy muy consciente de que sois unos guerreros temibles.
Nadie lo sabe mejor que yo, que luché a vuestro lado en Farthen
Dúr. No obstante, pese a que pueda sonar mal, sois bajitos
comparados con nosotros, y no querría poner en peligro a vuestros
guerreros en una lucha como ésta, donde vuestra altura puede ser
una desventaja. Es mejor esperar aquí, en terreno elevado, donde
quedaréis por encima de cualquiera que intente escalar esta berma,
y dejar que los soldados vengan hasta vosotros. Si llegan, serán
guerreros de una gran valía, y quiero que seáis tú y tu pueblo
quienes repeláis el ataque, ya que para ellos enfrentarse a
vosotros será como querer arrancar una montaña de
cuajo.
Aún molesto, Narheim respondió refunfuñando, pero sus
palabras se perdieron en el aire, ya que los vardenos, a la orden
de Nasuada, empezaban a desfilar por la abertura de la empalizada
donde antes estaba la puerta. El ruido de sus pasos y el chasquido
metálico del equipo fue apagándose al ir alejándose los hombres del
campamento. Entonces el viento se convirtió en una brisa sostenida;
desde el lugar del combate seguían llegando aquellas macabras
risitas.
Un momento más tarde, un grito mental de una fuerza increíble
arrolló las defensas de Eragon y logró introducirse en su
conciencia, invadiéndola de un dolor agónico. Oía a un hombre que
decía: «¡Ah, no! ¡Socorro! ¡No mueren! ¡ Que Angvard se los lleve!
¡No mueren!». Entonces la conexión mental se rompió y Eragon tragó
saliva al darse cuenta de que el hombre había
muerto.
Nasuada se agitó sobre su montura, con la expresión
tensa:
-¿Quién era ése?
-¿También vos lo habéis oído?
-Parece que todos lo hemos oído.
-Creo que ha sido Barden, uno de los hechiceros que cabalga
con el rey Orrin, pero…
-¡Eragon!
Espina había volado en círculos, cada vez más alto, mientras
el rey Orrin y sus hombres salían al encuentro de los soldados,
pero ahora el dragón flotaba inmóvil en el cielo, a medio camino
entre los soldados y el campamento, y la voz de Murtagh,
amplificada con la magia, resonaba por todas
partes:
-¡Eragon! Te veo, escondiéndote detrás de la falda de
Nasuada. ¡Ven a luchar conmigo, Eragon! Es tu destino. ¿O tan
cobarde eres, Asesino de Sombra?
Saphira respondió por Eragon levantando la cabeza y rugiendo
con una potencia incluso superior a la del atronador alegato de
Murtagh, y emitió un chorro de crepitante fuego azul de más de seis
metros. Los caballos próximos a Saphira, incluido el de Nasuada,
retrocedieron alejándose, dejando a Saphira y a Eragon solos en el
terraplén, acompañados únicamente por los elfos.
Acercándose a Saphira, Arya apoyó una mano sobre la pierna
izquierda de Eragon y le miró con aquellos ojos verdes y
rasgados.
-Déjame que te dé esto, Shur'tugal -dijo.
Eragon sintió una inyección de energía que le fluía por el
cuerpo.
-Eka elrun ono -le murmuró él.
Ella también le respondió en el idioma
antiguo:
-Sé prudente, Eragon. No querría verte abatido por Murtagh.
Yo… -Parecía que iba a decir algo más, pero dudó, luego retiró la
mano de la pierna y se echó atrás, situándose junto a
Blódhgarm.
-¡Buen vuelo, Bjartskular! -entonaron los elfos, mientras
Saphira emprendía el despegue.
Saphira se lanzó hacia Espina, pero primero Eragon conectó
mentalmente con ella y luego con Arya y, a través de ésta, con
Blódhgarm y los otros once elfos. Usando a Arya como punto de
conexión con los elfos, Eragon podía concentrarse en los
pensamientos de Arya y de Saphira; las conocía tan bien que sabía
que sus reacciones no le distraerían en plena
lucha.
Agarró fuerte el escudo con la mano izquierda y desenvainó el
bracamarte, sosteniéndolo en alto para asegurarse de no clavárselo
a Saphira con el movimiento de las alas, ni cortarle en los hombros
o el cuello, que estaban en constante movimiento.
Me alegro de haberme dedicado anoche a
reforzar el bracamarte con magia -les dijo a Saphira y a
Arya.
Esperemos que tus hechizos aguanten
-respondió Saphira.
Recuerda -dijo Arya-. Mantente lo más próximo que puedas a nosotros. Cuanto
más te alejes, más difícil nos será mantener esta
conexión.
Espina no se lanzó contra Saphira ni la atacó al acercarse,
sino que más bien planeó con las alas rígidas, permitiéndole
elevarse hasta su altura sin problemas. Los dos dragones se
equilibraron apoyándose en las corrientes térmicas, uno frente al
otro, a unos cincuenta metros, con la punta de las recortadas colas
agitándose y los hocicos arrugados en una mueca
feroz.
Ha crecido -observó Saphira-.
No han pasado siquiera dos semanas desde
nuestro último enfrentamiento y ha ganado más de un metro, o
más.
Tenía razón. Espina había ganado en longitud y tenía el pecho
más robusto que cuando se habían enfrentado por primera vez sobre
los Llanos Ardientes. Era poco más que una cría, pero ya era casi
tan grande como Saphira.
Eragon lanzó una mirada desdeñosa al dragón y luego a su
Jinete.
Murtagh llevaba la cabeza descubierta y su larga melena negra
se agitaba como una suave crin al viento. Presentaba una expresión
dura, como nunca antes, y Eragon supo que esta vez Murtagh no
tendría, no podría tener piedad.
-Saphira y tú nos habéis causado un gran daño, Eragon -dijo
Murtagh, con un volumen de voz considerablemente más bajo, pero aún
superior al normal-. Galbatorix se puso furioso con nosotros por
dejarte escapar. Y después de que matarais a los Ra'zac, estaba tan
furioso que mató a cinco de sus siervos y luego dirigió su ira
contra Espina y contra mí. Ambos hemos sufrido horriblemente por tu
culpa. No volveremos a hacerlo.
Echó atrás el brazo, como si Espina estuviera a punto de
cargar contra ellos y Murtagh se preparara para lanzar la espada
contra Eragon y Saphira.
-¡Espera! -gritó Eragon-. Conozco un modo para que los dos
podáis liberaros del juramento prestado a
Galbatorix.
De pronto el rostro de Murtagh se transformó, dando paso a
una expresión de desesperado anhelo, y bajó Zar'roc unos centímetros. Luego frunció el ceño y
escupió al suelo.
-¡No te creo! ¡No es posible! -gritó.
-¡Sí lo es! Déjame explicártelo.
Murtagh parecía estar luchando consigo mismo, y por un
momento Eragon pensó que se negaría. Girando la cabeza, Espina miró
a Murtagh y algo pasó entre ellos.
-Maldito seas, Eragon -dijo Murtagh, y dejó Zar'roc atravesada sobre la parte delantera de su
silla de montar-. Maldito seas por tus trampas. Ya habíamos
aceptado nuestro destino, y ahora tú te pones a tentarnos con el
fantasma de una esperanza que habíamos abandonado. Pero como se
trate de una falsa esperanza, hermano, te juro que te cortaré la
mano derecha antes de llevarte ante Galbatorix… No la necesitarás
para lo que te espera en Urü'baen.
A Eragon también se le ocurrían amenazas para Murtagh, pero
se contuvo. Bajó el bracamarte y se explicó.
-Galbatorix no os lo habrá contado, pero cuando estuve entre
los elfos…
¡Eragon, no reveles nada más de
nosotros! -le dijo Arya.
-… aprendí que si tu personalidad cambia, también cambia tu
nombre real en el idioma antiguo. ¡Tu personalidad no está grabada
al fuego, Murtagh! Si tú y Espina cambiáis algo de vosotros mismos,
vuestros juramentos dejarán de tener efecto, y Galbatorix perderá
el poder que tiene sobre vosotros.
Espina se acercó unos metros a Saphira.
-¿Por qué no lo mencionaste antes? -preguntó
Murtagh.
-En aquella época estaba demasiado
confundido.
Espina y Saphira se encontraban a apenas cinco metros de
distancia. La mueca hostil del dragón rojo se había convertido en
una leve curva de su labio superior, y en sus radiantes ojos
escarlata asomó una mirada confundida y de gran tristeza, como si
esperara que Saphira o Eragon pudieran explicarle por qué le habían
traído al mundo sólo para que Galbatorix pudiera esclavizarlo,
abusar de él y obligarle a destruir la vida de otros seres. Espina
olisqueó a Saphira y la punta del morro le tembló. Ella también le
olisqueó y sacó la lengua de la boca, absorbiendo su olor. Tanto
Eragon como Saphira sintieron pena por Espina; habrían deseado
poder hablar directamente con él, pero no se atrevían a abrirle su
mente.
Tan poca era la distancia entre ellos que Eragon podía ver
los tensos tendones que surcaban el cuello de Murtagh y la vena
hinchada que le cruzaba la frente.
-¡Yo no soy malvado! -dijo Murtagh-. He hecho lo que podía,
dadas las circunstancias. Dudo que hubieras sobrevivido como yo si
nuestra madre hubiera decidido dejarte «a ti» en Urü'baen y
ocultarme a mí en Carvahall.
-Quizá no.
Murtagh se golpeó el peto con el puño.
-¡Muy bien! ¿Y cómo se supone que puedo seguir tu consejo? Si
ya soy un buen hombre, si ya he hecho todo el bien que se podría
esperar de mí, ¿cómo puedo cambiar? ¿Debo convertirme en alguien
peor de lo que soy? ¿Debo abrazar la oscuridad de Galbatorix para
después liberarme? Eso no me parece una solución muy razonable. Si
consiguiera alterar mi identidad de ese modo, no te gustaría la
persona en la que me convertiría, y me maldecirías con la misma
fuerza con la que me ha maldecido Galbatorix.
-Sí, pero no tienes que volverte mejor o peor de lo que eres
-respondió Eragon, frustrado-, sólo diferente. Hay muchos tipos de
personas en el mundo, y muchos modos de actuar honrosamente. Fíjate
en alguien a quien admires pero que haya elegido un camino
diferente al tuyo en la vida y tómalo de referencia. Puede que te
lleve un tiempo, pero si puedes cambiar lo suficiente tu
personalidad, podrás alejarte de Galbatorix, dejar el Imperio, y
Espina y tú podríais uniros a los vardenos, donde seríais libres de
hacer lo que quisierais.
¿Y qué hay de tu juramento de vengar la
muerte de Hrothgar? -le preguntó Saphira.
Eragon no le respondió.
-Así que me pides que sea lo que no soy -dijo Murtagh,
desdeñoso-. Si Espina y yo queremos salvarnos, tenemos que destruir
nuestra actual identidad. Tu cura es peor que nuestro
mal.
-Lo que os pido es que os permitáis convertiros en algo
diferente a lo que sois ahora. Es algo difícil, lo sé, pero la
gente rehace su vida constantemente. Liberaros de vuestra ira de
una vez por todas y podréis dar la espalda a Galbatorix para
siempre.
-¿ Liberar mi ira? -se rio Murtagh-. Yo liberaré mi ira
cuando tú olvides la tuya contra el Imperio por haber matado a tu
tío y haber arrasado tu granja. La ira nos define, Eragon, y sin
ella tú y yo no seríamos más que comida para los gusanos. Aun así…
-Con los ojos entrecerrados, Murtagh tocó la guarda de Zar'roc y los tendones de su cuello se suavizaron,
aunque la vena que le surcaba la frente siguió tan hinchada como
siempre-. La idea es interesante, lo admito. Quizá podamos trabajar
en ello juntos cuando estemos en Urü'baen. Es decir, si el rey nos
permite encontrarnos a solas. Desde luego, puede que decida
mantenernos alejados el uno del otro para siempre. En su lugar, yo
lo haría.
Eragon apretó los dedos alrededor de la empuñadura del
bracamarte.
-Parece que piensas que te acompañaremos a la
capital.
-Claro que lo haréis, hermano. -Una sonrisa retorcida cruzó
el rostro de Murtagh-. Aunque quisiéramos, Espina y yo no podríamos
cambiar en un instante. Hasta que tengamos la ocasión, seguiremos
ligados a Galbatorix, y él nos ha ordenado explícitamente llevaros
ante él. Ninguno de los dos desea provocar su ira de nuevo. Ya os
hemos derrotado antes. No nos costará demasiado volver a
hacerlo.
A Saphira se le escapó una pequeña llama de entre los
dientes, y Eragon tuvo que contenerse para no emitir una respuesta
equivalente en palabras. Si perdía el control de sus nervios, el
baño de sangre sería inevitable.
-Por favor, Murtagh, Espina, ¿por qué no probáis por lo menos
lo que os he sugerido? ¿No tenéis ningún deseo de resistiros a
Galbatorix? Nunca romperéis vuestros grilletes a menos que os
planteéis desafiarle.
-Estás subestimando a Galbatorix, Eragon -gruñó Murtagh-.
Lleva manipulando el nombre de la gente y creando esclavos desde
hace más de un siglo, desde el momento en que reclutó a nuestro
padre. ¿ Crees que no es consciente de que el nombre real de una
persona puede cambiar en el transcurso de su vida? Seguro que ha
tomado precauciones contra esa eventualidad. Si mi nombre real
cambiara en este mismo momento, o el de Espina, lo más probable es
que ello desencadenara un hechizo que alertara a Galbatorix del
cambio y que nos obligara a volver a Urü'baen, ante él, para que
pudiera volver a someternos a su voluntad.
-Pero sólo si consigue adivinar vuestro nombre
real.
-Tiene mucha práctica en ello -dijo Murtagh, levantando
Zar'roc de la silla-. Puede que hagamos uso
de tu sugerencia en el futuro, pero sólo después del estudio y la
preparación pertinentes; no querríamos recuperar nuestra libertad y
que Galbatorix nos la arrebatara inmediatamente después. -Alzó la
espada, y la hoja iridiscente de Zar'roc
brilló-. Así que no tenemos otra opción que la de llevarte con
nosotros a Urü'baen. ¿Vendrás por las buenas?
Eragon no pudo contenerse más:
-¡Antes me arrancaría el corazón yo mismo!
-¡Mejor me arranco los míos! -replicó Murtagh, y agitó
Zar'roc sobre su cabeza, al tiempo que
lanzaba un salvaje grito de guerra.
Rugiendo, Espina dio dos aletazos para colocarse por encima
de Saphira. Al tiempo que se elevaba giró en semicírculo, de modo
que la cabeza le quedara por encima del cuello de Saphira, y así
poder inmovilizarla con un solo mordisco en la base del
cráneo.
Pero Saphira no se quedó esperando. Se echó adelante, girando
las alas de modo que, por un momento, quedó con el cuerpo en
vertical, mientras las alas seguían en paralelo al polvoriento
suelo, sosteniendo precariamente todo su cuerpo. Entonces encogió
el ala derecha, giró la cabeza a la izquierda y la cola a la
derecha, rotando en dirección de las agujas del reloj. Su musculosa
cola golpeó a Espina en el costado izquierdo en el mismo momento
que éste se lanzaba sobre ella, rompiéndole el ala por cinco puntos
diferentes. Los extremos rotos de los huesos huecos del ala de
Espina le atravesaron la piel, despuntando por entre sus brillantes
escamas. Una lluvia de sangre de dragón cayó sobre Eragon y
Saphira. Una de las gotas salpicó a Eragon en la cogotera y le
atravesó la cota de malla, hasta alcanzar su piel desnuda. Quemaba
como aceite hirviendo. Se llevó la mano al cuello, intentando
limpiarse la sangre.
El rugido inicial de Espina se convirtió en un gemido
quejumbroso al tiempo que caía dando tumbos por delante de Saphira,
incapaz de mantenerse a flote.
-¡Bien hecho! -le gritó Eragon a Saphira, mientras recuperaba
la posición.
Eragon vio desde arriba que Murtagh se quitaba un pequeño
objeto redondo del cinturón y que lo apretaba contra el hombro de
Espina. Eragon no sintió ningún flujo mágico procedente de Murtagh,
pero el objeto que tenía en la mano emitió un brillo y el ala rota
de Espina se agitó y los huesos volvieron a su lugar, los músculos
y los tendones se enderezaron y las roturas quedaron reparadas. Por
último, las heridas superficiales de Espina
cicatrizaron.
¿Cómo ha hecho eso?-preguntó
Eragon.
Debe de haber aplicado previamente un
hechizo sanador a ese objeto -respondió Arya.
Nosotros también
debimos de haber pensado en eso.
Ya curado, Espina detuvo su caída y empezó a ascender hacia
Saphira a una velocidad prodigiosa, atravesando el aire con una
funesta llamarada de fuego rojo. Saphira se lanzó en picado sobre
él, girando al alcanzar el borde de la punta de la llama. Le dio un
mordisco a Espina en el cuello -lo que le hizo recular- y le dio un
zarpazo en el torso y en el pecho, al tiempo que lo zarandeaba con
sus enormes alas. Con el borde del ala derecha alcanzó a Murtagh, a
quien tumbó sobre la silla. Pero se recuperó enseguida y lanzó la
espada contra Saphira, abriéndole un tajo de un metro en la
membrana del ala.
Con un gemido, Saphira soltó a Espina con una patada de las
patas traseras y soltó una llamarada que se abrió en dos y pasó a
ambos lados de Espina sin provocarle ningún daño.
Eragon sintió a través de Saphira el dolor lacerante de su
herida. Se quedó mirando la sangrienta abertura, pensando a toda
velocidad. Si hubieran estado luchando contra algún mago, además de
contra Murtagh, no se habría atrevido a lanzar un hechizo en plena
batalla, ya que con toda probabilidad el mago creería que estaba a
punto de morir y contraatacaría con un ataque mágico desesperado,
poniendo en ello todas sus fuerzas.
Pero con Murtagh era diferente. Eragon sabía que Galbatorix
le había ordenado que les capturara a él y a Saphira, no que los
matara. «Haga lo que haga -pensó Eragon-, no intentará matarme.»
Así que decidió que era seguro curar a Saphira. Y, aunque tarde, se
dio cuenta de que podía atacar a Murtagh con cualquier hechizo sin
temor a que éste pudiera responder con una fuerza mortal. Pero se
preguntó por qué Murtagh habría usado un objeto encantado para
curar las heridas de Espina en lugar de formular un hechizo él
mismo.
A lo mejor quiere conservar fuerzas
-dijo Saphira-. O quizá quería evitar
asustarte. A Galbatorix no le gustaría que Murtagh te atemorizara
hasta el punto de que te mataras o mataras a Espina o a él mismo.
Recuerda que la gran ambición del rey es tenernos a los cuatro a su
mando, no muertos y lejos de su alcance.
Será eso
-asintió Eragon, que se dispuso a curar el ala a
Saphira.
Espera, no lo hagas. -Era la voz de
Arya.
¿Qué? ¿Por qué? ¿No sientes el dolor de
Saphira?
Deja que los míos
y yo nos ocupemos de ella. Eso confundirá a Murtagh, y asi el
esfuerzo no te debilitará.
¿No estáis demasiado lejos para
conseguirlo?
No, si todos unimos nuestras fuerzas. Y
Eragon, te recomendamos que evites atacar a Murtagh con magia hasta
que él te ataque con la mente o con su
magia. Puede que aún sea más fuerte que tú, aun cuando los trece te
prestemos nuestra fuerza. No lo sabemos. Eo mejor es no medirte con
él hasta que no haya más alternativa.
¿Y si no consigo
vencerle?
Entonces toda Alagaësia caerá en manos de Galbatorix.
Eragon sintió que Arya se concentraba, y luego del corte del
ala de Saphira dejaron de manar lágrimas de sangre y los bordes
abiertos de la delicada membrana cerúlea se volvieron a unir sin
costra ni cicatriz alguna. El alivio de Saphira era palpable. Con
voz fatigada, Arya dijo:
Protégete mejor
si puedes. No ha sido fácil.
Tras la patada asestada por Saphira, Espina salió dando
tumbos y perdió altura. Debió suponer que Saphira quería hostigarlo
hacia abajo, donde le habría costado más evitar sus ataques, porque
huyó volando medio kilómetro hacia el oeste. Cuando por fin se dio
cuenta de que Saphira no le perseguía, ascendió en círculos hasta
quedar más de trescientos metros por encima de
ella.
Tras encoger las alas, Espina se lanzó hacia Saphira con las
fauces abiertas y despidiendo fuego, los espolones de marfil bien
abiertos y Murtagh blandiendo Zar'roc sobre
sus espaldas.
Eragon estuvo a punto de perder el bracamarte cuando Saphira
plegó un ala y se situó panza arriba con un quiebro vertiginoso,
para extender después el ala y suavizar la caída. Echando la cabeza
atrás, Eragon podía ver el suelo por debajo. ¿O era por encima?
Apretó los dientes y se concentró en mantenerse bien sujeto a la
silla.
Espina y Saphira colisionaron y a Eragon le dio la sensación
de que su dragona había chocado contra la ladera de una montaña. La
fuerza del impacto lo lanzó hacia delante, y se golpeó con el casco
contra la púa del cuello que tenía delante, mellando el grueso
acero. Mareado, se soltó de la silla y se quedó viendo el disco
celeste y el terrestre invirtiéndose, girando el uno con el otro
sin una forma precisa. Sintió que Saphira se encogía al recibir el
golpe de Espina sobre el vientre, que había dejado al descubierto.
Eragon deseó haber tenido tiempo de ponerle la armadura que le
habían dado los enanos.
Una pata de un color rubí brillante apareció tras el torso de
Saphira y le clavó sus duras garras. Sin pensarlo, Eragon le pegó
un tajo, lo que provocó que saltara toda una fila de escamas y le
cortara un haz de tendones. Tres de los dedos de la pata se
quedaron inertes. Eragon le asestó un nuevo
mandoble.
Con un gruñido, Espina soltó a Saphira. Arqueó el cuello, y
Eragon oyó el sonido de una ráfaga de aire al llenar el dragón los
pulmones. Eragon se cubrió, escondiendo la cara bajo el brazo. Un
fuego abrasador envolvió a Saphira. La tremenda temperatura no
podía causarles ningún daño -las barreras de Eragon lo impedían-,
pero el torrente de llamas incandescentes resultaban
cegadoras.
Saphira viró a la izquierda, huyendo del remolino de fuego.
Murtagh ya había reparado las heridas de la pata de Espina, y el
dragón volvía a lanzarse sobre Saphira, forcejeando con ella
mientras caían en picado, dando vertiginosos bandazos hacia las
tiendas grises de los vardenos. Saphira consiguió agarrar con los
dientes la cresta puntiaguda que nacía de la nuca de Espina, a
pesar de que las púas de hueso se le clavaban en la lengua. Espina
aulló y se agitó como un pez en la caña, intentando separarse, pero
no podía hacer nada contra los férreos músculos de la mandíbula de
Saphira. Los dos dragones cayeron a la deriva, uno junto al otro,
como un par de hojas de un árbol unidas a la misma
rama.
Eragon se inclinó y lanzó un golpe cruzado contra el hombro
derecho de Murtagh, sin intención de matarlo, pero sí con la de
provocarle una grave herida que bastara para poner fin a la lucha.
A diferencia de cuando se habían enfrentado en los Llanos
Ardientes, Eragon estaba descansado; movía el brazo con la rapidez
de un elfo y confiaba en que Murtagh estuviese indefenso frente a
su ataque.
Pero Murtagh levantó el escudo y bloqueó el golpe del
bracamarte.
Su reacción le sorprendió tanto que Eragon titubeó y apenas
tuvo tiempo de echarse atrás y esquivar el contraataque de Murtagh,
que lanzó Zar'roc en su dirección. La hoja
de la espada cortó el aire a una velocidad inusitada, haciéndolo
vibrar, y fue a dar contra el hombro de Eragon. Murtagh intensificó
el ataque golpeándole en la muñeca y, cuando Eragon se zafó de
Zar'roc, introdujo la espada por debajo del
escudo de Eragon y la clavó por el borde de la cota de malla y la
túnica, al borde de la musiera, y le alcanzó en la cadera
izquierda. La punta de Zar'roc quedó
empotrada en el hueso.
El dolor sacudió a Eragon como un baño de agua helada, pero
también le dio una claridad de pensamiento sobrenatural y le ayudó
a concentrar una cantidad de fuerza extraordinaria en las
piernas.
Murtagh retiró la espada y Eragon soltó un gritó. A su vez
atacó a Murtagh que, con un giro de muñeca, bloqueó el bracamarte
por debajo de Zar'roc. Murtagh dejó los
dientes al descubierto, trazando una sonrisa siniestra. Sin perder
un momento, Eragon liberó el bracamarte de un tirón, hizo una finta
hacia la rodilla derecha de Murtagh y luego asestó el golpe en
dirección contraria, para provocarle un corte en el
pómulo.
-Deberías de haberte puesto casco -dijo
Eragon.
Estaban ya tan cerca del suelo -apenas unos treinta metros-
que Saphira tuvo que soltar a Espina, y los dos dragones se
separaron antes de que Eragon y Murtagh pudieran intercambiar más
golpes.
Saphira y Espina ascendieron en espiral, compitiendo por
llegar antes a una nube de un color blanco nacarado que se extendía
sobre las tiendas de los vardenos. Eragon se levantó la cota y la
túnica y se examinó la cadera. Tenía lívido un trozo de piel del
tamaño de un puño, por el lugar donde Zar'roc había aplastado la cota y se había
introducido en la carne. En medio de aquella mancha blanca había
una fina línea roja, de cinco centímetros de longitud, por donde
había penetrado la espada. De la herida manaba sangre, que le
empapaba la parte superior de los calzones.
Haber sido herido por Zar'roc -una
espada que nunca le había rallado en momentos de peligro y que aún
consideraba suya por derecho propio- le desconcertaba. Que su
propia arma fuera usada en su contra «estaba mal». Era una
distorsión del mundo, algo contra lo que se rebelaba su propio
instinto.
Saphira atravesó un remolino de aire y se agitó. Eragon se
estremeció, sintiendo una nueva punzada de dolor en el lado. Pero
pensó que tenía suerte de no estar luchando a pie, ya que
probablemente la cadera no pudiera soportar todo su
peso.
Arya -dijo-, ¿quieres curarme tú, o lo hago yo mismo y dejo que
Murtagh me detenga si puede?
Nos ocuparemos nosotros -respondió
Arya-. Así quizás aún puedas pillar a Murtagh
por sorpresa, si cree que aún estás herido.
Entonces espera.
¿Por qué?
Tengo que darte permiso. Si no, mis
barreras bloquearán el
conjuro.
La frase no le vino a la mente en un principio, pero al final
recordó la construcción de la barrera y, en idioma antiguo,
susurró:
-«Permito que Arya, hija de Islanzadí, efectúe un hechizo
sobre mí.»
Cuando no estés
tan ocupado hablaremos de tus barreras. ¿Y si estuvieras
inconsciente?¿Cómo íbamos a curarte?
No me pareció una
mala idea después de los Llanos Ardientes. Murtagh nos inmovilizó a
los dos con magia. No quiero que él, ni ningún otro, pueda
lanzarnos hechizos sin nuestro consentimiento.
Y no deben hacerlo, pero hay soluciones
más elegantes que la
tuya.
Eragon se agitó en la silla al sentir el efecto de la magia
de los elfos, y la cadera empezó a hacerle cosquillas y a picarle
como si le estuviera atacando un ejército de pulgas. Cuando el
picor cesó, deslizó una mano por debajo de la túnica y observó,
aliviado, que no palpaba nada más que la suave
piel.
Bien -dijo, echando atrás los
hombros-. ¡Vamos a enseñarles a cogerles miedo
a nuestros nombres!
La nube de un blanco nacarado se cernía, enorme, ante ellos.
Saphira giró a la izquierda y entonces, mientras Espina hacía un
esfuerzo por virar a su vez, se sumergió en la profundidad de la
nube. Todo se volvió frío, húmedo y blanco, hasta que de pronto
Saphira emergió por el otro extremo, sólo un par de metros por
encima y por detrás de Espina.
Con un rugido triunfal, Saphira se dejó caer sobre Espina y
le agarró por el flanco, hundiéndole las garras en los muslos y por
la columna. Estiró la cabeza hacia delante, agarró el ala izquierda
de Espina con la boca y apretó, haciendo crujir la carne con la
presión de sus afilados dientes.
Espina se retorció y aulló con un sonido horrible que Eragon
no sospechaba que pudieran emitir los dragones.
Lo tengo -dijo Saphira-. Podría arrancarle el ala, pero preferiría no hacerlo.
Haz lo que tengas que hacer, pero hazlo antes de que caigamos
demasiado.
Murtagh, con su pálido rostro salpicado de sangre, apuntó a
Eragon con Zar'roc. La espada temblaba en
el aire, y un rayo mental de inmenso poder invadió la conciencia de
Eragon. Aquella presencia extraña le tanteaba, intentando llegar a
sus pensamientos para hacerse con ellos, subyugarlos y someterlos a
la voluntad de Murtagh. Al igual que en los Llanos Ardientes,
Eragon observó que la mente de Murtagh daba la sensación de
contener multitud de mentes, como si un confuso coro de voces
murmurara por debajo del caos de los propios pensamientos de
Murtagh.
Eragon se preguntó si Murtagh tendría a un grupo de magos
asistiéndolo, del mismo modo que a él le asistían los
elfos.
Por difícil que resultara, Eragon vació la mente, dejando
únicamente en ella una imagen de Zar'roc.
Se concentró en la espada con todas sus fuerzas, sumiendo el plano
de su conciencia en la calma de la meditación para que Murtagh no
encontrara dónde agarrarse. Y cuando Espina empezó a agitarse
frenéticamente y Murtagh se distrajo por un instante, lanzó un
furioso contraataque, aferrándose a la conciencia de Murtagh. Los
dos lucharon en un tétrico silencio mientras iban cayendo,
forcejeando en los confines de sus mentes. A veces parecía que
Eragon ganaba terreno; otras lo ganaba Murtagh, pero ninguno de los
dos conseguía derrotar a su enemigo. Eragon echó un vistazo al
suelo, que se acercaba a gran velocidad, y se dio cuenta de que
aquella lucha tendría que resolverse por otros
medios.
Bajando el bracamarte hasta ponerlo al nivel de Murtagh,
gritó:
-¡Letta!
Era el mismo hechizo que había usado Murtagh con él durante
su anterior combate. Era un hechizo muy sencillo -no haría nada más
que mantener inmóviles los brazos y el torso de Murtagh-, pero les
permitiría ponerse a prueba directamente y determinar cuál de los
dos disponía de más energía.
Murtagh articuló un contrahechizo, pero las palabras se
perdieron tras el grito de Espina y el aullido del
viento.
Eragon sintió que el pulso se le aceleraba, al tiempo que la
fuerza abandonaba sus miembros. Cuando ya casi había agotado sus
reservas y estaba debilitándose por el esfuerzo, Saphira y los
elfos le proporcionaron energía de sus propios cuerpos, manteniendo
el hechizo. Murtagh, frente a él, parecía seguro de sí mismo en un
principio, pero tragón seguía refrenándolo y a medida que pasaba el
tiempo fruncía mas el ceño y apretaba más los labios, hasta dejar
los dientes al descubierto. Y en ningún momento redujo ninguno de
los dos el acoso sobre la mente de su rival.
Eragon sintió que la energía que le infundía Arya decaía una
vez, y luego otra, y supuso que dos de los hechiceros a las órdenes
de Blódhgarm se habían desvanecido. «Murtagh no puede aguantar
mucho más», pensó, y luego tuvo que hacer un esfuerzo por recuperar
el control mental, ya que aquel lapso de concentración había
permitido a Murtagh adentrarse.
La fuerza que le transmitían Arya y los otros elfos se redujo
a la mitad, e incluso Saphira empezó a agitarse, fatigada. Justo
cuando Eragon empezó a convencerse de que Murtagh se impondría,
éste emitió un grito angustiado y Eragon sintió como si le quitaran
un gran peso de encima, al desaparecer la resistencia de Murtagh,
que parecía atónito ante el éxito de Eragon.
¿Y ahora qué?-preguntó Eragon a Arya
y a Saphira-.¿Nos los llevamos como
rehenes?¿Podemos hacerlo?
Ahora tengo que volar-respondió
Saphira.
Soltó a Espina y agitó las alas, haciendo un esfuerzo por
mantenerse a flote. Eragon miró por encima de Saphira y por un
momento vio una imagen de caballos y hierba bañada por el sol
acercándose a gran velocidad; luego fue como si un gigante los
golpeara por debajo,
y todo se volvió negro.
308
Lo siguiente que Eragon vio fue un fragmento de las escamas
del cuello de Saphira a unos centímetros de su nariz. Las escamas
brillaban como un hielo de color azul cobalto. Eragon apenas tenía
conciencia, pero sintió que alguien penetraba en su mente desde una
gran distancia, proyectando en su interior una sensación de gran
urgencia. Al ir recuperando el sentido, se dio cuenta de que era
Arya:
¡Pon fin al hechizo, Eragon! Si lo
mantienes, nos matará a todos. Ponle fin: ¡Murtagh está demasiado
lejos! ¡Despierta, Eragon, o caerás en el
vacío!
Dando un respingo, Eragon se enderezó y observó que Saphira
estaba agazapada, rodeada de un círculo de jinetes del rey Orrin.
Arya no estaba a la vista. Tras recuperar la conciencia, se dio
cuenta de que el hechizo que había lanzado sobre Murtagh seguía
absorbiéndole fuerzas, cada vez más. Si no hubiera sido por la
ayuda de Saphira, de Arya y de los otros elfos, ya habría
muerto.
Eragon concluyó el hechizo y luego buscó a Espina y a Murtagh
por el suelo.
Ahí-dijo
Saphira, y señaló con el morro.
Eragon vio la brillante silueta de Espina, que surcaba el
cielo del noroeste, en vuelo rasante, siguiendo el curso del río
Jiet en dirección al ejército de Galbatorix, a unos kilómetros de
allí. ¿Cómo puede ser?
Murtagh volvió a
curar a Espina, y éste tuvo la suerte de aterrizar sobre la ladera
de una colina. Ea bajó corriendo y luego despegó antes de que tú
recuperaras la conciencia.
Desde lo lejos, resonó la voz amplificada de Murtagh: -No
creáis que habéis vencido, Eragon, Saphira. ¡Volveremos a vernos,
lo prometo! ¡Espina y yo os derrotaremos! ¡Entonces seremos aún más
fuertes que ahora!
Eragon agarró con tanta fuerza el escudo y el bracamarte que
le sangraron los dedos por debajo de las uñas. ¿Crees que podrías atraparlo?
Podría, pero los
elfos no podrían ayudarte desde tan lejos, y dudo que pudiéramos
imponernos sin su apoyo.
Quizá
podríamos… -Eragon se interrumpió y se dio un golpe de
frustración en la pierna-. ¡Demonios! ¡Soy un
idiota! Me he olvidado de Aren. Podríamos
haber usado la energía del anillo de Brom para
derrotarlos.
Tenías otras
cosas en la mente. Cualquiera podría haber cometido ese
error.
Quizá, pero ojalá
hubiera pensado antes en Aren. Aún
podríamos usarlo para capturar a Espina y
Murtagh.
¿Yentonces qué?-preguntó
Saphira-.¿Cómo los mantendríamos
prisioneros?¿Eos drogarías como te drogó Durza en Gil'ead?¿O
quieres matarlos?
¡No lo sé! Podríamos ayudarlos a cambiar
su nombre real, a poner fin a su juramento de fidelidad a
Galbatorix. Es demasiado peligroso dejarles vagar por ahí, sin
control.
En teoría tienes
razón, Eragon -dijo Arya-, pero estás
cansado, Saphira está cansada y yo prefiero que Espina y Murtagh
escapen a perderos por no estar en vuestra mejor forma.
Pero…
Pero no estamos preparados para detener
con garantías a un dragón y a su Jinete
durante un periodo largo de tiempo, y no creo que matar a Espina y
a Murtagh sea tan fácil como crees, Eragon. Da gracias de que los
hemos ahuyentado y descansa tranquilo sabiendo que podemos volver a
hacerlo la próxima vez que se atrevan a enfrentarse a
nosotros.
Dicho aquello, Arya se retiró de su mente.
Eragon se quedó mirando hasta que Espina y Murtagh
desaparecieron del alcance de la vista. Luego soltó un suspiro y
frotó a Saphira en el cuello.
Podría dormir un
par de semanas.
Yo también.
Deberías de estar
orgullosa. Superaste a Espina en cada lance.
Sí, ¿verdad?
-respondió ella, lamiéndose las escamas-. Pero
no fue un enfrentamiento justo. Espina no tiene mi
experiencia.
Ni tu talento, diría yo.
Girando el cuello, Saphira lamió la parte superior del brazo
de Eragon, haciendo tintinear la cota de malla, y luego le miró con
sus luminosos ojos.
El consiguió esbozar una sonrisa.
Supongo que tenía
que habérmelo esperado, pero aun así me sorprende que Murtagh fuera
tan rápido como yo. Más magia por parte de Galbatorix, sin
duda.
Pero ¿por qué tus
defensas no consiguieron repeler a Zar'roc? Te protegieron de golpes más duros cuando nos
enfrentamos a los Ra'zac.
No estoy seguro. Quizá Murtagh o Galbatorix hayan inventado un hechizo en el
que no haya pensado o contra el que no me haya protegido. O quizá
sea simplemente que Zar'roc es el arma de
un jinete, y tal como dijo Glaedr…
… las espadas que forjó Rhumón destacan por…
… poder atravesar hechizos de cualquier
tipo, y…
… raramente les
afecta…
…la magia. Exacto. -Eragon se quedó
mirando los restos de la sangre de dragón sobre la hoja del
bracamarte, abatido-. ¿Cuándo seremos capaces
de derrotar a nuestros enemigos nosotros solos? Yo no podría haber
matado a Durza si Arya no hubiera roto el zafiro estrellado. Y sólo
conseguimos imponernos a Murtagh y a Espina gracias a la ayuda de
Arya y los otros doce.
Tenemos que ganar
fuerza.
Sí, pero ¿cómo?
¿Cómo ha acumulado tanta fuerza Galbatorix? ¿Ha encontrado un modo
de alimentarse de los cuerpos de sus esclavos aunque estén a
cientos de kilómetros de distancia? ¡Grrr. No lo
sé.
Un reguero de sudor le atravesó la frente y fue a parar a la
comisura de su ojo derecho. Se secó con la palma de la mano, volvió
a parpadear y observó a los jinetes reunidos alrededor de él y de
Saphira.
¿Qué hacen aquí?
Mirando más allá, se dio cuenta de que Saphira había
aterrizado cerca de donde el rey Orrin había interceptado a los
soldados de los barcos. No muy lejos, a su izquierda, cientos de
hombres, úrgalos y caballos se arremolinaban, presas del pánico y
de la confusión. Ocasionalmente, el entrechocar de las espadas o el
grito de un hombre herido se elevaban entre el fragor de la
batalla, acompañados de carcajadas aisladas de una risa
demencial.
Creo que están
aquí para protegernos -dijo Saphira.
¿A nosotros? ¿De qué? ¿Por qué no han
matado ya a los soldados? Dónde… -Dejó la frase a medias al ver
a Arya, a Blodhgarm y a otros cuatro elfos demacrados procedentes
del campamento que corrían hacia Saphira.
Eragon levantó una mano a modo de saludo y
gritó:
-¡Arya! ¿Qué ha sucedido? No veo quién está al
mando.
Alarmado, Eragon observó que Arya respiraba con tanta
dificultad que le costó recuperar el aliento.
-Los soldados han resultado ser más peligrosos de lo que
esperábamos. No sabemos cómo. El Du Vrangr Gata no ha recibido más
que mensajes incoherentes de los hechiceros de
Orrin.
Recuperando el aliento, Arya empezó a examinar los cortes y
las magulladuras de Saphira. Antes de que Eragon pudiera seguir
preguntándole, una serie de voces exaltadas procedentes del
escenario de la contienda eclipsaron el tumulto general, y oyó al
rey Orrin, que gritaba:
-¡Atrás, atrás todos! ¡Arqueros, mantened la formación!
¡Diantres, que nadie se mueva, lo tenemos!
Saphira pensó lo mismo que Eragon. Colocando las patas bajo
el cuerpo, dio un salto por encima del anillo de jinetes
-espantando a los caballos, que se asustaron y echaron a correr- y
se abrió paso por entre el campo de batalla, sembrado de cadáveres,
hacia el lugar de donde provenía la voz del rey Orrin, apartando a
hombres y úrgalos como si fueran briznas de hierba. El resto de los
elfos salieron corriendo tras ella, espadas y arcos en
ristre.
Saphira encontró a Orrin sentado sobre su caballo de batalla
en primera fila de una formación compacta, con la mirada fija en un
único hombre a unos quince metros. El rey estaba congestionado,
tenia los ojos desorbitados y la armadura cubierta de suciedad del
combate. Había resultado herido bajo el brazo izquierdo, y del
muslo izquierdo le sobresalía varios centímetros el palo de una
lanza. Cuando se apercibió de la llegada de Saphira, el alivio se
leyó en su rostro de pronto.
-Bien, bien, estáis aquí-murmuró, mientras Saphira se
colocaba junto a su caballo-. Te necesitábamos, Saphira, y a ti,
Asesino de Sombra. -Uno de los arqueros se adelantó unos
centímetros. Orrin agitó la espada-. ¡Atrás! -le gritó-. ¡Al que no
se quede en su posición le cortaré la cabeza, lo juro por la corona
de Angvard! -Luego volvió a mirar fijamente al hombre
solitario.
Eragon siguió con la vista su mirada. El hombre era un
soldado de altura media, con una marca de nacimiento morada en el
cuello y el pelo castaño aplastado a causa del casco que había
llevado. Su escudo estaba hecho añicos. Su espada estaba doblada,
rota y llena de muescas, y le faltaban los últimos quince
centímetros. Su cota de malla estaba cubierta del fango del río. De
un corte en las costillas le manaba sangre. Una flecha decorada con
plumas blancas de cisne le había atravesado el pie derecho y lo
mantenía clavado al suelo, con tres cuartas partes del asta
hundidas en la dura tierra. De la garganta del hombre emanaba una
tétrica risa borboteante que subía y bajaba de intensidad con una
cadencia obsesiva, pasando de una nota a la siguiente como si el
hombre estuviera a punto de estallar en gritos de
pánico.
-¿Qué eres tú? -le gritó Orrin. El soldado no respondió de
inmediato, por lo que el rey soltó una maldición e insistió-.
Respóndeme o te dejaré en manos de mis hechiceros. ¿Eres hombre,
bestia o algún siniestro demonio? ¿En qué apestosa fosa os ha
encontrado Galbatorix a ti y a los tuyos? ¿Eres pariente de los
Ra'zac?
Aquella última pregunta le sentó a Eragon como si le clavaran
una aguja; se enderezó de golpe y todos los sentidos se le
agudizaron. La risa se detuvo por un momento.
-Hombre. Soy un hombre.
-No eres como ningún hombre que yo conozca.
-Sólo quería asegurar el futuro de mi familia. ¿Te resulta
eso tan extraño, surdano?
-¡No me respondas con acertijos, deshecho de lengua viperina.
Dime cómo llegaste a ser lo que eres y sé sincero, si no quieres
que te eche plomo fundido por la garganta y veamos si eso te
duele.
La risita demencial se intensificó y luego el soldado
respondió:
-No puedes hacerme daño, surdano. Nadie puede. El propio rey
nos hizo insensibles al dolor. A cambio, nuestras familias vivirán
cómodamente el resto de sus vidas. Podéis ocultaros de nosotros,
pero nosotros nunca dejaremos de perseguiros, ni siquiera en las
circunstancias en las que un hombre cualquiera caería rendido de
agota" miento. Podéis combatirnos, pero nosotros seguiremos
matándoos mientras nos quede un brazo que levantar. No podéis ni
siquiera rendiros ante nosotros, ya que no hacemos prisioneros. No
podéis hacer nada más que rendiros y devolver la paz a esta
tierra.
Con una mueca horripilante, el soldado rodeó, con la mano que
sostenía el destrozado escudo, el asta de la flecha y se la arrancó
del pie. Se oyó el sonido de la carne desgarrándose y apareció la
cabeza de la flecha con trozos de materia ensangrentada. El soldado
les mostró la flecha, agitándola, y luego se la tiró a uno de los
arqueros, hiriéndole en la mano. Se rio con más fuerza que antes y
se echó hacia delante, arrastrando el pie herido tras él. Levantó
la espada, como si pretendiera atacar.
-¡Disparad! -gritó Orrin.
Las cuerdas de los arcos resonaron como laúdes desafinados y
un instante después una batería de flechas cayó sobre el torso del
soldado. Dos de las flechas rebotaron en su gambesón; el resto
penetró en su caja torácica. Su risa se convirtió en un borboteo
sibilante al llenársele los pulmones de sangre, pero el soldado
siguió avanzando, tiñendo la hierba del suelo de un rojo intenso.
Los arqueros volvieron a disparar y las flechas le atravesaron los
hombros y los brazos, pero él no se detuvo. Otra lluvia de flechas
siguieron a las anteriores. El soldado trastabilló y se cayó cuando
una flecha le abrió la rótula, otras le desgarraron los muslos y
una le atravesó completamente el cuello -abriendo un agujero a
través de su marca de nacimiento- y siguió volando por el campo,
dejando tras de sí un reguero de sangre. Y aun así el soldado se
negaba a morir. Empezó a arrastrarse, empujándose con los brazos,
poniendo muecas y con aquella risita, como si todo el mundo fuera
una broma obscena que sólo él supiera apreciar.
Al ver aquello, Eragon sintió un escalofrío que le recorría
la columna. El rey Orrin lanzó un violento improperio y Eragon
detectó un punto de histeria en su voz. Bajó de su caballo de un
salto, lanzó la espada y el escudo al suelo y señaló al úrgalo más
próximo.
-Dame tu hacha.
Atónito, el úrgalo de piel gris dudó un momento, pero luego
le entregó su arma.
El rey Orrin se acercó cojeando al soldado, levantó la pesada
hacha con ambas manos y, de un solo golpe, le arrancó la
cabeza.
La risita cesó.
El soldado echó la vista atrás, hasta clavar los ojos en el
cielo, y la boca siguió moviéndosele unos segundos; luego quedó
inmóvil.
Orrin agarró la cabeza por el pelo y la levantó para que
todos pudieran verla.
-Pueden matarse -declaró-. Haced correr la voz de que el
único modo seguro de detener a estas abominaciones es decapitarlas.
Eso o aplastarles el cráneo con un martillo, o dispararles a los
ojos desde una distancia de seguridad… Diente Gris, ¿dónde
estás?
Un robusto jinete de mediana edad se acercó a su montura.
Orrin le lanzó la cabeza, que el jinete cogió al
vuelo.
-Clávala en lo alto de un poste, junto a la puerta Norte del
campamento. Clava todas sus cabezas. Que sirvan de mensaje a
Galbatorix, para que sepa que no nos dan miedo estos sucios trucos
y que ganaremos pese a ellos -añadió el rey, que devolvió el hacha
al úrgalo y luego recogió sus propias armas.
A unos metros de allí, Eragon vio a Nar Garzhvog rodeado de
un puñado de kull. Eragon le dijo unas palabras a Saphira y se
desplazó junto a los úrgalos. Después de intercambiar unos saludos,
Eragon se dirigió a Garzhvog:
-¿Todos los soldados eran así? -preguntó, señalando con la
cabeza hacia el cadáver cubierto de flechas.
-Todos hombres insensibles al dolor. Los alcanzas y piensas
que están muertos; les das la espalda y te cortan el gaznate -gruñó
Garzhvog-. Hoy he perdido a muchos carneros. Me he enfrentado a
montones de humanos, Espada de Fuego, pero nunca antes a estos
monstruos burlones. No es natural. Da la impresión de que están
poseídos por espíritus, que quizá los propios dioses se han vuelto
en nuestra contra.
-Tonterías -protestó Eragon-. No es más que un hechizo de
Galbatorix, y pronto tendremos un modo de protegernos contra
él.
A pesar de la imagen de confianza que quería dar, la idea de
enfrentarse a enemigos que no sintieran dolor le inquietaba tanto
como a los úrgalos. Es más; por lo que había dicho Garzhvog, supuso
que a Nasuada le iba a costar mucho más mantener la moral alta
entre los vardenos cuando la noticia corriera entre los
soldados.
Mientras los vardenos y los úrgalos se disponían a retirar a
sus compañeros caídos, quitándoles el equipo que pudiera ser de
utilidad, y a decapitar a los soldados y a arrastrar sus cuerpos
mutilados para formar pilas para quemarlos, Eragon, Saphira y el
rey Orrin volvieron al campamento, acompañados por Arya y los otros
elfos.
Por el camino Eragon se ofreció a curarle al rey Orrin la
pierna, pero éste se negó.
-Tengo mis propios médicos, Asesino de
Sombra.
Nasuada y Jórmundur los esperaban junto a la puerta Norte.
Acercándose a Orrin, Nasuada preguntó:
-¿Qué ha pasado?
Eragon cerró los ojos mientras Orrin explicaba que el primer
ataque a los soldados parecía haber ido bien. Los jinetes habían
arrasado las filas enemigas, asestando lo que pensaban que serían
golpes mortíferos a diestra y siniestra, y sólo habían sufrido una
baja durante la carga. No obstante, al enfrentarse a los soldados
restantes, muchos de los que habían abatido se habían puesto en pie
y habían reemprendido la lucha.
-Entonces perdimos la compostura -explicó Orrin, echando los
hombros atrás-. Le habría pasado a cualquiera. No sabíamos si los
soldados eran invencibles, o si eran hombres siquiera. Cuando ves a
un enemigo que se acerca con el hueso saliéndole de la pantorrilla,
con una lanza atravesándole la barriga y con media cara colgándole,
y que además no deja de reírse de ti, pocos hombres aguantan el
tipo. Mis guerreros se aterrorizaron. Rompieron la formación. Fue
el caos. Una matanza. Cuando los úrgalos y vuestros guerreros,
Nasuada, nos alcanzaron, quedaron atrapados en aquella locura. -El
rey sacudió la cabeza-. Nunca he visto algo parecido, ni siquiera
en los Llanos Ardientes.
Nasuada se había quedado pálida, pese a su tez morena. Miró a
Eragon y después a Arya.
-¿Cómo ha podido hacer esto Galbatorix?
-Ha bloqueado la mayor parte de la capacidad de las personas
para sentir dolor, aunque no toda -respondió Arya-, dejándoles
únicamente una sensación mínima para que sepan dónde están y lo que
están haciendo, pero no tanta como para que el dolor pueda
incapacitarlos. El hechizo habrá requerido sólo una pequeña
capacidad de energía.
Nasuada se humedeció los labios. Volvió a dirigirse a
Orrin.
-¿Sabes a cuántos hemos perdido?
Orrin se estremeció. Se doblegó, se presionó la mano contra
la pierna, apretó los dientes y soltó un gruñido.
-Trescientos soldados contra… ¿Qué fuerza enviaste
tú?
-Doscientos hombres con espadas. Cien lanceros. Cincuenta
arqueros.
-Eso, más los úrgalos, más mi caballería… Digamos unos mil
soldados. Contra trescientos soldados a pie a campo abierto.
Matamos hasta al último de ellos. No obstante, el precio que hemos
pagado… El rey sacudió la cabeza-. No lo sabremos con certeza hasta
que contemos los muertos, pero me dio la impresión de que tres
cuartas Partes de vuestros espadas han caído. Y más lanceros. Y
algunos arqueros. De mi caballería, quedan pocos: cincuenta,
setenta. Muchos de ellos eran amigos. Quizás haya cien o ciento
cincuenta úrgalos muertos. ¿En total? Quinientos o seiscientos
cadáveres, y la mayor parte de los
supervivientes heridos. No sé… No sé. No…
Orrin se quedó con la boca abierta y se ladeó en su montura.
Se habría caído si no fuera porque Arya dio un salto para
evitarlo.
Nasuada chasqueó los dedos y acudieron dos vardenos de entre
las tiendas. Les ordenó que se llevaran a Orrin a su pabellón y que
luego fueran a buscar a sus médicos.
-Hemos sufrido una dura derrota, aunque hayamos conseguido
exterminar a los soldados -murmuró Nasuada. Apretó los labios con
una expresión que combinaba la pena y la desesperanza en igual
medida. Los ojos le brillaban, cubiertos de lágrimas no derramadas.
Pero irguió la cabeza y se quedó mirando a Eragon y Saphira con
ojos duros-. ¿Qué tal os ha ido a vosotros dos?
Escuchó, inmóvil, la descripción que hizo Eragon de su
encuentro con Murtagh y con Espina. Después,
asintió.
-El simple hecho de que escaparais de sus garras era más de
lo que nos atrevíamos a esperar. No obstante, habéis conseguido más
que eso. Habéis demostrado que Galbatorix no ha hecho a Murtagh tan
poderoso como para que no haya esperanza de derrotarlo. Con algunos
hechiceros más que os ayudaran, Murtagh habría quedado a vuestra
merced. Así que supongo que no se atreverá a enfrentarse al
ejército de la reina Islanzadí por sí solo. Si podemos reunir los
suficientes hechiceros a vuestro alrededor, Eragon, creo que por
fin podremos matar a Murtagh y a Espina la próxima vez que vengan a
por vosotros.
-¿No queréis capturarlos? -preguntó Eragon.
-Quiero muchas cosas, pero dudo de que llegue a conseguir
muchas de ellas. Murtagh y Espina quizá no intenten mataros, pero
si se presenta la ocasión, tenemos que matarlos a ellos sin
dudarlo. ¿O tu lo ves de otro modo?
-No.
-¿Ha muerto alguno de vuestros hechiceros durante la lucha.
-le preguntó Nasuada a Arya.
-Algunos se desmayaron, pero todos se han recuperado,
gracias.
Nasuada respiró hondo y miró hacia el norte, con los ojos
perdidos en el infinito.
-Eragon, por favor, informa a Trianna de que quiero que los
Du Vrangr Gata descubran cómo reproducir el hechizo de Galbatorix.
Por despreciable que sea, tenemos que imitarle. No podemos
permitirnos no hacerlo. No sería práctico que todos nos volviéramos
insensibles al dolor, nos heriríamos con demasiada facilidad, pero
deberiamos tener unos cientos de guerreros voluntarios que fueran
inmunes al sufrimiento físico.
-Mi señora.
-Todos esos muertos… -dijo Nasuada, retorciendo las riendas
entre las manos-. Llevamos demasiado tiempo parados en el mismo
sitio. Es hora de que obliguemos al Imperio a defenderse de nuevo.
-Espoleó a Tormenta de Guerra, apartándolo
de la carnicería que se extendía frente al campamento y el semental
levantó la cabeza y mordió el bocado-. Tu primo, Eragon, me pidió
que le dejara tomar parte en el combate de hoy. Me negué, debido a
su inminente boda, lo cual no le gustó… Aunque sospecho que su
prometida piensa diferente. ¿Me harás el favor de notificarme si
aún desean proceder con la ceremonia hoy mismo? Tras este baño de
sangre, a los vardenos les animaría asistir a una
boda.
-Os lo comunicaré en cuanto lo sepa.
-Gracias. Puedes retirarte, Eragon.
Lo primero que hicieron Eragon y Saphira tras dejar a Nasuada
fue visitar a los elfos que se habían desmayado durante su batalla
con Murtagh y Espina y agradecerles, a ellos y a sus compañeros, la
ayuda recibida. Luego Eragon, Arya y Blódhgarm se ocuparon de las
heridas que Espina le había provocado a Saphira, reparando sus
cortes y rasguños y alguna magulladura. Cuando hubieron acabado,
Eragon localizó a Trianna con la mente y le comunicó las
instrucciones de Nasuada.
Sólo entonces fueron en busca de Roran. Blódhgarm y sus elfos
los acompañaron; Arya se fue a atender sus asuntos. Roran y Katrina
estaban discutiendo en voz baja pero con intensidad cuando Eragon
los encontró, junto a la esquina de la tienda de Horst. Cuando se
acercaron Eragon y Saphira, se callaron. Katrina cruzó los brazos y
apartó la vista de Roran, mientras que Roran agarró la cabeza del
martillo que tenía amarrado al cinto y sacudió el tacón de la bota
contra una roca.
Eragon se detuvo frente a ellos y esperó unos momentos, con
la esperanza de que le explicaran el motivo de su discusión, pero
no fue aquello lo primero que oyó.
¿Estáis heridos alguno de los dos? -preguntó Katrina, pasando
la mirada del uno a la otra.
-Lo hemos estado, pero ya no.
-Eso es tan… extraño. En Carvahall oímos historias de magia,
pero nunca me las había creído. Parecían tan imposibles… Y aquí, en
cambio, hay magos por todas partes… ¿Habéis hecho mucho daño a
Murtagh y a Espina? ¿Han huido por eso?
-Los vencimos, pero no les causamos ningún daño permanente
-explicó Eragon. Hizo una pausa y, al ver que ni Roran ni Katrina
se disponían a hablar, preguntó si aún querían casarse aquel mismo
día-. Nasuada ha sugerido que sigáis con la boda, pero quizá sea
mejor esperar. Aún hay que enterrar a los muertos, y hay mucho que
hacer. Quizá sea mejor mañana…, más apropiado.
-No -dijo Roran, y picó con la puntera de la bota en la
roca-. El Imperio podría volver a atacar en cualquier momento.
Mañana podría ser demasiado tarde. Si…, si yo muriera antes de que
nos casáramos, ¿qué sería de Katrina o de nuestro…? -Roran se quedó
sin palabras y se ruborizó.
La expresión de Katrina se suavizó, se giró hacia Roran y le
cogió la mano.
-Además, la comida ya está preparada -dijo ella-, la
decoración ya está lista y nuestros amigos se han reunido para la
boda. Sería una pena que todos esos preparativos no sirvieran para
nada. -Katrina levantó la mano, le frotó la barba a Roran, que la
rodeó con un brazo, sonriendo.
No entiendo ni la mitad de lo que
está pasando entre ellos -le dijo
Eragon a Saphira.
-Así pues, ¿cuándo queréis entonces que tenga lugar la
ceremonia?
-Dentro de una hora -dijo Roran.