Mientras Eragon veía a Espina y a Murtagh elevándose en lo alto del cielo del norte, oyó a Narheim susurrar «Barzül» y luego maldecir a Murtagh por haber matado a Hrothgar, el rey de los enanos.


Arya se giró de inmediato al ver aquello:

-Nasuada, Su Majestad -dijo, dirigiendo la mirada a Orrin-, tenéis que detener a los soldados antes de que lleguen al campamento. No podéis permitir que ataquen nuestras defensas. Si lo hacen, rebasarán las fortificaciones como una ola empujada por la tormenta y provocarán una catástrofe sin precedentes entre nosotros, entre las tiendas, donde no podemos maniobrar con efectividad.

-¿Una catástrofe sin precedentes? -se burló Orrin-. ¿Tan poca confianza tienes en nuestra capacidad, embajadora? Quizá los humanos y los enanos no tengan los dones de los elfos, pero no debería suponernos ninguna dificultad librarnos de estos miserables despojos, te lo aseguro.

Los rasgos de Arya se tensaron.

-Vuestra capacidad queda fuera de toda discusión, Alteza. No la pongo en duda. Pero escuchad: esto es una trampa tendida para Eragon y Saphira. Esos -dijo, extendiendo un brazo hacia la silueta de Espina y Murtagh- han venido para capturarlos y llevárselos a Urü'baen. Galbatorix no habría enviado tan pocos hombres a menos que estuviera seguro de que podrían mantener ocupados a los vardenos el tiempo suficiente para que Murtagh supere a Eragon. Debe de haberlos dotado de algún hechizo para que los ayude en su misión. No sé de qué naturaleza serán, pero de lo que sí estoy segura es de que los soldados son más de lo que parecen y de que debemos evitar que entren en este campamento.

Eragon se recuperó de la impresión inicial y confirmó lo dicho por Arya:

-No debemos permitir que Espina sobrevuele el campamento; podría prender fuego a la mitad con una sola pasada.

Nasuada agarró con las dos manos el pomo de su silla, aparentemente ajena a Murtagh, a Espina y a los soldados, que estaban a menos de kilómetros de distancia.

-Pero ¿por qué no nos han querido pillar desprevenidos? -preguntó-. ¿Por qué alertarnos de su presencia?

-Porque no querrían encontrarse con Eragon y Saphira en tierra en plena lucha -respondió Narheim-. No, a menos que me equivoque, su plan es que Eragon y Saphira se encuentren con Espina y Murtagh en el aire, mientras los soldados atacan nuestras posiciones en tierra.

-¿Debemos entonces satisfacer sus deseos y enviar voluntariamente a Eragon y Saphira a esa trampa? -se preguntó Nasuada, levantando una ceja.

-Sí -insistió Arya-, porque contamos con una ventaja que no podían sospechar. -Señaló a Blodhgarm-. Esta vez Eragon no se enfrentará a Murtagh solo. Contará con la fuerza combinada de trece elfos a su favor. Murtagh no se lo esperará. Detened a los soldados antes de que lleguen hasta nosotros y habréis frustrado parte del plan de Galbatorix. Enviad a Saphira y a Eragon acompañados de los más poderosos hechiceros de mi raza para potenciar su ataque, y desbarataréis el resto del esquema creado por Galbatorix.

-Me has convencido -accedió Nasuada-. No obstante, los soldados están demasiado cerca como para interceptarlos lo suficientemente lejos del campamento con hombres a pie. Orrin…

Antes de que pudiera acabar la frase, el rey había hecho girar a su caballo y se dirigía a la carrera hacia la puerta Norte del campamento. Uno de sus hombres sacó una corneta para dar la orden a la caballería del rey Orrin de que formaran para la carga.

Nasuada se dirigió a Garzhvog:

-El rey Orrin precisará asistencia. Envía a tus carneros en su ayuda.

-Señora Acosadora de la Noche -respondió Garzhvog, que echando atrás su enorme cabeza ganchuda, soltó un salvaje bramido. A Eragon se le puso el vello de los brazos y del cuello de punta al oír el feroz aullido del úrgalo. Garzhvog cerró las mandíbulas con un chasquido, poniendo fin a su grito, y a continuación gruñó-: Acudirán.

Luego emprendió un pesado trote que sacudió el terreno y se dirigió hacia la puerta donde estaban concentrados el rey Orrin y sus jinetes.

Cuatro vardenos abrieron la puerta. El rey Orrin levantó la espada, gritó una consigna y salió al galope del campamento, dirigiendo a sus hombres hacia los soldados de túnicas doradas. Los cascos de los caballos levantaron una estela de polvo de color crema que hizo desaparecer de la vista la formación en forma de flecha.

-Jórmundur -dijo Nasuada.

-¿Mi señora?

-Manda a doscientos hombres con espadas y a cien con lanzas tras ellos. Y aposta cincuenta arqueros a setenta u ochenta metros del lugar de la batalla. Quiero a esos soldados aplastados, Jórmundur, borrados del mapa. Los hombres deben entender que no tienen que dar cuartel, ya que tampoco lo recibirán.

Jórmundur hizo una reverencia.

-Y diles que, aunque yo no pueda unirme a ellos en la batalla con los brazos en estas condiciones, mi espíritu va con ellos.

-Señora.

Mientras Jórmundur salía a la carrera, Narheim acercó su poni a Nasuada.

-¿Qué hay de mi pueblo, Nasuada? ¿Qué papel debemos desempeñar?

Nasuada esbozó una mueca, con los ojos puestos en la nube de espeso y agobiante polvo que iba avanzando por las amplias praderas.

-Podéis proteger nuestro perímetro. Si los soldados por algún motivo consiguieran librarse de… -empezó a decir, pero se vio obligada a detenerse al ver a unos cuatrocientos úrgalos, número que había crecido desde la batalla de los Llanos Ardientes, atravesando con gran estrépito el centro del campamento, saliendo por la puerta y dirigiéndose a los campos, gritando incomprensibles rugidos de guerra durante todo el trayecto. Una vez desaparecieron entre el polvo, Nasuada siguió hablando-. Si los soldados consiguieran librarse de nuestro ataque, vuestras hachas serán más que bienvenidas en la primera línea.

El viento sopló en su dirección, trayendo consigo los gritos de los hombres y de los caballos agonizantes, el ruido de los metales entrechocando, el impacto de las espadas rebotando contra los cascos y, por debajo de todo aquello, la tétrica risa procedente de una multitud de gargantas, que se prolongaba sin interrupción por todo aquel paisaje caótico. Eragon pensó que era la risa de los locos.

Narheim se golpeó el pecho contra la cadera.

-¡Por Morgothal, no somos de los que podemos quedarnos sin hacer nada cuando hay una lucha por librar! ¡Déjanos marchar, Nasuada, y rebanaremos unos cuantos cuellos!

-¡No! -exclamó Nasuada-. ¡No, no y no! Ya te he dado mis órdenes y espero que las cumplas. Esto es una batalla de caballos, hombres y úrgalos, y quizás incluso de dragones. No es el lugar indicado para los enanos. Os pisotearían como a niños.

Narheim protestó, preso de la rabia, pero ella levantó una mano.

-Soy muy consciente de que sois unos guerreros temibles. Nadie lo sabe mejor que yo, que luché a vuestro lado en Farthen Dúr. No obstante, pese a que pueda sonar mal, sois bajitos comparados con nosotros, y no querría poner en peligro a vuestros guerreros en una lucha como ésta, donde vuestra altura puede ser una desventaja. Es mejor esperar aquí, en terreno elevado, donde quedaréis por encima de cualquiera que intente escalar esta berma, y dejar que los soldados vengan hasta vosotros. Si llegan, serán guerreros de una gran valía, y quiero que seáis tú y tu pueblo quienes repeláis el ataque, ya que para ellos enfrentarse a vosotros será como querer arrancar una montaña de cuajo.

Aún molesto, Narheim respondió refunfuñando, pero sus palabras se perdieron en el aire, ya que los vardenos, a la orden de Nasuada, empezaban a desfilar por la abertura de la empalizada donde antes estaba la puerta. El ruido de sus pasos y el chasquido metálico del equipo fue apagándose al ir alejándose los hombres del campamento. Entonces el viento se convirtió en una brisa sostenida; desde el lugar del combate seguían llegando aquellas macabras risitas.

Un momento más tarde, un grito mental de una fuerza increíble arrolló las defensas de Eragon y logró introducirse en su conciencia, invadiéndola de un dolor agónico. Oía a un hombre que decía: «¡Ah, no! ¡Socorro! ¡No mueren! ¡ Que Angvard se los lleve! ¡No mueren!». Entonces la conexión mental se rompió y Eragon tragó saliva al darse cuenta de que el hombre había muerto.

Nasuada se agitó sobre su montura, con la expresión tensa:

-¿Quién era ése?

-¿También vos lo habéis oído?

-Parece que todos lo hemos oído.

-Creo que ha sido Barden, uno de los hechiceros que cabalga con el rey Orrin, pero…

-¡Eragon!

Espina había volado en círculos, cada vez más alto, mientras el rey Orrin y sus hombres salían al encuentro de los soldados, pero ahora el dragón flotaba inmóvil en el cielo, a medio camino entre los soldados y el campamento, y la voz de Murtagh, amplificada con la magia, resonaba por todas partes:

-¡Eragon! Te veo, escondiéndote detrás de la falda de Nasuada. ¡Ven a luchar conmigo, Eragon! Es tu destino. ¿O tan cobarde eres, Asesino de Sombra?

Saphira respondió por Eragon levantando la cabeza y rugiendo con una potencia incluso superior a la del atronador alegato de Murtagh, y emitió un chorro de crepitante fuego azul de más de seis metros. Los caballos próximos a Saphira, incluido el de Nasuada, retrocedieron alejándose, dejando a Saphira y a Eragon solos en el terraplén, acompañados únicamente por los elfos.

Acercándose a Saphira, Arya apoyó una mano sobre la pierna izquierda de Eragon y le miró con aquellos ojos verdes y rasgados.

-Déjame que te dé esto, Shur'tugal -dijo.

Eragon sintió una inyección de energía que le fluía por el cuerpo.

-Eka elrun ono -le murmuró él.

Ella también le respondió en el idioma antiguo:

-Sé prudente, Eragon. No querría verte abatido por Murtagh. Yo… -Parecía que iba a decir algo más, pero dudó, luego retiró la mano de la pierna y se echó atrás, situándose junto a Blódhgarm.

-¡Buen vuelo, Bjartskular! -entonaron los elfos, mientras Saphira emprendía el despegue.

Saphira se lanzó hacia Espina, pero primero Eragon conectó mentalmente con ella y luego con Arya y, a través de ésta, con Blódhgarm y los otros once elfos. Usando a Arya como punto de conexión con los elfos, Eragon podía concentrarse en los pensamientos de Arya y de Saphira; las conocía tan bien que sabía que sus reacciones no le distraerían en plena lucha.

Agarró fuerte el escudo con la mano izquierda y desenvainó el bracamarte, sosteniéndolo en alto para asegurarse de no clavárselo a Saphira con el movimiento de las alas, ni cortarle en los hombros o el cuello, que estaban en constante movimiento.

Me alegro de haberme dedicado anoche a reforzar el bracamarte con magia -les dijo a Saphira y a Arya.

Esperemos que tus hechizos aguanten -respondió Saphira.

Recuerda -dijo Arya-. Mantente lo más próximo que puedas a nosotros. Cuanto más te alejes, más difícil nos será mantener esta conexión.

Espina no se lanzó contra Saphira ni la atacó al acercarse, sino que más bien planeó con las alas rígidas, permitiéndole elevarse hasta su altura sin problemas. Los dos dragones se equilibraron apoyándose en las corrientes térmicas, uno frente al otro, a unos cincuenta metros, con la punta de las recortadas colas agitándose y los hocicos arrugados en una mueca feroz.

Ha crecido -observó Saphira-. No han pasado siquiera dos semanas desde nuestro último enfrentamiento y ha ganado más de un metro, o más.

Tenía razón. Espina había ganado en longitud y tenía el pecho más robusto que cuando se habían enfrentado por primera vez sobre los Llanos Ardientes. Era poco más que una cría, pero ya era casi tan grande como Saphira.

Eragon lanzó una mirada desdeñosa al dragón y luego a su Jinete.

Murtagh llevaba la cabeza descubierta y su larga melena negra se agitaba como una suave crin al viento. Presentaba una expresión dura, como nunca antes, y Eragon supo que esta vez Murtagh no tendría, no podría tener piedad.

-Saphira y tú nos habéis causado un gran daño, Eragon -dijo Murtagh, con un volumen de voz considerablemente más bajo, pero aún superior al normal-. Galbatorix se puso furioso con nosotros por dejarte escapar. Y después de que matarais a los Ra'zac, estaba tan furioso que mató a cinco de sus siervos y luego dirigió su ira contra Espina y contra mí. Ambos hemos sufrido horriblemente por tu culpa. No volveremos a hacerlo.

Echó atrás el brazo, como si Espina estuviera a punto de cargar contra ellos y Murtagh se preparara para lanzar la espada contra Eragon y Saphira.

-¡Espera! -gritó Eragon-. Conozco un modo para que los dos podáis liberaros del juramento prestado a Galbatorix.

De pronto el rostro de Murtagh se transformó, dando paso a una expresión de desesperado anhelo, y bajó Zar'roc unos centímetros. Luego frunció el ceño y escupió al suelo.

-¡No te creo! ¡No es posible! -gritó.

-¡Sí lo es! Déjame explicártelo.

Murtagh parecía estar luchando consigo mismo, y por un momento Eragon pensó que se negaría. Girando la cabeza, Espina miró a Murtagh y algo pasó entre ellos.

-Maldito seas, Eragon -dijo Murtagh, y dejó Zar'roc atravesada sobre la parte delantera de su silla de montar-. Maldito seas por tus trampas. Ya habíamos aceptado nuestro destino, y ahora tú te pones a tentarnos con el fantasma de una esperanza que habíamos abandonado. Pero como se trate de una falsa esperanza, hermano, te juro que te cortaré la mano derecha antes de llevarte ante Galbatorix… No la necesitarás para lo que te espera en Urü'baen.

A Eragon también se le ocurrían amenazas para Murtagh, pero se contuvo. Bajó el bracamarte y se explicó.

-Galbatorix no os lo habrá contado, pero cuando estuve entre los elfos…

¡Eragon, no reveles nada más de nosotros! -le dijo Arya.

-… aprendí que si tu personalidad cambia, también cambia tu nombre real en el idioma antiguo. ¡Tu personalidad no está grabada al fuego, Murtagh! Si tú y Espina cambiáis algo de vosotros mismos, vuestros juramentos dejarán de tener efecto, y Galbatorix perderá el poder que tiene sobre vosotros.

Espina se acercó unos metros a Saphira.

-¿Por qué no lo mencionaste antes? -preguntó Murtagh.

-En aquella época estaba demasiado confundido.

Espina y Saphira se encontraban a apenas cinco metros de distancia. La mueca hostil del dragón rojo se había convertido en una leve curva de su labio superior, y en sus radiantes ojos escarlata asomó una mirada confundida y de gran tristeza, como si esperara que Saphira o Eragon pudieran explicarle por qué le habían traído al mundo sólo para que Galbatorix pudiera esclavizarlo, abusar de él y obligarle a destruir la vida de otros seres. Espina olisqueó a Saphira y la punta del morro le tembló. Ella también le olisqueó y sacó la lengua de la boca, absorbiendo su olor. Tanto Eragon como Saphira sintieron pena por Espina; habrían deseado poder hablar directamente con él, pero no se atrevían a abrirle su mente.

Tan poca era la distancia entre ellos que Eragon podía ver los tensos tendones que surcaban el cuello de Murtagh y la vena hinchada que le cruzaba la frente.

-¡Yo no soy malvado! -dijo Murtagh-. He hecho lo que podía, dadas las circunstancias. Dudo que hubieras sobrevivido como yo si nuestra madre hubiera decidido dejarte «a ti» en Urü'baen y ocultarme a mí en Carvahall.

-Quizá no.

Murtagh se golpeó el peto con el puño.

-¡Muy bien! ¿Y cómo se supone que puedo seguir tu consejo? Si ya soy un buen hombre, si ya he hecho todo el bien que se podría esperar de mí, ¿cómo puedo cambiar? ¿Debo convertirme en alguien peor de lo que soy? ¿Debo abrazar la oscuridad de Galbatorix para después liberarme? Eso no me parece una solución muy razonable. Si consiguiera alterar mi identidad de ese modo, no te gustaría la persona en la que me convertiría, y me maldecirías con la misma fuerza con la que me ha maldecido Galbatorix.

-Sí, pero no tienes que volverte mejor o peor de lo que eres -respondió Eragon, frustrado-, sólo diferente. Hay muchos tipos de personas en el mundo, y muchos modos de actuar honrosamente. Fíjate en alguien a quien admires pero que haya elegido un camino diferente al tuyo en la vida y tómalo de referencia. Puede que te lleve un tiempo, pero si puedes cambiar lo suficiente tu personalidad, podrás alejarte de Galbatorix, dejar el Imperio, y Espina y tú podríais uniros a los vardenos, donde seríais libres de hacer lo que quisierais.

¿Y qué hay de tu juramento de vengar la muerte de Hrothgar? -le preguntó Saphira.

Eragon no le respondió.

-Así que me pides que sea lo que no soy -dijo Murtagh, desdeñoso-. Si Espina y yo queremos salvarnos, tenemos que destruir nuestra actual identidad. Tu cura es peor que nuestro mal.

-Lo que os pido es que os permitáis convertiros en algo diferente a lo que sois ahora. Es algo difícil, lo sé, pero la gente rehace su vida constantemente. Liberaros de vuestra ira de una vez por todas y podréis dar la espalda a Galbatorix para siempre.

-¿ Liberar mi ira? -se rio Murtagh-. Yo liberaré mi ira cuando tú olvides la tuya contra el Imperio por haber matado a tu tío y haber arrasado tu granja. La ira nos define, Eragon, y sin ella tú y yo no seríamos más que comida para los gusanos. Aun así… -Con los ojos entrecerrados, Murtagh tocó la guarda de Zar'roc y los tendones de su cuello se suavizaron, aunque la vena que le surcaba la frente siguió tan hinchada como siempre-. La idea es interesante, lo admito. Quizá podamos trabajar en ello juntos cuando estemos en Urü'baen. Es decir, si el rey nos permite encontrarnos a solas. Desde luego, puede que decida mantenernos alejados el uno del otro para siempre. En su lugar, yo lo haría.

Eragon apretó los dedos alrededor de la empuñadura del bracamarte.

-Parece que piensas que te acompañaremos a la capital.

-Claro que lo haréis, hermano. -Una sonrisa retorcida cruzó el rostro de Murtagh-. Aunque quisiéramos, Espina y yo no podríamos cambiar en un instante. Hasta que tengamos la ocasión, seguiremos ligados a Galbatorix, y él nos ha ordenado explícitamente llevaros ante él. Ninguno de los dos desea provocar su ira de nuevo. Ya os hemos derrotado antes. No nos costará demasiado volver a hacerlo.

A Saphira se le escapó una pequeña llama de entre los dientes, y Eragon tuvo que contenerse para no emitir una respuesta equivalente en palabras. Si perdía el control de sus nervios, el baño de sangre sería inevitable.

-Por favor, Murtagh, Espina, ¿por qué no probáis por lo menos lo que os he sugerido? ¿No tenéis ningún deseo de resistiros a Galbatorix? Nunca romperéis vuestros grilletes a menos que os planteéis desafiarle.

-Estás subestimando a Galbatorix, Eragon -gruñó Murtagh-. Lleva manipulando el nombre de la gente y creando esclavos desde hace más de un siglo, desde el momento en que reclutó a nuestro padre. ¿ Crees que no es consciente de que el nombre real de una persona puede cambiar en el transcurso de su vida? Seguro que ha tomado precauciones contra esa eventualidad. Si mi nombre real cambiara en este mismo momento, o el de Espina, lo más probable es que ello desencadenara un hechizo que alertara a Galbatorix del cambio y que nos obligara a volver a Urü'baen, ante él, para que pudiera volver a someternos a su voluntad.

-Pero sólo si consigue adivinar vuestro nombre real.

-Tiene mucha práctica en ello -dijo Murtagh, levantando Zar'roc de la silla-. Puede que hagamos uso de tu sugerencia en el futuro, pero sólo después del estudio y la preparación pertinentes; no querríamos recuperar nuestra libertad y que Galbatorix nos la arrebatara inmediatamente después. -Alzó la espada, y la hoja iridiscente de Zar'roc brilló-. Así que no tenemos otra opción que la de llevarte con nosotros a Urü'baen. ¿Vendrás por las buenas?

Eragon no pudo contenerse más:

-¡Antes me arrancaría el corazón yo mismo!

-¡Mejor me arranco los míos! -replicó Murtagh, y agitó Zar'roc sobre su cabeza, al tiempo que lanzaba un salvaje grito de guerra.

Rugiendo, Espina dio dos aletazos para colocarse por encima de Saphira. Al tiempo que se elevaba giró en semicírculo, de modo que la cabeza le quedara por encima del cuello de Saphira, y así poder inmovilizarla con un solo mordisco en la base del cráneo.

Pero Saphira no se quedó esperando. Se echó adelante, girando las alas de modo que, por un momento, quedó con el cuerpo en vertical, mientras las alas seguían en paralelo al polvoriento suelo, sosteniendo precariamente todo su cuerpo. Entonces encogió el ala derecha, giró la cabeza a la izquierda y la cola a la derecha, rotando en dirección de las agujas del reloj. Su musculosa cola golpeó a Espina en el costado izquierdo en el mismo momento que éste se lanzaba sobre ella, rompiéndole el ala por cinco puntos diferentes. Los extremos rotos de los huesos huecos del ala de Espina le atravesaron la piel, despuntando por entre sus brillantes escamas. Una lluvia de sangre de dragón cayó sobre Eragon y Saphira. Una de las gotas salpicó a Eragon en la cogotera y le atravesó la cota de malla, hasta alcanzar su piel desnuda. Quemaba como aceite hirviendo. Se llevó la mano al cuello, intentando limpiarse la sangre.

El rugido inicial de Espina se convirtió en un gemido quejumbroso al tiempo que caía dando tumbos por delante de Saphira, incapaz de mantenerse a flote.

-¡Bien hecho! -le gritó Eragon a Saphira, mientras recuperaba la posición.

Eragon vio desde arriba que Murtagh se quitaba un pequeño objeto redondo del cinturón y que lo apretaba contra el hombro de Espina. Eragon no sintió ningún flujo mágico procedente de Murtagh, pero el objeto que tenía en la mano emitió un brillo y el ala rota de Espina se agitó y los huesos volvieron a su lugar, los músculos y los tendones se enderezaron y las roturas quedaron reparadas. Por último, las heridas superficiales de Espina cicatrizaron.

¿Cómo ha hecho eso?-preguntó Eragon.

Debe de haber aplicado previamente un hechizo sanador a ese objeto -respondió Arya.

Nosotros también debimos de haber pensado en eso.

Ya curado, Espina detuvo su caída y empezó a ascender hacia Saphira a una velocidad prodigiosa, atravesando el aire con una funesta llamarada de fuego rojo. Saphira se lanzó en picado sobre él, girando al alcanzar el borde de la punta de la llama. Le dio un mordisco a Espina en el cuello -lo que le hizo recular- y le dio un zarpazo en el torso y en el pecho, al tiempo que lo zarandeaba con sus enormes alas. Con el borde del ala derecha alcanzó a Murtagh, a quien tumbó sobre la silla. Pero se recuperó enseguida y lanzó la espada contra Saphira, abriéndole un tajo de un metro en la membrana del ala.

Con un gemido, Saphira soltó a Espina con una patada de las patas traseras y soltó una llamarada que se abrió en dos y pasó a ambos lados de Espina sin provocarle ningún daño.

Eragon sintió a través de Saphira el dolor lacerante de su herida. Se quedó mirando la sangrienta abertura, pensando a toda velocidad. Si hubieran estado luchando contra algún mago, además de contra Murtagh, no se habría atrevido a lanzar un hechizo en plena batalla, ya que con toda probabilidad el mago creería que estaba a punto de morir y contraatacaría con un ataque mágico desesperado, poniendo en ello todas sus fuerzas.

Pero con Murtagh era diferente. Eragon sabía que Galbatorix le había ordenado que les capturara a él y a Saphira, no que los matara. «Haga lo que haga -pensó Eragon-, no intentará matarme.» Así que decidió que era seguro curar a Saphira. Y, aunque tarde, se dio cuenta de que podía atacar a Murtagh con cualquier hechizo sin temor a que éste pudiera responder con una fuerza mortal. Pero se preguntó por qué Murtagh habría usado un objeto encantado para curar las heridas de Espina en lugar de formular un hechizo él mismo.

A lo mejor quiere conservar fuerzas -dijo Saphira-. O quizá quería evitar asustarte. A Galbatorix no le gustaría que Murtagh te atemorizara hasta el punto de que te mataras o mataras a Espina o a él mismo. Recuerda que la gran ambición del rey es tenernos a los cuatro a su mando, no muertos y lejos de su alcance.

Será eso -asintió Eragon, que se dispuso a curar el ala a Saphira.

Espera, no lo hagas. -Era la voz de Arya.

¿Qué? ¿Por qué? ¿No sientes el dolor de Saphira?

Deja que los míos y yo nos ocupemos de ella. Eso confundirá a Murtagh, y asi el esfuerzo no te debilitará.

¿No estáis demasiado lejos para conseguirlo?

No, si todos unimos nuestras fuerzas. Y Eragon, te recomendamos que evites atacar a Murtagh con magia hasta que él te ataque con la mente o con su magia. Puede que aún sea más fuerte que tú, aun cuando los trece te prestemos nuestra fuerza. No lo sabemos. Eo mejor es no medirte con él hasta que no haya más alternativa.

¿Y si no consigo vencerle?

Entonces toda Alagaësia caerá en manos de Galbatorix.

Eragon sintió que Arya se concentraba, y luego del corte del ala de Saphira dejaron de manar lágrimas de sangre y los bordes abiertos de la delicada membrana cerúlea se volvieron a unir sin costra ni cicatriz alguna. El alivio de Saphira era palpable. Con voz fatigada, Arya dijo:

Protégete mejor si puedes. No ha sido fácil.

Tras la patada asestada por Saphira, Espina salió dando tumbos y perdió altura. Debió suponer que Saphira quería hostigarlo hacia abajo, donde le habría costado más evitar sus ataques, porque huyó volando medio kilómetro hacia el oeste. Cuando por fin se dio cuenta de que Saphira no le perseguía, ascendió en círculos hasta quedar más de trescientos metros por encima de ella.

Tras encoger las alas, Espina se lanzó hacia Saphira con las fauces abiertas y despidiendo fuego, los espolones de marfil bien abiertos y Murtagh blandiendo Zar'roc sobre sus espaldas.

Eragon estuvo a punto de perder el bracamarte cuando Saphira plegó un ala y se situó panza arriba con un quiebro vertiginoso, para extender después el ala y suavizar la caída. Echando la cabeza atrás, Eragon podía ver el suelo por debajo. ¿O era por encima? Apretó los dientes y se concentró en mantenerse bien sujeto a la silla.

Espina y Saphira colisionaron y a Eragon le dio la sensación de que su dragona había chocado contra la ladera de una montaña. La fuerza del impacto lo lanzó hacia delante, y se golpeó con el casco contra la púa del cuello que tenía delante, mellando el grueso acero. Mareado, se soltó de la silla y se quedó viendo el disco celeste y el terrestre invirtiéndose, girando el uno con el otro sin una forma precisa. Sintió que Saphira se encogía al recibir el golpe de Espina sobre el vientre, que había dejado al descubierto. Eragon deseó haber tenido tiempo de ponerle la armadura que le habían dado los enanos.

Una pata de un color rubí brillante apareció tras el torso de Saphira y le clavó sus duras garras. Sin pensarlo, Eragon le pegó un tajo, lo que provocó que saltara toda una fila de escamas y le cortara un haz de tendones. Tres de los dedos de la pata se quedaron inertes. Eragon le asestó un nuevo mandoble.

Con un gruñido, Espina soltó a Saphira. Arqueó el cuello, y Eragon oyó el sonido de una ráfaga de aire al llenar el dragón los pulmones. Eragon se cubrió, escondiendo la cara bajo el brazo. Un fuego abrasador envolvió a Saphira. La tremenda temperatura no podía causarles ningún daño -las barreras de Eragon lo impedían-, pero el torrente de llamas incandescentes resultaban cegadoras.

Saphira viró a la izquierda, huyendo del remolino de fuego. Murtagh ya había reparado las heridas de la pata de Espina, y el dragón volvía a lanzarse sobre Saphira, forcejeando con ella mientras caían en picado, dando vertiginosos bandazos hacia las tiendas grises de los vardenos. Saphira consiguió agarrar con los dientes la cresta puntiaguda que nacía de la nuca de Espina, a pesar de que las púas de hueso se le clavaban en la lengua. Espina aulló y se agitó como un pez en la caña, intentando separarse, pero no podía hacer nada contra los férreos músculos de la mandíbula de Saphira. Los dos dragones cayeron a la deriva, uno junto al otro, como un par de hojas de un árbol unidas a la misma rama.

Eragon se inclinó y lanzó un golpe cruzado contra el hombro derecho de Murtagh, sin intención de matarlo, pero sí con la de provocarle una grave herida que bastara para poner fin a la lucha. A diferencia de cuando se habían enfrentado en los Llanos Ardientes, Eragon estaba descansado; movía el brazo con la rapidez de un elfo y confiaba en que Murtagh estuviese indefenso frente a su ataque.

Pero Murtagh levantó el escudo y bloqueó el golpe del bracamarte.

Su reacción le sorprendió tanto que Eragon titubeó y apenas tuvo tiempo de echarse atrás y esquivar el contraataque de Murtagh, que lanzó Zar'roc en su dirección. La hoja de la espada cortó el aire a una velocidad inusitada, haciéndolo vibrar, y fue a dar contra el hombro de Eragon. Murtagh intensificó el ataque golpeándole en la muñeca y, cuando Eragon se zafó de Zar'roc, introdujo la espada por debajo del escudo de Eragon y la clavó por el borde de la cota de malla y la túnica, al borde de la musiera, y le alcanzó en la cadera izquierda. La punta de Zar'roc quedó empotrada en el hueso.

El dolor sacudió a Eragon como un baño de agua helada, pero también le dio una claridad de pensamiento sobrenatural y le ayudó a concentrar una cantidad de fuerza extraordinaria en las piernas.

Murtagh retiró la espada y Eragon soltó un gritó. A su vez atacó a Murtagh que, con un giro de muñeca, bloqueó el bracamarte por debajo de Zar'roc. Murtagh dejó los dientes al descubierto, trazando una sonrisa siniestra. Sin perder un momento, Eragon liberó el bracamarte de un tirón, hizo una finta hacia la rodilla derecha de Murtagh y luego asestó el golpe en dirección contraria, para provocarle un corte en el pómulo.

-Deberías de haberte puesto casco -dijo Eragon.

Estaban ya tan cerca del suelo -apenas unos treinta metros- que Saphira tuvo que soltar a Espina, y los dos dragones se separaron antes de que Eragon y Murtagh pudieran intercambiar más golpes.

Saphira y Espina ascendieron en espiral, compitiendo por llegar antes a una nube de un color blanco nacarado que se extendía sobre las tiendas de los vardenos. Eragon se levantó la cota y la túnica y se examinó la cadera. Tenía lívido un trozo de piel del tamaño de un puño, por el lugar donde Zar'roc había aplastado la cota y se había introducido en la carne. En medio de aquella mancha blanca había una fina línea roja, de cinco centímetros de longitud, por donde había penetrado la espada. De la herida manaba sangre, que le empapaba la parte superior de los calzones.

Haber sido herido por Zar'roc -una espada que nunca le había rallado en momentos de peligro y que aún consideraba suya por derecho propio- le desconcertaba. Que su propia arma fuera usada en su contra «estaba mal». Era una distorsión del mundo, algo contra lo que se rebelaba su propio instinto.

Saphira atravesó un remolino de aire y se agitó. Eragon se estremeció, sintiendo una nueva punzada de dolor en el lado. Pero pensó que tenía suerte de no estar luchando a pie, ya que probablemente la cadera no pudiera soportar todo su peso.

Arya -dijo-, ¿quieres curarme tú, o lo hago yo mismo y dejo que Murtagh me detenga si puede?

Nos ocuparemos nosotros -respondió Arya-. Así quizás aún puedas pillar a Murtagh por sorpresa, si cree que aún estás herido.

Entonces espera.

¿Por qué?

Tengo que darte permiso. Si no, mis barreras bloquearán el conjuro.

La frase no le vino a la mente en un principio, pero al final recordó la construcción de la barrera y, en idioma antiguo, susurró:

-«Permito que Arya, hija de Islanzadí, efectúe un hechizo sobre mí.»

Cuando no estés tan ocupado hablaremos de tus barreras. ¿Y si estuvieras inconsciente?¿Cómo íbamos a curarte?

No me pareció una mala idea después de los Llanos Ardientes. Murtagh nos inmovilizó a los dos con magia. No quiero que él, ni ningún otro, pueda lanzarnos hechizos sin nuestro consentimiento.

Y no deben hacerlo, pero hay soluciones más elegantes que la tuya.

Eragon se agitó en la silla al sentir el efecto de la magia de los elfos, y la cadera empezó a hacerle cosquillas y a picarle como si le estuviera atacando un ejército de pulgas. Cuando el picor cesó, deslizó una mano por debajo de la túnica y observó, aliviado, que no palpaba nada más que la suave piel.

Bien -dijo, echando atrás los hombros-. ¡Vamos a enseñarles a cogerles miedo a nuestros nombres!

La nube de un blanco nacarado se cernía, enorme, ante ellos. Saphira giró a la izquierda y entonces, mientras Espina hacía un esfuerzo por virar a su vez, se sumergió en la profundidad de la nube. Todo se volvió frío, húmedo y blanco, hasta que de pronto Saphira emergió por el otro extremo, sólo un par de metros por encima y por detrás de Espina.

Con un rugido triunfal, Saphira se dejó caer sobre Espina y le agarró por el flanco, hundiéndole las garras en los muslos y por la columna. Estiró la cabeza hacia delante, agarró el ala izquierda de Espina con la boca y apretó, haciendo crujir la carne con la presión de sus afilados dientes.

Espina se retorció y aulló con un sonido horrible que Eragon no sospechaba que pudieran emitir los dragones.

Lo tengo -dijo Saphira-. Podría arrancarle el ala, pero preferiría no hacerlo. Haz lo que tengas que hacer, pero hazlo antes de que caigamos demasiado.

Murtagh, con su pálido rostro salpicado de sangre, apuntó a Eragon con Zar'roc. La espada temblaba en el aire, y un rayo mental de inmenso poder invadió la conciencia de Eragon. Aquella presencia extraña le tanteaba, intentando llegar a sus pensamientos para hacerse con ellos, subyugarlos y someterlos a la voluntad de Murtagh. Al igual que en los Llanos Ardientes, Eragon observó que la mente de Murtagh daba la sensación de contener multitud de mentes, como si un confuso coro de voces murmurara por debajo del caos de los propios pensamientos de Murtagh.

Eragon se preguntó si Murtagh tendría a un grupo de magos asistiéndolo, del mismo modo que a él le asistían los elfos.

Por difícil que resultara, Eragon vació la mente, dejando únicamente en ella una imagen de Zar'roc. Se concentró en la espada con todas sus fuerzas, sumiendo el plano de su conciencia en la calma de la meditación para que Murtagh no encontrara dónde agarrarse. Y cuando Espina empezó a agitarse frenéticamente y Murtagh se distrajo por un instante, lanzó un furioso contraataque, aferrándose a la conciencia de Murtagh. Los dos lucharon en un tétrico silencio mientras iban cayendo, forcejeando en los confines de sus mentes. A veces parecía que Eragon ganaba terreno; otras lo ganaba Murtagh, pero ninguno de los dos conseguía derrotar a su enemigo. Eragon echó un vistazo al suelo, que se acercaba a gran velocidad, y se dio cuenta de que aquella lucha tendría que resolverse por otros medios.

Bajando el bracamarte hasta ponerlo al nivel de Murtagh, gritó:

-¡Letta!

Era el mismo hechizo que había usado Murtagh con él durante su anterior combate. Era un hechizo muy sencillo -no haría nada más que mantener inmóviles los brazos y el torso de Murtagh-, pero les permitiría ponerse a prueba directamente y determinar cuál de los dos disponía de más energía.

Murtagh articuló un contrahechizo, pero las palabras se perdieron tras el grito de Espina y el aullido del viento.

Eragon sintió que el pulso se le aceleraba, al tiempo que la fuerza abandonaba sus miembros. Cuando ya casi había agotado sus reservas y estaba debilitándose por el esfuerzo, Saphira y los elfos le proporcionaron energía de sus propios cuerpos, manteniendo el hechizo. Murtagh, frente a él, parecía seguro de sí mismo en un principio, pero tragón seguía refrenándolo y a medida que pasaba el tiempo fruncía mas el ceño y apretaba más los labios, hasta dejar los dientes al descubierto. Y en ningún momento redujo ninguno de los dos el acoso sobre la mente de su rival.

Eragon sintió que la energía que le infundía Arya decaía una vez, y luego otra, y supuso que dos de los hechiceros a las órdenes de Blódhgarm se habían desvanecido. «Murtagh no puede aguantar mucho más», pensó, y luego tuvo que hacer un esfuerzo por recuperar el control mental, ya que aquel lapso de concentración había permitido a Murtagh adentrarse.

La fuerza que le transmitían Arya y los otros elfos se redujo a la mitad, e incluso Saphira empezó a agitarse, fatigada. Justo cuando Eragon empezó a convencerse de que Murtagh se impondría, éste emitió un grito angustiado y Eragon sintió como si le quitaran un gran peso de encima, al desaparecer la resistencia de Murtagh, que parecía atónito ante el éxito de Eragon.

¿Y ahora qué?-preguntó Eragon a Arya y a Saphira-.¿Nos los llevamos como rehenes?¿Podemos hacerlo?

Ahora tengo que volar-respondió Saphira.

Soltó a Espina y agitó las alas, haciendo un esfuerzo por mantenerse a flote. Eragon miró por encima de Saphira y por un momento vio una imagen de caballos y hierba bañada por el sol acercándose a gran velocidad; luego fue como si un gigante los golpeara por debajo,

y todo se volvió negro.


308


Lo siguiente que Eragon vio fue un fragmento de las escamas del cuello de Saphira a unos centímetros de su nariz. Las escamas brillaban como un hielo de color azul cobalto. Eragon apenas tenía conciencia, pero sintió que alguien penetraba en su mente desde una gran distancia, proyectando en su interior una sensación de gran urgencia. Al ir recuperando el sentido, se dio cuenta de que era Arya:

¡Pon fin al hechizo, Eragon! Si lo mantienes, nos matará a todos. Ponle fin: ¡Murtagh está demasiado lejos! ¡Despierta, Eragon, o caerás en el vacío!

Dando un respingo, Eragon se enderezó y observó que Saphira estaba agazapada, rodeada de un círculo de jinetes del rey Orrin. Arya no estaba a la vista. Tras recuperar la conciencia, se dio cuenta de que el hechizo que había lanzado sobre Murtagh seguía absorbiéndole fuerzas, cada vez más. Si no hubiera sido por la ayuda de Saphira, de Arya y de los otros elfos, ya habría muerto.

Eragon concluyó el hechizo y luego buscó a Espina y a Murtagh por el suelo.

Ahí-dijo Saphira, y señaló con el morro.

Eragon vio la brillante silueta de Espina, que surcaba el cielo del noroeste, en vuelo rasante, siguiendo el curso del río Jiet en dirección al ejército de Galbatorix, a unos kilómetros de allí. ¿Cómo puede ser?

Murtagh volvió a curar a Espina, y éste tuvo la suerte de aterrizar sobre la ladera de una colina. Ea bajó corriendo y luego despegó antes de que tú recuperaras la conciencia.

Desde lo lejos, resonó la voz amplificada de Murtagh: -No creáis que habéis vencido, Eragon, Saphira. ¡Volveremos a vernos, lo prometo! ¡Espina y yo os derrotaremos! ¡Entonces seremos aún más fuertes que ahora!

Eragon agarró con tanta fuerza el escudo y el bracamarte que le sangraron los dedos por debajo de las uñas. ¿Crees que podrías atraparlo?

Podría, pero los elfos no podrían ayudarte desde tan lejos, y dudo que pudiéramos imponernos sin su apoyo.

Quizá podríamos… -Eragon se interrumpió y se dio un golpe de frustración en la pierna-. ¡Demonios! ¡Soy un idiota! Me he olvidado de Aren. Podríamos haber usado la energía del anillo de Brom para derrotarlos.

Tenías otras cosas en la mente. Cualquiera podría haber cometido ese error.

Quizá, pero ojalá hubiera pensado antes en Aren. Aún podríamos usarlo para capturar a Espina y Murtagh.

¿Yentonces qué?-preguntó Saphira-.¿Cómo los mantendríamos prisioneros?¿Eos drogarías como te drogó Durza en Gil'ead?¿O quieres matarlos?

¡No lo sé! Podríamos ayudarlos a cambiar su nombre real, a poner fin a su juramento de fidelidad a Galbatorix. Es demasiado peligroso dejarles vagar por ahí, sin control.

En teoría tienes razón, Eragon -dijo Arya-, pero estás cansado, Saphira está cansada y yo prefiero que Espina y Murtagh escapen a perderos por no estar en vuestra mejor forma. Pero…

Pero no estamos preparados para detener con garantías a un dragón y a su Jinete durante un periodo largo de tiempo, y no creo que matar a Espina y a Murtagh sea tan fácil como crees, Eragon. Da gracias de que los hemos ahuyentado y descansa tranquilo sabiendo que podemos volver a hacerlo la próxima vez que se atrevan a enfrentarse a nosotros.

Dicho aquello, Arya se retiró de su mente.

Eragon se quedó mirando hasta que Espina y Murtagh desaparecieron del alcance de la vista. Luego soltó un suspiro y frotó a Saphira en el cuello.

Podría dormir un par de semanas.

Yo también.

Deberías de estar orgullosa. Superaste a Espina en cada lance.

Sí, ¿verdad? -respondió ella, lamiéndose las escamas-. Pero no fue un enfrentamiento justo. Espina no tiene mi experiencia.

Ni tu talento, diría yo.

Girando el cuello, Saphira lamió la parte superior del brazo de Eragon, haciendo tintinear la cota de malla, y luego le miró con sus luminosos ojos.

El consiguió esbozar una sonrisa.

Supongo que tenía que habérmelo esperado, pero aun así me sorprende que Murtagh fuera tan rápido como yo. Más magia por parte de Galbatorix, sin duda.

Pero ¿por qué tus defensas no consiguieron repeler a Zar'roc? Te protegieron de golpes más duros cuando nos enfrentamos a los Ra'zac.

No estoy seguro. Quizá Murtagh o Galbatorix hayan inventado un hechizo en el que no haya pensado o contra el que no me haya protegido. O quizá sea simplemente que Zar'roc es el arma de un jinete, y tal como dijo Glaedr…

… las espadas que forjó Rhumón destacan por…

… poder atravesar hechizos de cualquier tipo, y…

… raramente les afecta…

…la magia. Exacto. -Eragon se quedó mirando los restos de la sangre de dragón sobre la hoja del bracamarte, abatido-. ¿Cuándo seremos capaces de derrotar a nuestros enemigos nosotros solos? Yo no podría haber matado a Durza si Arya no hubiera roto el zafiro estrellado. Y sólo conseguimos imponernos a Murtagh y a Espina gracias a la ayuda de Arya y los otros doce.

Tenemos que ganar fuerza.

Sí, pero ¿cómo? ¿Cómo ha acumulado tanta fuerza Galbatorix? ¿Ha encontrado un modo de alimentarse de los cuerpos de sus esclavos aunque estén a cientos de kilómetros de distancia? ¡Grrr. No lo sé.

Un reguero de sudor le atravesó la frente y fue a parar a la comisura de su ojo derecho. Se secó con la palma de la mano, volvió a parpadear y observó a los jinetes reunidos alrededor de él y de Saphira.

¿Qué hacen aquí?

Mirando más allá, se dio cuenta de que Saphira había aterrizado cerca de donde el rey Orrin había interceptado a los soldados de los barcos. No muy lejos, a su izquierda, cientos de hombres, úrgalos y caballos se arremolinaban, presas del pánico y de la confusión. Ocasionalmente, el entrechocar de las espadas o el grito de un hombre herido se elevaban entre el fragor de la batalla, acompañados de carcajadas aisladas de una risa demencial.

Creo que están aquí para protegernos -dijo Saphira.

¿A nosotros? ¿De qué? ¿Por qué no han matado ya a los soldados? Dónde… -Dejó la frase a medias al ver a Arya, a Blodhgarm y a otros cuatro elfos demacrados procedentes del campamento que corrían hacia Saphira.

Eragon levantó una mano a modo de saludo y gritó:

-¡Arya! ¿Qué ha sucedido? No veo quién está al mando.

Alarmado, Eragon observó que Arya respiraba con tanta dificultad que le costó recuperar el aliento.

-Los soldados han resultado ser más peligrosos de lo que esperábamos. No sabemos cómo. El Du Vrangr Gata no ha recibido más que mensajes incoherentes de los hechiceros de Orrin.

Recuperando el aliento, Arya empezó a examinar los cortes y las magulladuras de Saphira. Antes de que Eragon pudiera seguir preguntándole, una serie de voces exaltadas procedentes del escenario de la contienda eclipsaron el tumulto general, y oyó al rey Orrin, que gritaba:

-¡Atrás, atrás todos! ¡Arqueros, mantened la formación! ¡Diantres, que nadie se mueva, lo tenemos!

Saphira pensó lo mismo que Eragon. Colocando las patas bajo el cuerpo, dio un salto por encima del anillo de jinetes -espantando a los caballos, que se asustaron y echaron a correr- y se abrió paso por entre el campo de batalla, sembrado de cadáveres, hacia el lugar de donde provenía la voz del rey Orrin, apartando a hombres y úrgalos como si fueran briznas de hierba. El resto de los elfos salieron corriendo tras ella, espadas y arcos en ristre.

Saphira encontró a Orrin sentado sobre su caballo de batalla en primera fila de una formación compacta, con la mirada fija en un único hombre a unos quince metros. El rey estaba congestionado, tenia los ojos desorbitados y la armadura cubierta de suciedad del combate. Había resultado herido bajo el brazo izquierdo, y del muslo izquierdo le sobresalía varios centímetros el palo de una lanza. Cuando se apercibió de la llegada de Saphira, el alivio se leyó en su rostro de pronto.

-Bien, bien, estáis aquí-murmuró, mientras Saphira se colocaba junto a su caballo-. Te necesitábamos, Saphira, y a ti, Asesino de Sombra. -Uno de los arqueros se adelantó unos centímetros. Orrin agitó la espada-. ¡Atrás! -le gritó-. ¡Al que no se quede en su posición le cortaré la cabeza, lo juro por la corona de Angvard! -Luego volvió a mirar fijamente al hombre solitario.

Eragon siguió con la vista su mirada. El hombre era un soldado de altura media, con una marca de nacimiento morada en el cuello y el pelo castaño aplastado a causa del casco que había llevado. Su escudo estaba hecho añicos. Su espada estaba doblada, rota y llena de muescas, y le faltaban los últimos quince centímetros. Su cota de malla estaba cubierta del fango del río. De un corte en las costillas le manaba sangre. Una flecha decorada con plumas blancas de cisne le había atravesado el pie derecho y lo mantenía clavado al suelo, con tres cuartas partes del asta hundidas en la dura tierra. De la garganta del hombre emanaba una tétrica risa borboteante que subía y bajaba de intensidad con una cadencia obsesiva, pasando de una nota a la siguiente como si el hombre estuviera a punto de estallar en gritos de pánico.

-¿Qué eres tú? -le gritó Orrin. El soldado no respondió de inmediato, por lo que el rey soltó una maldición e insistió-. Respóndeme o te dejaré en manos de mis hechiceros. ¿Eres hombre, bestia o algún siniestro demonio? ¿En qué apestosa fosa os ha encontrado Galbatorix a ti y a los tuyos? ¿Eres pariente de los Ra'zac?

Aquella última pregunta le sentó a Eragon como si le clavaran una aguja; se enderezó de golpe y todos los sentidos se le agudizaron. La risa se detuvo por un momento.

-Hombre. Soy un hombre.

-No eres como ningún hombre que yo conozca.

-Sólo quería asegurar el futuro de mi familia. ¿Te resulta eso tan extraño, surdano?

-¡No me respondas con acertijos, deshecho de lengua viperina. Dime cómo llegaste a ser lo que eres y sé sincero, si no quieres que te eche plomo fundido por la garganta y veamos si eso te duele.

La risita demencial se intensificó y luego el soldado respondió:

-No puedes hacerme daño, surdano. Nadie puede. El propio rey nos hizo insensibles al dolor. A cambio, nuestras familias vivirán cómodamente el resto de sus vidas. Podéis ocultaros de nosotros, pero nosotros nunca dejaremos de perseguiros, ni siquiera en las circunstancias en las que un hombre cualquiera caería rendido de agota" miento. Podéis combatirnos, pero nosotros seguiremos matándoos mientras nos quede un brazo que levantar. No podéis ni siquiera rendiros ante nosotros, ya que no hacemos prisioneros. No podéis hacer nada más que rendiros y devolver la paz a esta tierra.

Con una mueca horripilante, el soldado rodeó, con la mano que sostenía el destrozado escudo, el asta de la flecha y se la arrancó del pie. Se oyó el sonido de la carne desgarrándose y apareció la cabeza de la flecha con trozos de materia ensangrentada. El soldado les mostró la flecha, agitándola, y luego se la tiró a uno de los arqueros, hiriéndole en la mano. Se rio con más fuerza que antes y se echó hacia delante, arrastrando el pie herido tras él. Levantó la espada, como si pretendiera atacar.

-¡Disparad! -gritó Orrin.

Las cuerdas de los arcos resonaron como laúdes desafinados y un instante después una batería de flechas cayó sobre el torso del soldado. Dos de las flechas rebotaron en su gambesón; el resto penetró en su caja torácica. Su risa se convirtió en un borboteo sibilante al llenársele los pulmones de sangre, pero el soldado siguió avanzando, tiñendo la hierba del suelo de un rojo intenso. Los arqueros volvieron a disparar y las flechas le atravesaron los hombros y los brazos, pero él no se detuvo. Otra lluvia de flechas siguieron a las anteriores. El soldado trastabilló y se cayó cuando una flecha le abrió la rótula, otras le desgarraron los muslos y una le atravesó completamente el cuello -abriendo un agujero a través de su marca de nacimiento- y siguió volando por el campo, dejando tras de sí un reguero de sangre. Y aun así el soldado se negaba a morir. Empezó a arrastrarse, empujándose con los brazos, poniendo muecas y con aquella risita, como si todo el mundo fuera una broma obscena que sólo él supiera apreciar.

Al ver aquello, Eragon sintió un escalofrío que le recorría la columna. El rey Orrin lanzó un violento improperio y Eragon detectó un punto de histeria en su voz. Bajó de su caballo de un salto, lanzó la espada y el escudo al suelo y señaló al úrgalo más próximo.

-Dame tu hacha.

Atónito, el úrgalo de piel gris dudó un momento, pero luego le entregó su arma.

El rey Orrin se acercó cojeando al soldado, levantó la pesada hacha con ambas manos y, de un solo golpe, le arrancó la cabeza.

La risita cesó.

El soldado echó la vista atrás, hasta clavar los ojos en el cielo, y la boca siguió moviéndosele unos segundos; luego quedó inmóvil.

Orrin agarró la cabeza por el pelo y la levantó para que todos pudieran verla.

-Pueden matarse -declaró-. Haced correr la voz de que el único modo seguro de detener a estas abominaciones es decapitarlas. Eso o aplastarles el cráneo con un martillo, o dispararles a los ojos desde una distancia de seguridad… Diente Gris, ¿dónde estás?

Un robusto jinete de mediana edad se acercó a su montura. Orrin le lanzó la cabeza, que el jinete cogió al vuelo.

-Clávala en lo alto de un poste, junto a la puerta Norte del campamento. Clava todas sus cabezas. Que sirvan de mensaje a Galbatorix, para que sepa que no nos dan miedo estos sucios trucos y que ganaremos pese a ellos -añadió el rey, que devolvió el hacha al úrgalo y luego recogió sus propias armas.

A unos metros de allí, Eragon vio a Nar Garzhvog rodeado de un puñado de kull. Eragon le dijo unas palabras a Saphira y se desplazó junto a los úrgalos. Después de intercambiar unos saludos, Eragon se dirigió a Garzhvog:

-¿Todos los soldados eran así? -preguntó, señalando con la cabeza hacia el cadáver cubierto de flechas.

-Todos hombres insensibles al dolor. Los alcanzas y piensas que están muertos; les das la espalda y te cortan el gaznate -gruñó Garzhvog-. Hoy he perdido a muchos carneros. Me he enfrentado a montones de humanos, Espada de Fuego, pero nunca antes a estos monstruos burlones. No es natural. Da la impresión de que están poseídos por espíritus, que quizá los propios dioses se han vuelto en nuestra contra.

-Tonterías -protestó Eragon-. No es más que un hechizo de Galbatorix, y pronto tendremos un modo de protegernos contra él.

A pesar de la imagen de confianza que quería dar, la idea de enfrentarse a enemigos que no sintieran dolor le inquietaba tanto como a los úrgalos. Es más; por lo que había dicho Garzhvog, supuso que a Nasuada le iba a costar mucho más mantener la moral alta entre los vardenos cuando la noticia corriera entre los soldados.

Mientras los vardenos y los úrgalos se disponían a retirar a sus compañeros caídos, quitándoles el equipo que pudiera ser de utilidad, y a decapitar a los soldados y a arrastrar sus cuerpos mutilados para formar pilas para quemarlos, Eragon, Saphira y el rey Orrin volvieron al campamento, acompañados por Arya y los otros elfos.

Por el camino Eragon se ofreció a curarle al rey Orrin la pierna, pero éste se negó.

-Tengo mis propios médicos, Asesino de Sombra.

Nasuada y Jórmundur los esperaban junto a la puerta Norte. Acercándose a Orrin, Nasuada preguntó:

-¿Qué ha pasado?

Eragon cerró los ojos mientras Orrin explicaba que el primer ataque a los soldados parecía haber ido bien. Los jinetes habían arrasado las filas enemigas, asestando lo que pensaban que serían golpes mortíferos a diestra y siniestra, y sólo habían sufrido una baja durante la carga. No obstante, al enfrentarse a los soldados restantes, muchos de los que habían abatido se habían puesto en pie y habían reemprendido la lucha.

-Entonces perdimos la compostura -explicó Orrin, echando los hombros atrás-. Le habría pasado a cualquiera. No sabíamos si los soldados eran invencibles, o si eran hombres siquiera. Cuando ves a un enemigo que se acerca con el hueso saliéndole de la pantorrilla, con una lanza atravesándole la barriga y con media cara colgándole, y que además no deja de reírse de ti, pocos hombres aguantan el tipo. Mis guerreros se aterrorizaron. Rompieron la formación. Fue el caos. Una matanza. Cuando los úrgalos y vuestros guerreros, Nasuada, nos alcanzaron, quedaron atrapados en aquella locura. -El rey sacudió la cabeza-. Nunca he visto algo parecido, ni siquiera en los Llanos Ardientes.

Nasuada se había quedado pálida, pese a su tez morena. Miró a Eragon y después a Arya.

-¿Cómo ha podido hacer esto Galbatorix?

-Ha bloqueado la mayor parte de la capacidad de las personas para sentir dolor, aunque no toda -respondió Arya-, dejándoles únicamente una sensación mínima para que sepan dónde están y lo que están haciendo, pero no tanta como para que el dolor pueda incapacitarlos. El hechizo habrá requerido sólo una pequeña capacidad de energía.

Nasuada se humedeció los labios. Volvió a dirigirse a Orrin.

-¿Sabes a cuántos hemos perdido?

Orrin se estremeció. Se doblegó, se presionó la mano contra la pierna, apretó los dientes y soltó un gruñido.

-Trescientos soldados contra… ¿Qué fuerza enviaste tú?

-Doscientos hombres con espadas. Cien lanceros. Cincuenta arqueros.

-Eso, más los úrgalos, más mi caballería… Digamos unos mil soldados. Contra trescientos soldados a pie a campo abierto. Matamos hasta al último de ellos. No obstante, el precio que hemos pagado… El rey sacudió la cabeza-. No lo sabremos con certeza hasta que contemos los muertos, pero me dio la impresión de que tres cuartas Partes de vuestros espadas han caído. Y más lanceros. Y algunos arqueros. De mi caballería, quedan pocos: cincuenta, setenta. Muchos de ellos eran amigos. Quizás haya cien o ciento cincuenta úrgalos muertos. ¿En total? Quinientos o seiscientos cadáveres, y la mayor parte de los supervivientes heridos. No sé… No sé. No…

Orrin se quedó con la boca abierta y se ladeó en su montura. Se habría caído si no fuera porque Arya dio un salto para evitarlo.

Nasuada chasqueó los dedos y acudieron dos vardenos de entre las tiendas. Les ordenó que se llevaran a Orrin a su pabellón y que luego fueran a buscar a sus médicos.

-Hemos sufrido una dura derrota, aunque hayamos conseguido exterminar a los soldados -murmuró Nasuada. Apretó los labios con una expresión que combinaba la pena y la desesperanza en igual medida. Los ojos le brillaban, cubiertos de lágrimas no derramadas. Pero irguió la cabeza y se quedó mirando a Eragon y Saphira con ojos duros-. ¿Qué tal os ha ido a vosotros dos?

Escuchó, inmóvil, la descripción que hizo Eragon de su encuentro con Murtagh y con Espina. Después, asintió.

-El simple hecho de que escaparais de sus garras era más de lo que nos atrevíamos a esperar. No obstante, habéis conseguido más que eso. Habéis demostrado que Galbatorix no ha hecho a Murtagh tan poderoso como para que no haya esperanza de derrotarlo. Con algunos hechiceros más que os ayudaran, Murtagh habría quedado a vuestra merced. Así que supongo que no se atreverá a enfrentarse al ejército de la reina Islanzadí por sí solo. Si podemos reunir los suficientes hechiceros a vuestro alrededor, Eragon, creo que por fin podremos matar a Murtagh y a Espina la próxima vez que vengan a por vosotros.

-¿No queréis capturarlos? -preguntó Eragon.

-Quiero muchas cosas, pero dudo de que llegue a conseguir muchas de ellas. Murtagh y Espina quizá no intenten mataros, pero si se presenta la ocasión, tenemos que matarlos a ellos sin dudarlo. ¿O tu lo ves de otro modo?

-No.

-¿Ha muerto alguno de vuestros hechiceros durante la lucha. -le preguntó Nasuada a Arya.

-Algunos se desmayaron, pero todos se han recuperado, gracias.

Nasuada respiró hondo y miró hacia el norte, con los ojos perdidos en el infinito.

-Eragon, por favor, informa a Trianna de que quiero que los Du Vrangr Gata descubran cómo reproducir el hechizo de Galbatorix. Por despreciable que sea, tenemos que imitarle. No podemos permitirnos no hacerlo. No sería práctico que todos nos volviéramos insensibles al dolor, nos heriríamos con demasiada facilidad, pero deberiamos tener unos cientos de guerreros voluntarios que fueran inmunes al sufrimiento físico.

-Mi señora.

-Todos esos muertos… -dijo Nasuada, retorciendo las riendas entre las manos-. Llevamos demasiado tiempo parados en el mismo sitio. Es hora de que obliguemos al Imperio a defenderse de nuevo. -Espoleó a Tormenta de Guerra, apartándolo de la carnicería que se extendía frente al campamento y el semental levantó la cabeza y mordió el bocado-. Tu primo, Eragon, me pidió que le dejara tomar parte en el combate de hoy. Me negué, debido a su inminente boda, lo cual no le gustó… Aunque sospecho que su prometida piensa diferente. ¿Me harás el favor de notificarme si aún desean proceder con la ceremonia hoy mismo? Tras este baño de sangre, a los vardenos les animaría asistir a una boda.

-Os lo comunicaré en cuanto lo sepa.

-Gracias. Puedes retirarte, Eragon.


Lo primero que hicieron Eragon y Saphira tras dejar a Nasuada fue visitar a los elfos que se habían desmayado durante su batalla con Murtagh y Espina y agradecerles, a ellos y a sus compañeros, la ayuda recibida. Luego Eragon, Arya y Blódhgarm se ocuparon de las heridas que Espina le había provocado a Saphira, reparando sus cortes y rasguños y alguna magulladura. Cuando hubieron acabado, Eragon localizó a Trianna con la mente y le comunicó las instrucciones de Nasuada.

Sólo entonces fueron en busca de Roran. Blódhgarm y sus elfos los acompañaron; Arya se fue a atender sus asuntos. Roran y Katrina estaban discutiendo en voz baja pero con intensidad cuando Eragon los encontró, junto a la esquina de la tienda de Horst. Cuando se acercaron Eragon y Saphira, se callaron. Katrina cruzó los brazos y apartó la vista de Roran, mientras que Roran agarró la cabeza del martillo que tenía amarrado al cinto y sacudió el tacón de la bota contra una roca.

Eragon se detuvo frente a ellos y esperó unos momentos, con la esperanza de que le explicaran el motivo de su discusión, pero no fue aquello lo primero que oyó.

¿Estáis heridos alguno de los dos? -preguntó Katrina, pasando la mirada del uno a la otra.

-Lo hemos estado, pero ya no.

-Eso es tan… extraño. En Carvahall oímos historias de magia, pero nunca me las había creído. Parecían tan imposibles… Y aquí, en cambio, hay magos por todas partes… ¿Habéis hecho mucho daño a Murtagh y a Espina? ¿Han huido por eso?

-Los vencimos, pero no les causamos ningún daño permanente -explicó Eragon. Hizo una pausa y, al ver que ni Roran ni Katrina se disponían a hablar, preguntó si aún querían casarse aquel mismo día-. Nasuada ha sugerido que sigáis con la boda, pero quizá sea mejor esperar. Aún hay que enterrar a los muertos, y hay mucho que hacer. Quizá sea mejor mañana…, más apropiado.

-No -dijo Roran, y picó con la puntera de la bota en la roca-. El Imperio podría volver a atacar en cualquier momento. Mañana podría ser demasiado tarde. Si…, si yo muriera antes de que nos casáramos, ¿qué sería de Katrina o de nuestro…? -Roran se quedó sin palabras y se ruborizó.

La expresión de Katrina se suavizó, se giró hacia Roran y le cogió la mano.

-Además, la comida ya está preparada -dijo ella-, la decoración ya está lista y nuestros amigos se han reunido para la boda. Sería una pena que todos esos preparativos no sirvieran para nada. -Katrina levantó la mano, le frotó la barba a Roran, que la rodeó con un brazo, sonriendo.

No entiendo ni la mitad de lo que está pasando entre ellos -le dijo Eragon a Saphira.

-Así pues, ¿cuándo queréis entonces que tenga lugar la ceremonia?

-Dentro de una hora -dijo Roran.