Desde Ellesméra, Saphira y Glaedr volaron sin detenerse por encima del antiguo bosque de los elfos, planeando sobre los altos y oscuros pinos. A veces el bosque se interrumpía, y Eragon veía un lago o un sinuoso río que atravesaba la tierra. A menudo aparecían pequeñas manadas de corzos reunidos alrededor del agua, y los animales levantaban la cabeza para ver pasar a los dragones. Pero durante la mayor parte del tiempo Eragon prestaba poca atención a las vistas porque estaba ocupado recitando mentalmente cada una de las palabras del idioma antiguo que Oromis le había enseñado, y si se olvidaba de alguna o si cometía algún error, su maestro le hacía repetir la palabra hasta que la memorizaba.


Llegaron al linde de Du Weldenvarden al atardecer del primer día. Allí, por encima del grupo de árboles en sombra y de los campos de hierba de detrás, Glaedr y Saphira volaron en círculos el uno alrededor del otro.

Vigila bien tu corazón, Saphira, y el mío también -dijo Glaedr.

Lo haré, Maestro.

Y Oromis, desde la grupa de Glaedr, gritó:

-¡Que os acompañen vientos propicios a los dos, Eragon, Saphira! Cuando volvamos a encontrarnos, que sea ante las puertas de

Urü'baen.

-¡Que os acompañen vientos propicios también! -gritó Eragon

como respuesta.

Entonces Glaedr viró y siguió la línea del bosque que se dirigía hacia el oeste -que los conduciría hasta el extremo norte del lago Isenstar y, desde allí, a Gil'ead-, mientras que Saphira continuó en la misma dirección sur que antes.

Volaron durante toda la noche; sólo se detuvieron para beber y para que Eragon pudiera estirar las piernas y aliviarse. A diferencia del vuelo hasta Ellesméra, no encontraron ningún viento de cara:

el aire era claro y suave, como si incluso la naturaleza estuviera ansiosa para que volvieran con los vardenos. Cuando el sol se levantó por el horizonte el segundo día, ya se habían adentrado en el desierto de Hadarac y se dirigían directamente hacia el sur, para rodear el extremo oriental del Imperio. Y cuando la oscuridad hubo engullido de nuevo la tierra y el cielo y los envolvió a ellos en su frío abrazo, Saphira y Eragon ya se encontraban más allá de los límites de los áridos arenales y se encontraban planeando por encima de los verdes campos del Imperio, siguiendo una línea que los haría pasar entre Urü'baen y el lago Tüdosten de camino a la ciudad de Feinster.

Después de volar durante dos días y dos noches sin dormir, Saphira era incapaz de continuar. Descendió hasta un pequeño círculo de abedules que crecía al lado de una laguna, se enroscó bajo su sombra y durmió unas horas mientras Eragon vigilaba y practicaba con Brisingr.

Desde que se habían separado de Oromis y de Glaedr, Eragon se encontraba en un estado de constante ansiedad por lo que les esperaba a él y a Saphira en Feinster. Sabía que estaban mejor protegidos que la mayoría ante la muerte y las heridas, pero cuando pensaba en los Llanos Ardientes y en la batalla de Farthen Dúr, y cuando recordaba la sangre que había manado de los miembros cercenados y los gritos de los hombres heridos y el frío cortante de la espada en su propia carne, entonces sentía un retortijón en el vientre y los músculos se le contraían de tal manera que no sabía si deseaba luchar contra todos los soldados del mundo o si quería huir en dirección opuesta y ocultarse en un agujero profundo y oscuro.

Ese miedo aumentó en cuanto él y Saphira terminaron el viaje y divisaron las filas de hombres armados que marchaban por los campos. Columnas de humo se elevaban de los pueblos saqueados. La visión de tanta destrucción sin sentido le puso enfermo. Apartó la mirada, se agarró con fuerza a la púa del cuello de Saphira y achicó los ojos hasta que solamente vio la sombra de sus propias pestañas y los callos blancos de sus manos.

Pequeño -le dijo Saphira; sus pensamientos eran lentos y cansados-. Hemos hecho esto antes. No permitas que te altere tanto.

Eragon sintió haberla distraído del vuelo y le dijo:

Lo siento… Estaré bien cuando lleguemos. Sólo quiero que termine.

Lo sé.

Eragon sorbió por la nariz y se la secó con el puño de la túnica.

A veces desearía disfrutar luchando tanto como tú. Entonces esto

sería mucho más fácil.

Si lo hicieras -repuso ella-, el mundo entero se encogería de miedo a nuestros pies, incluido Galbatorix. No, está bien que no compartas mi gusto por el derramamiento de sangre. Nos compensamos, Eragon… Separados somos incompletos, pero juntos somos un todo. Ahora aparta de tu mente esos pensamientos venenosos y plantéame una adivinanza que me mantenga despierta.

Muy bien -dijo él al cabo de un momento-. Soy de color rojo y azul y amarillo, y de todos los colores del arcoíris. Soy larga y corta, gruesa y delgada, y a menudo me enrosco para descansar. Me puedo comer cien ovejas de una pasada y continuar teniendo hambre. ¿Qué soy?

Una dragona, por supuesto -contestó ella sin dudar.

No, una alfombra de lana. ¡Bah!


El tercer día de viaje pasó con una lentitud de agonía. Los únicos sonidos eran los de las alas de Saphira, el de su respiración acompasada y el rugido sordo del viento. A Eragon, las piernas y la parte baja de la espalda le dolían de estar tanto tiempo sentado en la silla, pero su incomodidad no era nada comparada con la de Saphira: los músculos de las alas parecían quemarle de tan insoportable que era el dolor. A pesar de ello, la dragona continuó sin quejarse, y se negó a aliviar su sufrimiento con hechizos.

Necesitarás la fuerza cuando lleguemos.

Horas después del anochecer, Saphira se bamboleó y cayó varios metros de golpe. Eragon se enderezó, alarmado, y miró alrededor en busca de alguna pista que le dijera qué había provocado esa agitación, pero sólo vio la oscuridad de debajo y el brillo de las estrellas arriba. Creo que hemos llegado al río)iet -dijo Saphira-. El aire aquí es frío y húmedo, como cuando hay agua.

Entonces Feinster no puede estar mucho más lejos. ¿Estás segura de que podrás encontrar la ciudad en la oscuridad? ¡Podríamos estar a cientos de kilómetros al norte o al sur!

No, no podríamos. Mi sentido de la dirección quizá no sea infalible, pero desde luego es mejor que el tuyo o que el de cualquier otra criatura terrestre. Si los mapas de los elfos que he visto son exactos, no podemos habernos desviado más de ochenta kilómetros hacia el norte o hacia el sur. Quizás incluso podamos oler el humo de las chimeneas de Feinster.

Y así fue. Más tarde, esa misma noche, cuando sólo faltaban unas horas para el amanecer, una luz roja apareció en el horizonte por el oeste. Al verlo, Eragon se giró en la silla, sacó la armadura de las alforjas y se puso la cota de malla, el gorro de piel, el casco, los brazaletes y las espinilleras. Deseó tener el escudo, pero lo había dejado con los vardenos antes de partir hacia el monte Thardúr con Nar Garzhvog.

Luego, con una mano, rebuscó entre el contenido de las bolsas hasta que encontró el frasco plateado de faelnirv que Oromis le había dado. El recipiente de metal estaba frío al tacto. Eragon dio un pequeño sorbo del licor mágico que quemaba en la boca y que sabía a bayas de saúco, hidromiel y sidra. El calor lo sofocó. En cuestión de segundos, el cansancio empezó a disminuir a medida que los efectos reconstituyentes del faelnirv surtían efecto.

Eragon agitó el frasco. Se preocupó al notar que un tercio del precioso licor había desaparecido, a pesar de que únicamente había tomado un trago una vez antes de aquella ocasión. «Tengo que ser más cuidadoso con él a partir de ahora», pensó.

Mientras se acercaban, el brillo del horizonte se convirtió en miles de puntos de luz que procedían de antorchas, fuegos y fogatas que soltaban un humo negro y desagradable en el cielo nocturno. Al lado de la rojiza luz de los fuegos, Eragon divisó un océano de puntas de lanza y de cascos que brillaban a los pies de la enorme y bien fortificada ciudad, cuyos muros albergaban una multitud de diminutas figuras atareadas en disparar flechas al ejército, en verter calderos de aceite hirviendo por entre las almenas, en cortar las cuerdas que los soldados habían lanzado a los muros y en empujar las escaleras de madera que los asediadores no dejaban de apoyar en ellos. Se oían, lejanos, los gritos y las llamadas de los hombres, así como los golpes del ariete contra las puertas de hierro de la ciudad.

El poco cansancio que le quedaba se desvaneció al estudiar el campo de batalla para conocer la colocación de los hombres, de los edificios y de las numerosas piezas de maquinaria de guerra. Desde los muros de Feinster se extendían cientos de casuchas apretadas las unas contra las otras a tal extremo que no permitían ni el paso de un caballo: eran las moradas de los que eran demasiado pobres para permitirse una casa dentro de la ciudad. La mayoría de las casuchas parecían vacías, y una gran parte de ellas habían sido demolidas para que los vardenos pudieran aproximarse a la ciudad con su ejército. Unas veinte casuchas, aproximadamente, estaban ardiendo y, mientras miraba, el fuego se iba extendiendo por los tejados. Al este de las casuchas, la tierra estaba surcada por unas líneas negras: habían excavado trincheras para proteger el campamento de los vardenos. Al otro lado de la ciudad, había muelles y embarcaderos como los que Eragon recordaba haber visto en Teirm y, más allá, la oscuridad y el inquieto océano parecían extenderse hasta el infinito.

Eragon sintió un escalofrío de fiera excitación y notó que Saphira se removía debajo de él al mismo tiempo. Cogió la espada Brisingr por la empuñadura.

No parece que nos hayan visto todavía. ¿Anunciamos nuestra llegada?

Saphira le respondió soltando un rugido que le hizo rechinar los dientes y tiñó el cielo con una densa capa de fuego azul.

Abajo, los vardenos que estaban al pie de la ciudad y sus defensores que se encontraban en lo alto de los muros se detuvieron y, por un momento, el silencio reinó en el campo de batalla. Entonces los vardenos empezaron a vitorear y a golpear los escudos y las espadas mientras que agudos gritos de desesperación se oían entre los habitantes de la ciudad.

¡Ahí -exclamó Eragon, parpadeando-. Ojalá no hubieras hecho esto. Ahora no puedo ver nada.

Lo siento.

Lo primero que deberíamos hacer es buscar un caballo que acabe de morir, o algún otro animal, para que puedas recuperar tu energía con la suya.

No tienes que…

Saphira calló al notar que otra mente rozaba la de ellos. Al cabo de medio segundo de pánico, Eragon se dio cuenta de que era la conciencia de Trianna.

¡Eragon, Saphira! -gritó la hechicera-. ¡Llegáis justo a tiempo! Arya y otro elfo han escalado los muros, pero un gran grupo de soldados los ha atrapado. ¡No van a sobrevivir ni un minuto más a no ser que alguien los ayude! ¡Deprisa!