-¡Pero ¡si nosotros somos tu pueblo!


Fadawar, un hombre alto, de piel oscura y nariz respingona, hablaba con el mismo énfasis y las mismas vocales con acento que Nasuada recordaba haber oído durante su infancia en Farthen Dür, cuando los emisarios de la tribu de su padre llegaban y ella se sentaba en el regazo de Ajihad, adormilada, mientras ellos hablaban y fumaban la hierba del cardo.

Nasuada levantó la mirada hacia Fadawar; le habría gustado medir treinta centímetros más para poder mirar a aquel señor de la guerra y a sus cuatro criados a los ojos. Aun así, estaba acostumbrada a que los hombres la miraran desde arriba. Le resultaba mucho más desconcertante el hecho de encontrarse entre un grupo de personas de tez morena como la suya. Era una experiencia nueva no ser el objeto de las miradas curiosas y de los murmullos de la gente.

Estaba de pie, ante la silla tallada desde la que concedía audiencia una de las pocas sillas sólidas que habían traído consigo los vardenos en su campaña-, dentro de su pabellón de mando rojo. El sol estaba a punto de ponerse, y sus rayos se filtraban a través del lado derecho del pabellón, como si fuera un vitral, creando un brillo rojizo en su interior. Una larga mesa baja, cubierta de informes y mapas, ocupaba la mitad del pabellón.

Sabía que frente a la entrada de la gran tienda estaban los seis miembros de su guardia personal -dos humanos, dos enanos y dos Úrgalos-, esperando con las armas desenfundadas, listos para atacar la mínima indicación de que estaba en peligro. Jórmundur, su comandante más anciano y de mayor confianza, le había puesto guardaespaldas desde el día de la muerte de Ajihad, pero nunca tantos ni durante tanto tiempo. No obstante, el día tras la batalla de los Llanos Ardientes, Jórmundur expresó su profunda preocupación por su seguridad, algo que, según dijo, muchas veces le hacía pasar las noches despierto con un ardor en el estómago. Dado que ya habían intentado matarla en Aberon, y que Murtagh ya había conseguido asesinar al rey Hrothgar menos de una semana antes, Jórmundur opinaba que Nasuada debía crear una fuerza destinada exclusivamente a su defensa. Ella se había opuesto a tal medida por considerarla exagerada, pero no había conseguido convencer a Jórmundur, que había amenazado con renunciar a su cargo si ella se negaba a adoptar lo que consideraba una precaución necesaria. Al final Nasuada había aceptado, aunque luego se habían pasado una hora discutiendo sobre el número de guardias que debía tener. El quería una docena o más en todo momento. Ella quería cuatro o menos. Acordaron que fueran seis, cifra que a Nasuada aún le parecía exagerada; no quería que pareciera que estaba preocupada o, peor aún, que intentaba intimidar a sus interlocutores. Pero sus protestas no habían conseguido convencer a Jórmundur. Le acusó de ser un viejo tozudo alarmista, pero él se rio y respondió: «Mejor ser un viejo tozudo alarmista que una jovencita inconsciente que muere antes de su hora».

Como los miembros de su guardia hacían turnos de seis horas, el número total de guerreros asignados para la protección de Nasuada era de treinta y cuatro, incluidos diez de reserva que sustituirían a sus compañeros en caso de enfermedad, lesión o muerte.

La propia Nasuada había insistido en reclutar a los soldados de cada una de las tres razas mortales aliadas contra Galbatorix. Esperaba que, de este modo, se creara una mayor solidaridad entre ellas, dando al mismo tiempo la imagen de que representaba los intereses de todas las razas a su mando, no sólo de los humanos. También habría incluido a los elfos, pero en aquel momento Arya era la única elfa que combatía junto a los vardenos y sus aliados, y los doce hechiceros que había enviado Islanzadí para proteger a Eragon aún no habían llegado. Para decepción de Nasuada, los guardas humanos y enanos se mostraban hostiles ante los úrgalos con los que montaban guardia, reacción que había previsto pero que no había sido capaz de evitar o mitigar. Sabía que haría falta más de una batalla en el mismo bando para suavizar las tensiones entre razas que se habían enfrentado y odiado durante tantas generaciones. Aun así, le pareció alentador que los guerreros decidieran llamar a su cuerpo los Halcones de la Noche, para hacer mención tanto a su color como al hecho de que los úrgalos la llamaban siempre «Acosadora de la Noche».

Aunque nunca lo habría admitido ante Jórmundur, Nasuada enseguida se había sentido más segura con los guardias. Además de ser maestros de sus respectivas armas -los humanos de la espada, los enanos con sus hachas y los úrgalos con su excéntrica colección de instrumentos-, muchos de los guerreros eran hábiles magos. Y todos le habían jurado lealtad eterna en el idioma antiguo. Desde el día en que los Halcones de la Noche iniciaron su labor, no habían dejado a Nasuada a solas con nadie, salvo con Farica, su sierva personal. Eso, hasta aquel momento.

Nasuada les había mandado salir del pabellón porque sabía que su entrevista con Fadawar podía llevar a un derramamiento de sangre que los Halcones de la Noche, con su sentido del deber, se sentirían obligados a evitar. Aun así, no estaba completamente indefensa. Tenía una daga oculta entre los pliegues de su vestido, y un cuchillo aún más pequeño en el corpiño; además, justo detrás de la cortina situada tras la silla de Nasuada se encontraba Elva, la niña bruja clarividente, lista para intervenir en caso necesario.

Fadawar apoyó en el suelo su cetro, de más de un metro de largo. El bastón grabado estaba hecho de oro sólido, al igual que su fantástica colección de joyas: unos brazaletes de oro le cubrían los antebrazos, un pectoral de oro batido le tapaba el pecho; unas largas y gruesas cadenas de oro le colgaban del cuello; en los lóbulos de las orejas lucía unos discos de oro blanco repujado y en lo alto de la cabeza descansaba una resplandeciente corona de oro de unas proporciones enormes. Nasuada se preguntó cómo podría soportar aquel peso el cuello de Fadawar sin venirse adelante, y cómo conseguía mantener en su sitio aquella monumental pieza de metal. Aquella torre de metal medía al menos setenta centímetros de alto y daba la impresión de que tenía que llevarla atornillada al hueso del cráneo para que no se le moviera.

Los hombres de Fadawar iban engalanados de modo parecido, aunque menos opulento. Parecía ser que todo aquel oro debía servir para proclamar no sólo su riqueza, sino también la clase social y las hazañas de cada uno de ellos y la habilidad de los célebres artesanos de su tribu. Los pueblos de piel morena de Alagaësia, tanto los nómadas como los que vivían en ciudades, gozaban de fama por la calidad de sus joyas, que podían llegar a compararse con las de los enanos. La propia Nasuada poseía algunas piezas, pero había decidido no ponérselas. Sus pobres joyas no podían competir con el esplendor de Fadawar. Por otra parte, opinaba que no era buena idea alinearse con ningún grupo en particular, por mucho dinero o influencias que tuviera, cuando tenía que tratar y hablar por todas y cada una de las facciones de los vardenos. Si se mostraba más próxima a unos u otros, las posibilidades de controlarlos a todos disminuirían.

Y aquél era el origen de la discusión con Fadawar.

Fadawar volvió a picar con el cetro en el suelo:

-¡La sangre es lo más importante! Lo primero son las responsabilidades para con tu familia, luego con tu tribu, luego con tu señor de la guerra, luego con los dioses de arriba y abajo, y sólo entonces con tu rey y tu nación, si es que los tienes. Así quiso Unulukuna que vivieran los hombres, y así deberíamos vivir si queremos alcanzar la felicidad. ¿Tienes el valor suficiente como para escupir a los pies del Viejo? Si un hombre no ayuda a su familia, ¿en quién podrá confiar cuando necesite ayuda? Los amigos son volubles, pero la familia es para siempre.

-Me estás pidiendo -aclaró Nasuada- que dé posiciones de poder a los tuyos porque eres el primo de mi madre y porque mi padre nació entre vosotros. Estaría encantada de hacerlo si los tuyos pudieran desempeñar esos cargos mejor que ningún otro de los vardenos, pero nada de lo que has dicho hasta ahora me ha convencido de que eso sea así. Y antes de que sigas desplegando tu elaborada verborrea, deberías saber que las demandas que realices apelando a nuestros lazos de sangre para mí no tienen ningún valor. Tu petición me parecería más digna de consideración si hubieras hecho algo más para ayudar a mi padre que enviar baratijas y promesas vacías a Farthen Dür. Hasta ahora, que tengo a mano la victoria y dispongo de influencias, no te has dado a conocer ante mí. Bueno, mis padres están muertos y no tengo ninguna otra familia. Sois mi pueblo, sí, pero nada más.

Fadawar entrecerró los ojos, alzó la barbilla y dijo:

-El orgullo de una mujer siempre carece de lógica. Sin nuestro apoyo perderás. -Había pasado a usar su lengua autóctona, lo que obligó a Nasuada a responder del mismo modo, muy a su pesar.

Su discurso entrecortado y su entonación hacían evidente lo poco familiar que le era su lengua materna, lo que dejaba claro que no había crecido en su tribu, por lo que más bien era una forastera. La treta socavó su autoridad.

-Siempre agradezco la incorporación de nuevos aliados -dijo ella-, pero no puedo caer en favoritismos, ni vosotros deberíais precisarlos. Vuestras tribus son fuertes y están bien dotadas. Deberían ser capaces de ocupar enseguida un puesto destacado entre los vardenos, sin necesidad de contar con favores de otros. ¿ Sois acaso perros muertos de hambre que venís a gemir a mi mesa, u hombres que pueden alimentarse por sí mismos? Si es así, no veo el momento de que trabajemos unidos en favor de los vardenos para derrotar a Galbatorix.

-¡Bah! -exclamó Fadawar-. Tu oferta es tan falsa como tú misma. Nosotros no hacemos el trabajo de los siervos: somos los elegidos. Nos insultas. Te quedas ahí, sonriendo, pero tu corazón está lleno del veneno de los escorpiones.

-No era mi intención ofender a nadie -respondió Nasuada, conteniendo su ira e intentando calmar al señor de la guerra-. Sólo intentaba exponer mi situación. No siento animadversión ninguna por las tribus errantes, ni les tengo ningún cariño especial. ¿ Es eso tan malo?

-Es peor que malo: ¡es una traición descarada! ¡Tu padre nos hizo ciertas peticiones apelando a nuestra relación, y ahora tú te olvidas de nuestros servicios y nos despachas como a mendigos, con las manos vacías!

Nasuada se resignó: «Así que Elva tenía razón; es inevitable -pensó. Un escalofrío de miedo y excitación le recorrió el cuerpo-. Si tiene que ser así, no tengo motivo para mantener esta charada».

-Servicios que no rendísteis la mitad del tiempo -dijo, en voz alta.

-¡Sí que lo hicimos!

-No lo hicisteis. Y aunque estuvieras diciendo la verdad, la posición de los vardenos es demasiado precaria como para que yo pueda daros algo a cambio de nada. Me pedís favores, pero decidme: ¿qué podéis ofrecerme a cambio? ¿Ayudaréis a financiar a los vardenos con vuestro oro y vuestras joyas?

-No directamente, pero…

-¿Permitirás que tus artesanos trabajen para mí, sin cobrar por ello?

-No podríamos…

-Entonces, ¿cómo pretendes ganarte esos privilegios? No puedes pagarme con guerreros: tus hombres ya luchan para mí, sea en el ejercito de los vardenos o en el del rey Orrin. Conténtate con lo que tienes, señor de la guerra. Y no pretendas más de lo que te corresponde por derecho.

-Tergiversas la realidad para adaptarla a tus objetivos egoístas. ¡Yo busco lo que nos corresponde por derecho! Por eso estoy aquí. No haces más que hablar, pero tus palabras son vacías, ya que con tus acciones nos has traicionado -proclamó. Los brazaletes que llevaba en los brazos chocaban sonoramente entre sí al gesticular como si estuviera ante un público multitudinario-. Admites que somos tu Pueblo. ¿Sigues, entonces, nuestras costumbres y rindes culto a nuestros dioses?

«Ahí está el quid del asunto», pensó Nasuada. Podría mentir y afirmar que había abandonado las viejas tradiciones, pero si lo hacía, los vardenos perderían a las tribus de Fadawar, y quizás a otros nómadas, cuando se enteraran de lo que había dicho. «Los necesitamos. Necesitamos a todos los hombres posibles si queremos tener una pequeña posibilidad de vencer a Galbatorix.»

-Sí que lo hago -respondió.

-Entonces digo que no estás capacitada para dirigir a los vardenos, y haciendo uso de mi derecho, te desafío a la Prueba de los Cuchillos Largos. Si ganas, te rendiremos pleitesía y nunca más cuestionaremos tu autoridad. Pero si pierdes, tendrás que hacerte a un lado y yo ocuparé tu lugar a la cabeza de los vardenos.

Nasuada observó la chispa de satisfacción que brillaba en los ojos de Fadawar. «Eso es lo que quería desde el principio -observó-. Habría apelado a la prueba aunque hubiera accedido a sus demandas.»

-A lo mejor me equivoco, pero pensaba que era tradición que quien gana asume el control de las tribus de su rival, además de las suyas. ¿No es así? -planteó. Casi le dio la risa al ver la expresión de consternación en el rostro de Fadawar-. No esperabas que supiera eso, ¿verdad?

-Es así.

-Entonces acepto tu desafío, dejando claro que si yo gano, tu corona y tu cetro serán míos. ¿Estamos de acuerdo?

Fadawar frunció el ceño y asintió:

-Lo estamos.

Golpeó con el cetro en el suelo con tal fuerza que se quedó clavado; luego se agarró el primer brazalete del brazo izquierdo y empezó a darle vueltas con la mano.

-Espera -dijo Nasuada. Se dirigió a la mesa que ocupaba el otro lado del pabellón y cogió una pequeña campana de latón; la hizo sonar dos veces y, tras una breve pausa, cuatro veces más.

Sólo un momento después, Farica entró en la tienda. Lanzó una mirada inexpresiva a los visitantes, hizo una reverencia al grupo y dijo:

-¿Señora?

Nasuada miró a Fadawar y asintió.

-Podemos proceder -dijo. Luego se dirigió a su sirvienta- Ayúdame a quitarme el vestido. No quiero estropearlo.

La mujer se quedó sorprendida ante la petición.

-¿Aquí, señora? ¿Delante de estos… hombres?

-Sí, aquí. ¡Y rápido! No debería tener que discutir con mi propia sirvienta -replicó Nasuada con mayor dureza de la que pretendía, pero el corazón le latía desbocado y tenía la piel increíblemente

ensible: la suave tela de su ropa interior le abrasaba como el esparto. No había lugar para la paciencia y las formalidades. En aquel momento sólo podía pensar en lo que se le venía encima.

Nasuada permaneció de pie, inmóvil, mientras Farica separaba y tiraba de las cintas de su vestido, que le cubría de las escápulas a la base de la columna. Cuando las cintas quedaron lo suficientemente sueltas, Farica le ayudó a sacar los brazos de las mangas, y el vestido cayó como una carcasa de tela alrededor de los pies de Nasuada, dejándola casi desnuda, únicamente con una camisola blanca. Contuvo un escalofrío al ver que los cuatro guerreros la examinaban con ojos codiciosos, lo que la hizo sentir aún más vulnerable. Pero hizo caso omiso y dio un paso adelante, despojándose del vestido, que Farica recogió del suelo.

Fadawar, a su vez, se había dedicado a quitarse los brazaletes de los antebrazos, dejando a la vista las mangas bordadas de la camisa. Cuando acabó, se quitó la enorme corona y se la pasó a uno de sus esbirros.

El sonido de unas voces en el exterior del pabellón los interrumpió. Un niño mensajero -Nasuada recordó que se llamaba Jarsha- atravesó la entrada y dio un paso decidido hacia el interior de la tienda.

-El rey Orrin de Surda, Jórmundur de los vardenos, Trianna de Du Vrangr Gata, y Naako y Ramusewa de la tribu inapashunna -proclamó, manteniendo los ojos bien fijos en el techo mientras hablaba.

En cuanto hubo dicho aquello, Jarsha salió y la comitiva anunciada entró, con Orrin a la cabeza. El rey vio primero a Fadawar y le saludó:

-Ah, señor de la guerra, qué inesperada sorpresa. Confío en que… -empezó a decir, pero el asombro tiñó su rostro cuando vio a Nasuada-. Pero, Nasuada, ¿qué significa esto?

-Yo también querría saberlo -bramó Jörmundur, que agarró la empuñadura de su espada, fulminando con la mirada a cualquiera que osara mirar a la reina directamente.

-Os he congregado aquí -dijo ella- para que seáis testigos de la prueba de los Cuchillos Largos, que llevaremos a cabo Fadawar y yo, y para que podáis explicar después la verdad del resultado a cualquiera que lo pregunte.

Los dos jefes tribales, Naako y Ramusewa, de cabellos grises, parecían alarmados ante aquella revelación; se acercaron el uno al otro y empezaron a murmurar. Trianna cruzó los brazos, dejando al descubierto el brazalete en forma de serpiente que tenía enrollado alrededor de una de sus finas muñecas, pero por lo demás no mostró reacción alguna. Jórmundur soltó un exabrupto y dijo:

-¿Has perdido el juicio, mi señora? Esto es una locura. No puedes…

-Puedo…, y lo haré.

-Mi señora, si lo haces, yo…

-Aprecio tu preocupación, pero mi decisión es irrevocable. Y prohibo que nadie interfiera -ordenó. Se dio cuenta de que él estaba deseando desobedecerla, pero por mucho que quisiera protegerla de cualquier daño, la lealtad siempre había sido el rasgo predominante de Jórmundur.

-Pero Nasuada -inquirió el rey Orrin-. Esta prueba… ¿No es en la que…?

-Lo es.

-Demonios, ¿y por qué no abandonas este loco empeño? ¡Tendrías que estar fuera de tus cabales para hacerlo!

-Ya he dado mi palabra a Fadawar.

El ambiente en el pabellón se volvió aún más sombrío. El hecho de que hubiera dado su palabra significaba que no podía rescindir su compromiso sin perder el honor; si lo hacía se convertiría en blanco del desprecio y las maldiciones de muchos. Orrin dudó por un momento, pero luego insistió:

-¿Con qué fin? Es decir, si perdieras…

-Si pierdo, los vardenos ya no deberán responder ante mí, sino ante Fadawar.

Nasuada se esperaba un estallido de protestas, pero en su lugar se registró un silencio total. El rostro del rey Orrin, hinchado por la rabia, se endureció y por un momento se templó:

-No me parece bien que hayas optado por poner en peligro toda nuestra causa -le dijo a Nasuada. Luego se dirigió a Fadawar-: ¿No querrás mostrarte razonable y liberar a Nasuada de su compromiso? Yo te recompensaré generosamente si abandonas esta enfermiza ambición tuya.

-Ya soy rico -dijo Fadawar-. No tengo ninguna necesidad de tu oro sucio. No, no hay nada más que la Prueba de los Cuchillos Largos que pueda compensarme por las calumnias lanzadas por Nasuada contra mí y contra mi pueblo.

-Ahora sed nuestros testigos -dijo Nasuada.

Orrin apretó rabiosamente los pliegues de sus ropajes con los dedos, pero hizo una reverencia y dijo:

-Está bien. Lo haré.

Del interior de sus voluminosas mangas, los cuatro guerreros de Fadawar extrajeron unos pequeños tambores de piel de cabra. Se pusieron en cuclillas y se colocaron los tambores entre las rodillas. Empezaron a tocar a un ritmo frenético, golpeándolos tan rápido que sus manos se convirtieron en manchas difusas en el aire. La dura percusión se impuso a cualquier otro sonido, así como a la multitud de pensamientos atropellados que invadían la mente de Nasuada. Era como si su corazón siguiera el mismo ritmo enloquecido que le penetraba por los oídos.

Sin perderse una nota, el más anciano de los hombres de Fadawar metió la mano en el interior de su túnica y sacó dos largos cuchillos curvados que lanzó hacia el techo de la tienda. Nasuada observó la evolución de los cuchillos, que giraban, fascinada por la belleza del movimiento rotatorio de la hoja y la empuñadura.

Cuando quedó lo suficientemente cerca, levantó el brazo y agarró su cuchillo. La empuñadura, con incrustaciones de ópalo, le golpeó en la palma de la mano.

Fadawar también interceptó su arma correctamente.

Luego agarró el puño izquierdo de su camisa y se la arremangó por encima del codo. Nasuada siguió la operación mirando fijamente el antebrazo de Fadawar. Tenía el brazo fuerte y musculado, pero aquello no tenía importancia; la fuerza atlética no le serviría para ganar la prueba. Lo que ella buscaba eran las reveladoras marcas que, de existir, le atravesarían el antebrazo.

Vio cinco de ellas.

Pensó que cinco eran muchas. Su confianza se tambaleó al contemplar la prueba de la fortaleza de Fadawar. Lo único que la ayudó a no perder la entereza fue la predicción de Elva: la niña le había dicho que ganaría. Ella se aferró a aquel recuerdo como si fuera lo último que le quedara en el mundo. «Dijo que podía hacerlo, así que tengo que aguantar más que Fadawar… ¡Tengo que poder hacerlo!»

Como Fadawar había sido quien había planteado el desafío, empezó él. Extendió el brazo izquierdo con la palma de la mano hacia arriba, colocó la hoja del cuchillo contra el antebrazo, justo por debajo del pliegue del codo, y deslizó el brillante filo de la hoja por la carne. La piel se le abrió como una ciruela madura y la sangre manó de la herida carmesí.

Cruzó una mirada con Nasuada.

Ella sonrió v colocó su cuchillo contra el brazo. El metal estaba no como el hielo. Era una prueba de fuerza de voluntad, para descubrir quién podía soportar más cortes. La idea era que quien aspirara a convertirse en jefe de una tribu, o incluso en señor de la guerra, debería estar dispuesto a soportar más dolor que nadie por el bien de su pueblo. Si no, ¿cómo iban a confiar las tribus en que sus jefes ponían los problemas de la comunidad por delante de sus propios deseos? Nasuada opinaba que aquella práctica fomentaba la intransigencia, pero también comprendía que era un gesto que servía para ganarse la confianza de la gente. Aunque la Prueba de los Cuchillos Largos era propia de las tribus de piel morena, esperaba que, venciendo a Fadawar, consolidara aún más su autoridad sobre los vardenos y los seguidores del rey Orrin.

Dedicó un instante a encomendarse a Gokukara, la diosa mantis religiosa, para que le diera fuerzas, y tiró del cuchillo. El afilado acero le abrió la piel con tal facilidad que tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que se hundiera demasiado en la carne. La sensación le produjo un escalofrío. Habría deseado tirar el cuchillo, cubrirse la herida y gritar.

Pero no hizo nada de eso. Mantuvo los músculos relajados; si los tensaba, le dolería mucho más. Y mantuvo la sonrisa mientras la hoja le laceraba lentamente la piel. El corte no duró más que tres segundos, pero en ese tiempo su carne, violentada, emitió mil dolorosas protestas, cada una de ellas intensa casi hasta el punto de hacerla parar. Cuando bajó el cuchillo, observó que aunque los hombres de la tribu aún seguían golpeando sus tambores, ella ya no oía más que el latido de su corazón.

Entonces Fadawar se hizo un segundo corte. Los tendones del cuello se tensaron y la yugular se le hinchó como si fuera a explotar mientras el cuchillo trazaba su sangrienta trayectoria.

Era de nuevo el turno de Nasuada. Saber lo que le esperaba no hacía más que aumentar su miedo. Su instinto de conservación -muy útil en cualquier otra circunstancia- se oponía a las órdenes que su cerebro mandaba al brazo y a la mano. Desesperada, se concentró en su deseo por proteger a los vardenos y vencer a Galbatorix, las dos causas a las que se había dedicado en cuerpo y alma. Por su mente pasaron las imágenes de su padre, de Jórmundur y de Eragon, y del pueblo de los vardenos, y pensó: «¡Por ellos! Hago esto por ellos. Nací para servirlos, y así les sirvo».

Trazó el corte.

Un momento más tarde, Fadawar se hizo una tercera incisión en el antebrazo, y lo mismo hizo Nasuada.

El cuarto corte llegó enseguida.

Y el quinto…

Un extraño letargo invadió a Nasuada. Estaba muy cansada, y tenía frío. Se le ocurrió que quizá la prueba no dependiera de la tolerancia al dolor, sino de quién resistiera más tiempo sin desmayarse por la hemorragia. Unos irregulares regueros de sangre le caían por la muñeca y por los dedos, formando un denso charco a sus pies. Un charco parecido, aunque mayor, rodeaba las botas de Fadawar.

La sucesión de cortes en el brazo del señor de la guerra, de color rojo, le recordó a Nasuada las agallas de un pez, idea que por algún motivo le resultaba tan divertida que tuvo que morderse la lengua para evitar soltar una risita.

Con un aullido, Fadawar consiguió rematar su sexto corte.

-¡Supera eso, zorra insensata! -gritó, elevando la voz sobre el ruido de los tambores, y cayó, hasta clavar una rodilla en el suelo.

Nasuada lo hizo.

Fadawar tembló, mientras se pasaba el cuchillo de la mano derecha a la izquierda; la tradición dictaba un máximo de seis cortes por brazo, para no comprometer las venas y los tendones próximos a la muñeca. Nasuada hizo lo propio, pero el rey Orrin se interpuso entre ambos.

-¡Alto! No permitiré que esto siga adelante. ¡Vais a mataros!

Se lanzó hacia Nasuada, pero dio un salto atrás al ver que ella le apuntaba con el cuchillo: 1U9

-No te entrometas -masculló entre dientes.

Fadawar se provocó el primer corte en el antebrazo derecho, y de sus músculos rígidos salió un chorro de sangre. «Se está tensando», observó Nasuada. Esperaba que aquel error bastara para que se viniera abajo.

Ella tampoco pudo contenerse y soltó un grito inarticulado cuando el cuchillo le atravesó la piel. La hoja quemaba como un hierro candente. A medio corte, su quebrantado brazo izquierdo se estremeció, provocando que el cuchillo girara bruscamente, abriéndole un tajo largo e irregular doblemente profundo. Aguantó la respiración para soportar aquella agonía. «No puedo seguir -pensó-. No Puedo… ¡No puedo! Es insoportable: prefiero morir… ¡Por favor, que acabe ya!» Dejarse llevar por aquellos desesperados lamentos interiores le proporcionó cierto alivio, pero en lo más profundo de su corazón sabía que nunca abandonaría.

Por octava vez, Fadawar colocó su hoja sobre el antebrazo, y lo mantuvo en posición. Se quedó así, mientras el sudor le bañaba los ojos y sus heridas derramaban lágrimas de color rubí. Daba la impresión de que le hubiera abandonado el valor, pero entonces soltó un unido y, con un golpe seco, volvió a cortarse el brazo.

Sus dudas levantaron el ánimo a Nasuada, que ya veía flaquear sus fuerzas. Sintió una sensación rabiosa que transmutaba su dolor en una sensación casi agradable. Igualó la marca de Fadawar y luego, espoleada por su repentino desprecio por su propio bienestar, bajó de nuevo el cuchillo.

-Supera eso -murmuró.

La perspectiva de tener que hacerse dos cortes seguidos -uno para igualar el número de Nasuada y otro para ponerse por delante- parecía intimidar a Fadawar. Parpadeó, se humedeció los labios y apretó la empuñadura del cuchillo tres veces antes de levantar el arma sobre el brazo.

Una vez más asomó la lengua y se mojó los labios.

La mano izquierda se le agitó en un espasmo, y el cuchillo se le cayó de entre los dedos, crispados, y se clavó en el suelo.

Lo recogió. Bajo la túnica, el pecho se le hinchaba y deshinchaba a un ritmo frenético. Alzó el cuchillo y lo apoyó contra el brazo; enseguida produjo una pequeña gota de sangre. Fadawar apretó los dientes con fuerza. De pronto, un temblor le recorrió la columna y cayó, doblegado, apretándose las heridas de los brazos contra el vientre.

-Me rindo -dijo. Los tambores dejaron de sonar.

El silencio que siguió duró sólo un instante, hasta que el rey Orrin, Jórmundur y todos los demás llenaron el pabellón con sus atropelladas exclamaciones.

Nasuada no prestó atención a sus comentarios. Echó la mano atrás, encontró la silla y se hundió en ella, deseosa de liberar a sus piernas del peso del cuerpo antes de que cedieran. Se esforzó por mantener la conciencia, ya que veía que empezaba a fallarle la vista; lo último que quería era desmayarse frente a los hombres de la tribu. Una suave presión sobre el hombro la alertó de que Farica estaba a su lado, con un montón de vendas en las manos.

-Mi señora, ¿puedo curaros? -preguntó Farica, con una expresión tan preocupada como dubitativa, como si no estuviera segura de cuál iba a ser la reacción de Nasuada.

Nasuada dio su aprobación con un gesto.

Mientras Farica empezaba a vendarle los brazos con tiras de tela, Naako y Ramusewa se acercaron. Le hicieron una reverencia y el primero dijo:

-Nunca antes nadie ha soportado tantos cortes en la Prueba de los Cuchillos Largos. Tanto vos como Fadawar habéis demostrado vuestro temple, pero sin duda vos sois la vencedora. Le contaremos vuestro logro a nuestro pueblo, y ellos os rendirán lealtad.

-Gracias -dijo Nasuada. Cerró los ojos, sintiendo el pulso de los brazos cada vez más fuerte.

-Mi señora.

A su alrededor, Nasuada oyó una amalgama de sonidos que no hizo ningún esfuerzo por descifrar, optando en su lugar por retraerse mentalmente a su interior, donde el dolor no resultaba tan inmediato ni amenazador. Flotaba en un espacio negro infinito, iluminado por burbujas informes de colores cambiantes.

Su descanso se vio interrumpido por la voz de Trianna.

-Deja lo que estás haciendo, criada, y quítale esas vendas a tu señora para que pueda curarla -dijo la hechicera.

Nasuada abrió los ojos y vio a Jórmundur, al rey Orrin y a Trianna frente a ella. Fadawar y sus hombres habían abandonado el pabellón.

-No -dijo Nasuada.

Los demás la miraron sorprendidos, y entonces intervino Jórmundur:

-Nasuada, las nubes oscurecen tus pensamientos. La prueba ya ha concluido. Ya no tienes que soportar esos cortes. En cualquier caso, tenemos que interrumpir la hemorragia.

-Farica está haciendo lo que debe. Haré que un curandero me cosa las heridas y que me haga un emplasto para reducir la hinchazón, y eso es todo.

-Pero ¿por qué?

-La Prueba de los Cuchillos Largos requiere que las heridas se curen de forma natural. Si no, no habremos experimentado en toda su medida el dolor que supone la prueba. Si violo la regla, Fadawar será declarado vencedor.

-¿ Me permitiréis por lo menos que alivie vuestro sufrimiento? preguntó Trianna-. Sé varios hechizos que pueden eliminar el dolor en diferentes medidas. Si me hubierais consultado previamente, habría tomado mis precauciones y habríais podido rebanaros todo el brazo sin sentir molestia alguna.

Nasuada se rio y dejó caer la cabeza hacia el lado, algo mareada. Mi respuesta habría sido la misma que ahora: las trampas son una deshonra. Tenía que ganar la prueba sin engaños para que nadie Pueda cuestionar mi liderazgo en el futuro.

-Pero… ¿y si hubieras perdido? -dijo el rey Orrin, en un tono de voz sepulcral.

-No podía perder. Aunque me hubiera supuesto la muerte, nunca habría permitido que Fadawar se hiciera con el control de los vardenos.

Con gesto grave, Orrin se la quedó mirando un buen rato.

-Te creo. Pero ¿crees que la lealtad de las tribus vale realmente un sacrificio tan grande? No eres un bien común que se pueda reemplazar fácilmente.

-¿La lealtad de las tribus? No. Pero esto tendrá un efecto mucho más allá de las tribus, como debes saber. Ayudará a unir nuestras fuerzas. Y eso es una recompensa por la que afrontaría la muerte una y otra vez.

-Aun así, dinos: ¿qué habrían ganado los vardenos si hubieras muerto hoy? No habríamos obtenido ningún beneficio. Habrías dejado un legado de desánimo, caos y, probablemente, de ruina.

Cada vez que bebía vino, aguamiel o, especialmente, licores fuertes, Nasuada cuidaba especialmente sus actos y declaraciones, ya que, aunque pudiera no darse cuenta en un primer momento, sabía que el alcohol le alteraba el juicio y la coordinación, y no tenía ninguna intención de comportarse de modo inapropiado o de darles ventaja a los demás a la hora de negociar con ella.

Embriagada de dolor como estaba, no se dio cuenta de que habría tenido que prestar más atención a su discusión con Orrin, la misma que si se hubiera bebido tres jarras del aguamiel de moras de los enanos. Si lo hubiera hecho, su elaborado sentido de la cortesía le habría impedido responder de aquel modo:

-Te preocupas como un viejo, Orrin. Tenía que hacer esto, y lo he hecho. No tiene sentido preocuparse ahora por ello… Corrí un riesgo, sí. Pero no podemos derrotar a Galbatorix a menos que seamos capaces de bailar por el mismo borde de un precipicio sin despeñarnos. Tú eres rey. Deberías entender que el riesgo es una responsabilidad que uno tiene que adoptar cuando ha de decidir los destinos de otros hombres.

-Lo entiendo perfectamente -masculló Orrin-. Mi familia y yo hemos defendido Surda contra el acoso del Imperio cada día de nuestras vidas, durante generaciones, mientras que los vardenos no han hecho más que ocultarse en Farthen Dür y aprovecharse de la generosidad de Hrothgar -añadió, y desplegó la túnica en un abanico mientras se daba media vuelta y salía, ofendido, del pabellón.

-Eso ha estado mal, mi señora -observó Jórmundur.

Nasuada hizo un mohín mientras Farica le iba aplicando las vendas.

-Lo sé -admitió, jadeando-. Le he herido en su orgullo. Repararé el daño mañana.