Los tambores de Derva sonaron con el objetivo de reunir a los enanos de Tronjheim para la coronación de su nuevo rey.


-Normalmente -le había contado Orik a Eragon la noche anterior-, cuando la Asamblea elige a un rey o a una reina, el knurla empieza a reinar inmediatamente, pero no se lleva a cabo la coronación hasta al cabo de tres meses para que todos los que deseen asistir a la ceremonia tengan tiempo de dejar sus asuntos en orden y viajar hasta Farthen Dür desde, incluso, las zonas más distantes de nuestro reino. No sucede a menudo que coronemos a un monarca, así que cuando lo hacemos tenemos por costumbre celebrar mucho el evento con semanas enteras de fiestas, canciones, juegos de ingenio y de fuerza, torneos de habilidad en forja, talla y otras formas de arte… De todas formas, éstos no son tiempos normales.

Eragon estaba de pie junto a Saphira, justo fuera de la sala central de Tronjheim, escuchando el sonido de los tambores gigantes. A cada lado de la larguísima sala, cientos de enanos poblaban los pasadizos abovedados de todos los niveles y miraban a Eragon y a Saphira con oscuros ojos brillantes.

Se oía el sonido áspero de la lengua de Saphira contra sus escamas al lamerse el morro, cosa que no había dejado de hacer desde que hacía terminado de devorar cinco ovejas adultas esa mañana. Levantó la Pata delantera izquierda y se rascó el morro con ella. Toda ella olía a lana chamuscada.

Deja de moverte -le dijo Eragon-. Nos están mirando. Saphira emitió un suave gruñido.

No puedo evitarlo. Tengo lana metida entre los dientes. Ahora recuerdo por qué detesto comer oveja. Esas cosas horribles y blandas me provocan bolas de pelo e indigestión.

Te ayudaré a limpiarte los dientes cuando hayamos terminado aquí. Pero estáte quieta hasta entonces.

Mmmff.

¿Puso Blódhgarm laurel de san Antonio en las alforjas? Eso te calmaría el estómago.

No lo sé.

Mm. -Eragon pensó un momento-. Si no, le preguntaré a Orik si los enanos tienen almacenado un poco en Tronjheim. Tendríamos que…

Se interrumpió en cuanto la última nota de los tambores calló. La masa se removió y Eragon oyó el suave susurro de las ropas y alguna frase suelta en el idioma de los enanos.

Entonces, una fanfarria de docenas de trompetas sonó llenando la ciudad-montaña con su estimulante llamada; en algún lugar, un coro de enanos empezó a cantar. La música provocó un picor y una vibración en las venas de Eragon, como si la sangre le corriera más deprisa, como si estuviera a punto de lanzarse a la caza. Saphira agitó la cola de un lado a otro y él supo que sentía lo mismo.

«Ahí vamos», pensó.

Al mismo tiempo, él y Saphira avanzaron hacia el centro de la sala de la ciudad-montaña y tomaron su puesto entre el círculo de jefes de clan, dirigentes de gremios y otros notables que colmaban la vasta y altísima sala. En el centro descansaba el zafiro estrellado reconstruido, colocado dentro de una estructura de madera. Una hora antes de la coronación, Skeg había mandado un mensaje a Eragon y a Saphira en el que les decía que él y su equipo de artesanos habían justo terminado de colocar los últimos fragmentos de la joya y que Isidar Mithrim estaba a punto para que Saphira la restaurara y dejarla entera otra vez.

El trono de granito negro de los enanos había sido transportado hasta allí desde donde lo guardaban debajo de Tronjheim, y había sido colocado encima de una plataforma elevada al lado del zafiro estrellado, de cara a la zona este de los cuatro túneles principales que dividían Tronjheim. Hacia el este, porque era la dirección de la salida del sol y simbolizaba el nacimiento de una nueva era.

Miles de guerreros enanos vestidos con pulidas armaduras de malla se encontraban, de pie y atentos, formando dos enormes bloques delante del trono, así como en dobles filas a cada lado del túnel del este y hasta la puerta Este de Tronjheim, a un kilómetro y medio de distancia. Muchos de los guerreros llevaban largos palos con unos banderines que mostraban diseños curiosos. Hvedra, la esposa de Orik, estaba de pie al frente de los reunidos; después de que la Asamblea hubiera desterrado al Grimstborith Vermúnd, Orik había mandado llamarla y ella acababa de llegar a Tronjheim esa mañana.

Durante media hora las trompetas sonaron y el invisible coro cantó, mientras, paso a paso, Orik caminaba desde la puerta del este hasta el centro de Tronjheim. Llevaba la barba cepillada y rizada, unos botines de la mejor piel con espuelas de plata, medias de lana gris, una camisa de seda de color púrpura que brillaba a la luz de las antorchas y, encima de ella, una cota de malla cuyas anillas eran de oro blanco. Un largo abrigo de cuello de armiño con la insignia del Dürgrimst Ingeitum bordada le colgaba de los hombros hasta el suelo. Volund, el martillo de guerra que Korgan, el primer rey de los enanos, había forjado, le colgaba de la cintura, sujeto a un ancho cinturón con rubíes incrustados. Con sus lujosas vestiduras y su magnífica armadura, Orik parecía emanar un brillo interior; Eragon estaba deslumhrado.

Doce niños enanos seguían a Orik, seis niños y seis niñas, o eso pensó Eragon por el corte de pelo. Los niños llevaban túnicas rojas, marrones y doradas, y cada uno de ellos sostenía en las manos una pulida bola de quince centímetros de diámetro, cada una de ellas de una piedra distinta.

En cuanto Orik entró en el centro de la ciudad-montaña, la sala se oscureció y por todas partes aparecieron unas sombras moteadas. Confundido, Eragon miró hacia arriba y se asombró al ver unos pétalos de rosa que caían desde la cima de Tronjheim. Como copos de nieve suaves y densos, los aterciopelados pétalos se depositaron en las cabezas y los hombros de los asistentes y en el suelo, llenando el ambiente con su dulce fragancia.

Las trompetas y el coro quedaron en silencio y Orik, ante el trono negro, apoyó una rodilla al suelo y bajó la cabeza. Detrás de él, los doce niños se detuvieron y permanecieron inmóviles.

Eragon puso la mano en el cálido costado de Saphira, compartiendo la preocupación y la excitación con ella. No tenía ni idea de qué iba a pasar a continuación, ya que Orik se había negado a describirle el proceso más allá de ese momento.

Entonces, Gannel, el jefe del Dürgrimst Quan, dio un paso hacia delante, abriéndose paso entre el círculo de gente que estaba alrededor de la sala, y caminó hasta colocarse en el lado derecho del trono. El enano de espaldas anchas iba ataviado con unas suntuosas ropas rojas en cuyos bordes se veían runas cosidas con hilo de metal. En una mano llevaba un bastón muy largo cuyo extremo tenía un cristal en punta.

Gannel levantó el bastón con ambas manos y lo golpeó contra el suelo de piedra con un fuerte estruendo.

-Hwatum il skilfz gerdümn! -exclamó.

Continuó hablando en el idioma de los enanos durante unos minutos. Eragon escuchaba sin comprender, ya que su traductor no se encontraba con él. Pero entonces, la voz de tenor de Gannel cambió, y Eragon reconoció ciertas palabras en el idioma antiguo; inmediatamente, se dio cuenta de que estaba pronunciando un hechizo con el que Eragon no estaba familiarizado. En lugar de dirigir el encantamiento hacia un objeto o un elemento de su alrededor, el sacerdote, con voz misteriosa y poderosa, dijo:

-¡Güntera, creador de los cielos y de la tierra y del mar sin límites, oye el grito de tu fiel sirviente! Te damos las gracias por tu magnanimidad. Nuestra raza florece. Este año, igual que cada año, te hemos ofrecido los mejores rebaños de ovejas y jarras de hidromiel especiada, y una parte de nuestra cosecha de fruta, verdura y cereal. Tus templos son los más ricos de esta tierra, y nadie puede competir con tu esplendor. Oh, poderoso Güntera, rey de los dioses, escucha mi ruego y concédeme lo que te pido: ha llegado el momento de nombrar a un dirigente mortal para nuestros asuntos terrenales. ¿Te dignarás conceder tu bendición a Orik, hijo de Thrik, y coronarle según la tradición de sus antepasados?

Al principio, Eragon pensó que la petición de Gannel no recibiría respuesta, porque no notó ninguna corriente de magia en el enano cuando hubo terminado de hablar. Pero entonces, Saphira le dio un golpe con el morro y dijo:

Mira.

Eragon siguió su mirada y vio, a unos nueve metros por encima de sus cabezas, un tumulto entre los pétalos que caían: un agujero, un vacío en el cual los pétalos no penetraban, como si un objeto invisible ocupara el espacio. El tumulto se hizo más grande y llegó hasta el suelo, y el vacío que los pétalos perfilaban tomó la forma de una criatura con brazos y piernas, como la de un humano, o un elfo, o un urgalo, pero con unas proporciones distintas a las de todas las razas que Eragon conocía. La cabeza tenía la anchura, casi, de los hombros; los enormes brazos colgaban más allá de las rodillas y, aunque el torso era protuberante, las piernas eran cortas y torcidas.

Unos rayos finos como agujas y de una luz acuosa emanaban desde esa figura, y apareció la nebulosa imagen de una figura masculina gigante, de pelo enmarañado, que tenía la misma forma que los pétalos habían dibujado. El dios, si es que era un dios, no llevaba puesto nada más que un taparrabos. Su rostro era oscuro y duro, y parecía emanar crueldad y amabilidad a partes iguales, como si pudiera pasar de un extremo a otro sin previo aviso.

Mientras percibía esos detalles, Eragon también notó la presencia de una conciencia extraña y de largo alcance en la sala, una conciencia de pensamientos ilegibles y de profundidades inimaginables, una conciencia que brillaba, gruñía y se inclinaba en direcciones inesperadas, como una tormenta de verano. Rápidamente, apartó su mente del contacto de ella. Sintió un picor en la piel y un escalofrío le recorrió el cuerpo. No sabía qué era lo que había sentido, pero el miedo lo atenazó y miró a Saphira para reconfortarse. Ella estaba mirando la figura y sus azules ojos de gata brillaban con una intensidad inusual. Con un único movimiento, todos los enanos cayeron de rodillas. Entonces el dios habló, y su voz sonó como el moler de piedras, o como el viento entre picos de montaña, o como el batir de las olas contra la piedra. Habló en el idioma de los enanos, y aunque Eragon no sabía qué había dicho, se encogió ante el poder de las palabras de la divinidad. El dios interrogó tres veces a Orik, y tres veces éste contestó con voz débil. Aparentemente complacido con las respuestas del rey, la aparición abrió los brillantes brazos y colocó las puntas de los dedos a ambos lados de la cabeza de Orik.

Entre los dedos del dios se formó una turbulencia y sobre la cabeza de Orik se materializó el yelmo de oro incrustado de joyas que Hrothgar había llevado. Entonces, el dios se dio una palmada en el vientre y soltó una carcajada terrible para disolverse inmediatamente en la nada. Los pétalos de rosa continuaron cayendo.

-Un qroth Güntera! -proclamó Gannel, y las trompetas sonaron con un estruendo de metal.

Orik se incorporó y subió a la tarima. Entonces se dio la vuelta y se sentó en el duro trono negro.

-¡Nal, Grimstnzborith Orik! -gritaron los enanos, golpeando

los escudos con las hachas y las lanzas y golpeando el suelo con los

pies-. ¡Nal, Grimstnzborith Orik! ¡Nal, Grimstnzborith Orik!

-¡Salve, rey Orik! -gritó Eragon.

Saphira estiró el cuello para gritar su aclamación y soltó una llamarada por encima de las cabezas de los enanos, con lo que quemó unos cuantos pétalos de rosa. A Eragon se le humedecieron los ojos a causa del calor que lo rodeó.

Entonces Gannel se arrodilló delante de Orik y dijo algo más en el idioma de los enanos. Cuando hubo terminado, Orik le tocó la corona que llevaba en la cabeza y Gannel volvió a su sitio en el extremo de la sala. Nado se acercó al trono y pronunció las mismas palabras v después de él, también lo hicieron Manndráth, Hadfala y todos los otros jefes de clan, con la única excepción del Grimstborith Vermünd, a quien le había sido prohibida la asistencia a la coronación.

Deben de estar poniéndose al servicio de Orik -le dijo Eragon a Saphira.

¿No le habían jurado ya fidelidad?

Sí, pero no en público. -Eragon miró a Throdris, que se acercaba al trono y dijo-: Saphira, ¿qué piensas de lo que acabamos de ver? ¿Puede haber sido de verdad Güntera, o ha sido una ilusión? Su mente parecía real, y no sé cómo se podría imitar eso, pero…

Puede haber sido una ilusión -dijo Saphira-. Los dioses de los enanos nunca los han ayudado en el campo de batalla, ni en ninguna otra tarea, que yo sepa. Tampoco creo que un verdadero dios asistiera corriendo a la llamada de Gannel como un perro cazador. Yo no lo haría, y ¿no es más grande un dios que una dragona? Pero hay muchas cosas inexplicables en Alagaësia. Es posible que hayamos visto una sombra de una era olvidada, un pálido reflejo de lo que una vez fue y que continúa rondando por la Tierra deseando recuperar su poder. ¿Cómo estar seguros?

Cuando el último de los jefes de clan se hubo presentado ante Orik, los dirigentes de los gremios hicieron lo mismo. Orik le hizo una señal a Eragon. Con paso lento y medido, el chico caminó entre las filas de guerreros enanos hasta que llegó a la base del trono. Se arrodilló y, como miembro del Dürgrimst Ingeitum, aceptó a Orik como rey y juró servirlo y protegerlo. Entonces, como emisario de Nasuada, felicitó a Orik de su parte y de la de los vardenos, y le prometió la amistad de éstos.

Otros fueron a hablar con Orik cuando Eragon se retiró: una interminable fila de enanos ansiosos por demostrar su lealtad al nuevo rey.

La procesión continuó durante horas y luego empezó el ofrecimiento de obsequios. Todos los enanos le ofrecieron a Orik un obsequio de su clan o de su gremio: un cuenco de oro lleno hasta los bordes con rubíes y diamantes, un corsé de malla hechizada que ninguna hoja podía perforar, un tapiz de seis metros de largo confeccionado con la lana de las barbas de las cabras de Feldünost, una tabla de ágata inscrita con los nombres de todos los antepasados de Orik, una daga curvada hecha de un diente de dragón, y muchos otros tesoros. A cambio, Orik ofreció a los enanos unos anillos como muestra de su gratitud.

Eragon y Saphira fueron los últimos en marcharse antes que Orik. Eragon volvió a arrodillarse en la tarima y de debajo de la túnica se sacó un brazalete de oro que les había pedido a los enanos la noche anterior. Se lo ofreció a Orik diciendo:

-Este es mi obsequio, rey Orik. Yo no he fabricado el brazalete, pero lo he envuelto en hechizos que te protegerán. Siempre que lo lleves no deberás temer ningún veneno. Si un asesino intenta golpearte, apuñalarte o lanzarte cualquier objeto, el arma fallará. El brazalete incluso te protegerá de la magia hostil. Y, además, tiene otras propiedades que te resultarán útiles si tu vida está en peligro.

Orik inclinó la cabeza y aceptó el obsequio de Eragon diciendo: -Tu obsequio es altamente apreciado, Eragon Asesino de Sombra. Entonces, ante la vista de todo el mundo, Orik se puso el brazalete en el brazo izquierdo.

La siguiente en hablar fue Saphira, proyectando los pensamientos a todos los que estaban mirando: Mi obsequio es éste, Orik.

Caminó hasta más allá del trono, el sonido de sus garras contra el suelo resonando en la sala, se incorporó y colocó las patas delanteras encima de la estructura que sujetaba el zafiro estrellado. Las vigas de madera crujieron bajo el peso de sus patas, pero aguantaron. Pasaron unos minutos y no sucedió nada, pero Saphira permanecía en el mismo sitio mirando la enorme joya.

Los enanos la observaban sin parpadear y casi sin respirar. ¿Estás segura de que puedes hacerlo?-preguntó Eragon, intentando no interrumpir su concentración.

No lo sé. Las pocas veces que he utilizado la magia antes, no me he parado a pensar si estaba lanzando un hechizo o no. Simplemente deseé que el mundo cambiara, y cambió. No fue un proceso deliberado… Supongo que tendré que esperar a que me parezca el momento apropiado de restaurar Isidar Mithrim.

Déjame ayudarte. Déjame pronunciar el hechizo a través de ti. No, pequeño. Esta es mi tarea, no la tuya.

Entonces se oyó una voz suave y clara en la habitación que cantaba una melodía lenta y nostálgica. Uno a uno, los miembros del oculto coro de enanos se unieron a la canción llenando Tronjheim con la belleza lastimera de su música. Eragon iba a pedirles que se callaran, pero Saphira dijo: No pasa nada. Déjalos.

Aunque no comprendía qué era lo que el coro cantaba, Eragon se daba cuenta, por el tono de la música, de que era un lamento por las cosas que habían sido y que ya no eran, como el zafiro estrellado. Mientras la canción discurría hacia su final, Eragon se encontró a sí mismo pensando en su vida perdida del valle de Palancar y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Para su sorpresa, notó el mismo tipo de pensativa melancolía en Saphira. Ni la tristeza ni el arrepentimiento eran partes normales de su personalidad, así que Eragon se extrañó y se lo hubiera preguntado si no fuera porque notó un sentimiento muy profundo en ella, como el despertar de una antigua parte de su ser.

La canción terminó con una nota larga y sinuosa, y se sumió en el silencio. Entonces, una oleada de energía surgió de Saphira -tanta que Eragon se quedó casi sin respiración- y la dragona se inclinó y tocó el zafiro estrellado con la punta del morro. Las grietas que recorrían la joya gigante desprendieron una luz brillante como el rayo; entonces la estructura se rompió y cayó al suelo descubriendo Isidar Mithrim entera otra vez.

Pero no era exactamente igual que antes. El color de la joya era más profundo, de un tono rojo más rico que antes, y los pétalos de rosa de dentro estaban atravesados por unos hilos dorados.

Los enanos miraron maravillados Isidar Mithrim. Entonces se pusieron en pie con exclamaciones de alegría y aplaudiendo a Saphira con tanto entusiasmo que sonaban como una tromba de agua. Ella inclinó la cabeza hacia la multitud y luego volvió al lado de Eragon pisando los pétalos de rosa a cada paso. Gracias -le dijo Saphira. ¿Por qué?

Por ayudarme. Fueron tus emociones las que me mostraron la manera. Sin ellas, hubiera estado aquí semanas enteras hasta sentirme inspirada para restaurar Isidar Mithrim.

Orik levantó los brazos para tranquilizar a la multitud y dijo: -De parte de nuestra raza entera, te doy las gracias por tu obsequio, Saphira. Hoy has restaurado el orgullo de nuestro reino y no olvidaremos tu hazaña. Que no se diga que los knurlan son desagradecidos; desde ahora hasta el fin de los tiempos, tu nombre se pronunciará en los festivales de invierno junto con los nombres de los maestros, y cuando Isidar Mithrim se vuelva a colocar en su sitio en la cima de Tronjheim, grabaremos tu nombre en el anillo que rodea el zafiro estrellado junto con el de Dürok Ornthrond, que fabricó la joya.

Dirigiéndose a Eragon y a Saphira, Orik añadió:

-Otra vez habéis demostrado vuestra amistad a mi gente. Me complace que, con vuestros actos, hayáis justificado la decisión de mi padre adoptivo de acogeros en el Dürgrimst Ingeitum.


Después de terminar la multitud de rituales que seguían a la coronación, y después de que Eragon hubiera ayudado a Saphira a quitarse la lana que tenía entre los dientes -una tarea resbaladiza, húmeda y apestosa que hizo que necesitara un baño-, los dos asistieron al banquete que se celebraba en honor de Orik. La fiesta era escandalosa y bulliciosa, y duró hasta muy entrada la noche. Malabaristas y acróbatas entretuvieron a los invitados, así como un grupo de actores que representaron una obra llamada Az Sartosvrenht rak Balmung, Grimstnzborith rak Kvisagür, que, según le dijo Hündfast a Eragon, significaba: «La saga del rey Balmung de Kvisagür».

Cuando la celebración terminaba y la mayoría de los enanos ya habían tomado mucho alcohol, Eragon se inclinó hacia Orik, que estaba sentado a la cabeza de la mesa de piedra, y dijo:

-Vuestra Majestad.

Orik hizo un gesto con la mano.

-No permitiré que me sigas llamando «Vuestra Majestad» todo el rato, Eragon. No funciona. A no ser que la situación lo requiera, utiliza mi nombre como siempre lo has hecho. Es una orden. -Fue a coger la jarra, pero erró la puntería y estuvo a punto de tumbarla. Rio.

-Orik, tengo que preguntártelo -dijo Eragon con una sonrisa-: ¿era de verdad Güntera quien te ha coronado?

Orik bajó la cabeza y pasó un dedo por el borde de la jarra con expresión seria.

-Era lo más parecido a Güntera que nunca veremos en esta tierra. ¿ Responde esto a tu pregunta, Eragon?

-Creo…, creo que sí. ¿Siempre responde cuando se lo llama? ¿Se ha negado alguna vez a coronar a uno de vuestros monarcas?

Orik frunció más el ceño.

-¿Has oído hablar alguna vez de los reyes y de las reinas heréticos?

Eragon negó con la cabeza.

-Son knurlan que no consiguieron la bendición de Güntera como monarcas y que, de todas formas, insistieron en subir al trono. -Orik esbozó una mueca-. Sin excepción, sus reinos fueron cortos y desgraciados.

Eragon sintió una opresión en el pecho.

-Así que, a pesar de que la Asamblea te eligió como líder, si Güntera no te hubiera coronado, no serías rey.

-O bien eso, o bien sería rey de una nación con una guerra interna. -Orik se encogió de hombros-. No estaba terriblemente preocupado por esa posibilidad. Al estar los vardenos a punto de invadir el Imperio, sólo un loco se hubiera arriesgado a dividir nuestro país simplemente para negarme el trono, y aunque Güntera es muchas cosas, no es un loco.

-Pero no estabas seguro -dijo Eragon.

Orik negó con la cabeza.

-No, hasta que colocó el yelmo sobre mi cabeza.