Notaba que Nasuada lo observaba, pero se negaba a devolverle
la mirada. Durante el largo y tenso silencio que los envolvió,
Roran contempló un sinfín de graves posibilidades. Deseó poder
abandonar el asfixiante pabellón y respirar el aire fresco de
fuera. Por fin, Nasuada dijo:
-¿ Qué voy a hacer contigo, Roran?
El enderezó todavía más la espalda.
-Lo que desees, mi señora.
-Una respuesta admirable, Martillazos, pero eso no resuelve
de ninguna manera mi dilema. -Nasuada dio un sorbo de una copa-.
Has desobedecido dos veces las órdenes directas del capitán Edric
y, a pesar de ello, si no lo hubieras hecho, ni él ni el resto de
vuestro grupo hubierais sobrevivido para contarlo. De todas formas,
tu éxito no borra la realidad de tu desobediencia. Por tu propia
cuenta cometiste insubordinación con plena conciencia, y yo «debo»
castigarte para mantener la disciplina entre los
vardenos.
-Sí, mi señora.
Ella frunció el ceño.
-Maldita sea, Martillazos. Si no fueras el primo de Eragon, y
si tu táctica hubiera sido ligeramente menos efectiva, te haría
colgar por tu conducta.
Roran tragó saliva al imaginar el lazo apretándole el
cuello.
Con el dedo corazón de la mano derecha, Nasuada empezó a dar
golpecitos en el brazo de la silla de respaldo alto cada vez a
mayor velocidad hasta que, al final, se detuvo y
dijo:
-¿ Deseas continuar luchando con los vardenos,
Roran?
-Sí, mi señora -contestó él sin dudar.
-¿Qué estás dispuesto a soportar con tal de permanecer con mi
ejército?
Roran no se permitió demorarse en responder pensando en lo
que la pregunta implicaba.
-Lo que sea necesario, mi señora.
La tensión del rostro de Nasuada se suavizó y ella asintió
con la cabeza, aparentemente satisfecha.
-Tenía la esperanza de que dijeras eso. La tradición y los
precedentes solamente me dejan tres opciones. Una: te puedo colgar,
pero yo no…, por muchísimas razones. Dos: te puedo dar treinta
latigazos y luego echarte de las filas de los vardenos. Y tres:
puedo darte cincuenta latigazos y mantenerte bajo mi
mando.
«Cincuenta latigazos no son muchos más que treinta», pensó
Roran, intentando reunir valor. Se humedeció los labios y
dijo:
-¿Sería azotado a la vista de todo el mundo?
Nasuada levantó las cejas casi
imperceptiblemente.
-Tu orgullo no tiene cabida en esto, Martillazos. El castigo
debe ser severo para que otros no intenten seguir tus pasos, y debe
hacerse en público para que todos los vardenos lo aprendan. Si eres
siquiera la mitad de inteligente de lo que pareces, cuando
desobedeciste a Edric sabías que tu decisión tendría consecuencias,
y que ésas serían con toda probabilidad desagradables. La elección
que debes hacer ahora es sencilla: ¿permanecerás con los vardenos o
abandonarás a tus amigos y familia y seguirás tu propio
camino?
Roran levantó la cabeza, enojado de que ella cuestionara su
palabra.
-No me iré, Lady Nasuada. Por muchos latigazos que me des, no
podrán ser más dolorosos de lo que fue perder mi casa y a mi
padre.
-No -dijo Nasuada con tono suave-. No pueden serlo… Uno de
los magos de Du Vrangr Gata observará la flagelación y te atenderá
después para asegurarse de que los latigazos no te provoquen daño
permanente. De todas formas, no te curarán las heridas por
completo, y tampoco podrás buscar a un mago por tu cuenta para que
te cure la espalda.
-Comprendo.
-La flagelación se llevará a cabo en cuanto Jórmundur pueda
poner las tropas en orden. Hasta entonces, permanecerás bajo
vigilancia en una tienda al lado de la picota.
Roran se sintió aliviado de no tener que esperar más; no
quería tener que pasar los días bajo la sombra de lo que se le
avecinaba.
-Mi señora -dijo, pero ella lo despidió con un gesto con el
dedo.
Roran dio media vuelta y salió del pabellón. En cuanto estuvo
fuera, dos guardias se colocaron a su lado. Sin mirarlo ni hablar
con él, lo condujeron a través del campo hasta que llegaron a una
tienda pequeña y vacía que no estaba lejos de la picota ennegrecida
y que se levantaba encima de una ligera cuesta justo en el límite
del campamento.
La picota medía dos metros de altura y en la parte alta tenía
un travesano donde se ataban las muñecas del reo. Aquel travesano
estaba repleto de los arañazos de los hombres que habían sido
azotados en él.
Roran se obligó a mirar en otra dirección y se agachó para
entrar en la tienda. La única pieza de mobiliario que había dentro
era un destartalado taburete de madera. Roran se sentó y se
concentró en su respiración, decidido a mantener la
calma.
Mientras pasaban los minutos, empezó a oír el estruendo de
las botas y el tintineo de las mallas de los vardenos que se
reunían alrededor de la picota. Imaginó a esos miles de hombres y
mujeres mirándolo, incluidos los habitantes de Carvahall, e
inmediatamente se le aceleró el pulso y la frente se le perló de
sudor.
Después de aproximadamente media hora, la hechicera Trianna
entró en la tienda y le hizo quitar la camisa. Roran se sintió
incómodo, aunque pareció que la mujer no se daba cuenta. Trianna lo
examinó y lanzó un hechizo de curación a su hombro izquierdo, donde
el soldado le había clavado la flecha. Luego dijo que estaba
preparado y le dio una camisa hecha de tela de saco para que se la
pusiera en lugar de la suya.
Roran acababa de pasarse la camisa por la cabeza cuando
Katrina entró en la tienda. Al verla, sintió alegría y temor al
mismo tiempo.
Ella los miró y luego saludó a la hechicera:
-¿Podría hablar con mi esposo a solas, por
favor?
-Por supuesto. Esperaré fuera.
Cuando Trianna hubo salido, Katrina corrió hacia Roran y lo
rodeó con los brazos. Él la abrazó con la misma fuerza con que ella
lo abrazaba, porque todavía no la había visto desde que había
vuelto con los vardenos.
-Oh, cómo te he echado de menos -le susurró Katrina en el
oído derecho.
-Y yo a ti -murmuró él.
Se apartaron lo justo para mirarse a los ojos y, entonces,
Katrina frunció el ceño.
-¡Esto está mal! Acudí a Nasuada, y le supliqué que te
perdonara o, por lo menos, que redujera el número de azotes, pero
ella se negó a satisfacer mi petición.
-Ojalá no lo hubieras hecho -respondió él, sin dejar de
acariciarle la espalda.
-¿Porqué?
-Porque yo dije que me quedaría con los vardenos y no
retiraré mi palabra.
-Pero ¡está mal! -exclamó Katrina, sujetándolo por los
hombros-. Carn me ha contado lo que hiciste, Roran: tú solo mataste
a casi doscientos soldados; si no hubiera sido por tu heroísmo,
ninguno de los hombres que estaban contigo hubieran sobrevivido. ¡
Nasuada debería estar colmándote de obsequios y halagos! ¡ No
debería azotarte como si fueras un criminal
cualquiera!
-No importa si es correcto o incorrecto -le dijo él-. Es
necesario. Si yo estuviera en el lugar de Nasuada, hubiera dado la
misma orden.
Katrina se estremeció.
-Pero cincuenta latigazos… ¿Por qué tienen que ser tantos?
Muchos hombres han muerto por haber recibido tantos
latigazos.
-Sólo porque tenían el corazón débil. No te preocupes tanto:
hará falta más que eso para matarme.
Los labios de Katrina dibujaron una falsa sonrisa, pero se le
escapó un sollozo y apretó el rostro contra el pecho de su marido.
El la meció entre los brazos y le acarició el cabello para
tranquilizarla lo máximo posible, a pesar de que no se sentía mucho
mejor que ella. Al cabo de unos minutos, Roran oyó el sonido de un
cuerno fuera de la tienda y supo que se estaba terminando el tiempo
de estar juntos. Se deshizo del abrazo de Katrina y le
dijo:
-Quiero que hagas una cosa por mí.
-¿Qué? -preguntó ella, secándose los ojos.
-Vuelve a tu tienda y no salgas hasta que la flagelación haya
terminado.
Katrina se mostró conmocionada por esa
petición.
-¡No! No te dejaré…, no ahora.
-Por favor -insistió él-, no deberías tener que ver
eso.
-Y tu no deberías tener que soportarlo -repuso
ella.
-Déjalo estar. Sé que querrías estar a mi lado, pero yo podré
soportarlo mejor si sé que no estás ahí mirándome… Yo he provocado
esto, Katrina, y no quiero que tú también sufras por
ello.
La expresión de Katrina se volvió más tensa.
-Saber lo que te sucede me dolerá esté donde esté. De todas
formas…, haré lo que me pides, pero sólo porque eso te ayudará a
soportar esta prueba… Tú sabes que preferiría que el látigo cayera
sobre mí en lugar de sobre ti, si pudiera elegir.
-Y tú sabes -dijo él, dándole un beso en cada mejilla- que yo
me negaría a que ocuparas mi sitio.
Los ojos de Katrina se llenaron de lágrimas otra vez y lo
abrazó con tanta fuerza que a él le costó
respirar.
Todavía estaban abrazados cuando la cortina de la puerta se
abrió y Jórmundur entró junto con dos de los Halcones de la Noche.
Katrina se separó de Roran, saludó a Jórmundur y luego, sin
pronunciar ni una palabra más, se deslizó fuera de la tienda.
Jórmundur le ofreció la mano a Roran. -Ha llegado el
momento.
Roran asintió con la cabeza y permitió que Jórmundur y los
guardias lo escoltaran hasta la picota. Filas y filas de vardenos
se apretujaban en la zona que rodeaba la picota; hombres, mujeres,
enanos y úrgalos estaban de pie con la espalda recta y los hombros
echados hacia atrás. Roran echó un vistazo al ejército reunido y
luego dirigió la vista hacia el horizonte en un intento de hacer
caso omiso de los mirones.
Los dos guardias levantaron los brazos de Roran por encima de
su cabeza y le ataron las muñecas al travesano de la picota.
Mientras lo hacían, Jórmundur rodeó la picota y le ofreció un
pedazo de piel.
-Toma, muerde esto -le dijo en voz baja-. Evitará que te
hagas daño.
Agradecido, Roran abrió la boca y dejó que Jórmundur le
colocara la tela entre los dientes. La piel tenía un sabor amargo,
como de bellotas verdes.
Entonces sonaron un cuerno y un redoble de tambor. Jórmundur
leyó en voz alta los cargos contra Roran y los guardias cortaron la
camisa de tela de saco.
Roran tembló al sentir el frío en el torso
desnudo.
Un instante antes de que lo golpeara, oyó el silbido del
látigo en el aire.
Fue como si le hubieran colocado una vara de metal al rojo
vivo en la carne. Arqueó la espalda y mordió el trozo de piel. Se
le escapó un gemido involuntario, pero la tela amortiguó el sonido
y creyó que nadie le habría oído.
-Uno -dijo el hombre que manejaba el látigo.
La conmoción del segundo latigazo hizo que Roran gimiera otra
vez, pero a partir de ese momento permaneció en silencio, decidido
a no mostrarse débil delante de todos los
vardenos.
Los latigazos eran igual de dolorosos que muchas de las
numerosas heridas que Roran había sufrido durante los últimos
meses, pero después de unos doce latigazos, aproximadamente, dejó
de resistir el dolor y, rindiéndose a él, se sumergió en un trance.
El campo de visión se le redujo hasta el punto de que solamente
veía la gastada madera que tenía delante; a veces, cuando caía en
breves periodos de inconsciencia, la visión le fallaba y se sumía
en la oscuridad.
Después de un tiempo interminable, oyó la tenue y lejana voz
que pronunciaba:
-Treinta.
La desesperación lo atenazó y se preguntó: «¿Cómo podré
resistir otros veinte latigazos?». Entonces pensó en Katrina y en
su hijo que todavía no había nacido: ese pensamiento le dio
fuerzas.
Al despertar, Roran se encontró tumbado boca abajo en el
catre de la tienda que él y Katrina compartían. Su mujer estaba
arrodillada a su lado, le acariciaba el pelo y le murmuraba en el
oído mientras alguien le aplicaba una sustancia fría y pegajosa en
las heridas de la espalda. Esa persona anónima tocó una parte
especialmente sensible y Roran hizo una mueca y se puso
tenso.
-Así no es cómo yo trataría a un paciente mío -oyó que
Trianna decía en tono altivo.
-Si tratas a todos tus pacientes como tratas a Roran
-contestó otra mujer-, me sorprende que alguno sobreviva a tus
atenciones.
Al cabo de un momento, reconoció que la segunda voz
pertenecía a Angela, la extraña herbolaria de ojos
brillantes.
-¡Te pido perdón! -dijo Trianna-. No me quedaré aquí a
recibir insultos de una humilde «adivina» que tiene que esforzarse
para lanzar incluso el hechizo más sencillo.
-Siéntate entonces, si eso te complace, pero tanto si te
sientas como si te quedas de pie, continuaré insultándote hasta que
admitas que ese músculo se une aquí y no ahí.
-¡Oh! -exclamó Trianna, y salió de la
tienda.
Katrina sonrió a Roran y, por primera vez, él vio que tenía
el rostro lleno de lágrimas.
-Roran, ¿me oyes? -preguntó-. ¿Estás
despierto?
-Creo…, creo que sí -respondió él con voz áspera. Le dolía la
mandíbula de morder la tela de piel tanto rato y con tanta fuerza.
Tosió e hizo una mueca al sentir los cincuenta latigazos al mismo
tiempo.
-Ya está -dijo Angela-. Terminado.
-Es increíble. No esperaba que tú y Trianna hicierais tanto
-dijo Katrina.
-Por orden de Nasuada.
-¿Nasuada? ¿Por qué?
-Tendrás que preguntárselo tú misma. Dile que no se tumbe de
espaldas si puede evitarlo. Y tendría que tener cuidado cuando se
tumbe de un lado al otro, o se abrirá las
cicatrices.
-Gracias -balbució Roran.
Oyó que Angela se reía detrás de él.
-No saques conclusiones, Roran. O mejor, sácalas, pero no le
des demasiada importancia. Además, me divierte haber curado heridas
tanto en tu espalda como en la de Eragon. Bueno, entonces me voy.
¡Cuidado con los hurones!
Roran volvió a cerrar los ojos. Los suaves dedos de Katrina
le acariciaron la frente.
-Has sido muy valiente -le dijo.
-¿Sí?
-Sí. Jórmundur y todos los demás han afirmado que en ningún
momento has dicho nada; no has gritado ni has suplicado que dejaran
de flagelarte.
-Bien. -Roran quería saber si las heridas eran muy graves,
pero no quería obligarla a describirle el daño que tenía en la
espalda.
No obstante, Katrina pareció adivinar su
deseo:
-Angela dice que, con un poco de suerte, no cicatrizarán mal
-le informó-. En cualquier caso, cuando estés completamente curado,
Eragon u otro mago podrá borrarte las cicatrices de la espalda y
será como si nunca te hubieran dado ningún
latigazo.
-Aja.
-¿ Quieres beber algo? -preguntó ella-. Tengo un cazo de
milenrama en infusión.
-Sí, por favor.
Cuando Katrina se levantó, Roran oyó que otra persona entraba
en la habitación. Abrió un ojo y se sorprendió al ver a Nasuada de
pie al lado del palo de delante de la tienda.
-Mi señora -dijo Katrina en un tono afilado como un
cuchillo.
A pesar del agudo dolor de la espalda, Roran se incorporó
parcialmente y, con ayuda de Katrina, se sentó. Iba a levantarse
apoyándose en Katrina, pero Nasuada levantó una
mano.
-Por favor, no. No quiero causarte más sufrimiento del que ya
te he causado.
-¿Por qué has venido, Lady Nasuada? -preguntó Katrina-… Roran
necesita descansar y recuperarse, y no pasar el tiempo hablando
cuando no debe hacerlo.
Roran puso una mano en el hombro izquierdo de
Katrina.
-Puedo hablar si debo hacerlo -le dijo.
Nasuada avanzó un poco más, se levantó el borde del vestido
verde y se sentó en el pequeño baúl de pertenencias que Katrina
había traído desde Carvahall. Después de arreglarse los pliegues de
la falda, dijo:
-Tengo otra misión para ti, Roran: una pequeña incursión,
similar a éstas en las que ya has participado.
-¿Cuándo tengo que partir? -preguntó él, sorprendido de que
ella se hubiera molestado en informarle en persona de una misión
tan simple.
-Mañana.
Katrina abrió los ojos, sorprendida.
-¿Estás loca? -exclamó.
-Katrina… -murmuró Roran, intentando tranquilizarla, pero
ella apartó su mano y dijo-: ¡El último viaje al que lo has mandado
ha estado a punto de matarlo, y acabas de darle latigazos casi
hasta quitarle la vida! ¡No puedes ordenarle que vuelva al combate
tan pronto; no va a durar ni un minuto contra los soldados de
Galbatorix!
-¡Puedo hacerlo y debo hacerlo!
Nasuada lo dijo con tal autoridad que Katrina se mordió la
lengua y esperó a oír la explicación de Nasuada, aunque Roran se
dio cuenta de que la furia no se le había pasado. Mirándolo
intensamente, Nasuada dijo:
-Roran, tal como sabes, o como no sabes, nuestra alianza con
los úrgalos está a punto de romperse. Uno de los nuestros asesinó a
tres úrgalos mientras tú te encontrabas sirviendo con el capitán
Edric, quien, te gustará saberlo, ya no es capitán. Bueno, hice
colgar al miserable que asesinó a los úrgalos, pero desde entonces
nuestras relaciones con los carneros de Garzhvog se han vuelto cada
vez más difíciles.
-¿Qué tiene que ver esto con Roran? -preguntó
Katrina.
Nasuada apretó los labios un momento y luego
dijo:
-Tengo que convencer a los vardenos de que acepten la
presencia de los úrgalos sin que se derrame más sangre, y la mejor
manera de hacerlo es «demostrar» a los vardenos que nuestras dos
razas pue-Por favor, no. No quiero causarte más sufrimiento del que
ya te he causado.
-¿Por qué has venido, Lady Nasuada? -preguntó Katrina-… Roran
necesita descansar y recuperarse, y no pasar el tiempo hablando
cuando no debe hacerlo.
Roran puso una mano en el hombro izquierdo de
Katrina.
-Puedo hablar si debo hacerlo -le dijo.
Nasuada avanzó un poco más, se levantó el borde del vestido
verde y se sentó en el pequeño baúl de pertenencias que Katrina
había traído desde Carvahall. Después de arreglarse los pliegues de
la falda, dijo:
-Tengo otra misión para ti, Roran: una pequeña incursión,
similar a éstas en las que ya has participado.
-¿Cuándo tengo que partir? -preguntó él, sorprendido de que
ella se hubiera molestado en informarle en persona de una misión
tan simple.
-Mañana.
Katrina abrió los ojos, sorprendida.
-¿Estás loca? -exclamó.
-Katrina… -murmuró Roran, intentando tranquilizarla, pero
ella apartó su mano y dijo-: ¡El último viaje al que lo has mandado
ha estado a punto de matarlo, y acabas de darle latigazos casi
hasta quitarle la vida! ¡No puedes ordenarle que vuelva al combate
tan pronto; no va a durar ni un minuto contra los soldados de
Galbatorix!
-¡Puedo hacerlo y debo hacerlo!
Nasuada lo dijo con tal autoridad que Katrina se mordió la
lengua y esperó a oír la explicación de Nasuada, aunque Roran se
dio cuenta de que la furia no se le había pasado. Mirándolo
intensamente, Nasuada dijo:
-Roran, tal como sabes, o como no sabes, nuestra alianza con
los úrgalos está a punto de romperse. Uno de los nuestros asesinó a
tres úrgalos mientras tú te encontrabas sirviendo con el capitán
Edric, quien, te gustará saberlo, ya no es capitán. Bueno, hice
colgar al miserable que asesinó a los úrgalos, pero desde entonces
nuestras relaciones con los carneros de Garzhvog se han vuelto cada
vez más difíciles.
-¿Qué tiene que ver esto con Roran? -preguntó
Katrina.
Nasuada apretó los labios un momento y luego
dijo:
-Tengo que convencer a los vardenos de que acepten la
presencia de los úrgalos sin que se derrame más sangre, y la mejor
manera de hacerlo es «demostrar» a los vardenos que nuestras dos
razas pueden trabajar juntas y en paz siguiendo un objetivo común.
Con este fin, el grupo con el que viajarás estará formado por un
número igual de humanos y de úrgalos.
-Pero eso no… -empezó a decir Katrina. -Y voy a poner a todos
ellos bajo tu mando, Martillazos. -¿ Yo? -preguntó Roran con voz
ronca, asombrado-. ¿ Por qué? Con una sonrisa irónica, Nasuada
respondió: -Porque tú harás todo lo que tengas que hacer para
proteger a tus amigos y a tu familia. En esto, eres como yo, aunque
mi familia es más grande que la tuya, pues yo considero a todos los
vardenos mi familia. Además, como eres el primo de Eragon, no puedo
permitir que vuelvas a insubordinarte, porque, entonces, no tendré
más remedio que ejecutarte o expulsarte de entre los vardenos. No
deseo hacer ninguna de las dos cosas.
»Además, te doy el mando para que no haya nadie por encima de
ti a quien puedas desobedecer, excepto a mí. Si alguna vez no haces
caso de mis órdenes, será mejor que sea para matar a Galbatorix;
ninguna otra cosa te salvaría de algo muchísimo peor que los
latigazos que has recibido hoy. Y te estoy dando este mando porque
has demostrado ser capaz de convencer a otros de que te sigan
incluso en las circunstancias más desalentadoras. Tienes las mismas
posibilidades que cualquier otro de mantener el control en un grupo
de úrgalos y humanos. Mandaría a Eragon si pudiera, pero dado que
no está aquí, la responsabilidad recae en ti. Cuando los vardenos
sepan que el propio primo de Eragon, Roran Martillazos -el que acabó casi con doscientos
soldados él solo-, ha llevado a cabo una misión con los úrgalos y
que esa misión ha sido un éxito, entonces quizá podamos tener a los
úrgalos como aliados mientras dure esta guerra. Por este motivo,
Angela y Trianna te han curado más de lo habitual: no para
aliviarte el castigo, sino porque te necesito en forma para asumir
el mando. Bueno, ¿ qué dices, Martillazos? ¿ Puedo contar
contigo?
Roran miró a Katrina. Sabía que ella deseaba desesperadamente
que le dijera a Nasuada que era incapaz de dirigir la expedición.
Bajando la vista para no ver su sufrimiento, pensó en el inmenso
tamaño del ejército que se oponía a los vardenos; después, con un
susurro ronco, dijo:
-Puedes contar conmigo, Lady Nasuada.