Cuando por fin avistaron el campamento de los vardenos era media tarde.


Eragon y Arya se detuvieron en la cresta de una loma y examinaron la inmensa ciudad de tiendas grises que se extendía ante ellos, poblada por miles de hombres, caballos y humeantes hogueras. Al oeste de las tiendas discurría sinuoso el río Jiet, flanqueado de árboles. Aproximadamente a un kilómetro al este había un segundo campamento, más pequeño, como una isla que flotara cerca de la costa de un enorme continente, donde residían los úrgalos, con Nar Garzhvog a la cabeza. En un perímetro de varios kilómetros alrededor de los vardenos se podían ver numerosos grupos de jinetes. Algunos componían patrullas de reconocimiento; otros eran mensajeros identificados con banderas, y otros formaban parte de patrullas que salían o volvían de alguna misión.

Dos de las patrullas detectaron a Eragon y a Arya y, tras hacer sonar los cuernos, se dirigieron hacia ellos a galope tendido. Una amplia sonrisa cruzó el rostro de Eragon, que se rio, aliviado.

-¡Lo hemos conseguido! -exclamó-. Murtagh, Espina, cientos de soldados, los magos al servicio de Galbatorix, los Ra'zac…, ninguno de ellos ha podido apresarnos. ¡Ja! ¿Qué tal le sentará al rey? Seguro que se tira de la barba cuando lo sepa.

-Entonces será el doble de peligroso -advirtió Arya.

-Lo sé -dijo él, sonriendo aún más-. Quizás entonces se enfade tanto que olvide pagar a sus tropas y todos tiren sus uniformes y se unan a los vardenos.

-Hoy estás de buen humor.

-¿Y por qué no? -preguntó.

Eragon, dando saltitos de puntillas, abrió la mente todo lo que pudo y, con todas sus fuerzas gritó: ¡Saphira!, lanzando el pensamiento por encima de los campos como una lanza.

La respuesta no tardó en llegar:

¡Eragon!

Se abrazaron mentalmente, cubriéndose de cálidas ondas de

amor, alegría y cariño. Intercambiaron recuerdos de los días que habían pasado separados, y Saphira consoló a Eragon por haber tenido

que matar a aquellos soldados, acabando con el dolor y la rabia que había ido acumulando desde el incidente. Eragon sonrió. Con Saphira tan cerca, daba la impresión de que todo estaba en su sitio.

Te he echado de menos -intervino él.

Y yo, pequeño. -Luego le mandó una imagen de los soldados a los que se habían enfrentado Eragon y Arya, y dijo-: Desde luego, cada vez que te dejo solo, te metes en problemas. ¡Cada vez! Odio tener que dejarte, porque siempre pienso que, a la que te quite el ojo de encima, te vas a enfrascar en un combate mortal.

Sé justa: también me he metido en muchos problemas estando contigo. No es algo que me ocurra cuando estoy solo. Parece que tenemos un imán para lo inesperado.

No, tú tienes un imán para lo inesperado -rebufó ella-. A mí no me ocurre nada fuera de lo normal cuando estoy sola. Vero tú atraes duelos, emboscadas, enemigos inmortales, criaturas oscuras como los Ra'zac, parientes perdidos y misteriosas demostraciones de magia como si fueran comadrejas muertas de hambre y tú un conejito paseándose frente a su madriguera.

¿Y cuando tú estuviste en manos de Galbatorix? ¿Te parece algo normal?

Aún no había salido del huevo -dijo ella-. Eso no cuenta. La diferencia entre tú y yo es que a ti te ocurren cosas, mientras que yo hago que ocurran cosas.

Quizá, pero eso es porque aún estoy aprendiendo. Dame unos cuantos años, entonces hacer que ocurran cosas se me dará tan bien como a Brom, ¿eh? No puedes decir que no tomé la iniciativa con Sloan.

Mm. Aún tenemos que hablar de eso. Si alguna vez vuelves a sorprenderme así, te clavaré al suelo y te lameré de pies a cabeza.

Eragon se estremeció. La lengua de Saphira estaba cubierta de barbas ganchudas que podían arrancar el pelo, la piel y la carne de un ciervo con una sola pasada.

Sí, ya sé, pero ni yo mismo estaba seguro de si debía matar a Sloan o dejarle libre hasta que me encontré ante él. Además, si te hubiera dicho que iba a quedarme, habrías insistido en detenerme.

Eragon notó un leve gruñido que retumbaba en el pecho de Saphira.

Deberías de haber confiado en mi criterio para decidir lo correcto -dijo ella-. Si no podemos hablar abiertamente, ¿cómo se supone que vamos a actuar como dragón y Jinete?

¿Lo correcto habría supuesto llevarme lejos de Helgrind haciendo caso omiso a mis deseos?

Quizá no lo habría hecho -se defendió ella.

Eragon sonrió.

De todos modos, tienes razón. Debería de haber discutido mi plan contigo. Lo siento. A partir de ahora, te prometo que te consultaré antes de hacer nada inesperado. ¿Te parece aceptable?

Sólo cuando tenga que ver con armas, magia, reyes o familiares -dijo ella.

O flores.

O flores -acordó Saphira-. No necesito saber si vas a comer pan con queso a medianoche.

A menos que fuera de la tienda me esté esperando un hombre con un cuchillo muy largo.

Si no pudieras derrotar a un solo hombre con un cuchillo muy largo, serías un Jinete un poco penoso…

Y además, un Jinete muerto.

Bueno…

De acuerdo con tu propio planteamiento, deberías consolarte sabiendo que, pese a que quizá atraiga más problemas que la mayoría de la gente, soy perfectamente capaz de escapar de situaciones que acabarían casi con cualquier otro.

Hasta los guerreros más grandes pueden caer víctimas de la mala suerte -dijo ella-. ¿Recuerdas al rey enano Kaga, que murió ante un espadachín novato al tropezar con una roca? No deberías bajar la guardia, porque por muy hábil que seas, no puedes prevenir y evitar la mala suerte.

De acuerdo. ¿Ahora podemos dejar este tema tan pesado? Estoy agotado de tanto pensar en el destino, la justicia y otros temas igual de lúgubres en los últimos días. Por lo que a mí respecta, las cuestiones filosóficas confunden y deprimen tanto como ayudan a mejorar el estado de las personas. -Girando la cabeza, Eragon escrutó la llanura y el cielo, buscando el distintivo brillo azul de las escamas de Saphira-. ¿Dónde estás? Siento que estás cerca, pero no te veo.

¡Justo encima de ti!

Con un rugido de alegría, Saphira salió de la panza de una nube a cientos de metros de altura, trazando una espiral hasta el suelo, con las alas pegadas al cuerpo. Tras abrir sus temibles mandíbulas, soltó una llamarada que se dispersó hacia atrás, y que le rodeó la cabeza y el cuello como una crin de fuego. Eragon se rio y la esperó con los brazos abiertos. Los caballos de la patrulla que galopaba en su dirección relincharon al ver y oír a Saphira y dieron media vuelta, mientras sus jinetes intentaban frenarlos desesperadamente tirando de las

riendas.

-Esperaba poder entrar en el campamento sin atraer mucho la atención -dijo Arya-, pero supongo que tenía que haber pensado que no podemos pasar desapercibidos con Saphira por aquí. Es difícil pasar por alto la llegada de un dragón.

Te he oído -intervino Saphira, que abrió las alas y aterrizó con un tremendo estrépito. Sus enormes muslos y sus hombros vibraron al absorber la fuerza del impacto.

Eragon sintió una ráfaga de aire en la cara, y la tierra tembló bajo sus pies. Flexionó las rodillas para no perder el equilibrio.

Puedo ser sigilosa si quiero -explicó Saphira, tras plegar las alas junto al cuerpo. Luego ladeó la cabeza y parpadeó, agitando la cola de un lado al otro-. Pero hoy no quiero serlo. Hoy soy una dragona, no un pichón asustado intentado evitar que lo vea un halcón de caza. ¿Cuándo no eres tú una dragona?-preguntó Eragon. Corrió hacia ella, ligero como una pluma, saltó de la pata izquierda de Saphira a su hombro y de allí al hoyuelo de la base del cuello, donde solía sentarse. Una vez situado, puso las manos a ambos lados del cálido cuello de la dragona y sintió cómo se hinchaban y deshinchaban sus músculos al respirar. Volvió a sonreír, profundamente satisfecho.

Aquí es donde debo estar, contigo.

Sus piernas vibraron con el ronroneo de satisfacción de Saphira, al que siguió una sutil melodía que Eragon no pudo reconocer.

-Saludos, Saphira -dijo Arya, que giró la mano frente al pecho, en el gesto de respeto de los elfos.

Tras agachar y flexionar su largo cuello, Saphira tocó a Arya en la frente con la punta del morro, tal como había hecho al bendecir a Elva en Farthen Dür, y dijo:

Saludos, tilfa-kona. Bienvenida, y que el viento se eleve bajo tus alas.

Le habló a Arya con el mismo tono de afecto que, hasta aquel momento, había reservado para Eragon, como si ya considerara a Arya Parte de su pequeña familia y digna del mismo trato y la misma intimidad que compartían ellos. Su gesto sorprendió a Eragon, pero tras un momento de celos, dio su aprobación. Saphira seguía hablando:

Te estoy agradecida por haber ayudado a Eragon a volver ileso. Si le hubieran capturado, no sé qué habría hecho.

-Tu gratitud significa mucho para mí -dijo Arya, con una reverencia-. En cuanto a lo que habrías hecho si Galbatorix hubiera apresado a Eragon, bueno, le habrías rescatado, y yo te habría acompañado, aunque fuera al propio Urü'baen.

Sí, me gusta pensar que te habría rescatado, Eragon -dijo Saphira, girando el cuello hacia él-, pero me temo que me habría rendido al Imperio para salvarte, cualesquiera que fueran las consecuencias para Alagaësia. -Entonces sacudió la cabeza y arañó el suelo con sus garras-. Pero, bueno, eso son elucubraciones sin sentido. Estáis aquí, sanos y salvos, y eso es lo que cuenta. Pasarse el día contemplando los males que podrían haber sido es emponzoñar la felicidad que tenemos…

En aquel momento, una patrulla llegó al galope y se detuvo a unos treinta metros, ya que los caballos estaban nerviosos. Los soldados se ofrecieron a escoltarlos y acompañarlos en presencia de Nasuada. Uno de los hombres desmontó y le cedió la montura a Arya y, luego, todos juntos, avanzaron al sudoeste, hacia el mar de tiendas. Saphira marcó el paso: un ritmo tranquilo que les permitió a Eragon y a ella disfrutar de la compañía antes de sumergirse en el ruido y el caos que se cernirían sobre ellos en cuanto se aproximaran al campamento.

Eragon le preguntó por Roran y Katrina, y luego le dijo:

¿Comes suficientes hierbas para el ardor de estómago? Parece que el aliento te huele más fuerte de lo normal.

Claro que sí. Lo notas sólo porque has estado lejos muchos días. Huelo exactamente como tiene que oler un dragón, y te agradeceré que no hagas comentarios despreciativos sobre ello, a menos que quieras que te deje caer de cabeza. Además, los humanos no podéis presumir al respecto, con lo sudorosos, grasientos y apestosos que sois. Las únicas criaturas salvajes que huelen tanto como los humanos son los machos cabríos y los osos al hibernar. Comparado con el tuyo, el olor de un dragón es un perfume tan delicioso como el de un prado cubierto de flores de montaña.

Venga ya, no exageres. Aunque -arrugó la nariz-… desde el Agaetí Blódhren he observado que los humanos suelen oler bastante. De todos modos, no puedes meterme en el mismo saco, porque yo ya no soy del todo humano.

¡Quizá no, pero aun así necesitas un baño!

Mientras cruzaban la llanura, cada vez eran más los hombres que congregaban alrededor de Eragon y de Saphira, hecho que les proporcionaba una escolta absolutamente innecesaria pero impresionante. Después de tanto tiempo por los campos de Alagaësia, el estrecho contacto con los cuerpos, la cacofonía de voces y los gritos de emoción, la tormenta de pensamientos y emociones desprotegidos y el confuso movimiento de las personas y las cabriolas de los caballos…, todo eso a Eragon le resultaba sobrecogedor.

Se retiró a las profundidades de su interior, donde el coro de pensamientos discordantes se oía más tenue que el distante rumor de las olas al romper. Incluso a través de las barreras, sintió que se acercaban doce elfos, corriendo en formación desde el otro extremo del campamento, ligeros y ágiles como gatos monteses de ojos amarillos. Eragon quería dar una buena impresión, así que se peinó con los dedos y estiró el cuerpo, pero también reforzó las defensas mentales para que nadie más que Saphira pudiera oír sus pensamientos.

Los elfos habían acudido para protegerle a él y a Saphira, pero, en último extremo, eran súbditos de la reina Islanzadí. Aunque agradecía su presencia y estaba seguro de que, dada su gran educación, no le espiarían, no quería darle a la reina de los elfos ninguna oportunidad de enterarse de los secretos de los vardenos, ni que adquiriera una posición de ventaja sobre él. Sabía que, si pudiera arrebatarle a Nasuada aquel privilegio, lo haría. En general, desde la traición de Galbatorix, los elfos no confiaban en los humanos, y por ese y otros motivos estaba seguro de que Islanzadí preferiría tenerles a Saphira y a él bajo su control directo. Además, de las figuras de poder que conocía, Islanzadí era la que menos confianza le inspiraba. Era demasiado autoritaria y errática. Los doce elfos se detuvieron frente a Saphira. Hicieron una reverencia y giraron la mano tal como había hecho Arya y, uno por uno, se presentaron a Eragon con la frase inicial del saludo tradicional de los elfos, a la que él respondió como correspondía. Luego el elfo al mando, un macho alto y atractivo con un brillante manto de pelo negro azulado que le cubría todo el cuerpo, anunció el objetivo de su misión a todo el que estuviera lo suficientemente cerca como para oírlo y preguntó formalmente a Eragon y Saphira si los doce podían incorporarse al servicio. -Podéis -dijo Eragon. Podéis -coincidió Saphira.

-Blódhgarm-vodhr-intervino Eragon-, ¿por casualidad no te vi en el Agaetí Blódhren? -Recordaba haber visto a un elfo con un manto de pelo similar retozando por entre los árboles durante la fiesta.

Blódhgarm sonrió, mostrando aquellos colmillos de animal.

-Creo que verías a mi primo Liotha. Tenemos un parecido asombroso, aunque su pelo es marrón y moteado, mientras que el mío es azul oscuro.

-Habría jurado que eras tú.

-Desgraciadamente, en aquel momento estaba ocupado y no pude asistir a la celebración. Quizá tenga ocasión de ir la próxima vez, dentro de cien años.

¿No te parece -le dijo Saphira a Eragon- que desprende un agradable olor?

Eragon olisqueó el aire. No huelo a nada. Y lo notaría, si hubiera algo que oler. Qué raro. -Saphira le transmitió la gama de olores que había detectado, y de pronto él se dio cuenta de lo que quería decir. El almizcle de Blódhgarm le rodeó como una nube espesa y empalagosa, un cálido y denso aroma que contenía notas de bayas de enebro y que le produjo un temblor en la nariz-. Parece que todas las mujeres de los vardenos se han enamorado de él. Le persiguen por todas partes, desesperadas por hablar con él, pero demasiado tímidas como para emitir más que algún gemidito cuando las mira.

A lo mejor sólo las hembras pueden olerle. -Eragon echó una mirada preocupada a Arya-. Pero a ella no parece afectarle. Ella está protegida contra las influencias mágicas. Espero… ¿Tú crees que deberíamos ponerle límites a Blódhgarm? Lo que está haciendo es ganarse el corazón de las mujeres de un modo furtivo y ladino.

¿Acaso es más ladino que adornarse con buenas ropas para atraer la mirada de tu amada? Blódhgarm no se ha aprovechado de las mujeres que caen rendidas ante él y parece improbable que haya creado las notas de su aroma para atraer específicamente a las mujeres humanas. Yo diría, más bien, que eso es una consecuencia involuntaria y que lo creó con otro fin muy distinto. A menos que de pronto pierda la decencia, creo que no deberíamos intervenir. ¿Y Nasuada?¿Es vulnerable a sus encantos? Nasuada es sabia y desconfiada. Hizo que Trianna le colocara una barrera protectora contra la influencia de Blódhgarm. Bien hecho.

Cuando llegaron a las tiendas, la multitud fue creciendo en volumen hasta que llegó un punto en que parecía que la mitad de los vardenos se hubieran congregado alrededor de Saphira. Eragon levantó la mano en respuesta al pueblo, que gritaba: «¡Argetlam!» y «¡Asesino de Sombra!», y oyó a otros que decían: «¿Dónde has estado, Asesino de Sombra? ¡Cuéntanos tus aventuras!». Un número considerable le llamaba la «Pesadilla de los Ra'zac», algo que le producía una satisfacción tan inmensa que se repitió la frase mentalmente cuatro veces. La gente también le gritaba bendiciones dirigidas a él y a Saphira, y le ofrecía invitaciones a cenar y regalos de oro y joyas, o le hacía lastimosas peticiones de ayuda: que si por favor curaría al hijo de alguien que había nacido ciego, o que si eliminaría un bulto que estaba matando a la mujer de otro, o que si curaría la pata rota de un caballo o repararía una espada curvada que, según el hombre que vociferaba, era de su abuelo. Dos veces se oyó la voz de una mujer que gritó: «Asesino de Sombra, ¿te quieres casar conmigo?», y, aunque miró, no fue capaz de identificar el origen de la voz.

Durante todo el tiempo que duró aquella conmoción, los doce elfos se mantuvieron muy cerca. A Eragon, saber que ellos observaban lo que él no podía ver y que escuchaban lo que él no podía oír le reconfortaba, y aquello le permitió relacionarse con los vardenos concentrados con una tranquilidad que no habría tenido en el pasado.

Entonces, de entre las filas de tiendas de lana, empezaron a aparecer los que habían sido sus vecinos de Carvahall. Eragon desmontó y se dirigió a pie hacia sus amigos y conocidos de la infancia, estrechando manos, dando palmadas en los hombros y riéndose de bromas que resultarían incomprensibles para cualquiera que no hubiera crecido en Carvahall. Horst estaba allí, y Eragon agarró el musculoso antebrazo del herrero.

-Bienvenido, Eragon. Bien hecho. Estamos en deuda contigo por vengarnos de los monstruos que nos hicieron abandonar nuestras casas. Estoy contento de ver que has vuelto de una pieza.

-¡Los Ra'zac tendrían que haberse movido un poco más rápido para haberme quitado alguna pieza! -bromeó Eragon.

Poco después saludaba a los hijos de Horst, Albriech y Baldor; y luego a Loring, el zapatero, y a sus tres hijos; a Tara y a Morn, los que fueran propietarios de la taberna de Carvahall; a Fisk, a Felda y a Calitha; a Delwin y a Lenna; y luego a Birgit, con su fiera mirada, que le dijo:

-Gracias, Eragon, Hijo de Nadie. Te agradezco que te hayas asegurado de que las criaturas que se comieron a mi marido hayan recibido su castigo. Mi corazón está contigo, ahora y por siempre.

Antes de que Eragon pudiera responder, la multitud los separó. «¿Hijo de Nadie? ¡Ja! Tengo un padre, y todo el mundo le odia», Pensó. Entonces, para su regocijo, Roran llegó abriéndose paso por entre la multitud, con Katrina a su lado. Eragon y Roran se abrazaron, y éste refunfuñó:

-Eso de quedarte atrás ha sido una tontería. Tendría que darte una paliza por abandonarnos de esa manera. La próxima vez, avísame antes cuando vayas a ir de excursión tú sólito. Se está convirtiendo en una costumbre. Y tendrías que haber visto lo triste que estaba Saphira durante el vuelo de regreso.

Eragon puso una mano sobre la pata izquierda de Saphira. -Siento no haberte dicho antes que pensaba quedarme, pero no me di cuenta de que era necesario hasta el último momento.

-¿Y exactamente por qué te quedaste en aquellas apestosas cavernas? -preguntó Roran.

-Porque tenía algo que investigar.

Al ver que no ampliaba su respuesta, el anguloso rostro de Roran se endureció, y por un momento Eragon se temió que insistiera en obtener una explicación más satisfactoria. Sin embargo, dijo:

-Bueno, ¿qué esperanza tiene un hombre normal y corriente como yo de entender las razones y motivos de un Jinete de Dragón, aunque sea mi primo? Lo único que importa es que me ayudaste a liberar a Katrina y que ahora estás aquí, sano y salvo. -Estiró el cuello, como si intentara ver lo que había en lo alto de Saphira, y luego miró a Arya, que estaba unos metros por detrás-. ¡Has perdido mi bastón! -exclamó entonces-. Crucé toda Alagaësia con aquel bastón. ¡Qué poco tiempo has tardado en perderlo!

-Fue a parar a un hombre que lo necesitaba más que yo -se justificó Eragon.

-¡Venga, deja de incordiarlo! -le dijo Katrina a Roran, y tras un momento de dudas, abrazó a Eragon-. En realidad está muy contento de verte. Es sólo que le cuesta encontrar las palabras para decirlo.

Con una mueca avergonzada, Roran se encogió de hombros.

-Tiene razón, como siempre.

Los dos intercambiaron una mirada cariñosa.

Eragon examinó a Katrina con atención. Su cobriza melena había recobrado el brillo natural y, en su mayor parte, las marcas que le había dejado su cautiverio se habían desvanecido, aunque aún estaba más delgada y pálida de lo normal.

Se le acercó, para que ninguno de los vardenos arracimados a su alrededor pudiera oírla, y le dijo:

-Nunca pensé que llegaría a deberte tanto, Eragon; que «llegaríamos» a deberte tanto. Después de que Saphira nos trajera aquí, me he enterado de que arriesgaste mucho por salvarme, y te estoy muy agradecida. Una semana más en Helgrind me habría matado, o me habría hecho perder el juicio, lo que sería una muerte en vida. Por salvarme de ese destino, y por reparar el hombro de Roran, tienes mi más sentido agradecimiento, pero sobre todo te doy las gracias por unirnos de nuevo. Si no hubiera sido por ti, nunca lo habríamos conseguido.

-Algo me dice que Roran habría encontrado algún modo de sacarte de Helgrind, incluso sin mi ayuda -afirmó Eragon-. Tiene una gran capacidad de convicción cuando le interesa. Habría convencido a otro mago para que le acompañara, quizás a Angela, la herbolaria, y lo habría conseguido igualmente.

-¿Angela? -se burló Roran-. Esa tonta no habría sido rival para los Ra'zac.

-Te sorprenderías. Es mucho más de lo que parece -dijo Eragon, que acto seguido se atrevió a hacer algo que nunca habría intentado cuando vivía en el valle de Palancar, pero que le pareció apropiado desde su posición como Jinete: besó a Katrina en la frente y luego hizo lo propio con Roran, y dijo-: Roran, eres como un hermano para mí. Y Katrina, eres como una hermana para mí. Si alguna vez os encontráis en apuros, mandad a buscarme, y tanto si necesitáis a Eragon el granjero como si es a Eragon el Jinete, todo lo que soy estará a vuestra disposición.

-Lo mismo digo -respondió Roran-. Si alguna vez tienes problemas, no tienes más que mandar a buscarnos, y correremos a ayudarte.

Eragon asintió en reconocimiento y evitó mencionar que probablemente poco pudieran hacer para ayudarlo con los problemas que muy probablemente se encontraría en el futuro. Los agarró a ambos por los hombros y dijo:

-Espero que viváis muchos años, que siempre estéis juntos y felices y que tengáis muchos niños.

Katrina dejó de sonreír por un momento, y Eragon se preguntó Por qué sería. Pero Saphira le apremió y siguieron caminando hacia el pabellón rojo de Nasuada, en el centro del campamento. Al final, acornpañados por el séquito de alegres vardenos, llegaron hasta el umbral de la puerta, donde los esperaba Nasuada, con el rey Orrin a su izquierda y una representación de nobles y otros notables reunidos tras una doble fila de guardias a cada lado.

Nasuada llevaba un vestido de seda verde que brillaba al sol como las plumas del pecho de un ruiseñor, en claro contraste con el tono oscuro de su piel. Las mangas del vestido acababan en unos lazos a la altura de los codos. Unas vendas blancas le cubrían el resto de los brazos, hasta las finas muñecas. De todos los hombres y mujeres reunidos ante ella, era la más distinguida, como una esmeralda depositada sobre un lecho de hojas secas de otoño. Sólo Saphira tenía un brillo que pudiera competir con el suyo.

Eragon y Arya se presentaron a Nasuada y luego al rey Orrin. Nasuada les dio una bienvenida formal en nombre de los vardenos y los alabó por su valentía. Acabó diciendo:

-Puede que Galbatorix tenga un Jinete y un dragón que luchen por él como Eragon y Saphira luchan por nosotros. Puede que tenga un ejército tan numeroso que oscurezca el mundo. Y puede que sea capaz de operar hechizos extraños y terribles, abominaciones del arte de la magia. Pero con todo su truculento poder, no ha podido evitar que Eragon y Saphira invadieran su reino y mataran a cuatro de sus siervos más próximos, ni que Eragon atravesara el Imperio impunemente. El brazo del farsante se ha vuelto muy débil, cuando no es capaz de defender sus fronteras ni proteger a sus agentes del mal en el interior de su propia fortaleza oculta.

Rodeado por los vítores de los entusiasmados vardenos, Eragon se concedió sonreír discretamente ante la habilidad de Nasuada para jugar con las emociones de todos, inspirando confianza, lealtad y dando ánimo cuando la situación real era mucho menos positiva de lo que ella hacía creer. No les mintió; por lo que él sabía, Nasuada no mentía, ni siquiera cuando tenía que tratar con el Consejo de Ancianos ni con algún rival político. Lo que hizo fue poner de manifiesto las verdades que más reforzaban su posición y sus argumentos. En ese aspecto, pensó Eragon, era como los elfos.

Cuando los gritos y la excitación de los vardenos disminuyeron, el rey Orrin dio la bienvenida a Eragon y a Arya tal como había hecho antes Nasuada. Su discurso fue contenido en comparación con el de Nasuada, y aunque la multitud escuchó educadamente y aplaudió posteriormente, a Eragon le pareció evidente que, por mucho que el pueblo respetara a Orrin, no le quería como quería a Nasuada, ni podía despertar la imaginación de la gente como lo hacía ella.

El rey tenía un rostro amable y estaba dotado de una inteligencia superior. Pero tenía una personalidad demasiado particular, excéntrica y apagada como para poder ser el depositario de las esperanzas desesperadas de los que se enfrentaban a Galbatorix.

Si vencemos a Galbatorix -dijo Eragon a Saphira-, Orrin no debería sucederlo en Urü'baen. No sería capaz de unir el territorio del mismo modo que Nasuada ha unido a los vardenos.

Estoy de acuerdo.

Por fin el rey Orrin acabó su discurso.

-Ahora te toca a ti dirigirte a los que se han reunido para poder ver al célebre Jinete de Dragón -le susurró Nasuada a Eragon. Sus ojos brillaban de alegría contenida.

-¿Yo?

-Lo están esperando.

Eragon se giró hacia la multitud, con la lengua seca como la arena. Tenía la mente en blanco, y durante unos segundos en los que le invadió el pánico pensó que la dialéctica volvería a jugarle una mala pasada y le dejaría en evidencia frente a todos los vardenos. En algún lugar se agitó un caballo, pero por lo demás en el campamento reinaba un pavoroso silencio. Fue Saphira quien rompió su parálisis tocándole el codo con el morro:

Diles lo honrado que estás de contar con su apoyo y lo contento que te sientes al volver a estar entre ellos.

Con su apoyo, Eragon, dubitativo, consiguió encontrar las palabras y, tras las mínimas necesarias, hizo una reverencia y dio un paso atrás.

Con una sonrisa forzada mientras los vardenos aplaudían, lo vitoreaban y golpeaban sus escudos con las espadas, exclamó:

¡Ha sido horrible! Preferiría combatir con un Sombra que volver a hacerlo.

¿De verdad? No ha sido tan duro, Eragon.

¡Sí lo ha sido!

Una bocanada de humo surgió del hocico de Saphira, que rebufó, divertida.

¡Pues sí que eres un buen Jinete, si te da miedo hablar ante un grupo numeroso! Si Galbatorix se entera, te tendrá a su merced con sólo pedirte que pronuncies un discurso ante sus tropas. ¡Ja!

No le veo la gracia -refunfuñó él, que, no obstante, se reía entre dientes.