Arya oyó su llamada y se acercó trotando con paso ágil, como
el de una gacela. Después de partir, ella se había hecho con un
escudo, un casco y una cota de malla, y el metal de su armadura
brillaba a la media luz grisácea que invadía la ciudad. Cuando se
detuvo, Eragon le dijo:
-Saphira y yo vamos a entrar en la torre e intentaremos
capturar a Lady Lorana. ¿Quieres venir con
nosotros?
Arya asintió con un elegante gesto de la
cabeza.
Eragon saltó a una de las patas delanteras de Saphira y, de
allí, a la silla. Arya siguió su ejemplo al cabo de un instante y
se sentó detrás de él. Eragon sintió las anillas de su malla contra
la espalda.
Saphira desplegó las aterciopeladas alas y levantó el vuelo,
dejando a Blódhgarm y a los elfos mirándola con expresión de
frustración.
-No deberías abandonar a tus guardias tan a la ligera
-murmuró Arya en el oído izquierdo de Eragon.
Se sujetó a la cintura de él con el brazo con que manejaba la
espada mientras Saphira giraba sobre el patio.
Antes de que Eragon respondiera, percibió el contacto de la
conciencia de Glaedr. Por un momento pareció que la ciudad se
desvanecía ante sus ojos, y solamente vio y sintió lo mismo que
Glaedr: pequeñas flechas como avispas rebotaban en su vientre
mientras se elevaba por encima de las cuevas de madera de los
bípedos de orejas redondas. El aire era suave y, bajo las alas, era
perfecto para el vuelo que necesitaba. En la grupa, la silla le
rozaba las escamas cada vez que Oromis cambiaba de
postura.
Glaedr sacó la lengua y probó el apetecible aroma de madera
quemada, carne cocida y sangre derramada. Había estado en este
lugar muchas veces, antes. En su juventud no se conocía como
Gil'ead, sino que tenía otro nombre y sus habitantes eran los elfos
sombríos y risueños de lengua rápida y sus amigos. Sus visitas
anteriores siempre habían sido agradables, pero le dolía recordar a
los dos compañeros de nido que habían muerto allí, asesinados por
los Apóstatas de mente retorcida.
El único ojo del sol colgaba justo encima del horizonte. Al
norte, las grandes aguas de Isenstar eran como una erizada capa de
plata pulida. Abajo, la manada de orejas puntiagudas dirigida por
Islanzadí se había organizado alrededor de la ciudad hormiguero.
Sus armaduras brillaban como el hielo partido. Una cortina de humo
azul invadía toda la zona, densa como la niebla de la
mañana.
Y desde el sur, el pequeño y enojado Espina de garras
afiladas batía las alas en dirección a Gil'ead con un grito de
desafío para que todos lo oyeran. Morzan, hijo de Murtagh, iba
sentado a su grupa y, en su mano derecha, Zar'roc brillaba como una uña de
dragón.
La tristeza invadió a Glaedr al ver a los dos miserables
polluelos. Deseaba que él y Oromis no tuvieran que matarlos. «Otra
vez -pensó-, el dragón debe enfrentarse al dragón y todo por culpa
de Galbatorix.» Con un humor nefasto, Glaedr aceleró el batir de
alas y abrió las garras, preparado para destrozar a sus
enemigos.
A Eragon se le echó la cabeza hacia atrás involuntariamente
cuando Saphira viró a un lado y se dejó caer varios metros de
repente antes de volver a recuperar el equilibrio.
¿Tú también has visto eso?-le
preguntó.
Sí.
Preocupado, Eragon miró hacia las alforjas, donde se hallaba
escondido el corazón de corazones de Glaedr, y se preguntó si él y
Saphira debían intentar ir en ayuda de Oromis y de Glaedr. Pero
luego se tranquilizó a sí mismo diciéndose que había muchos
hechiceros con los elfos. Sus maestros no necesitaban su
ayuda.
-¿Qué es lo que va mal? -preguntó Arya en voz
alta.
Oromis y Glaedr están a punto de entrar en combate contra Espina y
Murtagh -contestó Saphira.
Eragon notó que Arya se ponía tensa a sus
espaldas.
-¿Cómo lo sabéis? -preguntó ella.
-Te lo explicaré después. Espero que no sufran ningún
daño.
-Yo también -asintió Arya.
Saphira se elevó a gran altura por encima de la torre y luego
planeó hacia abajo en silencio para aterrizar en el capitel de la
torre más alta. Mientras Eragon y Arya trepaban por el tejado
inclinado, Saphira dijo:
Nos encontraremos en la sala de abajo. La
ventana de aquí es demasiado pequeña para
mí.
Al levantar el vuelo, una corriente de aire los
abofeteó.
Eragon y Arya se dejaron caer desde el extremo del tejado
hasta una estrecha cornisa de piedra de dos metros de ancho. Sin
pensar en la caída vertiginosa que los esperaba si resbalaban,
Eragon avanzó despacio hasta una ventana con forma de cruz y entró
en una gran habitación cuadrada de cuyas paredes colgaban filas de
ballestas y de flechas. Si había alguien en la habitación en el
momento en que Saphira aterrizó, ya había huido.
Arya entró por la ventana detrás de él. Inspeccionó la
habitación e hizo un gesto hacia las escaleras que se encontraban
en el rincón más alejado. Caminó hasta ellas con pasos
silenciosos.
Mientras Eragon la seguía, sintió una extraña confluencia de
energías por debajo de ellos y percibió las mentes de cinco
personas cuyos pensamientos se dirigían hacia él. Como temía un
ataque mental, Eragon se cerró en sí mismo y se concentró en
recitar una poesía élfica. Tocó a Arya en el hombro y le
dijo:
-¿ Lo notas?
Ella asintió con la cabeza.
-Hubiéramos tenido que traer a Blódhgarm con
nosotros.
Juntos bajaron por las escaleras esforzándose en no hacer
ruido. La siguiente habitación de la torre era mucho más grande que
la anterior; el techo tenía más de nueve metros de altura y de él
colgaba una antorcha dentro de una estructura de cristal. Una llama
amarilla brillaba dentro de ella. Cientos de óleos colgaban de las
paredes: retratos de hombres barbudos vestidos con lujosas túnicas
y mujeres inexpresivas, sentadas y rodeadas de niños; paisajes de
mares azotados por el viento que representaban unos marineros
ahogándose; y escenas de batallas en las que los humanos masacraban
a ejércitos de grotescos úrgalos.
Una hilera de grandes puertas de madera llenaba la pared
norte y daba a un balcón con una barandilla de piedra. Enfrente de
las ventanas, cerca de la pared, había una serie de pequeñas mesas
redondas repletas de rollos de pergamino, tres sillas acolchadas y
dos enormes urnas de bronce llenas de flores secas. Una mujer
robusta, de pelo gris y que llevaba un vestido de color lavanda, se
encontraba sentada en una de las sillas. Mostraba una acusada
semblanza con varios de los hombres de las pinturas. Encima de la
cabeza llevaba una diadema de plata adornada con jade y
topacios.
En el centro de la habitación estaban los tres magos que
Eragon había visto antes, en la ciudad. Los dos hombres y la mujer
estaban colocados de cara los unos a los otros, tenían las capuchas
echadas hacia atrás y los brazos estirados, de tal forma que se
tocaban con las puntas de los dedos. Se balanceaban al mismo tiempo
y murmuraban en el idioma antiguo un hechizo desconocido. Una
cuarta persona se encontraba sentada en medio del triángulo que
formaban: un hombre vestido exactamente igual pero que no decía
nada, sólo mostraba una mueca de dolor. Eragon se proyectó hacia la
mente de uno de los hechiceros, pero el hombre estaba tan
concentrado en su tarea que no consiguió penetrar en su conciencia
y fue incapaz de someterlo a su voluntad. El hombre ni siquiera
pareció notar el ataque. Arya debió de intentar lo mismo, porque
frunció el ceño y murmuró: -Han sido bien
entrenados.
-¿Sabes qué es lo que están haciendo? -murmuró Eragon. Ella
negó con la cabeza.
Entonces la mujer que llevaba el vestido color lavanda
levantó la cabeza y vio a Eragon y a Arya agachados arriba de las
escaleras de piedra. Para sorpresa de Eragon, la mujer no pidió
auxilio, sino que se llevó un dedo hasta los labios y les hizo una
señal para que se acercaran. Eragon miró a Arya, perplejo. -Podría
ser una trampa -susurró Eragon. -Es lo más probable -repuso ella.
-¿Qué hacemos? -¿Ya ha llegado Saphira? -Sí.
-Entonces vayamos a saludar a nuestra anfitriona. Bajaron los
escalones al mismo paso y se deslizaron por la habitación sin
apartar la vista de los magos.
-¿Eres Lady Lorana? -preguntó Arya en voz baja cuando se
detuvieron delante de la mujer que estaba sentada. La mujer inclinó
la cabeza.
-Sí, lo soy, hermosa elfa. -Dirigió la mirada hacia Eragon y
le dijo-: ¿Eres tú el Jinete de Dragón de quien tanto he oído
hablar últimamente? ¿Eres Eragon Asesino de Sombra? -Lo soy
-respondió él.
El distinguido rostro de la mujer mostró una expresión de
alivio. -Ah, tenía la esperanza de que vinieras. Debes detenerlos,
Asesino de Sombra -dijo, señalando a los magos.
-¿Por qué no les ordenas que se rindan? -preguntó el chico en
un susurro.
-No puedo -repuso Lady Lorana-. Sólo responden ante el rey y
ante su nuevo Jinete. Yo he prestado juramento a Galbatorix, no
tuve otro remedio, así que no puedo levantar la mano ni contra él
ni contra sus sirvientes; si no fuera por eso, me hubiera ocupado
en persona de destruirlos.
-¿Por qué? -preguntó Arya-. ¿Qué es lo que temes
tanto?
La piel que rodeaba los ojos de Lorana se
tensó.
-Saben que no pueden pretender vencer a los vardenos tal como
están, y Galbatorix no ha mandado refuerzos para ayudarnos. Así que
están intentando, no sé de qué manera, crear un Sombra con la
esperanza de que el monstruo se vuelva contra los vardenos y
propague el dolor y la destrucción entre vuestras
filas.
El terror invadió a Eragon. No podía imaginarse tener que
luchar contra otro Durza.
-Pero un Sombra podría volverse contra ellos, o contra
cualquiera de Feinster, con la misma facilidad que contra los
vardenos.
Lorana asintió con la cabeza.
-No les importa. Solamente desean causar tanto dolor y
destrucción como puedan antes de morir. Están locos, Asesino de
Sombra. ¡Por favor, debes detenerlos, por el bien de mi
gente!
Justo cuando terminó de hablar, Saphira aterrizó en el balcón
de la sala y rompió la barandilla con la cola. Abrió las puertas
con un solo golpe de la pata, y destrozó los marcos como si fueran
de yesca; luego introdujo la cabeza y los hombros en la sala y
gruñó.
Los magos continuaron cantando, aparentemente sin darse
cuenta de su presencia.
-¡Oh, vaya! -dijo Lady Lorana agarrándose a los brazos de la
silla.
-Sí -dijo Eragon. Levantó Brisingr y
se dirigió hacia los magos, igual que hizo Saphira desde el lado
opuesto.
Entonces, todo empezó a dar vueltas alrededor de Eragon y, de
nuevo, se encontró mirando a través de los ojos de Glaedr: rojo;
negro; destellos de un amarillo tembloroso. Dolor… Un dolor que
penetra hasta el hueso en su vientre y en el hombro del ala
izquierda. Un dolor que no sentía hacía más de cien años. El alivio
cuando el compañero de su vida, Oromis, le curaba las
heridas.
Glaedr recuperó el equilibrio y buscó a Espina. El pequeño
dragón rojo era más fuerte y rápido de lo que Glaedr esperaba,
debido a las artes de Galbatorix.
Espina se precipitó contra un costado de Glaedr, contra su
lado débil, en el que le faltaba la pata delantera. Dieron vueltas
el uno contra el otro, y cayeron en picado contra el duro suelo
quebrantados Glaedr mordió, arrancó y arañó con sus garras
traseras, intentando someter al dragón más
pequeño.
No me superarás,
jovenzuelo -se juró a sí mismo-. Yo ya
era
viejo cuando tú
naciste.
Unas garras como dagas blancas arañaron las costillas y el
costado de Glaedr, que flexionó la cola y golpeó en una pata al
gruñente Espina de largos colmillos, y le clavó una de las púas de
la cola en el muslo. Hacía mucho rato que la lucha había agotado
los escudos mágicos invisibles de ambos, dejándolos vulnerables a
cualquier herida.
Cuando el gigantesco suelo estuvo a unos cientos de metros de
distancia, Glaedr inhaló y echó la cabeza hacia atrás. Tensó el
cuello y el vientre y escupió el denso líquido de fuego desde lo
más profundo del vientre. El líquido se encendió al entrar en
contacto con el aire de la garganta. Abrió las mandíbulas todo lo
que pudo y rodeó al dragón rojo con el fuego, envolviéndolo con un
manto de llamas. El torrente de retorcidas y ávidas llamas hizo
cosquillas en la parte interna de las
mejillas de Glaedr.
Cerró la garganta, e interrumpió el flujo de fuego cuando él
y el dragón chillón se apartaron el uno del otro. Desde su grupa,
Glaedr oyó que Oromis decía:
-Su fuerza está disminuyendo. Lo veo en su postura. Unos
minutos más y la concentración de Murtagh fallará y podremos tener
el control sobre sus pensamientos. O bien eso, o bien los mataremos
con la espada y las garras.
Glaedr soltó un gruñido de asentimiento, frustrado porque él
y Oromis no se atrevían a comunicarse con la mente, como hacían
habitualmente. Elevándose con el viento cálido de la tierra arada,
viró hacia Espina, que tenía las piernas bañadas de sangre
escarlata, rugió y se preparó para luchar contra él otra
vez.
Eragon miró al techo, desorientado. Estaba tumbado de
espaldas dentro de la torre del homenaje. Arrodillada a su lado se
encontraba Arya, que tenía el rostro surcado por la preocupación.
Lo cogió de un brazo y lo ayudó a incorporarse, sujetándolo cuando
él trastabilló. Al otro lado de la habitación, Eragon vio que
Saphira agitaba la cabeza y sintió la confusión de la
dragona.
Los tres magos continuaban de pie con los brazos estirados,
balanceándose y cantando en el idioma antiguo. Las palabras de sus
hechizos sonaban con una fuerza inusual y permanecían en el aire
hasta mucho después del momento en que debían haberse apagado. El
hombre que estaba sentado en el suelo se sujetaba las rodillas y
todo el cuerpo le temblaba mientras giraba la cabeza de un lado a
otro.
-¿Qué ha pasado? -preguntó Arya en voz baja pero con
urgencia. Atrajo a Eragon hacia él y bajó todavía más la voz-.
¿Cómo puedes saber lo que Glaedr está pensando desde tan lejos, y
estando su mente tan ligada a Oromis? Perdona por haber entrado en
contacto con tus pensamientos sin tu permiso, Eragon, pero estaba
preocupada por tu estado. ¿Qué clase de vínculo tenéis tú y Saphira
con Glaedr?
-Luego -respondió él, al tiempo que enderezaba su
espalda.
-¿Es que Oromis te dio algún amuleto o algún otro objeto que
te permita contactar con Glaedr?
-Tardaría demasiado en explicártelo. Luego, te lo
prometo.
Arya dudó, luego asintió con la cabeza y
dijo:
-Te lo recordaré.
Juntos, Eragon, Saphira y Arya avanzaron hacia los magos;
cada uno atacó a uno de ellos. El repicar del metal llenó la
habitación cuando Brisingr rebotó a un lado
sin tocar su objetivo, con lo que el hombro de Eragon se resintió.
De la misma forma, la espada de Arya rebotó contra una protección
mágica, igual que le sucedió a Saphira con sus garras. La dragona
rascó el suelo de piedra con las uñas.
-¡Concentrémonos en éste! -gritó Eragon, y señaló al
hechicero más alto, un hombre pálido de barba enmarañada-.
¡Deprisa, antes de que consiga invocar a algún
espíritu!
Eragon o Arya hubieran podido intentar esquivar o romper las
protecciones del hechicero con sus propios hechizos, pero utilizar
la magia contra otro mago siempre era peligroso, a no ser que la
mente del otro estuviera bajo control. Ni Eragon ni Arya querían
correr el riesgo de ser asesinados por una protección que no
conocían.
Atacando por turnos, Eragon, Saphira y Arya intentaron herir,
atravesar y golpear al hechicero barbudo durante casi un minuto.
Ninguno de esos golpes consiguió su objetivo. Entonces, por fin,
después de una mínima resistencia, Eragon notó que cedía algo bajo
su espada, que continuó su trayecto hasta lograr decapitar al
hechicero. El aire resplandeció. En el mismo instante, sintió una
súbita reducción de sus fuerzas, cuando sus protecciones le
salvaguardaron de un hechizo desconocido. El asalto cesó al cabo de
unos segundos, pero se sintió mareado y presa de una sensación de
ligereza. Tenía el estómago revuelto. Hizo una mueca y se nutrió
con la energía del cinturón de Beloth el
Sabio.
La única reacción que los otros dos magos mostraron ante la
muerte de su compañero fue un aumento en la velocidad de su
invocación. Tenían las comisuras de la boca manchadas con una baba
amarilla, y escupían, y ponían los ojos en blanco, y, a pesar de
todo eso, no hicieron ningún intento ni de escapar ni de
atacar.
Eragon, Saphira y Arya continuaron con el siguiente
hechicero, un hombre corpulento que llevaba anillos en los
pulgares, y repitieron el mismo proceso que habían llevado a cabo
con el primer mago: alternaron los golpes hasta que consiguieron
romper sus protecciones. Fue Saphira quien mató al hombre,
lanzándolo por el aire con un golpe de garra. El mago cayó contra
las escaleras y se rompió el cráneo al chocar con uno de los
escalones. Esta vez no hubo ninguna consecuencia
mágica.
Cuando Eragon se dirigía hacia la hechicera, una nube de
luces multicolores penetró en la habitación por las puertas rotas
del balcón y se posó alrededor del hombre que estaba sentado en el
suelo. Los brillantes espíritus lanzaban destellos de una violencia
rabiosa mientras giraban alrededor de él y formaban una pared
impenetrable. El levantó los brazos como para protegerse y chilló.
El aire zumbó y crepitó con la energía que irradiaba de esas
burbujas centelleantes. Un sabor agrio, como de hierro, impregnó la
lengua de Eragon y la piel empezó a escocerle. La mujer tenía el
cabello tieso. Delante de ella, Saphira siseó y arqueó la espalda
con todos los músculos del cuerpo rígidos.
Eragon sintió un latigazo de miedo. «¡No! -pensó, sintiéndose
mareado-. Ahora no. No, después de todo lo que he pasado.» En aquel
momento, era más fuerte que cuando se enfrentó a Durza en
Tronjheim, pero también tenía más consciencia de lo peligroso que
podía ser un Sombra. Solamente tres guerreros habían sobrevivido al
ataque de uno de ellos: Laetrí, el Elfo,
Irnstad, el Jinete, y él mismo; además, no
tenía ninguna confianza en ser capaz de repetir la hazaña.
Blodhgarm, ¿dónde estás? -llamó Eragon-.
¡Necesitamos tu ayuda!
Y entonces, todo a su alrededor dejó de existir y en su lugar
se topó, como en un sueño, con una blancura cegadora. El agua fría
y caliente del cielo era agradable sobre los miembros de Glaedr
después del sofocante calor del combate. Lamió el aire, dando la
bienvenida a la fina capa de humedad que se le acumuló en la lengua
seca y pegajosa.
Batió las alas de nuevo y el agua del cielo se abrió ante él,
revelando al lacerante y brillante sol y la tierra verde, marrón y
perezosa. «¿Dónde está?», se preguntó Glaedr. Giró la cabeza
buscando a Espina. El pequeño dragón alcaudón rojo se había elevado
mucho por encima de Glaedr, hasta más arriba de lo que ningún
pájaro volaba nunca, donde el aire era escaso y el aliento era como
un humo húmedo.
-¡Glaedr, por detrás! -gritó Oromis.
Se dio la vuelta, pero fue demasiado lento. El dragón rojo se
estrelló contra su hombro derecho, hasta tumbarlo en el aire.
Glaedr gruñó y envolvió al feroz y mordedor polluelo con su única
pata delantera y apretó para aplastarlo y arrancar la vida del
cuerpo retorcido de Espina. El dragón rojo bramó, se escurrió un
poco del abrazo de Glaedr y le clavó las garras en el pecho. Glaedr
arqueó el cuello y clavó los dientes en el muslo izquierdo de
Espina, sujetándolo a pesar de que el dragón rojo pateó y se
retorció como un gato atrapado. La sangre caliente y salada llenó
la boca de Glaedr.
Mientras caían, Glaedr oyó el sonido de las espadas contra
los escudos de Oromis y Murtagh, que intercambiaban una lluvia de
golpes. Espina se retorció y Glaedr vio a Morzan, hijo de Murtagh,
un instante. Glaedr pensó que el humano parecía asustado, pero no
estaba del todo seguro. Incluso después de estar tanto tiempo unido
a Oromis, todavía tenía dificultades en descifrar las expresiones
de los bípedos sin cuernos y sin cola, con esas caras blandas e
inexpresivas.
El sonido del metal cesó, y Murtagh gritó:
-¡Maldito seas por no haber aparecido antes! ¡Maldito seas!
¡Hubieras podido ayudarnos! ¡Hubieras podido…! -Pareció que Murtagh
se atragantaba un momento.
Glaedr gruñó al notar que una fuerza invisible detenía
abruptamente su caída casi obligándolo a soltar la pata de Espina
y, luego, los elevaba a los cuatro por el cielo, cada vez más alto,
hasta que la ciudad hormiguero fue sólo una tenue mancha e incluso
Glaedr tuvo dificultades en respirar el aire
enrarecido.
«¿Qué está haciendo el jovenzuelo? -se preguntó Glaedr,
preocupado-. ¿Es que se quiere suicidar?»
Entonces Murtagh volvió a hablar y, al hacerlo, su voz sonó
más profunda y matizada que antes, y resonó como si se encontraran
en un salón vacío. A Glaedr se le pusieron las escamas de punta al
reconocer la voz de su antiguo enemigo.
-Así que habéis sobrevivido, Oromis, Glaedr -dijo Galbatorix.
Sus palabras sonaron claras y suaves, como las de un orador
experimentado, y el tono era de una falsa amabilidad-. Durante
mucho tiempo he pensado que los elfos debían de estar escondiéndome
a un dragón o a un Jinete. Es gratificante ver confirmadas mis
sospechas.
-¡Vete, hediondo traidor! -gritó Oromis-. ¡No obtendrás
ninguna satisfacción de nosotros!
Galbatorix se rio.
-Vaya bienvenida más brusca. Qué pena, Oromiselda. ¿Es que
han olvidado los elfos su famosa cortesía durante el último
siglo?
-Tú no mereces más cortesía que un lobo
rabioso.
-Oromis, recuerda lo que me dijiste cuando me encontraba ante
ti y los otros ancianos: «La rabia es un veneno. Debes extirparla
de tu mente o corromperá tu parte buena». Deberías seguir tu propio
consejo.
-No me confundirás con tu lengua viperina, Galbatorix. Eres
un ser abominable y nos ocuparemos de que seas eliminado, aunque
nos cueste la vida.
-Pero ¿por qué, Oromis? ¿Por qué te pones contra mí? Me
entristece que hayas permitido que tu odio distorsione tu
sabiduría, porque fuiste sabio una vez, Oromis, quizás el miembro
más sabio de toda nuestra orden. Fuiste el primero en reconocer que
la locura me estaba comiendo el alma, y fuiste tú quien convenció a
los ancianos de que me denegaran la petición de tener otro huevo de
dragón. Eso fue muy sabio por tu parte, Oromis. Inútil, pero sabio.
Y, de alguna manera, conseguiste escapar de Kialandí y Formora,
incluso después de que te hubieran quebrantado, y luego te
escondiste hasta que todos tus enemigos, excepto uno, hubieron
muerto. Eso también fue inteligente por tu parte,
elfo.
Galbatorix hizo una breve pausa.
-No hace falta que continúes luchando contra mí. Admito que
cometí crímenes terribles en mi juventud, pero esos días hace mucho
que han pasado, y cuando pienso en la sangre que he vertido, me
atormenta la conciencia. A pesar de eso, ¿qué conseguirías de mí?
No puedo deshacer lo que hice. Ahora mi mayor preocupación es
asegurar la paz y la prosperidad del imperio del cual soy señor y
gobernante. ¿No te das cuenta de que he perdido mi sed de venganza?
La rabia que me impulsó durante tantos años ha quedado reducida a
cenizas. Hazte la siguiente pregunta, Oromis: ¿quién es el
responsable de la guerra que asóla Alagaësia? Yo no. Fueron los
vardenos quienes provocaron este conflicto. Yo me hubiera
contentado con gobernar a mi propia gente y dejar a elfos, enanos y
surdanos a su albedrío. Pero los vardenos no nos dejarán en paz.
Fueron ellos quienes decidieron robar el huevo de Saphira, y son
ellos quienes cubren la tierra con montañas de cuerpos. No yo.
Fuiste sabio una vez, Oromis, y puedes volver a serlo. Abandona tu
odio y únete a mí en Ilirea. Contigo a mi lado, podré poner fin a
este conflicto y traer una era de paz que durará miles de años o
más.
Glaedr no se dejaba convencer. Apretó las mandíbulas
penetrantes haciendo aullar a Espina. El sonido del dolor pareció
increíblemente fuerte después del discurso de
Galbatorix.
En tono claro y resonante, Oromis dijo:
-No, no puedes hacer que olvidemos tus atrocidades con un
bálsamo de mentiras endulzadas. ¡Suéltanos! No tienes el poder de
retenernos aquí mucho tiempo más, y yo me niego a mantener una
chachara absurda con un traidor como tú.
-¡Bah! Eres un viejo loco y senil -dijo Galbatorix, y su voz
adquirió un tono brusco y enojado-. Deberías haber aceptado mi
oferta; hubieras sido el primero y más importante de mis esclavos.
Haré que lamentes tu descerebrada devoción a lo que llamas
justicia. Y estás equivocado. ¡ Puedo retenerte así tanto tiempo
como quiera, porque he adquirido el poder de un dios y no hay nadie
que pueda detenerme!
-¡No vencerás! -dijo Oromis-. Ni siquiera los dioses duran
para siempre.
Entonces Galbatorix soltó un juramento.
-¡Tu filosofía no me atañe, elfo! Soy el más grande de los
magos, y pronto seré incluso más poderoso. La muerte no podrá
conmigo. Tú, en cambio, morirás. Aunque primero sufrirás. Los dos
sufriréis más de lo imaginable, y entonces te mataré, Oromis, y me
llevaré tu corazón de corazones, Glaedr, y me servirás hasta el fin
de los tiempos.
-¡Nunca! -exclamó Oromis.
Y Glaedr volvió a oír el estruendo de las espadas y las
armaduras.
Glaedr había excluido a Oromis de su mente durante la
batalla, pero su vínculo era más profundo que su pensamiento
consciente, así que percibió el agarrotamiento de su Jinete,
incapacitado por el dolor lacerante de la rotura de huesos y
nervios. Alarmado, soltó la pata de Espina e intentó apartar al
dragón de un golpe. Espina aulló por el impacto, pero permaneció
donde estaba. El hechizo de Galbatorix les impedía moverse siquiera
unos centímetros en cualquier dirección.
Se oyó otro sonido metálico procedente de arriba; entonces
Glaedr vio que Naegling caía. La espada
dorada relampagueó y brilló mientras descendía hacia el suelo. Por
primera vez, la fría garra del miedo atenazó a Glaedr. La mayor
parte de la fuerza de voluntad de Oromis estaba almacenada en la
espada, y sus protecciones iban unidas a ella también. Sin la
espada, estaba indefenso.
Glaedr se lanzó contra los límites del hechizo de Galbatorix,
luchando con todas sus fuerzas por liberarse. Sin embargo, a pesar
de sus esfuerzos, no pudo escapar. Y justo cuando su Jinete
empezaba a recuperarse, sintió que Zar'roc
atravesaba a Oromis desde el hombro hasta la cadera. Glaedr
aulló.
Aulló igual que Oromis había aullado cuando su dragón perdió
la pata.
Una fuerza inexorable se concentró en el vientre de Glaedr.
Sin pararse a pensar si era posible, apartó a Espina y a Murtagh
con una ráfaga de magia y los lanzó volando como si fueran hojas
barridas por el viento. Luego apretó las alas contra los costados y
se precipitó hacia Gil'ead. Si pudiera llegar allí a tiempo,
Islanzadí y sus hechiceros podrían salvar a
Oromis.
La ciudad estaba demasiado lejos. La conciencia de Oromis se
apagaba…, se apagaba…, desaparecía en la nada…
Glaedr proyectó su propia fuerza en el cuerpo de Oromis en un
intento de sostenerlo hasta que llegaran a tierra. Pero a pesar de
toda la energía que le dio, no pudo detener la hemorragia, la
terrible hemorragia.
Glaedr…., suéltame -murmuró Oromis
mentalmente. Al cabo de un momento, con voz todavía más débil,
susurró: No llores mi
muerte.
Y entonces, el compañero de vida de Glaedr se fundió con el
vacío. Desaparecido. ¡ Desaparecido! ¡Desaparecido! Negrura. Vacío.
Estaba solo.
Una capa escarlata tiñó el mundo, que latía al mismo ritmo
que su pulso. Desplegó las alas y voló de vuelta por donde había
venido, buscando a Espina y a su Jinete. No les permitiría escapar;
los atraparía, los desgarraría y los quemaría hasta que los hubiera
extirpado del mundo.
Glaedr vio que el pequeño dragón rojo volaba hacia él, y
rugió de dolor para doblar la velocidad. El dragón rojo viró
bruscamente en el último momento en un intento de esquivarle, pero
no fue lo bastante rápido para evitar a Glaedr, que se precipitó
contra él, lo mordió y arrancó el último metro de la cola roja del
dragón. Un chorro de sangre le salió del muñón de la cola.
Chillando de dolor, el dragón rojo se retorció en el aire y se
lanzó tras Glaedr. Éste empezó a girar para darle la cara, pero el
dragón pequeño era demasiado rápido, demasiado ágil. Glaedr sintió
un dolor agudo en la base del cráneo: la visión le falló y no vio
nada.
¿Dónde estaba?
Estaba solo.
Estaba solo en la oscuridad.
Estaba solo en la oscuridad y no se podía mover ni ver
nada.
Podía percibir las mentes de otras criaturas cerca. La
naturaleza horrible de su situación lo invadió. Aulló en la
oscuridad. Aulló y aulló, y se abandonó a la agonía, sin importarle
lo que el futuro pudiera depararle, porque Oromis estaba muerto, y
él estaba solo.
¡Solo!
Sobresaltado, Eragon volvió en sí.
Estaba enroscado en el suelo y tenía el rostro surcado de
lágrimas. Se levantó del suelo y buscó a Saphira y a Arya con la
mirada.
Tardó un momento en comprender lo que veía.
La hechicera a quien Eragon había estado a punto de atacar
estaba tumbada delante de él, muerta de un solo golpe de espada.
Los espíritus que ella y sus compañeros habían reunido no se veían
por ninguna parte. Lady Lorana permanecía en su silla. Saphira se
estaba poniendo de pie en el extremo opuesto de la habitación. Y el
hombre que estaba sentado entre los tres hechiceros se encontraba
de pie a su lado y sujetaba a Arya en el aire, agarrándola por el
cuello.
La piel del hombre había perdido todo el color: estaba
completamente lívido. Su cabello, que antes era castaño, ahora era
de un color escarlata brillante, y cuando lo miró y sonrió, Eragon
vio que sus ojos ahora eran granates. En su aspecto y en su
actitud, se parecía a Durza.
-Nuestro nombre es Varaug -dijo el Sombra-.
Témenos.
Arya intentaba golpearlo, pero parecía que los golpes no
surtían efecto alguno.
La presión llameante de la conciencia del Sombra pesaba en la
mente de Eragon, intentando romper sus defensas. La fuerza del
ataque le dejó inmóvil: casi no podía rechazar los penetrantes
tentáculos de la mente del Sombra, y era incapaz de caminar ni de
blandir la espada. Por la razón que fuera, Varaug era incluso más
fuerte que Durza, y Eragon no sabía cuánto tiempo podría resistirse
a la voluntad del Sombra. Vio que Saphira también estaba siendo
atacada: estaba sentada y tensa, sin moverse, al lado del balcón y
tenía una extraña mueca en el rostro.
Arya tenía las venas de la frente hinchadas por el esfuerzo,
y la cara, púrpura. Tenía la boca abierta, pero no respiraba.
Golpeó el codo del Sombra con la palma de la mano derecha y le
rompió la articulación con un fuerte crujido. El brazo de Varaug
cayó, inerte, y por un momento los pies de Arya rozaron el suelo,
pero entonces los huesos del brazo del Sombra volvieron a colocarse
en su sitio y la levantó todavía más.
-Morirás -gruñó Varaug-. Morirás por habernos aprisionado en
esta arcilla fría y dura.
Ver que las vidas de Arya y de Saphira estaban en peligro le
libró de toda emoción, poseído de una gran determinación interna.
Con el pensamiento agudo y claro como un cristal afilado, se
proyectó hacia la bullente conciencia del Sombra. Varaug era
demasiado poderoso, y los espíritus que moraban en él eran
excesivamente dispares para que pudiera controlarlos, así que
Eragon intentó aislar al Sombra. Rodeó la mente de Varaug con la
suya: cada vez que éste intentaba proyectarse hacia Saphira o hacia
Arya, Eragon bloqueaba el rayo mental; por otro lado, cada vez que
el Sombra intentaba mover su cuerpo, Eragon contrarrestaba la
urgencia de hacerlo con una orden.
Pelearon a la velocidad de la luz, recorriendo de un lado a
otro todo el perímetro de la mente del Sombra, que era un paisaje
tan incoherente y desordenado que Eragon temió volverse loco si lo
miraba mucho rato. Se puso al límite mientras peleaba con Varaug,
intentando anticiparse a todos sus movimientos, pero sabía que
aquella disputa solamente podía terminar con su propia derrota. Por
muy rápido que fuera, no podía superar las numerosas inteligencias
que se encontraban en el interior del Sombra.
Su concentración empezó a debilitarse. Varaug aprovechó la
oportunidad de penetrar a la fuerza en la mente de Eragon: lo
atrapó, lo transfiguró…, suprimió todos sus pensamientos hasta que
Eragon no pudo hacer otra cosa que mirar al Sombra con una rabia
sorda. Un hormigueo insoportable le inundó los miembros cuando los
espíritus lo recorrieron por completo, atormentándole cada uno de
los nervios del cuerpo.
-¡Tu anillo está lleno de luz! -exclamó Varaug con los ojos
muy abiertos-. ¡De una luz hermosa! ¡Nos alimentará durante mucho
tiempo!
Entonces Arya le cogió la muñeca y se la rompió por tres
puntos. Varaug rugió de rabia, pero Arya se soltó antes de que él
pudiera curarse a sí mismo y cayó al suelo, jadeando. Varaug le dio
una patada, pero ella rodó por el suelo y alargó el brazo para
coger su espada.
Eragon temblaba, intentando expulsar la opresiva presencia
del Sombra.
Los dedos de Arya se cerraron alrededor del mango de la
espada. El Sombra emitió un aullido inarticulado y se abalanzó
sobre ella. Ambos rodaron por el suelo, luchando por hacerse con el
arma. Arya soltó un grito y golpeó la cabeza de Varaug con el pomo
de la espada. El Sombra se quedó inmóvil un instante y Arya se
arrastró hacia atrás y se puso en pie.
En un instante, Eragon se soltó de Varaug. Sin pensar en ser
prudente, reanudó el ataque contra la conciencia del Sombra con la
única intención de contenerlo unos momentos.
Varaug se puso de rodillas para incorporarse, pero le
flaquearon las fuerzas bajo los esfuerzos redoblados de
Eragon.
-¡A él! -gritó Eragon.
Arya se lanzó hacia delante, el pelo negro
volando…
Y atravesó el corazón del Sombra.
Eragon, con una mueca, se desembarazó de la mente del Sombra
mientras éste se apartaba de Arya, arrancándose la hoja del cuerpo.
El Sombra abrió la boca y emitió un agudo y titubeante aullido que
rompió los cristales de la antorcha. Alargó una mano y se tambaleó
en dirección a Arya, pero, de repente, se detuvo: su piel
desapareció y él se hizo transparente, revelando las docenas de
brillantes espíritus atrapados en su cuerpo. Los espíritus
empezaron a vibrar y a aumentar de tamaño hasta que reventaron los
músculos de Varaug. Con un último destello de luz, los espíritus lo
desgarraron y volaron por la habitación, hasta atravesar los muros
como si la piedra no tuviera consistencia alguna.
El pulso de Eragon se fue normalizando. Luego, sintiéndose
viejo y cansado, caminó hasta Arya, que estaba de pie, apoyada en
una silla y que se tapaba el cuello con una mano. Tosió y escupió
sangre. Puesto que parecía incapaz de hablar, Eragon puso la mano
encima de la de ella y dijo:
-Waíse heill.
Mientras la energía para curarle las heridas salía de su
cuerpo, Eragon sintió que le fallaban las piernas y tuvo que
sujetarse en la silla.
-¿Mejor? -preguntó, cuando hubo terminado de pronunciar el
hechizo.
-Mejor -susurró Arya, con una débil sonrisa. Hizo un gesto
hacia donde antes se encontraba el Sombra-. Lo hemos matado… Lo
hemos matado y, a pesar de ello, no hemos muerto. -Lo dijo en tono
de sorpresa-. Muy pocos han matado a un Sombra y han
sobrevivido.
-Eso es porque lucharon solos, no juntos, como
nosotros.
-No, no como nosotros.
-Tú me ayudaste en Farthen Dür, y yo te he ayudado
aquí.
-Sí.
-Ahora tendré que llamarte «Asesina de
Sombra».
-Los dos…
Saphira los sobresaltó con un dolorido y prolongado lamento.
Sin dejar de aullar, arañó el suelo con las garras abriendo surcos
en la piedra. Movió la cola de un lado a otro, como un látigo,
destrozando los muebles y las oscuras pinturas de las
paredes.
¡Desaparecido! -dijo-. ¡Desaparecido! ¡Desaparecido para
siempre!
-Saphira, ¿qué sucede? -exclamó Arya. Puesto que Saphira no
respondía, Arya le repitió la pregunta a Eragon.
Eragon, detestando tener que pronunciar esas palabras,
dijo:
-Oromis y Glaedr están muertos. Galbatorix los ha
matado.
Arya se tambaleó como si hubiera recibido un golpe. Se sujetó
al respaldo de la silla con tanta fuerza que los nudillos se le
pusieron blancos. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que le
cayeron por las mejillas y le humedecieron todo el
rostro.
-Eragon.
Alargó la mano y lo cogió por el hombro y, casi por
accidente, Eragon se encontró abrazándola. También se le llenaron
los ojos de lágrimas y apretó la mandíbula en un esfuerzo por
mantener la compostura: si empezaba a llorar, sabía que no podría
parar.
Permanecieron abrazados el uno al otro durante un largo rato,
consolándose mutuamente. Luego Arya se apartó y
dijo:
-¿Cómo sucedió?
-Oromis sufrió uno de sus ataques, y mientras estaba
paralizado, Galbatorix utilizó a Murtagh para… -A Eragon se le
quebró la voz, y meneó la cabeza-. Te lo contaré cuando se lo
cuente a Nasuada. Ella tiene que saber lo que ha sucedido, y no
quiero tener que contarlo más de una vez.
Arya asintió con la cabeza.
-Entonces vayamos a verla.