Al cabo de una hora salieron al valle Odred, que iba de norte
a sur. Cobijado entre las faldas de las colinas, en la cabeza del
estrecho valle cubierto de heléchos se encontraba Fernothmérna, un
lago bastante grande que era como una mancha de tinta negra entre
las altísimas montañas Beor. Desde el extremo norte de Fernothmérna
fluía el Ragni Darmn, que recorría su sinuoso camino subiendo por
el valle hasta que se unía al Az Ragni, en las laderas de Moldün la
Orgullosa, la montaña más al norte de las Beor.
Habían salido de Tronjheim mucho antes del amanecer y, aunque
el túnel había retrasado la marcha, todavía era temprano. La tira
de cielo recortado por las montañas se veía atravesado por los
pálidos rayos del sol que se colaban entre las cumbres de las
montañas. En el valle, abajo, unas tiras de nubes bajas colgaban de
las laderas de las montañas como enormes serpientes grises. Unas
espirales de niebla blanca se elevaban desde la pulida superficie
del lago.
Eragon y Saphira se detuvieron en la ribera del Fernothmérna
para beber y para rellenar las botas para el siguiente tramo del
viaje. El agua provenía de la nieve y del hielo derretidos de las
montañas. Estaba tan fría que a Eragon le dolieron los dientes; el
frío le provoco un pinchazo de dolor en el cráneo. Apretó los ojos
con fuerza y golpeó el suelo con los pies.
Cuando el dolor disminuyó, Eragon miró al otro lado. Entre la
niebla vio las ruinas de un castillo que se desparramaba sobre la
piedra desnuda de una montaña. Una densa capa de hiedra
estrangulaba los muros desmoronados, pero, a parte de eso, el
edificio parecía no tener vida. Eragon se estremeció. El edificio
abandonado era lúgubre, de mal agüero, como si fuera el caparazón
podrido de una bestia abyecta.
¿Listo?-preguntó
Saphira.
Listo -respondió él subiendo a la
silla.
Desde Fernothmérna, Saphira voló hacia el norte siguiendo el
valle Odred, fuera de las montañas Beor. El valle no conducía
directamente a Ellesméra, que se encontraba más lejos y al oeste;
sin embargo, no tenían más remedio que permanecer en el valle, dado
que los pasos entre las montañas se encontraban a más de ocho
kilómetros de altura.
Saphira voló tan alto como Eragon podía soportar, pues era
más fácil para ella recorrer largas distancias en la enrarecida
atmósfera de las alturas que en el aire denso y húmedo que había
cerca del suelo. El chico se había protegido de las heladas
temperaturas con varias capas de ropa y cubriéndose del viento con
un hechizo que dividía la corriente de aire antes de llegar a él y
que hacía que le pasara por ambos lados sin
tocarlo.
Montar a Saphira no era una tarea descansada, pero como ella
batía las alas de forma lenta y regular, Eragon no necesitó
concentrarse en mantener el equilibrio como tenía que hacer cuando
ella viraba, o caía en picado o realizaba maniobras más peligrosas.
Pasaba la mayor parte del tiempo hablando con Saphira, rememorando
los sucesos de las últimas semanas y estudiando la vista siempre
cambiante que tenían abajo.
Utilizaste la magia sin el idioma antiguo
cuando los enanos te atacaron -dijo Saphira-. Eso fue peligroso.
Lo sé, pero no
tenía tiempo de recordar las palabras. Además, tú nunca utilizas el
idioma antiguo cuando lanzas un hechizo.
Eso es distinto. Soy una dragona. No
necesitamos el idioma antiguo para afirmar nuestras intenciones;
sabemos lo que queremos, y no cambiamos de opinión con tanta facilidad como los elfos y los
humanos.
El sol anaranjado tenía el tamaño de un palmo sobre el
horizonte cuando Saphira voló por encima de la entrada del valle y
salió a las praderas llanas y vacías que colindaban con las
montañas Beor. Eragon se enderezó en la silla, miró a su alrededor
y meneó la cabeza, impresionado al ver la distancia que habían
recorrido.
Ojalá hubiéramos
volado a Ellesméra desde el principio -dijo-… Hubiéramos tenido mucho más tiempo para estar con Oromis
y Glaedr.
Saphira mostró su conformidad con un asentimiento de cabeza.
Voló hasta que el sol se hubo puesto, las estrellas llenaron el
cielo y las montañas fueron una mancha oscura de color púrpura a
sus espaldas. Hubiera continuado hasta la mañana, pero Eragon
insistió en que se detuviera a descansar.
Todavía estás
cansada de tu viaje a Farthen Dür. Podemos volar durante la noche
de mañana, y al día siguiente también, si es necesario, pero esta
noche tienes que descansar.
Aunque a Saphira no le gustó la propuesta, accedió y aterrizó
en una zona de sauces que crecían a lo largo de un riachuelo. Al
desmontar, Eragon se dio cuenta de que tenía las piernas tan
agarrotadas que le costaba aguantarse sobre los pies. Desensilló a
Saphira, extendió su colchoneta en el suelo al lado de la dragona y
se enroscó con la espalda contra el cuerpo caliente de ella. No
necesitaba ninguna tienda, ya que ella lo cubrió con un ala, como
una madre halcón que protegiera a sus polluelos. Pronto ambos se
sumieron en sus respectivos sueños, que se entremezclaron de forma
extraña y maravillosa porque sus mentes continuaban conectadas
incluso entonces.
En cuanto apareció la primera luz en el este, Eragon y
Saphira reanudaron el viaje y se elevaron a gran altura por encima
de las verdes llanuras.
A media mañana, se levantó un fuerte viento de cara que
obligó a Saphira a volar a la mitad de velocidad de lo normal. Por
mucho que lo intentó, no pudo elevarse por encima de la corriente y
estuvo luchando contra el viento durante todo el día. Fue un
trabajo duro y, aunque Eragon le dio tanta fuerza propia como pudo,
por la tarde su agotamiento era profundo. Descendió y aterrizó en
un montículo en las praderas y se tumbó con las alas plegadas sobre
el suelo, jadeando y temblando.
Deberíamos
quedarnos aquí a pasar la noche -sugirió
Eragon.
No.
Saphira, no estás
en condiciones de continuar. Acampemos hasta que te recuperes.
Quién sabe, quizás el viento haya amainado al
anochecer.
Saphira se lamió el morro con unos lametazos sonoros y
continuó jadeando.
No -dijo ella-. En estas llanuras el viento puede estar soplando durante
semanas, incluso durante meses. No podemos esperar a que
amaine.
Pero…
No abandonaré
simplemente porque es doloroso, Eragon. Hay demasiado en
juego…
Entonces, déjame
que te dé la energía de Aren. En el anillo
hay más que suficiente para mantenerte desde aquí hasta Du
Weldenvarden.
No -repitió ella-. Guarda Aren para cuando no
tengamos ningún otro recurso. Puedo descansar y recuperarme en el
bosque. Pero es posible que necesitemos a Aren en cualquier momento; no deberías gastarlo solamente
para aminorar mi incomodidad.
Pero detesto verte tan
mal.
A Saphira se le escapó un ligero gruñido.
Mis antepasados, los dragones salvajes,
no se hubieran arredrado por una brisa insignificante como
ésta, y yo tampoco lo
haré.
Diciendo esto, levantó el vuelo con Eragon en la grupa y
penetró en la galerna.
A medida que el día se aproximaba a su fin y el viento
continuaba aullando a su alrededor, impidiendo el avance de Saphira
como si el destino estuviera decidido a impedirles que llegaran a
Du Weldenvarden, Eragon pensó en Glümra, la enana, y en su fe en
los dioses de los enanos y, por primera vez en su vida, sintió
deseos de rezar. Se separó del contacto mental con Saphira -que
estaba tan cansada y preocupada que no se dio cuenta- y
susurró:
-Güntera, rey de los dioses. Si existes, si puedes oírme y si
tienes el poder de hacerlo, por favor, calma este viento. Sé que no
soy un enano, pero el rey Hrothgar me adoptó en su clan y creo que
eso me da derecho a rezar. Güntera, por favor, tenemos que llegar a
Du Weldenvarden tan pronto como sea posible, no sólo por el bien de
los vardenos, sino también por el bien de tu gente, los knurlan.
Por favor, te lo ruego, calma este viento. Saphira no podrá
soportarlo mucho tiempo más.
Entonces, sintiéndose un tanto estúpido, se aproximó a la
conciencia de Saphira e hizo una mueca al notar su dolor en sus
propios músculos.
Esa noche, tarde, cuando todo era frío y oscuro, el viento
amainó y a partir de ese momento solamente los golpeaba de vez en
cuando alguna ráfaga.
Cuando llegó la mañana, Eragon miró hacia abajo y vio la
tierra dura y seca del desierto de Hadarac.
¡Maldita sea! -dijo, al ver que no
habían llegado tan lejos como había esperado-. No llegamos todavía a Ellesméra,
¿verdad?
No, a no ser que el viento decida soplar
en dirección contraria y nos lleve en su
grupa, tardaremos un buen rato -Saphira continuaba haciendo un
gran esfuerzo-. De todas formas, si no tenemos
más sorpresas desagradables, llegaremos a Du Weldenvarden al final
de la tarde.
Eragon soltó un gruñido.
Ese día solamente aterrizaron dos veces. En una de ellas,
mientras estaban en el suelo, Saphira devoró un par de patos que
había atrapado y matado con una llamarada, pero, aparte de eso,
continuó sin comer. Para ahorrar tiempo, Eragon comió sin moverse
de la silla.
Tal como Saphira había dicho, Du Weldenvarden apareció ante
su vista cuando el sol estaba a punto de ponerse. El bosque
apareció ante ellos como una interminable extensión verde. Los
árboles caducos -robles, hayas y arces- dominaban las partes
externas del bosque, pero Eragon sabía que en su interior se
encontraban los adustos pinos que formaban la mayor parte del
bosque.
Cuando llegaron al linde de Du Weldenvarden, ya había
anochecido. Saphira aterrizó suavemente bajo las grandes ramas de
un enorme roble. Dobló las alas y se sentó un rato, demasiado
cansada para continuar. La lengua escarlata le colgaba de la boca.
Mientras descansaba, Eragon escuchó el rumor de las hojas por
encima de sus cabezas, el ulular de los buhos y el canto de los
insectos nocturnos.
Cuando se hubo recuperado un poco, Saphira caminó por entre
dos gigantescos robles cubiertos de musgo y los dos entraron en Du
Weldenvarden a pie. Los elfos habían hecho que fuera imposible que
nadie entrara en el bosque gracias a la magia, y dado que los
dragones no sólo volaban con la fuerza de su cuerpo, Saphira no
podía entrar desde el aire porque, si lo hacía, las alas se le
doblarían y se caerían del cielo.
Ésta debería ser una buena distancia
-dijo Saphira, que se detuvo en un pequeño prado que se encontraba
a varios metros del linde del bosque.
Eragon desabrochó las correas que le sujetaban las piernas y
se deslizó por el costado de Saphira hasta el suelo. Examinó el
prado hasta que encontró una zona de tierra sin hierba. Con las
manos hizo un agujero de unos cincuenta centímetros de ancho y
atrajo agua para llenarlo. Luego pronunció el hechizo para crear un
espejo encantado. El agua brilló y adquirió un suave brillo
amarillento cuando Eragon empezó a ver el interior de la tienda de
Oromis. El elfo de pelo plateado se encontraba sentado a su mesa de
la cocina y leía un gastado rollo de pergamino. Levantó la vista
hacia Eragon y asintió sin ninguna muestra de
sorpresa.
-Maestro -dijo Eragon, realizando el giro de mano frente al
pecho.
-Saludos, Eragon. Te esperaba. ¿Dónde estás? -Saphira y yo
acabamos de llegar a Du Weldenvarden… Maestro, sé que prometí
volver a Ellesméra, pero los vardenos están sólo a unos días de la
ciudad de Feinster, y sin nosotros son vulnerables. No tenemos
tiempo de recorrer el camino hasta Ellesméra. ¿Podrías responder a
nuestras preguntas aquí, a través del espejo?
Oromis se recostó en la silla con una expresión grave y
pensativa en sus facciones angulosas.
-No te instruiré a distancia, Eragon -dijo-. Puedo adivinar
algunas de las cosas que deseas preguntarme: son temas que debemos
hablar en persona.
-Maestro, por favor. Si Murtagh y Espina… -No, Eragon.
Comprendo los motivos de tu urgencia, pero tus estudios son tan
importantes como proteger a los vardenos, quizás incluso más.
Tenemos que hacer esto de la manera adecuada o no
hacerlo.
Eragon suspiró, desanimado. -Sí, Maestro.
Oromis asintió con la cabeza.
-Glaedr y yo te estaremos esperando. Vuela con cuidado y
deprisa. Tenemos que hablar de muchas cosas. -Sí,
Maestro.
Sintiéndose entumecido y agotado, Eragon finalizó el hechizo.
El agua se coló en el suelo y él apoyó la cabeza en las manos y
clavó los ojos en el trozo de tierra húmeda que había quedado entre
sus pies.
Supongo que tenemos que continuar. Lo
siento. Saphira aguantó la respiración un momento para lamerse
el morro.
No pasa nada. No estoy a punto de
desplomarme. Eragon levantó la vista hasta ella: ¿Estás segura?
Sí.
Eragon se puso en pie a regañadientes y subió a su
grupa.
Ya que vamos a Ellesméra -dijo mientras se abrochaba las correas a las
piernas-, deberíamos visitar el árbol Menoa
otra vez. Quizá podamos averiguar por fin qué quería decir
Solembum. Me iría bien una espada nueva.
Cuando Eragon se había encontrado con Solembum en Teirm, el
hombre gato le había dicho: «Cuando llegue el momento y necesites
un arma, busca bajo las raíces del árbol Menoa; y cuando todo
parezca perdido y tu poder sea insuficiente, ve a la roca de
Kuthian y pronuncia tu nombre para abrir la Cripta de las Almas».
Eragon todavía no sabía dónde estaba la roca de Kuthian, pero
durante su primer día en Ellesméra, él y Saphira habían tenido
varias oportunidades de examinar el árbol Menoa. No habían
descubierto nada respecto a la localización exacta de las supuestas
armas. Musgo, tierra y corteza, además de alguna hormiga, fueron
las únicas cosas que habían encontrado entre las raíces del árbol
Menoa, y ninguna de ellas indicaba dónde excavar.
Quizá Solembum no
se refería a una espada -señaló Saphira-. A
los hombres gato les gustan los acertijos tanto como a los
dragones. Si esa arma existe, quizá sea un trozo de pergamino con
un hechizo escrito en él, o un libro, o una pintura, o un trozo de
roca afilado, o cualquier otra cosa peligrosa.
Sea lo que sea, espero que podamos
encontrarlo. ¿Quién sabe cuándo tendremos
oportunidad de volver a Ellesméra?
Saphira arrastró a un lado un árbol caído que tenía delante,
se agachó y abrió las aterciopeladas alas. Eragon soltó un chillido
y se agarró a la silla en cuanto ella se levantó con una fuerza
inesperada por encima de las copas de los árboles con un movimiento
vertiginoso.
Saphira viró sobre el mar de ramas y se orientó en dirección
noroeste, hacia la capital de los elfos, con un batir de alas lento
y pesado.