Desde Tronjheim, Saphira voló los ocho kilómetros hasta la pared interior de Farthen Dür. Luego, ella y Eragon entraron en el túnel que, por el este, penetraba la roca durante kilómetros a través de la base de Farthen Dür. Eragon hubiera podido correr la longitud del túnel en unos diez minutos, pero dado que la altura del techo impedía a Saphira volar o saltar, ella no hubiera podido seguirle el ritmo, así que se limitó a caminar deprisa.


Al cabo de una hora salieron al valle Odred, que iba de norte a sur. Cobijado entre las faldas de las colinas, en la cabeza del estrecho valle cubierto de heléchos se encontraba Fernothmérna, un lago bastante grande que era como una mancha de tinta negra entre las altísimas montañas Beor. Desde el extremo norte de Fernothmérna fluía el Ragni Darmn, que recorría su sinuoso camino subiendo por el valle hasta que se unía al Az Ragni, en las laderas de Moldün la Orgullosa, la montaña más al norte de las Beor.

Habían salido de Tronjheim mucho antes del amanecer y, aunque el túnel había retrasado la marcha, todavía era temprano. La tira de cielo recortado por las montañas se veía atravesado por los pálidos rayos del sol que se colaban entre las cumbres de las montañas. En el valle, abajo, unas tiras de nubes bajas colgaban de las laderas de las montañas como enormes serpientes grises. Unas espirales de niebla blanca se elevaban desde la pulida superficie del lago.

Eragon y Saphira se detuvieron en la ribera del Fernothmérna para beber y para rellenar las botas para el siguiente tramo del viaje. El agua provenía de la nieve y del hielo derretidos de las montañas. Estaba tan fría que a Eragon le dolieron los dientes; el frío le provoco un pinchazo de dolor en el cráneo. Apretó los ojos con fuerza y golpeó el suelo con los pies.

Cuando el dolor disminuyó, Eragon miró al otro lado. Entre la niebla vio las ruinas de un castillo que se desparramaba sobre la piedra desnuda de una montaña. Una densa capa de hiedra estrangulaba los muros desmoronados, pero, a parte de eso, el edificio parecía no tener vida. Eragon se estremeció. El edificio abandonado era lúgubre, de mal agüero, como si fuera el caparazón podrido de una bestia abyecta.

¿Listo?-preguntó Saphira.

Listo -respondió él subiendo a la silla.


Desde Fernothmérna, Saphira voló hacia el norte siguiendo el valle Odred, fuera de las montañas Beor. El valle no conducía directamente a Ellesméra, que se encontraba más lejos y al oeste; sin embargo, no tenían más remedio que permanecer en el valle, dado que los pasos entre las montañas se encontraban a más de ocho kilómetros de altura.

Saphira voló tan alto como Eragon podía soportar, pues era más fácil para ella recorrer largas distancias en la enrarecida atmósfera de las alturas que en el aire denso y húmedo que había cerca del suelo. El chico se había protegido de las heladas temperaturas con varias capas de ropa y cubriéndose del viento con un hechizo que dividía la corriente de aire antes de llegar a él y que hacía que le pasara por ambos lados sin tocarlo.

Montar a Saphira no era una tarea descansada, pero como ella batía las alas de forma lenta y regular, Eragon no necesitó concentrarse en mantener el equilibrio como tenía que hacer cuando ella viraba, o caía en picado o realizaba maniobras más peligrosas. Pasaba la mayor parte del tiempo hablando con Saphira, rememorando los sucesos de las últimas semanas y estudiando la vista siempre cambiante que tenían abajo.

Utilizaste la magia sin el idioma antiguo cuando los enanos te atacaron -dijo Saphira-. Eso fue peligroso.

Lo sé, pero no tenía tiempo de recordar las palabras. Además, tú nunca utilizas el idioma antiguo cuando lanzas un hechizo.

Eso es distinto. Soy una dragona. No necesitamos el idioma antiguo para afirmar nuestras intenciones; sabemos lo que queremos, y no cambiamos de opinión con tanta facilidad como los elfos y los humanos.


El sol anaranjado tenía el tamaño de un palmo sobre el horizonte cuando Saphira voló por encima de la entrada del valle y salió a las praderas llanas y vacías que colindaban con las montañas Beor. Eragon se enderezó en la silla, miró a su alrededor y meneó la cabeza, impresionado al ver la distancia que habían recorrido.

Ojalá hubiéramos volado a Ellesméra desde el principio -dijo-… Hubiéramos tenido mucho más tiempo para estar con Oromis y Glaedr.

Saphira mostró su conformidad con un asentimiento de cabeza. Voló hasta que el sol se hubo puesto, las estrellas llenaron el cielo y las montañas fueron una mancha oscura de color púrpura a sus espaldas. Hubiera continuado hasta la mañana, pero Eragon insistió en que se detuviera a descansar.

Todavía estás cansada de tu viaje a Farthen Dür. Podemos volar durante la noche de mañana, y al día siguiente también, si es necesario, pero esta noche tienes que descansar.

Aunque a Saphira no le gustó la propuesta, accedió y aterrizó en una zona de sauces que crecían a lo largo de un riachuelo. Al desmontar, Eragon se dio cuenta de que tenía las piernas tan agarrotadas que le costaba aguantarse sobre los pies. Desensilló a Saphira, extendió su colchoneta en el suelo al lado de la dragona y se enroscó con la espalda contra el cuerpo caliente de ella. No necesitaba ninguna tienda, ya que ella lo cubrió con un ala, como una madre halcón que protegiera a sus polluelos. Pronto ambos se sumieron en sus respectivos sueños, que se entremezclaron de forma extraña y maravillosa porque sus mentes continuaban conectadas incluso entonces.


En cuanto apareció la primera luz en el este, Eragon y Saphira reanudaron el viaje y se elevaron a gran altura por encima de las verdes llanuras.

A media mañana, se levantó un fuerte viento de cara que obligó a Saphira a volar a la mitad de velocidad de lo normal. Por mucho que lo intentó, no pudo elevarse por encima de la corriente y estuvo luchando contra el viento durante todo el día. Fue un trabajo duro y, aunque Eragon le dio tanta fuerza propia como pudo, por la tarde su agotamiento era profundo. Descendió y aterrizó en un montículo en las praderas y se tumbó con las alas plegadas sobre el suelo, jadeando y temblando.

Deberíamos quedarnos aquí a pasar la noche -sugirió Eragon.

No.

Saphira, no estás en condiciones de continuar. Acampemos hasta que te recuperes. Quién sabe, quizás el viento haya amainado al anochecer.

Saphira se lamió el morro con unos lametazos sonoros y continuó jadeando.

No -dijo ella-. En estas llanuras el viento puede estar soplando durante semanas, incluso durante meses. No podemos esperar a que amaine.

Pero…

No abandonaré simplemente porque es doloroso, Eragon. Hay demasiado en juego…

Entonces, déjame que te dé la energía de Aren. En el anillo hay más que suficiente para mantenerte desde aquí hasta Du Weldenvarden.

No -repitió ella-. Guarda Aren para cuando no tengamos ningún otro recurso. Puedo descansar y recuperarme en el bosque. Pero es posible que necesitemos a Aren en cualquier momento; no deberías gastarlo solamente para aminorar mi incomodidad.

Pero detesto verte tan mal.

A Saphira se le escapó un ligero gruñido.

Mis antepasados, los dragones salvajes, no se hubieran arredrado por una brisa insignificante como ésta, y yo tampoco lo haré.

Diciendo esto, levantó el vuelo con Eragon en la grupa y penetró en la galerna.

A medida que el día se aproximaba a su fin y el viento continuaba aullando a su alrededor, impidiendo el avance de Saphira como si el destino estuviera decidido a impedirles que llegaran a Du Weldenvarden, Eragon pensó en Glümra, la enana, y en su fe en los dioses de los enanos y, por primera vez en su vida, sintió deseos de rezar. Se separó del contacto mental con Saphira -que estaba tan cansada y preocupada que no se dio cuenta- y susurró:

-Güntera, rey de los dioses. Si existes, si puedes oírme y si tienes el poder de hacerlo, por favor, calma este viento. Sé que no soy un enano, pero el rey Hrothgar me adoptó en su clan y creo que eso me da derecho a rezar. Güntera, por favor, tenemos que llegar a Du Weldenvarden tan pronto como sea posible, no sólo por el bien de los vardenos, sino también por el bien de tu gente, los knurlan. Por favor, te lo ruego, calma este viento. Saphira no podrá soportarlo mucho tiempo más.

Entonces, sintiéndose un tanto estúpido, se aproximó a la conciencia de Saphira e hizo una mueca al notar su dolor en sus propios músculos.

Esa noche, tarde, cuando todo era frío y oscuro, el viento amainó y a partir de ese momento solamente los golpeaba de vez en cuando alguna ráfaga.

Cuando llegó la mañana, Eragon miró hacia abajo y vio la tierra dura y seca del desierto de Hadarac.

¡Maldita sea! -dijo, al ver que no habían llegado tan lejos como había esperado-. No llegamos todavía a Ellesméra, ¿verdad?

No, a no ser que el viento decida soplar en dirección contraria y nos lleve en su grupa, tardaremos un buen rato -Saphira continuaba haciendo un gran esfuerzo-. De todas formas, si no tenemos más sorpresas desagradables, llegaremos a Du Weldenvarden al final de la tarde.

Eragon soltó un gruñido.

Ese día solamente aterrizaron dos veces. En una de ellas, mientras estaban en el suelo, Saphira devoró un par de patos que había atrapado y matado con una llamarada, pero, aparte de eso, continuó sin comer. Para ahorrar tiempo, Eragon comió sin moverse de la silla.


Tal como Saphira había dicho, Du Weldenvarden apareció ante su vista cuando el sol estaba a punto de ponerse. El bosque apareció ante ellos como una interminable extensión verde. Los árboles caducos -robles, hayas y arces- dominaban las partes externas del bosque, pero Eragon sabía que en su interior se encontraban los adustos pinos que formaban la mayor parte del bosque.

Cuando llegaron al linde de Du Weldenvarden, ya había anochecido. Saphira aterrizó suavemente bajo las grandes ramas de un enorme roble. Dobló las alas y se sentó un rato, demasiado cansada para continuar. La lengua escarlata le colgaba de la boca. Mientras descansaba, Eragon escuchó el rumor de las hojas por encima de sus cabezas, el ulular de los buhos y el canto de los insectos nocturnos.

Cuando se hubo recuperado un poco, Saphira caminó por entre dos gigantescos robles cubiertos de musgo y los dos entraron en Du Weldenvarden a pie. Los elfos habían hecho que fuera imposible que nadie entrara en el bosque gracias a la magia, y dado que los dragones no sólo volaban con la fuerza de su cuerpo, Saphira no podía entrar desde el aire porque, si lo hacía, las alas se le doblarían y se caerían del cielo.

Ésta debería ser una buena distancia -dijo Saphira, que se detuvo en un pequeño prado que se encontraba a varios metros del linde del bosque.

Eragon desabrochó las correas que le sujetaban las piernas y se deslizó por el costado de Saphira hasta el suelo. Examinó el prado hasta que encontró una zona de tierra sin hierba. Con las manos hizo un agujero de unos cincuenta centímetros de ancho y atrajo agua para llenarlo. Luego pronunció el hechizo para crear un espejo encantado. El agua brilló y adquirió un suave brillo amarillento cuando Eragon empezó a ver el interior de la tienda de Oromis. El elfo de pelo plateado se encontraba sentado a su mesa de la cocina y leía un gastado rollo de pergamino. Levantó la vista hacia Eragon y asintió sin ninguna muestra de sorpresa.

-Maestro -dijo Eragon, realizando el giro de mano frente al pecho.

-Saludos, Eragon. Te esperaba. ¿Dónde estás? -Saphira y yo acabamos de llegar a Du Weldenvarden… Maestro, sé que prometí volver a Ellesméra, pero los vardenos están sólo a unos días de la ciudad de Feinster, y sin nosotros son vulnerables. No tenemos tiempo de recorrer el camino hasta Ellesméra. ¿Podrías responder a nuestras preguntas aquí, a través del espejo?

Oromis se recostó en la silla con una expresión grave y pensativa en sus facciones angulosas.

-No te instruiré a distancia, Eragon -dijo-. Puedo adivinar algunas de las cosas que deseas preguntarme: son temas que debemos hablar en persona.

-Maestro, por favor. Si Murtagh y Espina… -No, Eragon. Comprendo los motivos de tu urgencia, pero tus estudios son tan importantes como proteger a los vardenos, quizás incluso más. Tenemos que hacer esto de la manera adecuada o no hacerlo.

Eragon suspiró, desanimado. -Sí, Maestro.

Oromis asintió con la cabeza.

-Glaedr y yo te estaremos esperando. Vuela con cuidado y deprisa. Tenemos que hablar de muchas cosas. -Sí, Maestro.

Sintiéndose entumecido y agotado, Eragon finalizó el hechizo. El agua se coló en el suelo y él apoyó la cabeza en las manos y clavó los ojos en el trozo de tierra húmeda que había quedado entre sus pies.

Supongo que tenemos que continuar. Lo siento. Saphira aguantó la respiración un momento para lamerse el morro.

No pasa nada. No estoy a punto de desplomarme. Eragon levantó la vista hasta ella: ¿Estás segura?

Sí.

Eragon se puso en pie a regañadientes y subió a su grupa.

Ya que vamos a Ellesméra -dijo mientras se abrochaba las correas a las piernas-, deberíamos visitar el árbol Menoa otra vez. Quizá podamos averiguar por fin qué quería decir Solembum. Me iría bien una espada nueva.

Cuando Eragon se había encontrado con Solembum en Teirm, el hombre gato le había dicho: «Cuando llegue el momento y necesites un arma, busca bajo las raíces del árbol Menoa; y cuando todo parezca perdido y tu poder sea insuficiente, ve a la roca de Kuthian y pronuncia tu nombre para abrir la Cripta de las Almas». Eragon todavía no sabía dónde estaba la roca de Kuthian, pero durante su primer día en Ellesméra, él y Saphira habían tenido varias oportunidades de examinar el árbol Menoa. No habían descubierto nada respecto a la localización exacta de las supuestas armas. Musgo, tierra y corteza, además de alguna hormiga, fueron las únicas cosas que habían encontrado entre las raíces del árbol Menoa, y ninguna de ellas indicaba dónde excavar.

Quizá Solembum no se refería a una espada -señaló Saphira-. A los hombres gato les gustan los acertijos tanto como a los dragones. Si esa arma existe, quizá sea un trozo de pergamino con un hechizo escrito en él, o un libro, o una pintura, o un trozo de roca afilado, o cualquier otra cosa peligrosa.

Sea lo que sea, espero que podamos encontrarlo. ¿Quién sabe cuándo tendremos oportunidad de volver a Ellesméra?

Saphira arrastró a un lado un árbol caído que tenía delante, se agachó y abrió las aterciopeladas alas. Eragon soltó un chillido y se agarró a la silla en cuanto ella se levantó con una fuerza inesperada por encima de las copas de los árboles con un movimiento vertiginoso.

Saphira viró sobre el mar de ramas y se orientó en dirección noroeste, hacia la capital de los elfos, con un batir de alas lento y pesado.