Acababa de amanecer. Eragon estaba sentado en su catre, engrasando su cota de malla, cuando uno de los arqueros vardenos se le acercó y le rogó que curara a su mujer, que sufría de un tumor maligno. Aunque se había comprometido a estar en el pabellón de Nasuada al cabo de menos de una hora, Eragon accedió y acompañó al hombre a su tienda. Encontró a la mujer muy debilitada por el cáncer, y tuvo que aplicarse a fondo para extraer los insidiosos tentáculos del tumor de entre sus carnes. El esfuerzo le dejó cansado, pero estaba contento de haberle evitado a la mujer una agonía larga y dolorosa hasta la muerte.


Después, Eragon se reunió con Saphira en el exterior de la tienda del arquero y se quedó con ella unos minutos, frotándole los músculos próximos a la base del cuello. Ronroneando, Saphira agitó su sinuosa cola y giró la cabeza y los hombros para facilitarle el acceso a la suave piel bajo las escamas.

Mientras estabas ocupado ahí dentro, han venido otros a pedir audiencia contigo -dijo Saphira-, pero Blódhgarm y los suyos los han despachado, porque sus peticiones no eran urgentes.

¿De verdad?-respondió, sumergiendo los dedos bajo el borde de una de sus grandes escamas del cuello y rascando aún más fuerte-. Quizá tendría que emular a Nasuada.

¿Y eso?

El sexto día de cada semana, de la mañana al mediodía, concede audiencia a todo el que desea plantearle peticiones o disputas. Yo podría hacer lo mismo.

Me gusta la idea -dijo Saphira-. Sólo que tendrás que tener cuidado de no gastar demasiada energía en satisfacer las demandas de la gente. Tenemos que estar listos para combatir al Imperio en cualquier momento. -Apretó el cuello contra la mano de Eragon, ronroneando aún más fuerte.

Necesito una espada -dijo Eragon.

Pues consigúela.

Mmm…

Eragon siguió rascándola hasta que ella se apartó:

A menos que te apresures vas a llegar tarde a tu cita con Nasuada.

Juntos, emprendieron el camino hacia el centro del campamento y el pabellón de Nasuada. Estaba sólo a unos cientos de metros, así que Saphira caminó a su lado en vez de elevarse entre las nubes, como había hecho anteriormente.

Un centenar de pasos antes de llegar al pabellón se toparon con Angela, la herborista, que estaba arrodillada entre dos tiendas, señalando un cuadrado de cuero estirado sobre una piedra baja y lisa. Sobre el cuero había un puñado de huesos del tamaño de un dedo, cada uno con un símbolo diferente dibujado en cada faceta: eran las tabas de un dragón, con las que había leído el futuro de Eragon en Teirm.

Frente a Angela estaba sentada una mujer alta de anchas espaldas, con la piel morena y ajada por el tiempo; llevaba el pelo recogido en una gruesa trenza negra que le caía por la espalda; y su rostro aún resultaba atractivo a pesar de las duras líneas que los años habían trazado alrededor de su boca. Llevaba un vestido de color rojizo que había pertenecido antes a alguna mujer más baja; las muñecas le sobresalían bastantes centímetros más allá de las mangas. Se había atado una tira de tela oscura alrededor de cada muñeca, pero la de la izquierda se había soltado y se le había desplazado hacia el codo. En el lugar que había dejado al descubierto, Eragon vio unas gruesas cicatrices que sólo podían ser producto de la rozadura de unas esposas. A decir de las heridas, habría sido apresada por sus enemigos y se habría resistido, abriéndose las muñecas hasta el hueso. Se preguntaba si tendría un pasado de delincuencia o de esclavitud, y sintió que se le oscurecía el rostro al pensar en alguien tan cruel como para permitir que un prisionero a su cargo sufriera aquellas lesiones, aunque fueran autoinfligidas.

Junto a la mujer había una adolescente de rostro serio en la que apenas despuntaba la belleza de la edad adulta. Los músculos de sus antebrazos eran inusitadamente grandes, como si hubiera sido aprendiz de un herrero o hubiera practicado con la espada, algo muy improbable en una chica, por muy fuerte que fuera.

Angela acababa de decirles algo a la mujer y a su acompañante cuando Eragon y Saphira se detuvieron tras la bruja de cabellos rizados. Con un único movimiento, Angela recogió todos los huesos con el pedazo de cuero y se los guardó bajo el fajín amarillo que le rodeaba la cintura. Se puso en pie y les presentó a Eragon y a Saphira una brillante sonrisa:

-Vaya, vosotros dos tenéis un sentido de la puntualidad impecable. Parece que siempre aparecéis allá donde gira la rueda del destino.

-¿Donde gira la rueda del destino? -preguntó Eragon.

-¿Qué? -respondió ella, encogiéndose de hombros-. Bueno, no puedes esperar siempre expresiones brillantes, ni siquiera de mí. -Hizo un gesto a las dos extrañas, que también estaban en pie, y dijo-: Eragon, ¿te importaría darles tu bendición? Se han enfrentado a muchos peligros y aún les queda un duro camino por delante. Estoy segura de que agradecerían cualquier protección que les pudiera aportar la bendición de un Jinete de Dragón.

Eragon dudó. Sabía que Angela raramente lanzaba los huesos de dragón a quienes solicitaban sus servicios -generalmente sólo a aquellos con los que se dignaba a hablar Solembum-, ya que la predicción con los huesos no era ningún acto de falsa magia, sino más bien un auténtico acto de videncia que podía revelar los misterios del futuro. El hecho de que Angela hubiera decidido hacerlo para la atractiva mujer de las cicatrices en las muñecas y la adolescente con los antebrazos de guerrero le hizo suponer a Eragon que serían personas destacadas, personas que habían tenido y que tendrían un papel importante en la futura composición de Alagaësia. Sus sospechas se confirmaron al ver a Solembum en su forma habitual de gato, con sus grandes orejas peludas asomando tras la esquina de una tienda cercana, observando los acontecimientos con sus enigmáticos ojos amarillos. Y sin embargo, Eragon seguía dudando, acechado por el recuerdo de la primera y última bendición que había formulado, y que, debido a su relativo desconocimiento del idioma antiguo, había arruinado la vida de una niña inocente.

¿Saphira?-dijo.

Saphira agitó la cola.

No tengas tanto miedo. Has aprendido de tu error y no volverás a cometerlo. ¿Por qué vas a negarle la bendición a quienes se pueden beneficiar de ella? Bendícelas, y hazlo bien esta vez. ¿Cómo os llamáis? -les preguntó.

Si no te importa, Asesino de Sombra -dijo la mujer alta de Pelo negro, con un mínimo acento que Eragon no consiguió ubicar-, los nombres tienen poder, y preferiríamos que los nuestros permanecieran en secreto. -Mantenía la mirada ligeramente gacha, pero su tono era firme e inflexible. La niña contuvo un pequeño gemido como si le sorprendiera el descaro de la mujer.

Eragon asintió, ni decepcionado ni sorprendido, aunque la reticencia de la mujer le había despertado aún más la curiosidad. Le habría gustado saber sus nombres, pero no eran imprescindibles para lo que se disponía a hacer. Tras quitarse el guante de la mano derecha, apoyó la palma derecha en el centro de la cálida frente de la mujer. Ella se estremeció al sentir el contacto, pero no se retiró. Hinchó la nariz, las comisuras de los labios se le afinaron y arrugó la frente; Eragon sintió su temblor, como si su contacto le doliera y ella estuviera conteniendo la tentación de apartarle el brazo de un manotazo. Eragon sentía levemente la presencia de Blódhgarm en las proximidades, preparado para abalanzarse sobre la mujer si ésta se mostraba hostil.

Desconcertado por la reacción de ella, Eragon abrió su mente y se sumergió en el flujo de magia y, con todo el poder del idioma antiguo, dijo:

-Atra guliá un ilian tauthr ono un atra ono waíse skóliro fra rauthr,

Cargó la frase de energía, como habría hecho con las palabras d un hechizo, para que modelara los acontecimientos y mejorara la suerte de aquella mujer en la vida. Tuvo la precaución de limitar la cantidad de energía que transfería a la bendición, ya que, de no acotarlo, un hechizo como aquél habría absorbido toda la vitalidad de su cuerpo, y lo hubiera dejado convertido en una carcasa vacía. A pesar de sus precauciones, la pérdida de fuerza fue superior a lo que se esperaba; la visión le falló por un momento y las piernas le temblaron, amenazando con venirse abajo.

Al cabo de un momento se recuperó.

Levantó la mano de la frente de la mujer con una sensación de alivio, aparentemente compartida por ella, ya que dio un paso atrás y se frotó las manos. Era como si intentara limpiarse y quitarse de encima alguna sustancia nociva.

Eragon procedió a repetir la maniobra con la adolescente. En el momento de liberar el hechizo, el rostro de la chica se relajó, como si lo sintiera integrándose en su cuerpo.

-Gracias, Asesino de Sombra -le dijo, con una reverencia-. Estamos en deuda contigo. Espero que consigas derrotar a Galbatorix y al Imperio.

Se giró para marcharse, pero se detuvo cuando Saphira rebufó y pasó la cabeza por delante de Eragon y Angela, hasta colocarse justo por encima de las dos mujeres. Tras doblar el cuello, Saphira respiró primero sobre la cara de la mujer mayor y luego sobre la de la más joven y proyectando sus pensamientos con fuerza suficiente para atravesar las más sólidas defensas -ya que Eragon y ella misma habían observado que la mujer de pelo negro tenía una mente muy bien protegida-/ dijo:

Buena caza, Almas Salvajes. Que el viento se eleve bajo vuestras alas, que siempre tengáis el sol a vuestras espaldas y que cojáis a vuestras presas desprevenidas. Y tú, Ojos de Lobo, espero que cuando encuentres el que te prendió las garras con sus trampas, no lo mates demasiado rápido.

Cuando Saphira empezó a hablar, ambas mujeres se quedaron rígidas. Después, la mayor se golpeó con los puños contra el pecho y

dijo:

-No lo haré, Bella Cazadora. -Luego le hizo una reverencia a Angela y dijo-: Prepárate duro y golpea primero, vidente.

-Adiós, Espada Cantora.

Con un revuelo de faldas, ambas mujeres emprendieron la marcha y muy pronto se perdieron entre el laberinto de tiendas grises, todas idénticas.

¿Y eso? ¿No les has hecho la marca en la frente? -le preguntó Eragon a Saphira.

Elva fue única. No volveré a marcar a nadie del mismo modo. Lo que ocurrió en Farthen Dür ocurrió… así. Me dejé llevar por el instinto. No tiene más explicación.

Mientras los tres caminaban hacia el pabellón de Nasuada, Eragon se quedó mirando a Angela.

-¿Quiénes eran?

-Peregrinas que llevan a cabo su propia búsqueda -dijo ella, con una mueca.

-Eso no es una gran respuesta -protestó él.

-No tengo la costumbre de ir contando secretos como quien despacha almendras garrapiñadas en el solsticio de invierno. Especialmente si se trata de los secretos de otros -respondió Angela, que luego se mantuvo en silencio durante unos pasos.

-Cuando alguien se niega a contarme algo, eso sólo hace que me decida a descubrir la verdad con mayor ahínco -respondió Eragon-. Odio quedarme en la ignorancia. Para mí, una pregunta sin responder es como una espina clavada en el costado, que me duele cada vez que me muevo, hasta que consigo arrancármela.

-Mis condolencias.

-¿Y eso por qué?

-Porque, si es así, debes pasarte todas las horas del día sufriendo mortalmente, ya que la vida está llena de preguntas sin respuesta.

A unos veinte metros del pabellón de Nasuada, un contingente de lanceros que marchaban por el campamento les cortó el paso. Mientras esperaban que pasaran los guerreros, Eragon se estremeció y se sopló las manos.

-Ojalá tuviéramos tiempo para comer algo.

-Es la magia, ¿no? -dijo Angela, rápida como siempre-. Te ha desgastado.

Él asintió, y ella metió una mano en una de las bolsas que le colgaban del fajín y sacó una pastilla de algo rebozado de brillantes semillas de linaza.

-Toma, esto te ayudará a aguantar hasta el almuerzo.

-¿Qué es?

-Come -insistió ella, acercándoselo-. Te gustará. Confía en mí.

Eragon cogió la oleosa pastilla de entre los dedos de Angela, que le agarró la muñeca con la otra mano y se la sujetó para inspeccionar los callos de sus nudillos, de más de un centímetro de altura.

-¡Qué inteligente! -dijo-. Son más feos que las verrugas de un sapo, pero ¿a quién le importa si con eso mantienes la piel intacta, eh? Me gusta. Me gusta mucho. ¿Te inspiraste en los Ascüdgamln de los enanos?

-No se te escapa nada, ¿verdad?

-Deja que se me escape lo que se escapa. Yo sólo me preocupo de las cosas que existen.

Eragon parpadeó, superado, como solía ocurrir, por sus juegos de palabras. Ella le tocó un callo con la punta de una de sus cortas uñas.

-Me lo haría yo también, sólo que se me enredaría la lana a la hora de hilar o tejer.

-¿Tejes con tu propio hilo? -dijo él, sorprendido de que ella se dedicara a una labor tan ordinaria.

-¡Por supuesto! Es un modo estupendo de relajarse. Además, si no lo hiciera, ¿ dónde conseguiría un suéter, con la protección de Dvalar contra los conejos locos, cosido en el Liduen Kvaedhí, por la parte interior del pecho, o una redecilla que fuera amarilla, verde y rosa intenso?

-¿Conejos locos…?

-Te sorprendería saber la cantidad de magos que han muerto por la mordedura de un conejo loco -le aclaró ella, mesándose los gruesos rizos-. Es mucho más común de lo que podrías imaginarte.

Eragon se la quedó mirando.

¿Crees que está bromeando?-le preguntó a Saphira.

Pregúntaselo tú mismo.

Se limitaría a responder con otro acertijo.

Los lanceros ya habían pasado, así que Eragon, Saphira y Angela siguieron hacia el pabellón, acompañados por Solembum, que se había unido a ellos sin que Eragon se hubiera dado cuenta. Abriéndose paso por entre los montones de estiércol dejados por la caballería del rey Orrin, Angela dijo:

-Así pues, aparte de tu lucha con los Ra'zac, ¿te ocurrió algo terriblemente interesante durante tu viaje? Sabes que me encanta que me cuenten cosas «interesantes».

Eragon sonrió, pensando en los espíritus que les habían visitado a él y a Arya. No obstante, no quería discutir de aquello, así que evitó el tema.

-Ya que lo preguntas, me ocurrieron bastantes cosas interesantes. Por ejemplo, conocí a un ermitaño llamado Tenga que vivía en las ruinas de una torre elfa. Poseía una biblioteca sorprendente, con siete…

Angela se detuvo tan de pronto que Eragon dio tres pasos más antes de darse cuenta y girarse. La bruja parecía impresionada, como si se hubiera dado un buen golpe en la cabeza. Solembum se le acercó, se apoyó contra sus piernas y levantó la mirada. Angela se humedeció los labios.

-¿Estás…? -Tosió-. ¿Estás seguro de que se llama Tenga?

-¿Lo conoces?

Solembum bufó, y se le erizó el pelo del lomo. Eragon se apartó del hombre gato para distanciarse de sus garras.

-¿ Conocerle? -respondió Angela, que con una sonrisa amarga se plantó las manos sobre las caderas-. ¿Conocerle? ¡Hice algo más que eso! Fui su aprendiz durante…, durante un desafortunado número de años.

Eragon nunca se habría esperado que Angela revelara algo sobre su pasado voluntariamente. Deseoso de saber más, preguntó:

-¿Cuándo lo conociste? ¿Y dónde?

-Hace mucho tiempo, muy lejos de aquí. No obstante, acabamos mal, y no lo he visto desde hace muchos, muchos años. -Angela frunció el ceño-. De hecho, pensé que ya estaría muerto.

Entonces habló Saphira.

Dado que fuiste la aprendiz de Tenga, ¿sabes cuál es la pregunta que está intentando responder?

-No tengo ni idea. Tenga siempre tenía una pregunta a la que buscaba respuesta. Si lo conseguía, inmediatamente escogía otra, y así sucesivamente. Puede que haya respondido un centenar de preguntas desde la última vez que lo vi, o quizá siga devanándose los sesos con el mismo interrogante que cuando le dejé.

Que era…

-Si las fases de la luna influían en el número y la calidad de los ópalos que se forman en las raíces de las montañas Beor, como sostienen los enanos.

-Pero ¿cómo se puede demostrar eso? -objetó Eragon.

Angela se encogió de hombros.

-Si alguien puede hacerlo, es Tenga. Puede que esté trastornado, pero no por ello ha perdido brillantez.

Es un hombre que da patadas a los gatos -dijo Solembum, como si aquello acabara de definir el carácter de Tenga.

Entonces Angela dio una palmada y dijo:

-¡Ya está bien! Cómete el dulce, Eragon, y vamos a ver a Nasuada.