Al final de la segunda jornada, Garzhvog
dijo:
-Espada de Fuego, tengo que comer y dormir.
Eragon se apoyó en un tocón, jadeando, y asintió con la
cabeza. No había querido ser el primero en decirlo, pero estaba
igual de hambriento y de exhausto que el kull. Poco después de que
hubieran dejado a los vardenos, se había dado cuenta de que a pesar
de que él era más rápido que Garzhvog en distancias de hasta quince
metros, a partir de ese punto la resistencia de Garzhvog era igual
o mayor que la suya.
-Te ayudaré a cazar -dijo.
-No hace falta. Prepara un fuego grande y yo traeré la
comida.
-Bien.
Mientras Garzhvog se alejaba en dirección a un grupo de hayas
que se encontraba un poco al norte, Eragon se desató la correa de
alrededor de la cintura y, con un suspiro de alivio, dejó caer el
fardo al lado del tocón.
-Condenada armadura -farfulló.
Ni siquiera en el Imperio había corrido hasta tan lejos
llevando una carga tan pesada. No había previsto lo arduo que iba a
ser. Le dolían los pies, las piernas y la espalda; cuando intentó
agacharse, las rodillas se negaron a doblarse.
En un intento por olvidar la incomodidad, se dedicó a reunir
hierba y ramas secas para hacer un fuego. Lo amontonó todo en un
trozo de tierra seca y rocosa.
Se encontraban en algún punto al este de la franja sur del
lago Tüdosten. Era una tierra húmeda y frondosa y había campos de
hierba de dos metros de altura donde pastaban manadas de ciervos,
gacelas y toros salvajes de pelo negro y grandes cuernos curvados
hacia atrás Eragon sabía que la riqueza de esa zona se debía a las
montañas Beor que provocaban la formación de enormes bancos de
nubes que recorrían largas distancias por encima de las llanuras y
que llevaban la lluvia a lugares que, de otra forma, hubieran sido
tan secos como el desierto de Hadarac.
A pesar de que ambos ya habían corrido una enorme cantidad de
leguas, Eragon se sentía decepcionado con el progreso que habían
hecho. Entre el río Jiet y el lago Tüdosten habían perdido varias
horas escondiéndose y dando rodeos para no ser vistos. Ahora que ya
habían dejado atrás el lago Tüdosten, Eragon esperaba que pudieran
aumentar el ritmo. «Nasuada no previo este retraso, ¿verdad? Ella
pensaba que yo podría correr sin parar hasta Farthen Dür. ¡Ja!»
Propinó un puntapié a una rama que encontró en su camino y continuó
recogiendo madera sin dejar de gruñir para sí todo el
tiempo.
Cuando Garzhvog volvió al cabo de una hora, Eragon había
hecho un fuego de un metro de longitud y de medio metro de ancho.
Se encontraba sentado delante de él, mirando las llamas y luchando
contra la necesidad de sumirse en el sueño de vigilia que era su
descanso. Levantó la cabeza y las vértebras del cuello le
chasquearon.
Garzhvog caminó hasta él; debajo del brazo izquierdo portaba
el cuerpo de una pesada cierva. Como si no pesara más que un saco
de harapos, levantó el animal y encajó su cabeza entre dos ramas de
un árbol que se encontraba a unos veinte metros del fuego. Sacó un
cuchillo y empezó a despellejarla.
Eragon se levantó, sintiendo como si tuviera las
articulaciones de piedra, y se acercó tambaleándose a
Garzhvog.
-¿Cómo lo has matado? -preguntó.
-Con mi honda -repuso con voz retumbante.
-¿Piensas asarlo? ¿O es que los úrgalos se comen la carne
cruda?
Garzhvog giró la cabeza y miró a Eragon a través del círculo
que dibujaba su cuerno izquierdo con un ojo hundido que brillaba
con una emoción misteriosa.
-No somos bestias, Espada de Fuego.
-No he dicho que lo fuerais.
El úrgalo emitió un gruñido y volvió a su
trabajo.
-Tardará demasiado si lo asamos en un asador -dijo
Eragon.
-Yo había pensado en guisarlo, y en asar lo que quede encima
de una piedra.
Cuando las piedras tuvieron un color rojo vivo,
gritó:
-¡Están listas!
-Ponías dentro -contestó Garzhvog.
Con las tenazas, Eragon sacó la piedra que tenía más cerca
del fuego y la depositó en el contenedor. La superficie del agua
explotó en vapor en cuanto la piedra entró en contacto con ella.
Eragon depositó dos piedras más en el estómago del oso y el agua
empezó a hervir con fuerza.
Garzhvog avanzó pesadamente y echó dos puñados de carne en el
agua; luego aderezó el guisado con unos generosos pellizcos de la
sal que llevaba en el bolsillo del cinturón y con varias ramitas de
romero, tomillo y de otras hierbas que había encontrado mientras
cazaba. Entonces colocó un trozo grande de pizarra en un extremo
del fuego. Cuando la piedra estuvo caliente, asó unas tiras de
carne encima de ella.
Mientras la carne se cocinaba, Eragon y Garzhvog tallaron
unas cucharas del tocón donde Eragon había dejado su
fardo.
El hambre hizo que a Eragon la espera se le hiciera larga,
pero el guisado sólo tardó unos minutos en estar a punto; ambos
comieron como lobos hambrientos. Eragon devoró el doble de lo que
había comido nunca, y lo que no se comió él, se lo comió Garzhvog,
que tragó lo que hubieran engullido seis hombres
corpulentos.
Cuando terminaron, Eragon se recostó apoyado sobre los codos
y contempló las luciérnagas que aparecían por encima de las copas
de las hayas y dibujaban figuras abstractas al perseguirse las unas
a las otras. Se oyó el ulular, suave y grave, de un buho. Las
primeras estrellas empezaron a titilar en el cielo
púrpura.
Eragon, con la mirada perdida, pensó en Saphira, en Arya,
luego otra vez en Arya, y en Saphira. Cerró los ojos al notar un
dolor sordo en las sienes. Entonces oyó un crujido y, al abrir los
ojos de nuevo, vio que, al otro lado del estómago de oso vacío,
Garzhvog se estaba limpiando los dientes con la punta afilada de un
fémur roto. Eragon bajó la mirada hasta los pies desnudos del
úrgalo -Garzhvog se había quitado las sandalias antes de empezar a
comer- y, para su sorpresa, se dio cuenta de que tenía siete dedos
en cada pie.
-Los enanos tienen el mismo número de dedos en el pie que
vosotros -dijo.
Garzhvog escupió un trozo de carne a las brasas del
fuego.
-No lo sabía. Nunca he querido mirar los pies de un
enano.
-¿No te parece curioso que tanto los úrgalos como los enanos
tengan catorce dedos de los pies, mientras que lo elfos y los
humanos tienen diez?
Los gruesos labios de Garzhvog dibujaron una
mueca.
-No compartimos sangre con esas ratas de montaña sin cuernos,
Espada de Fuego. Ellos tienen catorce dedos de los pies, y nosotros
tenemos catorce dedos de los pies. A los dioses les gustó hacernos
así cuando crearon el mundo. No existe ninguna otra
explicación.
Eragon soltó un gruñido por toda respuesta y volvió a
observar las luciérnagas. Pero luego dijo:
-Cuéntame una historia que les guste a los de tu raza, Nar
Garzhvog.
El kull pensó un momento; luego, se sacó el hueso de la boca.
-Hace mucho tiempo, vivía un joven Urgralgra que se llamaba
Maghara. Sus cuernos brillaban como la piedra pulida, tenía el pelo
tan largo que le llegaba hasta más allá de la cintura y su risa
encantaba a los pájaros. Pero no era hermosa. Era fea. En su pueblo
vivía un carnero que era muy fuerte. Había matado a cuatro carneros
en combates de lucha libre y había vencido a veintitrés
anteriormente. Pero a pesar de que sus proezas le habían dado un
gran renombre, todavía no había elegido compañera. Maghara deseaba
ser su compañera, pero él no le prestaba atención porque era fea, y
a causa de su fealdad, él no veía sus brillantes cuernos, ni su
largo cabello, ni oía su encantadora risa. Angustiada a causa de
que él no la mirara, Maghara subió a la montaña más alta de las
Vertebradas y llamó a Rahna para que la ayudara. Rahna es la madre
de todos nosotros; fue ella quien inventó el trabajo textil y la
agricultura; fue ella quien levantó las montañas Beor mientras huía
del gran dragón. Ella, la de los cuernos dorados, respondió a la
llamada de Maghara y le preguntó por qué la había convocado. «Hazme
hermosa, honorable madre, para que pueda atraer al carnero que
deseo», dijo Maghara. Y Rahna contestó: «Tú no necesitas ser
hermosa, Maghara. Tienes cuernos brillantes, cabello largo y una
risa agradable. Con ello puedes atraer a un carnero que no sea tan
tonto como para mirar solamente el rostro de una mujer». Y Maghara
se tiró al suelo y dijo: «No seré feliz a no ser que consiga a este
carnero, honorable madre. Por favor, hazme hermosa». Rahna sonrió
y, luego, dijo: «Si lo hago, niña, ¿cómo me vas a pagar este
favor?». Y Maghara repuso: «Te daré cualquier cosa que
desees».
»Rahna se sintió complacida con esa oferta, así que hizo que
Maghara fuera hermosa. Cuando volvió al pueblo, todo el mundo se
maravilló de su belleza. Gracias a su nuevo rostro, Maghara se
convirtió en la compañera del carnero que deseaba, y tuvieron
muchos hijos y vivieron felices durante siete años. Entonces Rahna
fue a buscarla y le dijo: «Has tenido siete años con el carnero que
deseabas. ¿Los has disfrutado?». Maghara contestó: «Lo he hecho».
Rahna continuó: «Entonces, estoy aquí para recibir mi pago». Y
mirando hacia la casa de piedra, vio al hijo mayor de Maghara y
dijo: «Me lo llevaré». Maghara le suplicó que no se llevara a su
hijo mayor, pero Rahna no transigió. Al final, Maghara cogió el
bastón de su compañero y golpeó a Rahna, pero el bastón se le
rompió en las manos. Como castigo, le arrebató la hermosura y luego
se llevó al hijo a su casa, donde moran los cuatro vientos. Llamó
al chico Hegraz y le crio para que fuera uno de los guerreros más
valerosos que nunca han pisado esta tierra. Así que hay que
aprender de Maghara a no ir contra el propio destino, porque se
puede perder aquello que nos resulta más querido.
Eragon observó el perfil brillante de la luna creciente que
aparecía por el este del horizonte.
-Cuéntame algo de vuestros pueblos.
-¿Qué?
-Cualquier cosa. Experimenté cientos de recuerdos cuando
estuve en tu mente y en la de Khagra, y en la de Otvek, pero
recuerdo muy poco y de forma imprecisa. Estoy intentando encontrar
un sentido a lo que vi.
-Hay muchas cosas que podría contarte -repuso Garzhvog con
voz cavernosa. Con expresión pensativa, se hurgó en un colmillo con
el improvisado palillo y, finalmente, dijo-: Tallamos los rostros
de los animales de las montañas en troncos y los clavamos de pie al
lado de nuestras casas para que alejen a los espíritus de la
naturaleza salvaje. A veces parece que estén vivos. Cuando uno
entra en uno de nuestros pueblos, siente los ojos de todos los
animales tallados observándole… -El palillo quedó inmóvil entre los
dedos del úrgalo un momento y luego retomó la actividad-. A la
puerta de cada cabana colgamos el namna. Es una tira de ropa ancha
como mi mano abierta. Las namnas son de vivos colores y sus diseños
narran la historia de la familia que vive en esa cabana. Solamente
a los más viejos y a los más hábiles les está permitido añadir algo
a una namna, o zurcirla si se ha estropeado… -El hueso desapareció
en el puño de Garzhvog-. Durante los meses de invierno, quienes
tienen compañero trabajan con él para confeccionar la alfombra del
hogar. Se tarda cinco años, por lo menos, en terminar una alfombra
como ésa, así que cuando uno termina ya sabe si ha elegido bien a
su compañero.
-Nunca he visto ninguno de vuestros pueblos -dijo
Eragon-i Deben de estar muy bien
escondidos.
-Bien escondidos y bien defendidos. Pocos de los que ven
nuestras casas viven para contarlo.
Eragon no pudo reprimir cierto tono
incisivo:
-¿Cómo es que aprendiste nuestro idioma, Garzhvog? ¿Hubo
algún humano que viviera entre vosotros? ¿Tuvisteis a algunos de
nosotros como esclavos?
Garzhvog le devolvió la mirada sin
pestañear.
-Nosotros no tenemos esclavos, Espada de Fuego. Arranqué ese
conocimiento de las mentes de los hombres contra quienes luché, y
lo compartí con el resto de mi tribu.
-¿Habéis matado a muchos humanos, verdad?
-Vosotros habéis matado a muchos Urgralgra, Espada de Fuego.
Por esa razón debemos ser aliados, o mi raza no
sobrevivirá.
Eragon cruzó los brazos.
-Cuando Brom y yo estábamos persiguiendo a los Ra'zac,
pasamos por Yazuac, un pueblo que está cerca del río Ninor.
Encontramos a todos los habitantes amontonados en el centro del
pueblo, muertos, y a un bebé clavado en una lanza en la parte
superior del montón. Fue lo peor que he visto nunca. Y fueron los
úrgalos quienes los mataron.
-Antes de que yo consiguiera los cuernos -dijo Garzhvog-, mi
padre me llevó a visitar uno de nuestros pueblos de la franja
occidental de las Vertebradas. Encontramos a nuestra gente
torturada, quemada y masacrada. Los hombres de Narda se habían
enterado de nuestra presencia y habían asaltado por sorpresa el
pueblo con muchos soldados. Ninguno de nuestra tribu pudo escapar…
Es verdad que amamos la guerra más que otras razas, Espada de
Fuego, y que eso ha sido nuestra perdición muchas veces. Nuestras
mujeres no tendrán en consideración a un carnero como compañero a
no ser que haya demostrado su valía en la batalla y que haya
matado, por lo menos, a tres enemigos. Y hay una alegría en la
batalla que no se parece a ninguna otra. Pero el hecho de que
amemos las hazañas de guerra no significa que no seamos conscientes
de nuestros errores. Si nuestra raza no cambia, Galbatorix nos
matará a todos si vence a los vardenos, y tú y Nasuada nos mataréis
a todos si derrocáis a ese traidor de lengua de serpiente. ¿No
estoy en lo cierto, Espada de Fuego?
Eragon levantó la cabeza y asintió.
-Sí.
-Entonces no es bueno recrearse en los errores del pasado. Si
no podemos superar lo que cada una de nuestras razas ha hecho,
nunca habrá paz entre los humanos y los Urgralgra.
-Pero ¿cómo deberemos trataros si derrotamos a Galbatorix y
Nasuada le da a tu raza la tierra que habéis pedido y, dentro de
veinte años, vuestros hijos empiezan a matar y a saquear para
conseguir compañeras? Si conoces vuestra historia, Garzhvog, sabrás
que siempre ha pasado esto cuando los úrgalos han firmado acuerdos
de paz. Su compañero de viaje emitió un fuerte suspiro: -Entonces
esperemos que todavía queden Urgralgras al otro lado del mar y que
sean más sabios que nosotros, porque ya no quedará ninguno de los
nuestros en esta tierra.
Ninguno de los dos dijo nada más esa noche. Garzhvog se tumbó
de costado y durmió con la enorme cabeza pegada al suelo; Eragon se
envolvió con su abrigo y se recostó en el tocón para observar el
lento desplazamiento de las estrellas mientras entraba y salía de
sus sueños de vigilia.
Al final del día siguiente tuvieron a la vista las montañas
Beor. Al principio, no eran otra cosa que unas formas fantasmales
en el horizonte, unas superficies inclinadas de tonos blancos y
púrpuras, pero cuando la tarde se hizo noche, esa masa distante
adquirió sustancia y Eragon pudo distinguir la oscura pared de los
árboles a los pies de las montañas y, por encima de ellos, los
picos grises de piedra desnuda; eran tan altos que en ellos no
crecía ninguna planta ni nevaba nunca. Igual que la primera vez que
las vio, Eragon se sintió abrumado por su tamaño. Su instinto le
decía que no era posible que algo tan grande existiera y, a pesar
de ello, los ojos no lo engañaban. Las montañas tenían un promedio
de dieciséis kilómetros de altura, y muchas eran, incluso, más
altas.
Eragon y Garzhvog no se detuvieron esa noche, sino que
continuaron corriendo durante las horas de oscuridad y durante el
día siguiente. Cuando llegó la mañana, el cielo se hizo brillante,
pero, a causa de las montañas Beor, no fue hasta el mediodía cuando
el sol apareció entre dos picos y los rayos de luz, anchos como las
mismas montañas, se alargaron sobre esa tierra que todavía estaba
atrapada en esa extraña penumbra de sombras. Eragon se detuvo junto
a un arroyo y contempló el paisaje envuelto en un silencio
maravillado.
A medida que iban sorteando la cordillera de montañas, el
viaje empezó a parecerle desagradablemente parecido a su huida de
Gil'ead hasta Farthen Dür con Murtagh, Saphira y Arya. Incluso le
pareció reconocer el lugar en el que acamparon después de cruzar el
desierto de Hadarac.
Los largos días y las todavía más largas noches pasaban con
una lentitud atroz y con una rapidez sorprendente al mismo tiempo,
ya que cada hora era idéntica a la anterior, lo cual hacía que a
Eragon le pareciera no sólo que esa terrible experiencia no tenía
fin, sino que algunas partes de ella nunca habían
ocurrido.
Cuando él y Garzhvog llegaron a la boca de la enorme grieta
que separaba los muchos kilómetros de cordillera hacia el norte y
hacia el sur, giraron hacia la derecha y pasaron entre los dos
fríos e indiferentes picos. Al llegar al río Beartooth, que salía
del estrecho valle que conducía a Farthen Dür, vadearon las heladas
aguas y continuaron
hacia el sur.
Esa noche, antes de aventurarse hacia el este por las
montañas, acamparon al lado de una pequeña laguna y descansaron las
piernas. Garzhvog mató otro ciervo con su honda, esta vez un macho,
y los dos comieron hasta saciarse.
Una vez aplacaron su hambre, Eragon se dispuso a arreglar un
agujero que tenía en el lateral de la bota cuando oyó un extraño
aullido que le aceleró el corazón. Miró a su alrededor, hacia el
paisaje en penumbra; alarmado, vio la silueta de una enorme bestia
que trotaba por la orilla sembrada de piedras de la
laguna.
-Garzhvog -dijo Eragon en voz baja mientras alargaba la mano
hasta su fardo y sacaba su bracamarte.
El kull cogió una roca del suelo del tamaño de un puño y la
colocó en el cuero de su honda; entonces, se incorporó por
completo, abrió las mandíbulas y bramó en la noche hasta que la
tierra vibró con el eco de su desafío.
La bestia se detuvo; luego continuó avanzando a un ritmo más
lento, oliendo por el suelo, aquí y allá. Cuando llegó al círculo
de luz de la hoguera, a Eragon se le cortó la respiración. De pie,
delante de ellos, hab ía un lobo de grupa gris y grande como un
caballo, con unos colmillos que parecían sables y unos ardientes
ojos amarillos que seguían todos sus movimientos. Los pies del lobo
tenían el tamaño de
broqueles.
«¡Un Shrrg!», se dijo Eragon.
Mientras el lobo gigante rodeaba el campamento en un silencio
casi absoluto a pesar de su enorme corpulencia, Eragon pensó en los
elfos y en cómo ellos se enfrentarían a un animal salvaje; así
pues, dijo en el idioma antiguo:
-Hermano lobo, no queremos hacerte daño. Esta noche
descansamos y no cazamos. Eres bienvenido si quieres compartir
nuestra comida y el calor de nuestra guarida hasta el
amanecer.
El Shrrg se detuvo con las orejas hacia delante mientras
Eragon le hablaba en el idioma antiguo.
-Espada de Fuego, ¿qué estás haciendo? -gruñó
Garzhvog.
-No ataques a no ser que él lo haga.
La corpulenta bestia entró despacio en el campamento sin
dejar de mover el húmedo y enorme hocico en ningún momento. El lobo
alargó la peluda cabeza hacia el fuego, aparentemente curioso por
el movimiento de las llamas, y luego se dirigió hacia los restos de
carne y de visceras que estaban esparcidos por el suelo donde
Garzhvog había matado el ciervo. Se agachó y devoró los pedazos de
carne. Luego se levantó y, sin mirar atrás, se alejó hacia la
profundidad de la noche.
Eragon se relajó y enfundó el bracamarte. Garzhvog permaneció
de pie en el mismo sitio, sin dejar de gruñir, observando y
escuchando por si notaba algo fuera de lo normal en los
alrededores.
Con la primera luz del alba, Eragon y Garzhvog abandonaron el
campamento corriendo en dirección oeste y entraron en el valle que
los conduciría hacia el monte Thardür.
Al pasar por debajo de las ramas del denso bosque que
guardaba el interior de la cordillera, el aire se volvió mucho más
frío y el blando lecho de hojas del suelo ahogó sus pisadas. Los
altos, oscuros y lúgubres árboles que se elevaban por encima de
ellos parecían observarlos mientras recorrían el camino por entre
los gruesos troncos y las retorcidas raíces que se levantaban de la
humedad de la tierra y que alcanzaban, a veces, hasta un metro de
altura. Grandes ardillas negras huían por las ramas parloteando con
estridencia. Una densa capa de musgo oscurecía los troncos de los
árboles caídos. Heléchos, frambuesas y otras plantas verdes crecían
al lado de hongos de todos los tamaños, formas y
colores.
Parecía que el mundo se hubiera estrechado ahora que Eragon y
Garzhvog se habían adentrado en el largo valle. Las gigantescas
montañas se apretaban las unas contra las otras con su masa
opresiva y el cielo se veía distante, como una inalcanzable franja
de mar azul: era el cielo más alto que Eragon había visto nunca.
Unas cuantas nubes finas rozaban las cimas de las
montañas.
Aproximadamente una hora después del mediodía, Eragon y
Garzhvog oyeron el eco de unos terribles rugidos entre los árboles
y aminoraron el paso. Eragon desenfundó su espada y Garzhvog
recogió una suave roca de río del suelo y la colocó en el cuero de
su honda.
-Es un oso de cueva -dijo Garzhvog. Un agudo chillido,
parecido al rechinar de metal contra metal reforzó su afirmación-.
Y un Nagra. Debemos tener cuidado, Espada de
Fuego.
Continuaron avanzando a paso lento y pronto vieron a los
animales a unos cuantos cientos de metros en la ladera de la
montaña. Una manada de jabalíes pelirrojos de gruesos y afilados
colmillos daba vueltas entre chillidos y con gran confusión delante
de una enorme masa de pelo pardo plateado, garras afiladas y
dientes cortantes que se movía a una velocidad mortífera. Al
principio, la distancia engañó a Eragon; sin embargo, al comparar a
los animales con los árboles que tenía al lado, se dio cuenta de
que un Shrrg hubiera parecido un enano al lado de uno de esos
jabalíes, y que aquel oso era grande como su casa del valle de
Palancar. Los jabalíes habían ensangrentado uno de los costados del
oso de cueva, pero parecía que eso sólo había conseguido enfurecer
a la bestia. El oso se levantó sobre sus patas traseras, bramó y,
con una de sus enormes patas, tumbó a uno de los jabalíes de lado
rasgándole la piel. El jabalí intentó levantarse tres veces y cada
vez el oso lo golpeó hasta que, por fin, abandonó y se quedó
inmóvil. Mientras el oso se agachaba para comer, el resto de
jabalíes corrieron, chillando, a esconderse bajo los árboles
montaña arriba, lejos del oso.
Impresionado por la fuerza de aquel animal, Eragon siguió a
Garzhvog, que atravesaba lentamente la zona que quedaba dentro del
campo de visión del oso. La bestia levantó el morro rojo del
vientre de su presa y los miró con unos ojos pequeños y oscuros;
entonces pareció decidir que no representaban ninguna amenaza y
continuó comiendo.
-Creo que ni siquiera Saphira sería capaz de vencer a un
monstruo como ése -murmuró Eragon.
Garzhvog emitió un suave gruñido:
-Ella puede escupir fuego. Un oso no puede
hacerlo.
Ninguno de los dos apartó los ojos del oso hasta que los
árboles lo ocultaron, e incluso entonces mantuvieron las armas a
punto, sin saber qué otros peligros podían
acechar.
Ya había llegado el final de la tarde cuando oyeron otro
sonido: risas. Eragon y Garzhvog se detuvieron. Este levantó un
dedo y, con una agilidad sorprendente, atravesó una pared de
matorrales en dirección a la risa. Eragon lo siguió con mucho
cuidado y aguantando la respiración por miedo a delatar su
presencia.
Miró a través de unos matorrales de cornejos y vio que, al
fondo del valle, había un camino bien dibujado; a su lado, jugaban
tres niños enanos tirándose ramas los unos a los otros, chillando y
riendo. No había ningún adulto a la vista. Eragon se apartó para
ponerse a una distancia prudencial, respiró y observó el cielo,
donde vio unas volutas de humo blanco que se encontraban a un
kilómetro y medio de allí, aproximadamente.
Se oyó el chasquido de una ramita. Garzhvog se agachó a su
lado para estar a su mismo nivel.
-Espada de Fuego, aquí nos separamos.
-¿No vas a ir a la fortaleza Bregan conmigo?
-No. Mi tarea era protegerte. Si voy contigo, los enanos no
se fiarían de ti. La montaña de Thardúr está aquí mismo y estoy
seguro de que nadie intentará hacerte daño en el trayecto hasta
allí.
Eragon se pasó una mano por la nuca y miró a Garzhvog;
después desvió la mirada hacia el humo, que se veía al este de
donde estaban.
-¿Vas a volver corriendo directamente con los
vardenos?
Con una risa ahogada, Garzhvog repuso:
-Sí, pero quizá no tan deprisa como hemos venido hasta
aquí.
Sin saber bien qué decir, Eragon empujó un tronco podrido con
la punta del pie, descubriendo un círculo de larvas blancas que se
retorcían entre los túneles que habían excavado.
-No permitas que un Shrrg o un oso te coman, ¿eh? Entonces
tendría que perseguir a la bestia y matarla, y no tengo tiempo de
hacerlo.
Garzhvog se apretó la huesuda frente con los
puños.
-Que tus enemigos se encojan ante ti, Espada de
Fuego.
Entonces, se puso en pie, se dio la vuelta y se alejó de
Eragon. Pronto, el bosque ocultó la corpulenta figura del
kull.
Eragon se llenó los pulmones con el fresco aire de la montaña
y se abrió paso por la pared de matorrales. Cuando salió de entre
la densidad de cornejos, los pequeños enanos se quedaron inmóviles
y sus redondos rostros adquirieron una expresión de desconfianza.
Eragon abrió los brazos y dijo:
-Soy Eragon Asesino de Sombra, hijo de nadie. Busco a Orik,
el hijo de Thrifk, que está en la fortaleza Bregan. ¿Me podéis
llevar hasta él?
Los niños no contestaron. Eragon se dio cuenta de que no
comprendían su idioma.
-Soy un Jinete de Dragón -dijo, pronunciando despacio y
marcando bien cada palabra-. Eka eddyr ai Shur'tugal… Shur'tugal…
Argetlam.
A los niños les brillaron los ojos y abrieron la boca con
asombro.
-¡Argetlam! -exclamaron-. ¡Argetlam!
Entonces arrancaron a correr y se lanzaron hacia él,
rodeándole las piernas con sus cortos brazos y tirando de sus ropas
mientras gritaban de alegría. Eragon bajó la vista y esbozó una
sonrisa bobalicona. Los niños le cogieron de las manos y él les
permitió que lo alejaran del camino. A pesar de que no podía
comprenderlos, no dejaban de hablar en el idioma de los enanos; no
sabía qué le estaban diciendo, pero disfrutaba escuchando su
parloteo.
Uno de los pequeños -pensó que era una niña- alargó los
brazos hacia él; Eragon la levantó y se la colocó encima de los
hombros sin poder evitar una mueca de dolor en cuanto ella le
agarró del cabello. La niña soltó una risa aguda y dulce que le
hizo sonreír otra vez. De esta manera, equipado y acompañado,
Eragon recorrió el camino hacia el monte Thardúr y, de allí, a la
fortaleza Bregan, para encontrarse con Orik, su hermano
adoptivo.