Comprobó sus vendajes y, satisfecha al ver que aún estaban
limpios, llamó a Farica y le ordenó que le trajera de comer.
Después de que la doncella apareciera con la comida y se retirara
de la tienda, Nasuada llamó a Elva, que salió de su escondrijo tras
la falsa pared de la parte trasera del pabellón, y compartió con
ella el almuerzo.
Nasuada se pasó las horas siguientes revisando los últimos
informes de inventario de los vardenos, calculando el número de
convoyes de carretas que necesitaría para trasladar el campamento
más al norte y sumando y restando cifras que determinaban las
finanzas de su ejército. Envió mensajes a los enanos y a los
úrgalos, ordenó a los herreros que aumentaran la producción de
cabezas de lanza, amenazó al Consejo de Ancianos con disolverlo
-como hacía cada semana- y se ocupó del resto de los asuntos
relativos a los vardenos. Luego, con Elva al lado, Nasuada montó en
su semental, Tormenta de Guerra, y se reunió con Trianna, que había
capturado a un miembro de la red de espías de Galbatorix, Mano
Negra, y lo estaba interrogando.
Cuando, acompañada de Elva, salió de la tienda de Trianna,
Nasuada cayó en la cuenta de que se había organizado una algarabía
hacia el norte. Oyó gritos y vítores, y de entre las tiendas
apareció un hombre que se puso a correr hacia ella. Sin mediar
palabra, los guardas formaron un círculo compacto a su alrededor, a
excepción de uno de los úrgalos, que se plantó en el camino del
corredor y levantó la maza. El hombre se detuvo ante el úrgalo y,
jadeando, gritó:
-¡Señora Nasuada! ¡Los elfos están aquí! ¡Han llegado los
elfos!
Por un momento, Nasuada dejó volar la imaginación y pensó que
se refería a la reina Islanzadí y su ejército, pero luego recordó
que Islanzadí estaba cerca de Ceunon; ni siquiera los elfos podían
trasladar un regimiento por toda Alagaësia en menos de una semana.
«Deben de ser los doce hechiceros que ha enviado Islanzadí para
proteger a Eragon», pensó.
-Rápido, mi caballo -dijo, y chasqueó los
dedos.
Al montar sobre Tormenta de Guerra sintió que le ardían los
antebrazos. Esperó sólo un momento a que el úrgalo más próximo le
pasara a Elva, y luego hincó los talones en el semental. Los
músculos del animal se hincharon bajo Nasuada y arrancó al galope.
Con la cabeza agachada y próxima al cuello del caballo, lo guio por
la irregular calle formada entre las tiendas: esquivó a hombres y
animales y saltó por encima de un barril de agua de lluvia que
bloqueaba el paso. No parecía que los hombres se molestasen;
salieron corriendo tras ella, entre risas, para ver a los elfos con
sus propios ojos.
Cuando llegaron a la entrada norte del campamento, Nasuada y
Elva desmontaron y escrutaron el horizonte en busca de
movimiento.
-Ahí -señaló Elva.
A casi unos tres kilómetros, doce figuras largas y esbeltas
aparecieron tras un bosquecillo de enebros. Las siluetas parecían
agitarse con el calor de la mañana. Los elfos corrían todos a la
vez, tan ligeros y rápidos que sus pies no levantaban polvo;
parecía que sobrevolaran el campo. A Nasuada se le puso el vello de
punta. Su velocidad era un espectáculo tan bello como innatural. Le
recordaron a una manada de depredadores corriendo tras su presa.
Tuvo la misma sensación de peligro que cuando había visto un Shrrg,
un lobo gigante, en las montañas Beor. -Impresionantes,
¿verdad?
Nasuada dio un respingo al ver que Angela estaba a su lado.
Estaba preocupada y perpleja por el hecho de que la herbolaria se
hubiera colocado a su lado tan sigilosamente. Le habría gustado que
Elva le hubiera advertido de que Angela se acercaba. -Como es que
siempre consigues estar presente cuando está a punto de ocurrir
algo interesante? -Bueno, me gusta saber lo que pasa, y estar ahí
es mucho más rápido que esperar a que alguien me lo cuente después.
Además, la gente siempre se deja datos importantes, como si el dedo
anular de alguien es más largo que el dedo medio, o si tienen
barreras mágicas de protección, o si el burro que montan resulta
tener una mancha sin pelo con forma de cabeza de gallo. ¿No estás
de acuerdo?
-Tú nunca revelas tus secretos, ¿verdad? -respondió,
frunciendo el ceño.
-¿ De qué serviría? Todo el mundo se emocionaría con algún
hechizo tonto y tendría que pasarme las horas intentando explicarlo
y, al final, el rey Orrin querría que me cortaran la cabeza y
tendría que defenderme de la mitad de vuestros hechiceros mientras
escapo. Realmente no vale la pena.
-Tu respuesta no me inspira gran confianza.
Pero…
-Eso es porque eres demasiado seria, Señora Acosadora de la
Noche.
-Pero cuéntame -insistió Nasuada-, ¿por qué querría nadie
saber si alguien llega montado en un burro con una calva en forma
de cabeza de gallo?
-Ah, es eso. Bueno, el hombre que posee un burro así me hizo
trampas en una partida de tabas, y se me llevó tres botones y un
buen pedazo de cristal encantado.
-¿Te hizo trampas?
Angela frunció la boca, evidentemente
irritada.
-Las tabas estaban cargadas. Yo se las cambié, pero luego él
volvió a cambiarlas en cuanto me distraje… Aún no sé muy bien cómo
me engañó.
-Así que los dos hicisteis trampas.
-¡Era un cristal muy valioso! Además, ¿a quién se le ocurre
engañar a una tramposa?
Antes de que Nasuada pudiera responder, los seis Halcones de
la Noche llegaron al trote y tomaron posiciones a su alrededor.
Ella ocultó su disgusto al sentir el calor y el olor de sus
cuerpos. La peste que emitían los dos úrgalos era especialmente
penetrante. Luego, para sorpresa de Nasuada, el capitán de la
patrulla, un hombre robusto con la nariz torcida y que se llamaba
Garven, se le acercó:
-Mi señora, ¿puedo hablar un momento con vos en privado?
-dijo entre dientes, como si estuviera conteniendo una gran
emoción.
Angela y Elva miraron a Nasuada esperando que ésta les
confirmara que deseaba quedarse a solas. Nasuada asintió y se
pusieron en marcha hacia el oeste, en dirección al río Jiet. Cuando
Nasuada estuvo segura de que nadie les oía empezó a hablar, pero
Garven adelantó.
-¡Diantres, señora Nasuada, no deberíais haberos alejado de n
sotros como habéis hecho!
-Tranquilo, capitán -replicó ella-. Era un riesgo mínimo, y
me pareció importante llegar a tiempo para dar la bienvenida a los
elfos.
La cota de malla de Garven crujió al golpearse una pierna con
el puño cerrado.
-¿Un riesgo mínimo? Hace apenas una hora recibisteis
pruebas
de que Galbatorix aún tiene agentes ocultos entre nosotros.
¡Ha conseguido infiltrarse una y otra vez; sin embargo, juzgáis
apropiado abandonar vuestra escolta y salir corriendo por entre una
multitud de potenciales asesinos! ¿Habéis olvidado el ataque de
Aberon, o cómo los Gemelos asesinaron a vuestro
padre?
-¡Capitán Garven! ¡Está yendo demasiado
lejos!
-Iré aún más lejos si eso significa asegurar vuestro
bienestar.
Nasuada observó que los elfos habían reducido a la mitad la
distancia que los separaba del campamento. Enfadada y deseosa de
poner fin a la conversación, dijo:
-No estoy desprotegida, capitán.
Garven miró por un momento a Elva.
-Ya nos lo sospechábamos, señora. -Hizo una pausa, como si
esperara que ella le diera más información. Al ver que se mantenía
en silencio, siguió-: Si realmente estabais a salvo, es inadecuado
acusaros de imprudencia, y os pido disculpas. No obstante, la
seguridad real y aparente son dos cosas distintas. Para asegurar la
efectividad de los Halcones de la Noche, tenemos que ser los
guerreros más astutos, duros e implacables sobre la faz de la
Tierra, y la gente tiene que «creer» que somos los más astutos, los
más duros y los más implacables. Tienen que creer que, si intentan
apuñalaros o dispararos con una ballesta, o usar la magia en
vuestra contra, nosotros los detendremos. Si creen que tienen las
mismas posibilidades de mataros que tiene un ratón con un dragón,
es muy posible que abandonen la idea, y la den por imposible, y
habremos evitado el ataque sin tener siquiera que levantar un
dedo.
»No podemos combatir a todos vuestros enemigos, Señora
Nasuada. Para eso haría falta un ejército. Ni siquiera Eragon
podría salvaros si todos los que os quieren muerta tuvieran el
valor de desplegar su odio y actuar en vuestra contra. Podríais
sobrevivir a cienatentados contra vuestra vida, o quizás a mil,
pero con el tiempo uno tendría éxito. El único modo de evitar que
eso ocurra es convencer a la mayoría de vuestros enemigos de que
«nunca» conseguirán superar la barrera de los Halcones de la Noche.
Nuestra reputación puede protegeros con tanta efectividad como
nuestras espadas y nuestra armadura. De modo que no nos hace ningún
bien que la gente os vea cabalgando sin nosotros. Desde luego hemos
quedado como un puñado de tontos ahí atrás, intentando alcanzaros
desesperadamente. Al fin y al cabo, si vos no nos respetáis,
señora, ¿por qué iban a hacerlo los demás?
Garven se acercó y bajó la voz.
-Moriríamos con gusto por vos si debemos hacerlo. Lo único
que pedimos a cambio es que nos permitáis llevar a cabo nuestra
labor. Es un pequeño favor, al fin y al cabo. Y puede que llegue el
día en que agradezcáis nuestra presencia. Vuestra otra protección
es humana, y por tanto falible, cualesquiera que sean sus poderes
arcanos. No ha pronunciado en el idioma antiguo los mismos
juramentos que nosotros. Sus simpatías podrían cambiar, y haríais
bien en ponderar vuestro destino si se girara en vuestra contra.
Los Halcones de la Noche, en cambio, nunca os traicionaremos. Somos
vuestros, señor; Nasuada, completa y absolutamente. Así que dejad
que los Halcones de la Noche hagamos lo que tenemos que hacer…
Dejad que os protejamos.
Al principio, Nasuada se mostró indiferente a sus argumentos,
pero su elocuencia y la claridad de su razonamiento le
impresionaron. Vio que era un hombre que podía haber utilizado en
otro puesto
-Veo que Jórmundur me ha rodeado de guerreros tan hábiles!
con la lengua como con la espada -dijo con una
sonrisa.
-Mi señora.
-Tiene razón. No os debería haber dejado atrás, lo siento. Ha
sido imprudente y desconsiderado. Aún no estoy acostumbrada a tener
una escolta a mi lado a todas horas, y a veces me olvido de que no
puedo moverme con la libertad de antes. Doy mi palabra de honor,
capitán Garven: no volverá a ocurrir. No deseo poner trabas a los
Halcones de la Noche.
-Gracias, mi señora.
Nasuada se giró de nuevo en dirección a los elfos, pero
estaban donde no alcanzaba la vista, ocultos tras la orilla de un
arroyo seco a] menos de medio kilómetro.
-Me ha impresionado hace un momento, Garven, cuando ha
inventado un lema para los Halcones de la Noche.
-¿ Lo he hecho? Si es así, no lo recuerdo.
-Lo ha hecho. Ha dicho: «Los más astutos, los más duros y los
más implacables». Eso sería un buen lema, aunque quizá sin la «y».
Si los demás Halcones de la Noche dan su aprobación, debería
pedirle a Trianna que tradujera la frase en idioma antiguo, y haré
que la inscriban en sus escudos y que la borden en sus
estandartes.
-Sois muy generosa, mi señora. Cuando volvamos a nuestras
tiendas, discutiré el asunto con Jórmundur y con los otros
capitanes. Sólo…
Se quedó dudando. Nasuada, que adivinaba lo que le
preocupaba, dijo:
-Pero le preocupa que un lema así sea demasiado vulgar para
hombres de su posición, y preferiría algo más noble y altruista.
¿No es cierto?
-Exactamente, mi señora -dijo él, con expresión de alivio.
-Supongo que es lícito pensar así. Los Halcones de la Noche
representan a los vardenos, y tienen que tratar con nobles de todas
las razas y de todos los rangos en el desempeño de su deber. Sería
lamentable dar una impresión equivocada… Muy bien, les dejo a usted
y a sus compañeros la búsqueda de un lema adecuado. Estoy segura de
que harán un trabajo excelente.
En aquel momento, los doce elfos emergieron del cauce seco
del río y Garven, después de murmurar su agradecimiento una vez
más, se apartó a una distancia discreta de Nasuada. Esta,
recomponiéndose para la visita de Estado, hizo un gesto a Angela y
a Elva para que volvieran.
Cuando aún estaban a más de cien metros, el elfo que iba en
primer lugar apareció, negro como el carbón de pies a cabeza. Al
principio, Nasuada supuso que era de piel morena, como ella, y que
llevaba ropas oscuras, pero al acercarse, vio que el elfo no
llevaba más que un taparrabos y un cinturón trenzado con un pequeño
morral colgando. Por lo demás, estaba cubierto de un manto de pelo
azul noche que emitía un brillo vivo a la luz del sol. De media, el
pelo tenía medio centímetro de espesor -con lo que podía tenerse
por una armadura suave y flexible que reflejaba la forma y el
movimiento de los músculos cubiertos-, pero en los tobillos y en la
parte inferior de los antebrazos alcanzaba los cinco centímetros, y
de entre las escápulas salía una áspera melena que sobresalía un
palmo del cuerpo y que iba en disminución por la espalda, hasta la
base de la columna. Un flequillo irregular le cubría la frente, y
unos mechones felinos despuntaban en el extremo de sus afiladas
orejas, pero, por lo demás, el pelo de su rostro era corto y liso,
visible únicamente debido a su color. Tenía los ojos de un amarillo
intenso. En lugar de uñas, de cada uno de sus dedos medios le nacía
una garra. Y al reducir la marcha para detenerse ante ella, Nasuada
observó que desprendía un olor particular: una especie de almizcle
salado con notas de madera seca de enebro, ero engrasado y humo.
Era un olor muy fuerte, y evidentemente masculino. Nasuada, llena
de impaciencia, sintió calor y luego frío en la piel, y se ruborizó
pensando que afortunadamente no se le notaría.
El resto de los elfos tenían un aspecto más acorde con lo que
se esperaba, con una constitución y complexión parecida a las de
Arya, cortas casacas de un naranja tostado y verde hoja. Seis eran
hombres y seis mujeres. Todos tenían el cabello negro, salvo dos de
las mujeres, que lo tenían como la luz de las estrellas. Resultaba
imposible determinar la edad de ninguno, ya que todos tenían el
rostro suave y sin arrugas. Eran los primeros elfos, aparte de
Arya, con los que se encontraba Nasuada personalmente, y estaba
deseosa de descubrir si Arya era representativa de su
raza.
Llevándose los dos primeros dedos a los labios, el cabecilla
de los elfos hizo una reverencia, al igual que sus compañeros, y
luego giró la mano derecha frente al pecho.
-Saludos y parabienes, Nasuada, hija de Ajihad. Atra esterní
onto thelduin -dijo, con un acento más marcado que el de Arya;
tenía una cadencia ondulante que daba musicalidad a sus
palabras.
-Atra du evarínya ono varda -respondió Nasuada, tal como Arya
le había enseñado.
El elfo sonrió, dejando a la vista unos dientes más afilados
de lo normal.
-Soy Blódhgarm, hijo de Ildrid la Bella -se presentó, y luego
hizo lo propio con los otros elfos-. Os traemos buenas noticias de
la reina Islanzadí; anoche nuestros hechiceros consiguieron
destruir las puertas de Ceunon. En este mismo momento, nuestras
fuerzas avanzan por las calles hacia la torre donde Lord Tarrant se
ha hecho fuerte. Algunos aún nos oponen resistencia, pero la ciudad
ha caído, y muy pronto tendremos el control completo sobre
Ceunon.
La escolta de Nasuada y los vardenos reunidos tras ella
estallaron en vítores al oír las noticias. Ella también celebró la
victoria, pero luego una sensación de aprensión e intranquilidad
empañó su alegría, al imaginarse a los elfos -especialmente a elfos
tan fuertes como Blódhgarm- invadiendo casas humanas. «¿Qué fuerzas
sobrenaturales he desencadenado?», se preguntó.
-Desde luego son buenas noticias -dijo-, y me alegro de
oírlas. Con Ceunon en nuestras manos, estamos mucho más cerca de
Urü'baen, y por tanto de Galbatorix y de la consecución de nuestros
objetivos. -Luego, en voz más baja, añadió-: Confío en que la reina
Islanzadí será considerada con el pueblo de Ceunon, con los que no
sienten ningún aprecio por Galbatorix, pero carecen de los medios o
el valor para oponerse al Imperio.
-La reina Islanzadí es considerada y piadosa con sus
súbditos, aunque lo sean a la fuerza, pero si alguien se atreve a
plantearnos oposición, lo barreremos como hojas muertas en una
tormenta de otoño.
-No espero menos de una raza tan antigua y poderosa como la
vuestra -respondió Nasuada.
Después de satisfacer las exigencias del protocolo con
algunos intercambios triviales más, Nasuada consideró oportuno
abordar el motivo de la visita de los elfos. Ordenó que la multitud
que los rodeaba se dispersara y luego dijo:
-Vuestra misión aquí, tengo entendido, es proteger a Eragon y
a Saphira. ¿Me equivoco?
-No os equivocáis, Nasuada Svitkona. Y sabemos que Eragon aún
está en el Imperio, pero que volverá pronto.
-¿También sabéis que Arya partió en su busca y que ahora los
dos viajan juntos?
Blódhgarm agitó las orejas.
-También nos informaron de eso. Es una pena que ambos deban
correr ese peligro, pero esperemos que no sufran ningún
daño.
-¿Qué pensáis hacer, pues? ¿Saldréis en su busca y los
escoltaréis durante el regreso? ¿U os quedaréis y esperaréis,
confiando en que Eragon y Arya puedan defenderse solos de los
soldados de Galbatorix?
-Seremos vuestros invitados, Nasuada, hija de Ajihad. Eragon
y Arya estarán a salvo mientras eviten ser detectados. Si nos
unimos a ellos dentro del Imperio, podríamos atraer una atención no
deseada. Bajo estas circunstancias, parece más conveniente aguardar
aquí, donde podemos aportar algo bueno. Lo más probable es que
Galbatorix ataque aquí, donde están los vardenos, y si lo hace, y
si Espina y Murtagh reaparecieran, Saphira necesitará toda nuestra
ayuda para repeler el ataque.
Nasuada se quedó sorprendida.
-Eragon dijo que sois de los hechiceros más poderosos de
vuestra raza, pero ¿ realmente tenéis los medios para combatir a
ese par de malditos? Al igual que Galbatorix, sus poderes van mucho
más allá que los de un Jinete normal.
-Con la ayuda de Saphira, sí, creemos que podemos igualar o
superar a Espina y a Murtagh. Sabemos de lo que eran capaces los
Apóstatas, y aunque Galbatorix probablemente ha hecho a Espina y a
Murtagh más fuertes que a cualquier miembro de los Apóstatas, desde
luego no los habrá puesto a su mismo nivel. En eso, por lo menos,
su temor a la traición nos beneficia. Ni siquiera tres de los
Apóstatas podrían vencernos a nosotros doce y a un dragón, así que
confiamos en que podremos imponernos a cualquiera salvo a
Galbatorix.
-Eso es alentador. Desde la derrota de Eragon a manos de
Murtagh, me he estado preguntando si deberíamos retirarnos y
ocultarnos hasta que aumente la fuerza de Eragon. Vuestra
convicción me tranquiliza y me da esperanzas. Puede que no tengamos
idea de cómo matar al propio Galbatorix, pero hasta que derribemos
las puertas de su ciudadela de Urû'baen, o hasta que decida volar a
lomos de Shruikan y enfrentarse a nosotros en el campo de batalla,
nada nos detendrá. -Hizo una pausa-. No me has dado ningún motivo
para desconfiar de ti, Blodhgarm, pero antes de entrar en nuestro
campamento, debo pedirte que permitas a uno de mis hombres entrar
en contacto con la mente de cada uno de vosotros para confirmar que
realmente sois elfos y no humanos disfrazados enviados por
Galbatorix. Me duele tener que pediros algo así, pero hemos sufrido
una plaga de espías y traidores y no podemos permitirnos aceptar la
palabra de nadie. No es mi intención ofenderos, pero la guerra nos
ha enseñado que estas precauciones son necesarias. Seguramente
vosotros, que habéis protegido el frondoso perímetro de Du
Weldenvarden con hechizos protectores, entenderéis mis motivos. Así
que tengo que pedíroslo: ¿accedéis?
Blodhgarm puso unos ojos felinos y mostró sus dientes
alarmantemente afilados al responder:
-No todo el perímetro de Du Weldenvarden es frondoso.
Ponednos a prueba si debéis hacerlo, pero os advierto: la persona a
quien asignéis la tarea deberá ir con mucho cuidado y no
profundizar demasiado en nuestra mente, o ello podría arrebatarle
el juicio. Es peligroso para los mortales explorar nuestros
pensamientos: pueden perderse muy fácilmente, sin posibilidad de
retorno a su propio cuerpo. Por otra parte, nuestros secretos no
están a la vista, para que los inspeccione
cualquiera.
Nasuada lo entendió. Los elfos destruirían a cualquiera que
se adentrara en territorio prohibido.
-Capitán Garven -dijo.
Tras dar un paso adelante con la expresión de quien se acerca
a su condena, Garven se colocó frente a Blodhgarm, cerró los ojos y
frunció el ceño con fuerza, para adentrarse en la mente del elfo.
Nasuada observó, mordiéndose el labio por dentro. Cuando era niña,
un cojo llamado Hargrove le había enseñado a ocultar sus
pensamientos a los telépatas y a bloquear y desviar las incursiones
de un ataque mental. Ambas técnicas se le daban muy bien, y aunque
nunca había conseguido iniciar un contacto mental con otros, los
principios le resultaban muy familiares. Entendía perfectamente,
pues, lo difícil y delicado que era lo que estaba intentando hacer
Garven, más difícil todavía debido a la extraña naturaleza de los
elfos.
Angela se le acercó y le susurró:
-Deberías haberme dejado a mí. Habría sido más
seguro.
-Quizá -dijo Nasuada. A pesar de todo lo que les había
ayudado la herbolaria a ella y a los vardenos, aún se sentía
incómoda confiando en ella para los asuntos
oficiales.
Garven siguió concentrado unos momentos y de pronto sus ojos
se abrieron como platos y resopló sonoramente. Tenía el cuello y el
rostro colorados del esfuerzo y las pupilas dilatadas, como si
fuera de noche. En cambio, Blodhgarm parecía tranquilo; tenía el
pelo terso, la respiración regular y una leve sonrisa divertida
asomaba por la comisura de sus labios.
-¿Y bien? -preguntó Nasuada.
Parecía como si Garven tardara un poco más de lo normal en
oírla. Luego, el corpulento oficial de nariz torcida
dijo:
-Desde luego no es humano, mi señora. De eso no tengo ninguna
duda.
Satisfecha pero inquieta, ya que aquella respuesta tenía algo
que le producía una vaga incomodidad, Nasuada
dijo:
-Muy bien, proceda.
A partir de entonces, Garven tardó cada vez menos tiempo en
examinar a cada uno de los elfos, hasta emplear apenas media docena
de segundos en el último del grupo. Nasuada lo siguió atentamente
con la mirada a lo largo de todo el proceso, y vio cómo los dedos
se le quedaban blancos, sin sangre, y cómo la piel de las sienes se
le hundía en el cráneo, como los oídos de una rana, y cómo adquiría
el aspecto lánguido de una persona buceando a gran
profundidad.
Tras completar su misión, Garven volvió a ocupar su posición
junto a Nasuada. Le pareció un hombre cambiado. Su determinación y
lereza de antes se habían desvanecido y había adquirido el aire
soñador de un sonámbulo, y aunque la miró a los ojos cuando ella le
preguntó si estaba bien, y aunque él respondió sin alterar la voz,
Nasuada sentía como si su espíritu estuviera lejos, deambulando por
entre los polvorientos y soleados claros de los misteriosos bosques
de los elfos. Esperaba que se recuperara pronto, pero si no lo
hacía, les pediría a Eragon o a Angela, o quizás a los dos a la
vez, que se ocuparan de él. Hasta que se encontrara mejor, decidió
que no debía seguir sirviendo como miembro activo de los Halcones
de la Noche: Jórmundur le daría algo sencillo que hacer, de modo
que ella no se sintiera culpable porque pudiera sufrir ningún otro
daño; por lo menos, él podía consolarse pensando que había tenido
el placer de disfrutar de las visiones que le hubiera proporcionado
su contacto con los elfos.
Resentida ante aquella pérdida y furiosa consigo misma, con
los elfos y con Galbatorix y el Imperio por hacer necesario aquel
sacrificio, le resultaba difícil mantener la compostura y
controlarse.
-Cuando has hablado de peligros, Blödhgarm, habrías hecho
bien en mencionar que incluso los que regresan a sus cuerpos no
quedan completamente indemnes.
-Mi señora, yo estoy bien -dijo Garven. Pero su protesta fue
tan débil e inefectiva que prácticamente nadie se dio cuenta, y
sólo sirvió para reforzar la sensación de rabia de
Nasuada.
El pelo de la nuca de Blódhgarm se erizó:
-Si no me he explicado con suficiente claridad, pido excusas.
No obstante, no nos culpéis por lo ocurrido; no podemos evitar ser
como somos. Ni tampoco os culpéis a vos misma, puesto que vivimos
en una era de sospechas. Dejarnos pasar sin más habría sido una
negligencia por vuestra parte. Es lamentable que un incidente tan
desagradable deba estropear este encuentro histórico entre
nosotros, pero al menos ahora sabéis que podéis estar tranquila,
segura de haber determinado nuestro origen y de que somos lo que
parecemos: elfos de Du Weldenvarden.
Una fresca nube de almizcle cubrió a Nasuada, y aunque estaba
tensa por la rabia, sus articulaciones se relajaron y su mente se
vio invadida por pensamientos de enramadas decoradas con sedas,
copas de vino de cerezas y las lastimeras canciones de los enanos
que tantas veces había oído resonar por las salas vacías de
Tronjheim. Distraída de su enojo, explicó:
-Ojalá Eragon o Arya estuvieran aquí, ya que ellos habrían
podido mirar en vuestras mentes sin temor a perder el
juicio.
De nuevo sucumbió a la tentadora atracción del olor de
Blódhgarm, imaginándose la sensación de pasarle las manos por el
manto de pelo. No volvió en sí hasta que Elva le tiró del brazo
izquierdo, obligándola a agacharse y colocar el oído junto a la
boca de la niña bruja.
-Marrubio -le dijo Elva en voz baja, pero con un tono
áspero-. Concéntrate en el sabor del marrubio.
Siguiendo su consejo, Nasuada recuperó un recuerdo del año
anterior, cuando había comido dulce de marrubio en uno de los
banquetes del rey Hrothgar. El mero hecho de pensar en el sabor
acre del caramelo le secó la boca y contrarrestó el efecto seductor
del almizcle de Blódhgarm.
-Mi joven compañera -dijo, intentando justificar aquel lapsus
de concentración- se pregunta por qué tienes un aspecto tan
diferente al de otros elfos. Debo confesar que yo también siento
cierta curiosidad al respecto. Tu aspecto no es el que solemos
esperar entre los ¿e tu raza. ¿ Serías tan amable de compartir con
nosotros el motivo de tus rasgos «animales»?
Blódhgarm se encogió de hombros, agitando su manto de pelo,
que brilló al sol.
-Me gustó esta apariencia -dijo-. Algunos escriben poemas
sobre el sol y la luna, otros cultivan flores o construyen grandes
edificios o componen música. Aprecio enormemente todas esas formas
artísticas, pero considero que la belleza verdadera no existe más
que en el colmillo de un lobo, en la piel de un gato montes o en el
ojo de un águila. Así que adopté esos atributos personalmente. En
cien años más quizá pierda interés por las bestias de la Tierra y
decida que los animales del mar encarnan todo lo bueno, y entonces
me cubriré de escamas, transformaré mis manos en aletas y mis pies
en cola y desapareceré bajo la superficie de las olas para no
dejarme ver nunca más en Alagaësia.
Si estaba de broma, como creía Nasuada, no lo demostraba en
absoluto. Al contrario, estaba tan serio que se preguntó si se
estaría burlando de ella.
-Es de lo más interesante -respondió-. Espero que esa
necesidad imperiosa de convertirse en pez no te sobrevenga en un
futuro próximo, puesto que te necesitamos en tierra firme. Aunque
si algún día Galbatorix también decide esclavizar a los tiburones y
a las lubinas, desde luego un hechicero que pueda respirar bajo el
agua puede resultar útil.
Sin previo aviso, los doce elfos llenaron el aire con sus
risas alegres y luminosas, y los pájaros en un radio de más de un
kilómetro se pusieron a cantar de pronto. Todo aquel alborozo era
tan refrescante como una cascada de agua sobre piedras de cristal.
Nasuada sonrió sin quere, y a su alrededor vio expresiones
similares en los rostros de sus escoltas. Incluso los dos úrgalos
parecían divertidos. Y cuando los elfos volvieron a callar y el
mundo volvió a la normalidad, Nasuada sintió la tristeza de un
sueño que acaba. Sus ojos se cubrieron de lagrimas y vio borroso
durante el tiempo que duran un par de latidos, tras lo cual también
aquello pasó.
Sonriendo por primera vez, y presentando así un rostro
atractivo y aterrador al mismo tiempo, Blódhgarm
dijo:
-Será un honor servir junto a una mujer tan inteligente,
capaz y ocurrente como vos, señora Nasuada. Uno de estos días, si
vuestros deberes os lo permiten, me encantará enseñaros nuestro
juego de runas. Estoy seguro de que seríais un oponente
formidable.
El repentino cambio de actitud de los elfos le recordó una
palabra que había oído emplear alguna vez a los enanos para
describirlos: «caprichosos». Le había parecido una descripción
insustancial cuando era niña -reforzaba el concepto que tenía de
los elfos como criaturas que pasaban revoloteando de una cosa a la
otra, como hadas en un jardín de flores-, pero ahora se daba cuenta
de que lo que los enanos querían decir realmente era: «¡Cuidado,
porque nunca sabrás qué es lo que va a hacer un elfo!». Suspiró,
deprimida ante la perspectiva de tener que lidiar con otro grupo de
seres deseosos de controlarla en su propio beneficio. «¿Siempre es
tan complicada la vida? ¿O soy yo quien se la complica?», se
preguntó.
Por el interior del campamento apareció el rey Orrin
cabalgando hacia ellos, a la cabeza de un enorme cortejo de nobles,
cortesanos, grandes y pequeños funcionarios, asesores, ayudantes,
siervos, caballeros y una plétora de otros personajes que Nasuada
no se molestó en identificar, mientras que por el oeste,
descendiendo a gran velocidad con las alas extendidas, vio a
Saphira. Mientras se hacía a la idea del largo episodio que estaba
a punto de dar comienzo, respondió:
-Puede que pasen meses antes de que tenga ocasión de aceptar
tu oferta, Blódhgarm, pero la agradezco igualmente. Me iría bien
distraerme con un juego tras una larga jornada de trabajo. No
obstante, de momento debo postergar ese placer. Está a punto de
caeros encima todo el peso de la sociedad humana. Os sugiero que os
preparéis para una avalancha de nombres, preguntas y peticiones.
Los humanos somos unos curiosos, y ninguno de nosotros ha visto
nunca a tantos elfos juntos.
-Estamos preparados para ello, señora Nasuada -respondió
Blódhgarm.
Mientras el atronador cortejo del rey Orrin se iba acercando
y Saphira se preparaba para aterrizar, aplanando la hierba con el
viento creado por sus alas, Nasuada pensó: «¡Cielos! Tendremos que
disponer un batallón alrededor de Blódhgarm para evitar que se lo
disputen las mujeres del campamento. Y quizá ni siquiera eso
resuelva el problema»,