Roran salió de la tienda abrochándose el cinturón, tosiendo y
achinando los ojos ante la polvareda.
-¿Qué os trae por aquí? -preguntó mientras Eragon
desmontaba.
Eragon les habló rápidamente de su partida e insistió en la
importancia de que mantuvieran en secreto su ausencia en el
campamento.
-No importa que se sientan desairados por que me haya negado
a verlos, no podéis revelarles la verdad, ni siquiera a Horst ni a
Elain. Es mejor que piensen que me he convertido en un grosero a
que digáis una palabra sobre el plan de Nasuada. Os lo pido por
todos aquellos que se han enfrentado al Imperio. ¿ Lo
haréis?
-Nunca te traicionaríamos, Eragon -dijo Katrina-. De eso no
debes tener ni una duda.
Entonces Roran les dijo que también iba a
marcharse.
-¿Adonde? -exclamó Eragon.
-Acabo de conocer mi misión. Vamos a asaltar los trenes de
suministro del Imperio en algún punto al norte de donde nos
encontramos, detrás de las líneas del enemigo.
Eragon los miró: primero a Roran, serio y decidido, nervioso
ya ante la expectativa de la batalla; luego, a Katrina, preocupada,
aunque intentaba disimularlo; y por último, a Saphira, cuyas fosas
nasales despedían unas pequeñas lenguas de fuego que
chisporroteaban al ritmo de su respiración.
Roran agarró a Eragon del brazo, lo atrajo hacia él y le dio
un abrazo. Luego lo soltó y lo miró a los ojos.
-Ten cuidado, hermano. Galbatorix no es el único a quien le
gustaría clavarte un cuchillo entre las costillas si te
despistas.
-Tú también. Y si te encuentras ante un hechicero, sal
corriendo en dirección contraria. Las protecciones que te he puesto
no van a durar siempre.
Katrina le dio un abrazo a Eragon y susurró:
-No tardes demasiado.
-No lo haré.
Juntos, Roran y Katrina se acercaron a Saphira y le
acariciaron la frente y el largo y huesudo morro. El pecho de
Saphira vibró con una nota baja y profunda que le resonó en la
garganta.
Recuerda, Roran -dijo-, no cometas el error de dejar a tus enemigos con vida. Y,
Katrina, no te recrees en aquello que no puedes cambiar. Solamente
conseguirás prolongar tu aflicción.
Saphira desplegó las alas con un susurro de escamas y
cálidamente rodeó con ellas a Roran, a Katrina y a Eragon,
aislándolos del
mundo.
Cuando Saphira volvió a levantar las alas, Roran y Katrina se
apartaron. Eragon trepó a su grupa. Con un nudo en la garganta,
saludó con la mano a la pareja recién casada y continuó haciéndolo
mientras Saphira levantaba el vuelo. Luego, parpadeando para
quitarse las lágrimas de los ojos, se recostó en una púa de la
espalda de Saphira y levantó la vista hacia el
cielo.
¿A las tiendas del cocinero,
ahora?-preguntó Saphira.
Sí
Saphira se elevó unos treinta metros antes de dirigirse hacia
el extremo suroeste del campamento, donde se levantaban unas
columnas de humo procedentes de hileras de hornos y de grandes
hogueras. Una fina corriente de aire los envolvió mientras Saphira
se deslizaba hacia abajo en dirección a una franja de tierra que
quedaba entre dos tiendas de paredes abiertas, cada una de ellas de
unos quince metros de longitud. La hora del desayuno ya había
pasado, así que cuando Saphira aterrizó con un golpe sordo,
encontraron las tiendas vacías.
Eragon se apresuró en dirección a las hogueras que se
encontraban detrás de las mesas de tablones y Saphira le siguió.
Los cientos de hombres que se afanaban cuidando las hogueras,
cortando carne, cascando huevos, amasando, removiendo misteriosos
líquidos en cazos de hierro colado, frotando enormes montones de
sartenes y cacerolas sucias y que estaban dedicados a la ingente e
interminable tarea de preparar comida para los vardenos no se
detuvieron a contemplar a Eragon y a Saphira. ¿ Qué importancia tenían un dragón y un Jinete en
comparación con las despiadadas exigencias de la voraz criatura de
múltiples bocas cuya hambre se esforzaban por
saciar?
Un hombre corpulento que llevaba una corta barba blanca y
negra y que era casi tan bajito que podía pasar por enano se acercó
trotando a Eragon y a Saphira y los saludó con una inclinación de
cabeza.
-Soy Quoth Merrinsson. ¿En qué puedo ayudaros? Si quieres,
Asesino de Sombra, tenemos un poco de pan recién horneado. -Hizo un
gesto en dirección a una doble hilera de hogazas de pan que
reposaban encima de una bandeja en una de las
mesas.
-Me comería media hogaza, si te sobra -dijo Eragon-. De todas
maneras, mi hambre no es el motivo de nuestra visita. A Saphira le
gustaría comer algo; no hemos tenido tiempo de que cazara, como
hace habitualmente.
Quoth apartó la vista de él y la dirigió hacia Saphira.
Inmediatamente, se puso pálido.
-¿ Qué cantidad acostumbra…? Eh, es
decir, ¿ cuánto comes normalmente, Saphira?Puedo hacer que traigan
seis medios bueyes asados inmediatamente, y dentro de unos quince
minutos estarán listos otros seis. ¿ Eso será suficiente? -Tragó
saliva.
Saphira emitió un gruñido suave que hizo que Quoth soltara un
chillido y diera un salto hacia atrás.
-Ella preferiría un animal vivo, si es posible -dijo Eragon.
Con voz aguda, Quoth repuso:
-¿Posible? Oh, sí, es posible. -Asintió con la cabeza
mientras retorcía el delantal entre las manos manchadas de grasa-.
Completamente posible, por supuesto, Asesino de Sombra, dragona
Saphira. En la mesa del rey Orrin no faltará nada esta tarde, oh,
no. Y un barril de hidromiel -le dijo
Saphira a Eragon. En cuanto Eragon le comunicó la petición a Quoth,
a éste se le formaron unos círculos blancos alrededor del iris de
los ojos.
-Me…, me temo que los enanos han comprado casi toda nuestra
reserva de… hidromiel. Solamente nos quedan unos cuantos barriles,
y están reservados para el rey. -Saphira soltó una llamarada de un
metro de longitud que chamuscó la hierba que había a sus pies y que
le hizo dar un respingo. Unas volutas de humo negro se levantaron
desde los tallos chamuscados-. Haré… que te traigan un barril ahora
mismo. Si… quieres seguirme, te… llevaré hasta el ganado y podrás
elegir el animal que quieras.
Esquivando fuegos, mesas y grupos de hombres atareados, el
cocinero los condujo hasta un grupo de grandes corrales de madera
que guardaban cerdos, vacas, bueyes, ocas, cabras, ovejas, conejos
y unos cuantos ciervos salvajes que los rastreadores de los
vardenos habían capturado durante sus incursiones en los bosques de
los alrededores. Al lado de los corrales había unos gallineros
llenos de pollos, patos, palomas, codornices, urogallos y otras
aves. Los graznidos, gorjeos, arrullos y cacareos formaban una
cacofonía tan estridente que Eragon apretó las mandíbulas,
irritado. Para evitar que los pensamientos y sentimientos de tantas
criaturas lo desbordaran, se esforzó por mantener la mente cerrada
ante todo, excepto ante Saphira.
Los tres se detuvieron a unos treinta metros de los corrales
para que la presencia de Saphira no desatara el pánico entre los
animales. -¿Hay alguno que sea de tu agrado? -preguntó Quoth
mirándola y frotándose las manos con una nerviosa
agilidad.
Saphira inspeccionó los corrales, sorbió por la nariz y le
dijo a Eragon:
Qué presas tan
lamentables… La verdad es que no tengo tanta hambre, ¿sabes? Fui de
caza anteayer y todavía estoy digiriendo los huesos del ciervo que
comí.
Todavía estás en
época de rápido crecimiento. Comer te hará
bien.
No, si no puedo digerir lo que como.
Entonces escoge algo pequeño. Un cerdo,
quizá. Eso no ayudaría en nada. No…, comeré esa de ahí. Eragon
percibió en Saphira la imagen de una vaca de tamaño mediano que
tenía unas manchas blancas en el costado izquierdo. La señaló y
Quoth soltó un grito a unos hombres que holgazaneaban al lado de
los corrales. Dos de ellos apartaron la vaca del resto del rebaño,
le pasaron un lazo por la cabeza y arrastraron al reacio animal
hacia Saphira. Cuando se encontraba a unos diez metros de Saphira,
el animal mugió, se plantó y, presa del terror, intentó librarse
del lazo y escapar. Antes de que lo consiguiera, Saphira saltó y
ganó la distancia que los separaba. Los dos hombres que sujetaban
la cuerda se lanzaron al suelo al ver que Saphira se lanzaba hacia
ellos con las mandíbulas abiertas.
Saphira golpeó el costado de la vaca en el momento en que
ésta se daba la vuelta para correr, tumbó al animal en el suelo y
lo inmovilizó bajo sus patas abiertas. La vaca emitió un único y
aterrorizado quejido justo antes de que las mandíbulas de Saphira
se cerraran alrededor de su cuello. Con un feroz movimiento de
cabeza, le rompió la columna vertebral. Entonces se quedó quieta un
momento, se inclinó hacia su presa y miró a Eragon con expresión
expectante.
Eragon cerró los ojos y se acercó a la vaca con la mente. La
conciencia del animal ya se había desvanecido en la oscuridad, pero
el cuerpo todavía estaba vivo, los músculos vibraban con una
energía motora que era muy intensa a causa del miedo que había
sentido unos momentos antes. Eragon se sintió invadido por una gran
repugnancia ante lo que iba a hacer, pero la ignoró y, colocando
una mano sobre el cinturón de Beloth el
Sabio, transfirió toda la energía que pudo desde el cuerpo del
animal a los doce diamantes escondidos alrededor de su cintura.
Tardó solamente unos segundos en llevar a cabo el
proceso.
Entonces, dirigiéndose a Saphira, asintió con la
cabeza.
He terminado.
Eragon agradeció a los hombres la ayuda y ambos se alejaron,
dejándole a solas con Saphira.
Mientras la dragona se atracaba con aquella comida, él se
apoyó en el barril de hidromiel y observó a los cocineros, que
volvían a ocuparse de sus labores. Cada vez que uno de sus
ayudantes decapitaba una gallina o cortaba el cuello de un cerdo o
de una cabra o de cualquier otro animal, Eragon transfería la
energía del animal moribundo al cinturón de Beloth el Sabio. Era un trabajo deprimente porque la
mayoría de animales todavía estaban conscientes cuando él tocaba
sus mentes, y la tormenta de miedo y confusión que sentían lo
inundaba con tanta fuerza que el corazón le latía intensamente, la
frente se le perlaba de sudor y lo único que deseaba era aplacar el
sufrimiento de esas criaturas. A pesar de todo, sabía que su
destino era morir, porque si no los vardenos pasarían hambre.
Eragon había agotado sus reservas de energía en las últimas
batallas, así que quería recuperarla antes de iniciar ese viaje
largo y potencialmente peligroso. Si Nasuada le hubiera permitido
permanecer con los vardenos durante una semana más, habría podido
cargar los diamantes con la energía de su propio cuerpo e, incluso,
habría tenido tiempo de recuperarse antes de viajar a Farthen Dür,
pero no podía hacer todo eso en las pocas horas de que disponía. Y
aunque se hubiera quedado tumbado en la cama y hubiera vertido la
energía de sus piernas en las gemas, no habría podido reunir tanta
fuerza como la que estaba consiguiendo de esos
animales.
Parecía que los diamantes del cinturón de Beloth el Sabio podían absorber una cantidad ilimitada de
energía, así que Eragon paró en el momento en que se sintió incapaz
de volver a zambullirse en la agonía de muerte de otro animal.
Tembloroso y sudando de pies a cabeza, se inclinó hacia delante,
apoyó las manos en las rodillas y clavó la vista en el suelo que
tenía entre los pies, esforzándose por no desfallecer. Recuerdos
que no eran suyos irrumpían en su memoria, recuerdos de Saphira
sobrevolando el lago Leona con él en la grupa, de ambos
zambulléndose en el agua fría y transparente en medio de una nube
de burbujas blancas, recuerdos del placer que habían compartido
volando, nadando y jugando juntos.
La respiración se le acompasó y miró a Saphira, que estaba
sentada entre los restos de su presa y masticaba trozos del cráneo
de la vaca. Eragon sonrió y le comunicó la gratitud que sentía por
su ayuda.
Ahora podemos irnos -intervino el
chico.
Saphira tragó y contestó:
Toma mi fuerza también. Quizá la necesites.
No.
Ésta es una discusión que no vas a ganar.
Insisto.
Y yo insisto en lo contrario. No, te
dejará débil y en malas condiciones para la
batalla. ¿Y si Murtagh y Espina atacan más tarde, hoy? Los dos
debemos estar preparados para la batalla en cualquier momento. Tú
correrás mayor peligro que yo, puesto que Galbatorix y todo el
Imperio creerán que todavía estoy contigo.
Sí, pero tú
estarás sólo con un kull en medio de la naturaleza
salvaje.
Estoy tan acostumbrado a la naturaleza
salvaje como tú. Encontrarme lejos de la
civilización no me asusta. En cuanto al kull, bueno, no sé si sería
capaz de vencer a uno en un combate de lucha libre, pero mis
guardias me protegerán de cualquier traición… Tengo energía
suficiente, Saphira. No hace falta que me des
más.
Ella lo miró y pensó en sus palabras. Luego levantó una pata
y empezó a lamerse la sangre que tenía pegada en
ella.
Muy bien, me quedaré… conmigo. -Parecía que las comisuras de la boca
quisieran dibujar una sonrisa. Bajó la pata y añadió-: ¿Serías tan amable de acercarme rodando ese
barril?
Eragon soltó un gruñido, se levantó e hizo lo que ella le
había pedido. Saphira levantó una garra e hizo dos agujeros en la
parte superior del barril, y de ellos emanó un aroma dulce de
hidromiel de manzana. Entonces, bajó la cabeza hasta colocarla
encima del barril, lo tomó entre las dos enormes mandíbulas y lo
levantó hacia el cielo para verter el contenido del barril en su
garganta. Cuando estuvo vacío, lo soltó y éste se rompió contra el
suelo, y los aros de hierro que lo rodeaban se alejaron rodando
unos metros. Con el labio superior arrugado, Saphira agitó la
cabeza, se le cortó la respiración y estornudó con tanta fuerza que
se golpeó la nariz contra el suelo y escupió una llamarada de fuego
por la boca y por las fosas nasales.
Eragon soltó una exclamación de sorpresa y saltó a un lado
dando manotazos en el extremo de su túnica, que humeaba. Notó que
el lado derecho de la cara le escocía a causa del intenso
calor.
¡Saphira, ten más
cuidado!
Ups. -Saphira bajó la cabeza, se
frotó el morro cubierto de polvo con una pata y se rascó la nariz-.
El hidromiel hace
cosquillas.
A estas alturas tendrías que tener más sentido común -gruñó Eragon
mientras trepaba a su grupa.
Saphira volvió a rascarse el morro con la pata delantera, se
elevó en el aire de un salto y, deslizándose por encima del
campamento de los vardenos, llevó a Eragon a su tienda. Durante un
rato ninguno de los dos dijo nada, dejando que la emoción que
compartían hablara por ellos.
Saphira parpadeó, y Eragon pensó que los ojos le brillaban
más que de costumbre.
Esto es una prueba -dijo ella-.
Si la superamos, seremos más fuertes como
dragona y como Jinete.
Tenemos que ser capaces de funcionar por
nuestra cuenta en caso de necesidad, si no, estaríamos en desventaja.
Si. -Saphira rascó la tierra con las
mandíbulas apretadas-. A pesar de eso, saberlo
no me ayuda a aliviar el dolor. -Un escalofrío agitó su sinuoso
cuerpo y la dragona agitó las alas-. Que el
viento se te levante bajo las alas y que el sol siempre esté a tu
espalda. Viaja bien y deprisa, pequeño.
Adiós.
Eragon sentía que si se quedaba más rato con ella nunca se
iría, así que dio media vuelta y, sin mirar hacia atrás, entró en
la oscuridad de la tienda. Cortó por completo la conexión que había
entre ellos, la conexión que se había convertido en una parte tan
integral de sí mismo, como la estructura de su propia carne. De
todas formas, muy pronto estarían demasiado lejos el uno del otro
para estar en contacto mental, así que no tenía ningún deseo de
prolongar la agonía de su separación. Se quedó de pie un momento
con el puño cerrado alrededor de la empuñadura del bracamarte,
tambaleándose como si estuviera mareado. El sordo dolor de la
soledad ya le invadía, y se sintió pequeño y aislado al no tener la
tranquilizadora presencia de la mente de Saphira. «He hecho esto
antes, y lo puedo hacer otra vez», pensó, y se obligó a enderezar
la espalda y a levantar la cabeza. De debajo del catre, sacó el
paquete que había hecho durante su viaje desde Helgrind. En él
guardó el tubo de madera tallada envuelto en tela que contenía el
rollo con el poema que había escrito para el Agaetí Blódhren y que
Oromis había copiado con su mejor caligrafía; el frasco con el
faelnirv embrujado y la cajita de esteatita con el naleask, ambos
regalos de Oromis; el grueso libro, Domia abr
Wyrda, que había sido un obsequio de Jeod; la piedra de afilar
y el suavizador; y, después de dudar un momento, las muchas piezas
de su armadura.
«Si la necesito, la alegría de tenerla será superior a la
molestia de haberla llevado durante todo el viaje hasta Farthen
Dür», pensó. O eso esperaba. También se llevó el libro y el rollo
porque, después de haber viajado tanto, había llegado a la
conclusión de que la mejor manera de no perder los objetos que
apreciaba era llevarlos con él a donde fuera.
La única ropa extra que decidió llevar fueron un par de
guantes, que apretujó dentro del casco, y el pesado abrigo de lana,
por si hacía frío cuando se detuviera por la noche. El resto lo
empacó en las alforjas de Saphira. «Si de verdad soy un miembro del
Dürgrimst Ingeitum, me vestirán de forma adecuada cuando llegue a
la fortaleza Bregan», pensó.
Aflojó el fardo, colocó el arco sin cuerda y el carcaj encima
y los amarró a él. Estaba a punto de hacer lo mismo con el
bracamarte cuando se dio cuenta de que si se inclinaba a la
izquierda, la espada se saldría de la vaina. Entonces, ató la
espada plana en la parte posterior del fardo, un poco inclinada
para que la empuñadura le quedara entre el cuello y el hombro
derecho: de este modo podría desenfundarla con
facilidad.
Eragon se colocó el fardo y atravesó la barrera de su mente,
sintiendo la energía que fluía por su cuerpo y por los doce
diamantes montados en el cinturón de Beloth el
Sabio. Aprovechó ese flujo de energía y pronunció en un
murmullo el hechizo que solamente había utilizado una única vez
anteriormente, el hechizo que formaba unos rayos de luz alrededor
de su cuerpo y le volvía invisible. Una leve fatiga le debilitó las
piernas cuando hubo terminado de pronunciar el
hechizo.
Bajó la mirada y experimentó la desconcertante sensación de
ver, en lugar del torso y de las piernas, las huellas de sus botas
en la tierra del suelo. «Ahora viene la parte difícil»,
pensó.
Se dirigió a la parte posterior de la tienda, rasgó la tensa
tela con el cuchillo de cazar y se coló por la abertura. Blódhgarm,
reluciente como un gato bien alimentado, le esperaba fuera. Inclinó
la cabeza hacia donde Eragon se dirigía y murmuró: «Asesino de
Sombra». Entonces dedicó toda su atención a reparar el agujero de
la tela, acción que realizó pronunciando media docena de breves
palabras en el idioma antiguo.
Eragon avanzó por el camino, entre dos hileras de tiendas,
utilizando sus conocimientos de silvicultura para hacer el menor
ruido posible. Cada vez que alguien se aproximaba, Eragon se
apartaba del sendero y se quedaba inmóvil, esperando que no vieran
las huellas en el suelo ni en la hierba. Maldijo el hecho de que la
tierra estuviera tan seca: sus botas siempre levantaban unas
pequeñas nubes de polvo por muy suavemente que las apoyara. Para su
sorpresa, ser invisible mermaba su equilibrio: al no poder ver
dónde tenía las manos y los pies, confundía continuamente las
distancias y tropezaba con los objetos, casi como si hubiera tomado
demasiada cerveza.
A pesar de ese avance difícil, llegó al extremo del
campamento en poco tiempo y sin levantar ninguna sospecha. Se
detuvo detrás de un aljibe, escondió sus huellas en la oscura
sombra de éste y estudió las murallas de tierra apisonada y las
zanjas repletas de estacas afiladas que protegían el flanco
oriental de los vardenos. Si estuviera intentando entrar en el
campamento, hubiera sido extremadamente difícil hacerlo sin ser
detectado por uno de los muchos centinelas que patrullaban en las
murallas, incluso siendo invisible. Pero dado que las zanjas y las
murallas se habían diseñado para repeler a los atacantes y no para
aprisionar a los defensores del campamento, cruzarlas en dirección
contraria era una tarea mucho más fácil.
Eragon esperó a que los dos centinelas que se encontraban más
cerca le dieran la espalda para salir corriendo con todas sus
fuerzas. En cuestión de segundos hubo atravesado los treinta metros
que, aproximadamente, separaban el aljibe de la cuesta de la
muralla y subió el muro de contención tan deprisa que se sintió
como un canto de piedra deslizándose por la superficie del agua.
Cuando estuvo en la cima del muro, tomó impulso con las piernas y,
agitando los brazos, saltó por encima de las líneas defensivas de
los vardenos. Sintió el silencioso latido del corazón tres veces
mientras estaba en el aire y aterrizó con un impacto
descomunal.
Tan pronto como hubo recuperado el equilibrio, se tumbó en el
suelo y aguantó la respiración. Uno de los centinelas se detuvo,
pero no pareció que notara nada fuera de lo normal; al cabo de un
momento, reinició la ronda. Eragon respiró y
susurró:
-Du deloi lunaea.
Inmediatamente notó que el hechizo borraba las huellas que
sus botas habían dejado encima del muro.
Todavía invisible, se puso en pie y se alejó del campamento a
paso rápido pero con cuidado, procurando pisar solamente encima de
la hierba para no levantar más polvo. Cuanto más se alejaba de los
centinelas, más rápido avanzaba, hasta que corrió más deprisa que
un caballo al galope.
Casi una hora más tarde, Eragon bajó por la inclinada
pendiente del lecho de un estrecho arroyo que el viento y la lluvia
habían formado en la superficie de la pradera. En el fondo, un hilo
de agua corría paralelamente ajuncos y a aneas. Continuó el curso
del riachuelo manteniéndose alejado de la blanda tierra más cercana
al agua, en un intento de no dejar rastro de su paso, hasta que el
arroyo se ensanchó formando un pequeño estanque. Allí, en la
orilla, vio el bulto de un kull que, con el pecho desnudo, se
encontraba sentado en una roca.
Eragon se abrió paso por entre un grupo de aneas; el ruido de
las hojas y los tallos avisó al kull de su presencia. La criatura
giró la enorme y cornuda cabeza hacia Eragon, olisqueando el aire.
Era Nar Garzhvog, el jefe de los úrgalos que se habían aliado con
los vardenos. -¡Tú! -exclamó Eragon, volviéndose visible de nuevo.
-Saludos, Espada de Fuego -farfulló con voz gutural
Garzhvog.
Levantando con gran esfuerzo las gruesas piernas y el
gigantesco torso, Garzhovg incorporó sus dos metros sesenta de
estatura y sus músculos se tensaron bajo la piel grisácea a la luz
del sol de mediodía. -Saludos, Nar Garzhvog -contestó Eragon.
Confundido, preguntó-: ¿Qué pasa con tus carneros? ¿Quién los
dirigirá si tú vienes
conmigo?
-Mi hermano de sangre, Skgahgrezh, los dirigirá. No es un
kull, pero tiene unos cuernos largos y un cuello grueso. Es un buen
jefe
guerrero.
-Comprendo… Pero ¿por qué quieres venir?
El úrgalo levantó la cuadrada barbilla, descubriendo la
garganta.
-Tú eres Espada de Fuego. No debes morir, o los Urgralgra,
como vosotros llamáis a los úrgalos, no conseguirán cumplir su
venganza contra Galbatorix y nuestra raza morirá en esta tierra.
Así que correré a tu lado. Soy el mejor de nuestros luchadores. He
derrotado a cuarenta y dos carneros en un único
combate.
Eragon asintió con la cabeza, en absoluto disgustado por el
giro de la situación. De todos los úrgalos, en quien más confiaba
era en Garzhvog, ya que había puesto a prueba la conciencia del
kull antes de la batalla de los Llanos Ardientes y había
descubierto que, para el estándar de su raza, Garzhvog era honesto
y de fiar. «Mientras no decida que su honor le exige desafiarme a
un duelo, no deberíamos tener ningún motivo de
conflicto.»
-Muy bien, Nar Garzhvog -dijo mientras tensaba la correa del
fardo alrededor de su cintura-, corramos juntos, tú y yo, como no
ha sucedido nunca en toda la historia documentada.
Garzhvog soltó una risa gutural.
-Corramos, Espada de Fuego.
Juntos se dirigieron hacia el este y juntos se encaminaron
hacia las montañas Beor. Eragon corría con ligereza y agilidad;
Garzhvog trotaba a su lado, dando un paso por cada dos de Eragon y
haciendo retumbar la tierra bajo el peso de su cuerpo. Por encima
de sus cabezas, unas grandes nubes se formaron en el horizonte:
auguraban una torrencial tormenta; los halcones volaban en círculos
y emitían chillidos solitarios mientras buscaban una
presa.