Saphira, dando unos saltos vertiginosos, llevó a Eragon a través del campamento hasta la tienda de Roran y de Katrina. Fuera de la tienda, Katrina estaba lavando un vestido en un cubo lleno de agua jabonosa y frotaba la tela blanca sobre una tabla de lavar. Saphira aterrizó a su lado levantando una nube de polvo y ella se cubrió los ojos con la mano para protegerse.


Roran salió de la tienda abrochándose el cinturón, tosiendo y achinando los ojos ante la polvareda.

-¿Qué os trae por aquí? -preguntó mientras Eragon desmontaba.

Eragon les habló rápidamente de su partida e insistió en la importancia de que mantuvieran en secreto su ausencia en el campamento.

-No importa que se sientan desairados por que me haya negado a verlos, no podéis revelarles la verdad, ni siquiera a Horst ni a Elain. Es mejor que piensen que me he convertido en un grosero a que digáis una palabra sobre el plan de Nasuada. Os lo pido por todos aquellos que se han enfrentado al Imperio. ¿ Lo haréis?

-Nunca te traicionaríamos, Eragon -dijo Katrina-. De eso no debes tener ni una duda.

Entonces Roran les dijo que también iba a marcharse.

-¿Adonde? -exclamó Eragon.

-Acabo de conocer mi misión. Vamos a asaltar los trenes de suministro del Imperio en algún punto al norte de donde nos encontramos, detrás de las líneas del enemigo.

Eragon los miró: primero a Roran, serio y decidido, nervioso ya ante la expectativa de la batalla; luego, a Katrina, preocupada, aunque intentaba disimularlo; y por último, a Saphira, cuyas fosas nasales despedían unas pequeñas lenguas de fuego que chisporroteaban al ritmo de su respiración.

Roran agarró a Eragon del brazo, lo atrajo hacia él y le dio un abrazo. Luego lo soltó y lo miró a los ojos.

-Ten cuidado, hermano. Galbatorix no es el único a quien le gustaría clavarte un cuchillo entre las costillas si te despistas.

-Tú también. Y si te encuentras ante un hechicero, sal corriendo en dirección contraria. Las protecciones que te he puesto no van a durar siempre.

Katrina le dio un abrazo a Eragon y susurró:

-No tardes demasiado.

-No lo haré.

Juntos, Roran y Katrina se acercaron a Saphira y le acariciaron la frente y el largo y huesudo morro. El pecho de Saphira vibró con una nota baja y profunda que le resonó en la garganta.

Recuerda, Roran -dijo-, no cometas el error de dejar a tus enemigos con vida. Y, Katrina, no te recrees en aquello que no puedes cambiar. Solamente conseguirás prolongar tu aflicción.

Saphira desplegó las alas con un susurro de escamas y cálidamente rodeó con ellas a Roran, a Katrina y a Eragon, aislándolos del

mundo.

Cuando Saphira volvió a levantar las alas, Roran y Katrina se apartaron. Eragon trepó a su grupa. Con un nudo en la garganta, saludó con la mano a la pareja recién casada y continuó haciéndolo mientras Saphira levantaba el vuelo. Luego, parpadeando para quitarse las lágrimas de los ojos, se recostó en una púa de la espalda de Saphira y levantó la vista hacia el cielo.

¿A las tiendas del cocinero, ahora?-preguntó Saphira.

Sí

Saphira se elevó unos treinta metros antes de dirigirse hacia el extremo suroeste del campamento, donde se levantaban unas columnas de humo procedentes de hileras de hornos y de grandes hogueras. Una fina corriente de aire los envolvió mientras Saphira se deslizaba hacia abajo en dirección a una franja de tierra que quedaba entre dos tiendas de paredes abiertas, cada una de ellas de unos quince metros de longitud. La hora del desayuno ya había pasado, así que cuando Saphira aterrizó con un golpe sordo, encontraron las tiendas vacías.

Eragon se apresuró en dirección a las hogueras que se encontraban detrás de las mesas de tablones y Saphira le siguió. Los cientos de hombres que se afanaban cuidando las hogueras, cortando carne, cascando huevos, amasando, removiendo misteriosos líquidos en cazos de hierro colado, frotando enormes montones de sartenes y cacerolas sucias y que estaban dedicados a la ingente e interminable tarea de preparar comida para los vardenos no se detuvieron a contemplar a Eragon y a Saphira. ¿ Qué importancia tenían un dragón y un Jinete en comparación con las despiadadas exigencias de la voraz criatura de múltiples bocas cuya hambre se esforzaban por saciar?

Un hombre corpulento que llevaba una corta barba blanca y negra y que era casi tan bajito que podía pasar por enano se acercó trotando a Eragon y a Saphira y los saludó con una inclinación de cabeza.

-Soy Quoth Merrinsson. ¿En qué puedo ayudaros? Si quieres, Asesino de Sombra, tenemos un poco de pan recién horneado. -Hizo un gesto en dirección a una doble hilera de hogazas de pan que reposaban encima de una bandeja en una de las mesas.

-Me comería media hogaza, si te sobra -dijo Eragon-. De todas maneras, mi hambre no es el motivo de nuestra visita. A Saphira le gustaría comer algo; no hemos tenido tiempo de que cazara, como hace habitualmente.

Quoth apartó la vista de él y la dirigió hacia Saphira. Inmediatamente, se puso pálido.

-¿ Qué cantidad acostumbra…? Eh, es decir, ¿ cuánto comes normalmente, Saphira?Puedo hacer que traigan seis medios bueyes asados inmediatamente, y dentro de unos quince minutos estarán listos otros seis. ¿ Eso será suficiente? -Tragó saliva.

Saphira emitió un gruñido suave que hizo que Quoth soltara un chillido y diera un salto hacia atrás.

-Ella preferiría un animal vivo, si es posible -dijo Eragon. Con voz aguda, Quoth repuso:

-¿Posible? Oh, sí, es posible. -Asintió con la cabeza mientras retorcía el delantal entre las manos manchadas de grasa-. Completamente posible, por supuesto, Asesino de Sombra, dragona Saphira. En la mesa del rey Orrin no faltará nada esta tarde, oh, no. Y un barril de hidromiel -le dijo Saphira a Eragon. En cuanto Eragon le comunicó la petición a Quoth, a éste se le formaron unos círculos blancos alrededor del iris de los ojos.

-Me…, me temo que los enanos han comprado casi toda nuestra reserva de… hidromiel. Solamente nos quedan unos cuantos barriles, y están reservados para el rey. -Saphira soltó una llamarada de un metro de longitud que chamuscó la hierba que había a sus pies y que le hizo dar un respingo. Unas volutas de humo negro se levantaron desde los tallos chamuscados-. Haré… que te traigan un barril ahora mismo. Si… quieres seguirme, te… llevaré hasta el ganado y podrás elegir el animal que quieras.

Esquivando fuegos, mesas y grupos de hombres atareados, el cocinero los condujo hasta un grupo de grandes corrales de madera que guardaban cerdos, vacas, bueyes, ocas, cabras, ovejas, conejos y unos cuantos ciervos salvajes que los rastreadores de los vardenos habían capturado durante sus incursiones en los bosques de los alrededores. Al lado de los corrales había unos gallineros llenos de pollos, patos, palomas, codornices, urogallos y otras aves. Los graznidos, gorjeos, arrullos y cacareos formaban una cacofonía tan estridente que Eragon apretó las mandíbulas, irritado. Para evitar que los pensamientos y sentimientos de tantas criaturas lo desbordaran, se esforzó por mantener la mente cerrada ante todo, excepto ante Saphira.

Los tres se detuvieron a unos treinta metros de los corrales para que la presencia de Saphira no desatara el pánico entre los animales. -¿Hay alguno que sea de tu agrado? -preguntó Quoth mirándola y frotándose las manos con una nerviosa agilidad.

Saphira inspeccionó los corrales, sorbió por la nariz y le dijo a Eragon:

Qué presas tan lamentables… La verdad es que no tengo tanta hambre, ¿sabes? Fui de caza anteayer y todavía estoy digiriendo los huesos del ciervo que comí.

Todavía estás en época de rápido crecimiento. Comer te hará bien.

No, si no puedo digerir lo que como. Entonces escoge algo pequeño. Un cerdo, quizá. Eso no ayudaría en nada. No…, comeré esa de ahí. Eragon percibió en Saphira la imagen de una vaca de tamaño mediano que tenía unas manchas blancas en el costado izquierdo. La señaló y Quoth soltó un grito a unos hombres que holgazaneaban al lado de los corrales. Dos de ellos apartaron la vaca del resto del rebaño, le pasaron un lazo por la cabeza y arrastraron al reacio animal hacia Saphira. Cuando se encontraba a unos diez metros de Saphira, el animal mugió, se plantó y, presa del terror, intentó librarse del lazo y escapar. Antes de que lo consiguiera, Saphira saltó y ganó la distancia que los separaba. Los dos hombres que sujetaban la cuerda se lanzaron al suelo al ver que Saphira se lanzaba hacia ellos con las mandíbulas abiertas.

Saphira golpeó el costado de la vaca en el momento en que ésta se daba la vuelta para correr, tumbó al animal en el suelo y lo inmovilizó bajo sus patas abiertas. La vaca emitió un único y aterrorizado quejido justo antes de que las mandíbulas de Saphira se cerraran alrededor de su cuello. Con un feroz movimiento de cabeza, le rompió la columna vertebral. Entonces se quedó quieta un momento, se inclinó hacia su presa y miró a Eragon con expresión expectante.

Eragon cerró los ojos y se acercó a la vaca con la mente. La conciencia del animal ya se había desvanecido en la oscuridad, pero el cuerpo todavía estaba vivo, los músculos vibraban con una energía motora que era muy intensa a causa del miedo que había sentido unos momentos antes. Eragon se sintió invadido por una gran repugnancia ante lo que iba a hacer, pero la ignoró y, colocando una mano sobre el cinturón de Beloth el Sabio, transfirió toda la energía que pudo desde el cuerpo del animal a los doce diamantes escondidos alrededor de su cintura. Tardó solamente unos segundos en llevar a cabo el proceso.

Entonces, dirigiéndose a Saphira, asintió con la cabeza.

He terminado.

Eragon agradeció a los hombres la ayuda y ambos se alejaron, dejándole a solas con Saphira.

Mientras la dragona se atracaba con aquella comida, él se apoyó en el barril de hidromiel y observó a los cocineros, que volvían a ocuparse de sus labores. Cada vez que uno de sus ayudantes decapitaba una gallina o cortaba el cuello de un cerdo o de una cabra o de cualquier otro animal, Eragon transfería la energía del animal moribundo al cinturón de Beloth el Sabio. Era un trabajo deprimente porque la mayoría de animales todavía estaban conscientes cuando él tocaba sus mentes, y la tormenta de miedo y confusión que sentían lo inundaba con tanta fuerza que el corazón le latía intensamente, la frente se le perlaba de sudor y lo único que deseaba era aplacar el sufrimiento de esas criaturas. A pesar de todo, sabía que su destino era morir, porque si no los vardenos pasarían hambre. Eragon había agotado sus reservas de energía en las últimas batallas, así que quería recuperarla antes de iniciar ese viaje largo y potencialmente peligroso. Si Nasuada le hubiera permitido permanecer con los vardenos durante una semana más, habría podido cargar los diamantes con la energía de su propio cuerpo e, incluso, habría tenido tiempo de recuperarse antes de viajar a Farthen Dür, pero no podía hacer todo eso en las pocas horas de que disponía. Y aunque se hubiera quedado tumbado en la cama y hubiera vertido la energía de sus piernas en las gemas, no habría podido reunir tanta fuerza como la que estaba consiguiendo de esos animales.

Parecía que los diamantes del cinturón de Beloth el Sabio podían absorber una cantidad ilimitada de energía, así que Eragon paró en el momento en que se sintió incapaz de volver a zambullirse en la agonía de muerte de otro animal. Tembloroso y sudando de pies a cabeza, se inclinó hacia delante, apoyó las manos en las rodillas y clavó la vista en el suelo que tenía entre los pies, esforzándose por no desfallecer. Recuerdos que no eran suyos irrumpían en su memoria, recuerdos de Saphira sobrevolando el lago Leona con él en la grupa, de ambos zambulléndose en el agua fría y transparente en medio de una nube de burbujas blancas, recuerdos del placer que habían compartido volando, nadando y jugando juntos.

La respiración se le acompasó y miró a Saphira, que estaba sentada entre los restos de su presa y masticaba trozos del cráneo de la vaca. Eragon sonrió y le comunicó la gratitud que sentía por su ayuda.

Ahora podemos irnos -intervino el chico.

Saphira tragó y contestó:

Toma mi fuerza también. Quizá la necesites.

No.

Ésta es una discusión que no vas a ganar. Insisto.

Y yo insisto en lo contrario. No, te dejará débil y en malas condiciones para la batalla. ¿Y si Murtagh y Espina atacan más tarde, hoy? Los dos debemos estar preparados para la batalla en cualquier momento. Tú correrás mayor peligro que yo, puesto que Galbatorix y todo el Imperio creerán que todavía estoy contigo.

Sí, pero tú estarás sólo con un kull en medio de la naturaleza salvaje.

Estoy tan acostumbrado a la naturaleza salvaje como tú. Encontrarme lejos de la civilización no me asusta. En cuanto al kull, bueno, no sé si sería capaz de vencer a uno en un combate de lucha libre, pero mis guardias me protegerán de cualquier traición… Tengo energía suficiente, Saphira. No hace falta que me des más.

Ella lo miró y pensó en sus palabras. Luego levantó una pata y empezó a lamerse la sangre que tenía pegada en ella.

Muy bien, me quedaré… conmigo. -Parecía que las comisuras de la boca quisieran dibujar una sonrisa. Bajó la pata y añadió-: ¿Serías tan amable de acercarme rodando ese barril?

Eragon soltó un gruñido, se levantó e hizo lo que ella le había pedido. Saphira levantó una garra e hizo dos agujeros en la parte superior del barril, y de ellos emanó un aroma dulce de hidromiel de manzana. Entonces, bajó la cabeza hasta colocarla encima del barril, lo tomó entre las dos enormes mandíbulas y lo levantó hacia el cielo para verter el contenido del barril en su garganta. Cuando estuvo vacío, lo soltó y éste se rompió contra el suelo, y los aros de hierro que lo rodeaban se alejaron rodando unos metros. Con el labio superior arrugado, Saphira agitó la cabeza, se le cortó la respiración y estornudó con tanta fuerza que se golpeó la nariz contra el suelo y escupió una llamarada de fuego por la boca y por las fosas nasales.

Eragon soltó una exclamación de sorpresa y saltó a un lado dando manotazos en el extremo de su túnica, que humeaba. Notó que el lado derecho de la cara le escocía a causa del intenso calor.

¡Saphira, ten más cuidado!

Ups. -Saphira bajó la cabeza, se frotó el morro cubierto de polvo con una pata y se rascó la nariz-. El hidromiel hace cosquillas.

A estas alturas tendrías que tener más sentido común -gruñó Eragon mientras trepaba a su grupa.

Saphira volvió a rascarse el morro con la pata delantera, se elevó en el aire de un salto y, deslizándose por encima del campamento de los vardenos, llevó a Eragon a su tienda. Durante un rato ninguno de los dos dijo nada, dejando que la emoción que compartían hablara por ellos.

Saphira parpadeó, y Eragon pensó que los ojos le brillaban más que de costumbre.

Esto es una prueba -dijo ella-. Si la superamos, seremos más fuertes como dragona y como Jinete.

Tenemos que ser capaces de funcionar por nuestra cuenta en caso de necesidad, si no, estaríamos en desventaja.

Si. -Saphira rascó la tierra con las mandíbulas apretadas-. A pesar de eso, saberlo no me ayuda a aliviar el dolor. -Un escalofrío agitó su sinuoso cuerpo y la dragona agitó las alas-. Que el viento se te levante bajo las alas y que el sol siempre esté a tu espalda. Viaja bien y deprisa, pequeño.

Adiós.

Eragon sentía que si se quedaba más rato con ella nunca se iría, así que dio media vuelta y, sin mirar hacia atrás, entró en la oscuridad de la tienda. Cortó por completo la conexión que había entre ellos, la conexión que se había convertido en una parte tan integral de sí mismo, como la estructura de su propia carne. De todas formas, muy pronto estarían demasiado lejos el uno del otro para estar en contacto mental, así que no tenía ningún deseo de prolongar la agonía de su separación. Se quedó de pie un momento con el puño cerrado alrededor de la empuñadura del bracamarte, tambaleándose como si estuviera mareado. El sordo dolor de la soledad ya le invadía, y se sintió pequeño y aislado al no tener la tranquilizadora presencia de la mente de Saphira. «He hecho esto antes, y lo puedo hacer otra vez», pensó, y se obligó a enderezar la espalda y a levantar la cabeza. De debajo del catre, sacó el paquete que había hecho durante su viaje desde Helgrind. En él guardó el tubo de madera tallada envuelto en tela que contenía el rollo con el poema que había escrito para el Agaetí Blódhren y que Oromis había copiado con su mejor caligrafía; el frasco con el faelnirv embrujado y la cajita de esteatita con el naleask, ambos regalos de Oromis; el grueso libro, Domia abr Wyrda, que había sido un obsequio de Jeod; la piedra de afilar y el suavizador; y, después de dudar un momento, las muchas piezas de su armadura.

«Si la necesito, la alegría de tenerla será superior a la molestia de haberla llevado durante todo el viaje hasta Farthen Dür», pensó. O eso esperaba. También se llevó el libro y el rollo porque, después de haber viajado tanto, había llegado a la conclusión de que la mejor manera de no perder los objetos que apreciaba era llevarlos con él a donde fuera.

La única ropa extra que decidió llevar fueron un par de guantes, que apretujó dentro del casco, y el pesado abrigo de lana, por si hacía frío cuando se detuviera por la noche. El resto lo empacó en las alforjas de Saphira. «Si de verdad soy un miembro del Dürgrimst Ingeitum, me vestirán de forma adecuada cuando llegue a la fortaleza Bregan», pensó.

Aflojó el fardo, colocó el arco sin cuerda y el carcaj encima y los amarró a él. Estaba a punto de hacer lo mismo con el bracamarte cuando se dio cuenta de que si se inclinaba a la izquierda, la espada se saldría de la vaina. Entonces, ató la espada plana en la parte posterior del fardo, un poco inclinada para que la empuñadura le quedara entre el cuello y el hombro derecho: de este modo podría desenfundarla con facilidad.

Eragon se colocó el fardo y atravesó la barrera de su mente, sintiendo la energía que fluía por su cuerpo y por los doce diamantes montados en el cinturón de Beloth el Sabio. Aprovechó ese flujo de energía y pronunció en un murmullo el hechizo que solamente había utilizado una única vez anteriormente, el hechizo que formaba unos rayos de luz alrededor de su cuerpo y le volvía invisible. Una leve fatiga le debilitó las piernas cuando hubo terminado de pronunciar el hechizo.

Bajó la mirada y experimentó la desconcertante sensación de ver, en lugar del torso y de las piernas, las huellas de sus botas en la tierra del suelo. «Ahora viene la parte difícil», pensó.

Se dirigió a la parte posterior de la tienda, rasgó la tensa tela con el cuchillo de cazar y se coló por la abertura. Blódhgarm, reluciente como un gato bien alimentado, le esperaba fuera. Inclinó la cabeza hacia donde Eragon se dirigía y murmuró: «Asesino de Sombra». Entonces dedicó toda su atención a reparar el agujero de la tela, acción que realizó pronunciando media docena de breves palabras en el idioma antiguo.

Eragon avanzó por el camino, entre dos hileras de tiendas, utilizando sus conocimientos de silvicultura para hacer el menor ruido posible. Cada vez que alguien se aproximaba, Eragon se apartaba del sendero y se quedaba inmóvil, esperando que no vieran las huellas en el suelo ni en la hierba. Maldijo el hecho de que la tierra estuviera tan seca: sus botas siempre levantaban unas pequeñas nubes de polvo por muy suavemente que las apoyara. Para su sorpresa, ser invisible mermaba su equilibrio: al no poder ver dónde tenía las manos y los pies, confundía continuamente las distancias y tropezaba con los objetos, casi como si hubiera tomado demasiada cerveza.

A pesar de ese avance difícil, llegó al extremo del campamento en poco tiempo y sin levantar ninguna sospecha. Se detuvo detrás de un aljibe, escondió sus huellas en la oscura sombra de éste y estudió las murallas de tierra apisonada y las zanjas repletas de estacas afiladas que protegían el flanco oriental de los vardenos. Si estuviera intentando entrar en el campamento, hubiera sido extremadamente difícil hacerlo sin ser detectado por uno de los muchos centinelas que patrullaban en las murallas, incluso siendo invisible. Pero dado que las zanjas y las murallas se habían diseñado para repeler a los atacantes y no para aprisionar a los defensores del campamento, cruzarlas en dirección contraria era una tarea mucho más fácil.

Eragon esperó a que los dos centinelas que se encontraban más cerca le dieran la espalda para salir corriendo con todas sus fuerzas. En cuestión de segundos hubo atravesado los treinta metros que, aproximadamente, separaban el aljibe de la cuesta de la muralla y subió el muro de contención tan deprisa que se sintió como un canto de piedra deslizándose por la superficie del agua. Cuando estuvo en la cima del muro, tomó impulso con las piernas y, agitando los brazos, saltó por encima de las líneas defensivas de los vardenos. Sintió el silencioso latido del corazón tres veces mientras estaba en el aire y aterrizó con un impacto descomunal.

Tan pronto como hubo recuperado el equilibrio, se tumbó en el suelo y aguantó la respiración. Uno de los centinelas se detuvo, pero no pareció que notara nada fuera de lo normal; al cabo de un momento, reinició la ronda. Eragon respiró y susurró:

-Du deloi lunaea.

Inmediatamente notó que el hechizo borraba las huellas que sus botas habían dejado encima del muro.

Todavía invisible, se puso en pie y se alejó del campamento a paso rápido pero con cuidado, procurando pisar solamente encima de la hierba para no levantar más polvo. Cuanto más se alejaba de los centinelas, más rápido avanzaba, hasta que corrió más deprisa que un caballo al galope.

Casi una hora más tarde, Eragon bajó por la inclinada pendiente del lecho de un estrecho arroyo que el viento y la lluvia habían formado en la superficie de la pradera. En el fondo, un hilo de agua corría paralelamente ajuncos y a aneas. Continuó el curso del riachuelo manteniéndose alejado de la blanda tierra más cercana al agua, en un intento de no dejar rastro de su paso, hasta que el arroyo se ensanchó formando un pequeño estanque. Allí, en la orilla, vio el bulto de un kull que, con el pecho desnudo, se encontraba sentado en una roca.

Eragon se abrió paso por entre un grupo de aneas; el ruido de las hojas y los tallos avisó al kull de su presencia. La criatura giró la enorme y cornuda cabeza hacia Eragon, olisqueando el aire. Era Nar Garzhvog, el jefe de los úrgalos que se habían aliado con los vardenos. -¡Tú! -exclamó Eragon, volviéndose visible de nuevo. -Saludos, Espada de Fuego -farfulló con voz gutural Garzhvog.

Levantando con gran esfuerzo las gruesas piernas y el gigantesco torso, Garzhovg incorporó sus dos metros sesenta de estatura y sus músculos se tensaron bajo la piel grisácea a la luz del sol de mediodía. -Saludos, Nar Garzhvog -contestó Eragon. Confundido, preguntó-: ¿Qué pasa con tus carneros? ¿Quién los dirigirá si tú vienes

conmigo?

-Mi hermano de sangre, Skgahgrezh, los dirigirá. No es un kull, pero tiene unos cuernos largos y un cuello grueso. Es un buen jefe

guerrero.

-Comprendo… Pero ¿por qué quieres venir?

El úrgalo levantó la cuadrada barbilla, descubriendo la garganta.

-Tú eres Espada de Fuego. No debes morir, o los Urgralgra, como vosotros llamáis a los úrgalos, no conseguirán cumplir su venganza contra Galbatorix y nuestra raza morirá en esta tierra. Así que correré a tu lado. Soy el mejor de nuestros luchadores. He derrotado a cuarenta y dos carneros en un único combate.

Eragon asintió con la cabeza, en absoluto disgustado por el giro de la situación. De todos los úrgalos, en quien más confiaba era en Garzhvog, ya que había puesto a prueba la conciencia del kull antes de la batalla de los Llanos Ardientes y había descubierto que, para el estándar de su raza, Garzhvog era honesto y de fiar. «Mientras no decida que su honor le exige desafiarme a un duelo, no deberíamos tener ningún motivo de conflicto.»

-Muy bien, Nar Garzhvog -dijo mientras tensaba la correa del fardo alrededor de su cintura-, corramos juntos, tú y yo, como no ha sucedido nunca en toda la historia documentada.

Garzhvog soltó una risa gutural.

-Corramos, Espada de Fuego.

Juntos se dirigieron hacia el este y juntos se encaminaron hacia las montañas Beor. Eragon corría con ligereza y agilidad; Garzhvog trotaba a su lado, dando un paso por cada dos de Eragon y haciendo retumbar la tierra bajo el peso de su cuerpo. Por encima de sus cabezas, unas grandes nubes se formaron en el horizonte: auguraban una torrencial tormenta; los halcones volaban en círculos y emitían chillidos solitarios mientras buscaban una presa.