Dentro de una de las chozas, Eragon estaba sentado en una
silla que era demasiado pequeña para él y delante de una mesa de
granito que no superaba la altura de sus rodillas. Los olores de
queso fresco de cabra, de setas cortadas, de masa de levadura, del
guisado, de huevos de paloma y de polvo de carbón invadían el
ambiente. Delante de él, Glümra, una enana de la familia de Mord,
la madre de Kvístor, el guardia muerto de Eragon, gemía, se tiraba
del pelo y se golpeaba el pecho con los puños. Tenía el rollizo
rostro surcado por las marcas de las lágrimas.
Los dos se encontraban solos en la choza. Los cuatro guardias
de Eragon -el número se había completado con Thrand, un guerrero
del séquito de Orik- esperaban fuera junto con Hündfast, el
traductor de Eragon, a quien éste había despedido de la choza al
saber que Glümra podía hablar en su idioma.
Después del atentado contra su vida, Eragon contactó
mentalmente con Orik, que insistió en que Eragon se dirigiera a
toda prisa a las cámaras del Ingeitum, donde estaría a salvo de
cualquier otro asesino. Él había obedecido y había permanecido allí
mientras Orik obligaba a aplazar las reuniones hasta la mañana
siguiente alegando que se había producido una emergencia en su clan
que requería su inmediata atención. Luego Orik se dirigió, junto
con sus guerreros más fornidos y su hechicero más leal, al lugar de
la emboscada, que estudiaron y registraron tanto con medios mágicos
como con medios naturales. Cuando Orik estuvo convencido de que
habían observado todo lo observable volvieron rápidamente a sus
cámaras y le dijo a Eragon:
-Tenemos mucho que hacer y muy poco tiempo para hacerlo.
Antes de que la Asamblea de Clanes se termine a la tercera hora de
la mañana, tenemos que establecer, sin que quede ninguna duda,
quién ha realizado el ataque. Si lo conseguimos, tendremos fuerza
contra ellos. Si no lo conseguimos, daremos tumbos en la oscuridad
sin saber quiénes son nuestros enemigos. Podemos mantener el ataque
en secreto hasta la reunión, pero no más allá. Los knurlan habrán
oído rumores de tu lucha por los túneles subterráneos de Tronjheim
y sé que, ya ahora, deben de estar buscando el origen del alboroto
por miedo de que haya habido un derrumbamiento o que una catástrofe
similar haya podido socavar la ciudad por abajo. -Orik dio una
patada en el suelo y maldijo a los antepasados de quien hubiera
mandado a esos asesinos. Luego apoyó los puños en las caderas y
dijo-: Ya estábamos sufriendo la amenaza de una guerra entre
clanes, pero ahora la tenemos a las puertas. Tenemos que ser
rápidos si queremos impedir este terrible destino. Hay que
encontrar a algunos knurlan, tenemos que hacer preguntas, lanzar
amenazas, ofrecer sobornos y robar rollos…, y todo eso, antes de
mañana por la mañana.
-¿Qué deseas que haga? -preguntó Eragon.
-Deberías quedarte aquí hasta que sepamos si el Az Sweldn rak
Anhüin o algún otro clan tiene a un grupo mayor congregado en algún
otro lugar para matarte. Además, cuanto más tiempo podamos
ocultarles a tus atacantes si estás vivo, muerto o herido, más
tiempo podremos tenerles en la incertidumbre de pisar roca
firme.
Al principio, Eragon aceptó la propuesta de Orik, pero
mientras observaba al enano afanado en dictar órdenes fue
sintiéndose cada vez más intranquilo e indefenso. Finalmente, cogió
a Orik por el brazo y le dijo:
-Si me tengo que quedar aquí sentado mientras tú buscas a los
maleantes que han hecho esto, acabaré moliéndome los dientes de
tanto apretarlos. Debe de haber alguna cosa que yo pueda hacer para
ayudar… ¿Qué me dices de Kvístor? ¿Alguno de sus familiares vive en
Tronjheim? ¿Les ha comunicado alguien su muerte? Porque si no es
así, seré yo quien se la comunique, puesto que murió
defendiendome.
Orik preguntó a sus guardias y averiguó que Kvístor sí tenía
familia en Tronjheim, o, más exactamente, debajo de Tronjheim.
Cuando se lo dijeron, frunció el ceño y pronunció una extraña
palabra en el idioma de los enanos.
-Son moradores de las profundidades -dijo-, knurlan que han
renunciado a la superficie de la Tierra por el mundo de abajo, a
excepción de algunas incursiones arriba. Viven más aquí, debajo de
Tronjheim y en Farthen Dür, que en ninguna otra parte, porque en
Farthen Dür pueden salir y no sentirse como si estuvieran fuera de
verdad, cosa que la mayoría de ellos no soporta de tan
acostumbrados como están a los espacios cerrados. No sabía que
Kvístor formara parte de ellos.
-¿Te importaría si fuera a visitar a su familia? -preguntó
Eragon-. Entre estas habitaciones hay unas escaleras que conducen
hacia abajo, ¿estoy en lo cierto? Podríamos salir sin que nadie se
enterara.
Orik lo pensó un momento y luego asintió con la cabeza.
-Tienes razón. El camino es seguro, y nadie pensaría en buscar
entre los moradores de las profundidades. Vendrían aquí primero y
aquí te encontrarían… Ve, y no vuelvas hasta que mande a un
mensajero a buscarte…, incluso aunque la familia de Mord te eche y
debas esperar sentado en una estalagmita hasta mañana. Pero,
Eragon, ten cuidado; los moradores de las profundidades son
reservados en general, y son extremadamente susceptibles acerca de
su honor; además, tienen unas costumbres extrañas. Ve con cuidado,
como si pisaras pizarra podrida, ¿vale?
Y así, con Thrand entre sus guardias, y con Hündfast
acompañándolos -y con una corta espada de enano sujeta al
cinturón-, Eragon fue hasta la escalera más cercana que conducía
hacia abajo y, por ella penetró en las entrañas de la Tierra más de
lo que lo había hecho nunca. Y, a su debido momento, encontró a
Glümra y la informó del fallecimiento de Kvístor.
Ahora se encontraba sentado y escuchaba sus quejas por el
hijo muerto, que alternaba aullidos inarticulados y fragmentos de
expresiones en el idioma de los enanos; sonaban con un tono
disonante e inquietante.
Eragon, desconcertado por la fuerza de su dolor, apartaba la
vista del rostro de ella. Miraba el horno de esteatita verde que se
encontraba ante una de las paredes y los grabados con diseños
geométricos que lo adornaban. Observó la alfombra verde y marrón
que se encontraba delante del fuego, la lechera de la esquina y las
provisiones que colgaban de las vigas del techo. Observó el telar
de pesada madera que estaba debajo de una ventana redonda que tenía
los cristales de color azul.
Entonces, en el climax de su lamento, Glümra se levantó de la
mesa mirando a Eragon a los ojos, fue hasta la encimera y puso la
mano izquierda encima de la madera de cortar. Antes de que él
tuviera tiempo de evitarlo, cogió un cuchillo de tallar y se cortó
la primera falange del dedo meñique. Soltó un gemido y dobló su
cuerpo hacia delante.
Eragon se quedó medio levantado y emitió una exclamación
involuntaria. Se preguntaba qué locura habría asaltado a la enana y
si debía inmovilizarla para que no se hiciera ningún otro daño.
Abrió la boca para preguntarle si quería que le curara la herida,
pero entonces lo pensó mejor, recordando la advertencia de Orik
acerca de las extrañas costumbres de los moradores de las
profundidades y de su fuerte sentido del honor. «Podría considerar
que esa oferta es un insulto», pensó. Cerró la boca y volvió a
sentarse en la pequeña silla.
Al cabo de un minuto, Glümra se incorporó e inspiró con
fuerza. En silencio y con calma, se lavó el extremo del dedo con
coñac, lo untó con un ungüento amarillo y se lo vendó. Con el
redondo rostro todavía pálido por la conmoción, se sentó en la
silla que había enfrente de Eragon.
-Te agradezco, Asesino de Sombra, que hayas sido tú mismo
quien me haya traído la noticia de la muerte de mi hijo. Me alegro
de saber que murió con orgullo, como debe morir un
guerrero.
-Fue muy valiente -dijo Eragon-. Se daba cuenta de que
nuestros enemigos eran rápidos como los elfos, y a pesar de todo se
interpuso para salvarme. Su sacrificio me dio tiempo a escapar de
sus dagas y, además, descubrió el peligro de los hechizos que
habían puesto en sus armas. Si no hubiera sido por él, dudo que yo
estuviera aquí ahora.
Glümra asintió despacio con la cabeza y la vista baja
mientras se alisaba la parte delantera del
vestido.
-¿Sabes quién es el responsable de este ataque a nuestro
clan, Asesino de Sombra?
-Sólo tenemos sospechas. El grimstborith Orik está intentando
averiguar la verdad mientras hablamos.
-¿Fueron los Az Sweldn rak Anhüin? -preguntó Glümra,
sorprendiendo a Eragon con la astucia de su especulación. Hizo todo
1o que pudo para disimular su sorpresa. Al ver que él permanecía
callado, ella dijo-: Todos conocemos su enemistad contigo,
Argetlam; todo knurlan que se encuentre bajo estas montañas lo
sabe. Algunos de nosotros hemos sido favorables a su oposición a
ti, pero si han pensado de verdad en matarte, entonces han errado
la naturaleza de la roca y se han condenado a causa de ello. -¿
Condenado? ¿ Cómo?
-Fuiste tú, Asesino de Sombra, quien dio muerte a Durza y así
nos permitió salvar Tronjheim y las moradas de debajo de las garras
de Galbatorix. Nuestra raza nunca lo olvidará mientras Tronjheim
permanezca en pie. Y además, por los túneles corren voces de que tu
dragona va a rehacer Isidar Mithrim. Eragon asintió con la
cabeza.
-Es muy generoso por tu parte, Asesino de Sombra. Has hecho
mucho por nuestra raza, y sea cual sea el clan que te haya atacado,
nos volveremos contra él y obtendremos venganza.
-He jurado ante testigos -dijo Eragon-, y lo juro ante ti
también, que castigaré a quien haya mandado a esos asesinos; haré
que desee no haber cometido nunca esa locura. De todas formas…
-Gracias, Asesino de Sombra. Eragon dudó y luego inclinó la cabeza.
-De todas formas no debemos hacer nada que provoque una guerra de
clanes. No ahora. Si hay que usar la fuerza, debería ser el
grimstborith Orik quien decida cuándo y dónde desenfundaremos las
espadas, ¿no estás de acuerdo?
-Pensaré en lo que has dicho, Asesino de Sombra -contestó
Glümra-. Orik es… -Fuera lo que fuera lo que iba a decir, no salió
de su boca. Cerró los ojos y se dobló hacia delante un momento,
apretando una mano contra el abdomen. Cuando pasó la crisis,
incorporó 'a espalda, se llevó el dorso de la mano a la mejilla y
se balanceó a un lado y a otro gimiendo-: Oh, mi hijo…, mi hermoso
hijo.
Se puso de pie y rodeó la mesa con paso incierto en dirección
a una pequeña colección de espadas y de hachas que se encontraban
colgadas en la pared que Eragon tenía a sus espaldas, al lado de un
nicho cubierto por una cortina de seda roja. Eragon, temeroso de
que quisiera causarse más daño, se puso en pie y, con el apremio,
tumbó la silla de roble. Alargó la mano hacia ella y entonces se
dio cuenta de que ella se dirigía hacia el nicho, no hacia las
armas, y bajó el brazo antes de que provocara alguna
ofensa.
Las argollas de latón de las que colgaba la cortina de seda
repicaron unas contra otras cuando Glümra corrió la tela a un lado,
y dejó a la vista unos estantes tallados con runas y con figuras de
un detalle tan fantástico que a Eragon le pareció que podría
mirarlas durante horas sin conseguir captarlas por entero. En el
estante de abajo había unas figuras de los seis principales dioses
de los enanos, todos ellos con unos rasgos exagerados y unas
posturas que expresaban con claridad el carácter de cada uno de
ellos.
Glümra se sacó un amuleto de oro y plata de dentro de la
camisa, lo besó y lo mantuvo a la altura de su garganta mientras se
arrodillaba frente a la alcoba. Su voz subía y bajaba por las
extrañas escalas de la música de los enanos mientras entonaba
suavemente un canto fúnebre en su lengua nativa. La melodía hizo
que a Eragon se le llenaran los ojos de lágrimas. Durante unos
minutos, Glümra cantó. Luego se quedó en silencio y continuó
mirando las figuras y, mientras lo hacía, las arrugas de su rostro
surcado por el dolor se dulcificaron, y en él, donde antes Eragon
había visto solamente furia, inquietud e indefensión, apareció una
expresión de tranquila aceptación, de paz y de una trascendencia
sublime. Un suave resplandor pareció emanar de sus rasgos. La
transformación de Glümra fue tan completa que Eragon casi no la
reconoció.
-Esta noche -dijo Glümra-, Kvístor cenará en el salón de
Morgothal. Eso lo sé. -Besó su amuleto de nuevo-. Me gustaría
compartir el pan con él, junto con mi esposo, Bauden, pero no es mi
momento de dormir en las catacumbas de Tronjheim, y Morgothal no
permite la entrada a aquellos que apremian su llegada. Pero, a su
debido tiempo, nuestra familia se reunirá, incluidos todos nuestros
antepasados desde que Güntera creó el mundo de la oscuridad. Eso lo
sé.
Eragon se arrodilló a su lado y, con voz ronca,
preguntó:
-¿Cómo lo sabes?
-Lo sé porque es así. -Con movimientos lentos y respetuosos,
Glümra tocó los pies tallados de cada uno de los dioses con la
punta de los dedos de la mano-. ¿Cómo podría ser de otra manera?
Dado que el mundo no pudo haberse creado a sí mismo, igual que no
puede hacerlo una espada ni un yelmo, y dado que solamente los
seres que tienen el poder de forjar la tierra y los cielos son los
que tienen poder divino, es en los dioses en quienes debemos buscar
la respuesta. En ellos confío para que cuiden de que el mundo vaya
por el camino correcto, y con mi confianza me libro del peso de mi
carne.
Hablaba con tanta convicción que Eragon sintió un súbito
deseo de compartir sus creencias. Deseó echar a un lado sus dudas y
miedos y saber que, por muy horrible que el mundo pudiera parecer a
veces, la vida no era mera confusión. Deseó saber a ciencia cierta
que él no finalizaría el día en que una espada le cortara la
cabeza; que, un día, se reencontraría con Brom, Garrow y con todos
aquellos a quienes había amado y había perdido. Un desesperado
deseo de tener esperanza y consuelo le invadió, le confundió y le
dejó inestable sobre la faz de la Tierra.
Y, a pesar de todo, una parte de sí mismo se resistía, no le
permitía confiarse a los dioses de los enanos y reprimir, así, su
identidad y su sentido de bienestar por algo que no comprendía.
También tenía dificultades en aceptar que, si los dioses existían
realmente, fueran los dioses de los enanos. Eragon estaba seguro de
que si preguntaba a Nar Garzhvog o a un miembro de las tribus
nómadas, o incluso al sacerdote negro de Helgrind, si sus dioses
eran reales, todos ellos defenderían la supremacía de sus deidades
con la misma energía con que Glümra había defendido la de los
suyos. «¿Cómo se supone que voy a saber cuál de las religiones es
la verdadera? -se preguntó-. Sólo porque alguien siga una fe en
concreto, eso no significa que sea el camino correcto… Quizá
ninguna religión contenga toda la verdad del mundo. Quizá cada
religión contenga fragmentos de la verdad y nosotros tengamos la
responsabilidad de identificar esos fragmentos y volver a unirlos.
O quizá los elfos tengan razón y no exista ningún dios. Pero ¿cómo
puedo estar seguro?»
Con un largo suspiro, Glümra murmuró una frase en el idioma
de los enanos, luego se puso en pie y cerró la cortina de seda,
tapando el nicho. Eragon también se levantó, haciendo una mueca al
sentir los músculos doloridos a causa de la batalla, la siguió
hasta la mesa y volvió a sentarse. De un estante de piedra que
había en una de las paredes, la enana sacó dos jarras de peltre,
luego cogió una bota llena de vino que colgaba del techo y sirvió
un trago para ella y para Eragon. Levantó la jarra y pronunció un
brindis en el idioma de los enanos, que Eragon se esforzó en
imitar, y ambos bebieron.
-Es bueno -dijo Glümra- saber que Kvístor continúa viviendo,
saber que incluso ahora va ataviado con ropajes dignos de un rey y
que disfruta de la cena en el salón de Morgothal. ¡Que gane un gran
honor al servicio de los dioses! -Y volvió a
beber.
Cuando hubo vaciado su jarra, Eragon empezó a despedirse de
Glümra, pero ella le detuvo con un gesto de la
mano.
-¿Tienes dónde quedarte, Asesino de Sombra, y estar a salvo
de los que te quieren muerto?
Eragon le contó que tenía que permanecer oculto debajo de
Tronjheim hasta que Orik mandara a un mensajero a buscarlo. Glümra
asintió con la cabeza con un gesto breve y contundente y
dijo:
-Entonces tú y tus compañeros debéis esperar aquí hasta que
llegue el mensajero, Asesino de Sombra. Insisto en ello. -Eragon
iba a protestar, pero ella hizo un gesto negativo con la cabeza-.
No puedo permitir que los hombres que han luchado junto a mi hijo
languidezcan en la humedad y la oscuridad de las cuevas mientras me
quede vida en los huesos. Reúne a tus compañeros; comeremos y
estaremos alegres en esta lúgubre noche.
Eragon se dio cuenta que no podía marcharse sin que Glúmra se
molestara, así que llamó a sus guardias y a su traductor. Juntos,
ayudaron a Glúmra a preparar una cena a base de pan, carne y
pastel, y cuando todo estuvo a punto, todos juntos comieron y
bebieron y hablaron hasta bien entrada la noche. Glúmra se mostró
especialmente animada; ella fue quien más bebió, quien rio con más
fuerza y la primera en hacer una observación ingeniosa. Al
principio, Eragon se sintió desconcertado por esa reacción, pero
entonces se dio cuenta de que su sonrisa nunca le llegaba a los
ojos y de que, cuando creía que nadie la observaba, la alegría
desaparecía de su rostro y su expresión se volvía sombría y quieta.
Llegó a la conclusión de que entretenerles era la manera de
celebrar la memoria de su hijo, así como de ahuyentar el dolor por
la muerte de Kvístor.
«Nunca he conocido a nadie como tú», pensó mientras la
observaba.
Pasada la medianoche, alguien llamó a la puerta de la choza.
Hündfast dejó entrar a un enano que llevaba la armadura completa y
que parecía inquieto y malhumorado si se estaba quieto: no dejaba
de mirar hacia las puertas, las ventanas y las esquinas en sombra.
Con una serie de frases en el idioma antiguo, convenció a Eragon de
que era el mensajero de Orik, y luego le dijo:
-Soy Farn, hijo de Flosi… Argetlam, Orik te ruega que vuelvas
a toda prisa. Tiene noticias muy importantes acerca de los sucesos
de hoy.
En la puerta, Glúmra cogió el brazo izquierdo de Eragon con
dedos de hierro y le dijo:
-¡Recuerda tu juramento, Asesino de Sombra, y no permitas que
los asesinos de mi hijo escapen sin recibir su
castigo!
-No lo haré -prometió.