A cientos de metros por debajo de Tronjheim, la piedra se abría a una caverna de miles de metros de longitud que a un lado tenía un lago, quieto, negro y de profundidades desconocidas, y al otro una orilla de mármol. Estalactitas oscuras y amarfiladas caían desde el techo; las estalagmitas surgían del suelo; en algunos puntos ambas se unían y formaban unas columnas más gruesas que los troncos de los árboles más grandes de Du Weldenvarden. Esparcidos entre las columnas habían montones de tierra repletos de setas y veintitrés chozas de piedra muy bajas. Una antorcha sin llama brillaba ante cada una de las entradas de las chozas y, más allá del halo de las antorchas, las sombras lo inundaban todo.


Dentro de una de las chozas, Eragon estaba sentado en una silla que era demasiado pequeña para él y delante de una mesa de granito que no superaba la altura de sus rodillas. Los olores de queso fresco de cabra, de setas cortadas, de masa de levadura, del guisado, de huevos de paloma y de polvo de carbón invadían el ambiente. Delante de él, Glümra, una enana de la familia de Mord, la madre de Kvístor, el guardia muerto de Eragon, gemía, se tiraba del pelo y se golpeaba el pecho con los puños. Tenía el rollizo rostro surcado por las marcas de las lágrimas.

Los dos se encontraban solos en la choza. Los cuatro guardias de Eragon -el número se había completado con Thrand, un guerrero del séquito de Orik- esperaban fuera junto con Hündfast, el traductor de Eragon, a quien éste había despedido de la choza al saber que Glümra podía hablar en su idioma.

Después del atentado contra su vida, Eragon contactó mentalmente con Orik, que insistió en que Eragon se dirigiera a toda prisa a las cámaras del Ingeitum, donde estaría a salvo de cualquier otro asesino. Él había obedecido y había permanecido allí mientras Orik obligaba a aplazar las reuniones hasta la mañana siguiente alegando que se había producido una emergencia en su clan que requería su inmediata atención. Luego Orik se dirigió, junto con sus guerreros más fornidos y su hechicero más leal, al lugar de la emboscada, que estudiaron y registraron tanto con medios mágicos como con medios naturales. Cuando Orik estuvo convencido de que habían observado todo lo observable volvieron rápidamente a sus cámaras y le dijo a Eragon:

-Tenemos mucho que hacer y muy poco tiempo para hacerlo. Antes de que la Asamblea de Clanes se termine a la tercera hora de la mañana, tenemos que establecer, sin que quede ninguna duda, quién ha realizado el ataque. Si lo conseguimos, tendremos fuerza contra ellos. Si no lo conseguimos, daremos tumbos en la oscuridad sin saber quiénes son nuestros enemigos. Podemos mantener el ataque en secreto hasta la reunión, pero no más allá. Los knurlan habrán oído rumores de tu lucha por los túneles subterráneos de Tronjheim y sé que, ya ahora, deben de estar buscando el origen del alboroto por miedo de que haya habido un derrumbamiento o que una catástrofe similar haya podido socavar la ciudad por abajo. -Orik dio una patada en el suelo y maldijo a los antepasados de quien hubiera mandado a esos asesinos. Luego apoyó los puños en las caderas y dijo-: Ya estábamos sufriendo la amenaza de una guerra entre clanes, pero ahora la tenemos a las puertas. Tenemos que ser rápidos si queremos impedir este terrible destino. Hay que encontrar a algunos knurlan, tenemos que hacer preguntas, lanzar amenazas, ofrecer sobornos y robar rollos…, y todo eso, antes de mañana por la mañana.

-¿Qué deseas que haga? -preguntó Eragon.

-Deberías quedarte aquí hasta que sepamos si el Az Sweldn rak Anhüin o algún otro clan tiene a un grupo mayor congregado en algún otro lugar para matarte. Además, cuanto más tiempo podamos ocultarles a tus atacantes si estás vivo, muerto o herido, más tiempo podremos tenerles en la incertidumbre de pisar roca firme.

Al principio, Eragon aceptó la propuesta de Orik, pero mientras observaba al enano afanado en dictar órdenes fue sintiéndose cada vez más intranquilo e indefenso. Finalmente, cogió a Orik por el brazo y le dijo:

-Si me tengo que quedar aquí sentado mientras tú buscas a los maleantes que han hecho esto, acabaré moliéndome los dientes de tanto apretarlos. Debe de haber alguna cosa que yo pueda hacer para ayudar… ¿Qué me dices de Kvístor? ¿Alguno de sus familiares vive en Tronjheim? ¿Les ha comunicado alguien su muerte? Porque si no es así, seré yo quien se la comunique, puesto que murió defendiendome.

Orik preguntó a sus guardias y averiguó que Kvístor sí tenía familia en Tronjheim, o, más exactamente, debajo de Tronjheim. Cuando se lo dijeron, frunció el ceño y pronunció una extraña palabra en el idioma de los enanos.

-Son moradores de las profundidades -dijo-, knurlan que han renunciado a la superficie de la Tierra por el mundo de abajo, a excepción de algunas incursiones arriba. Viven más aquí, debajo de Tronjheim y en Farthen Dür, que en ninguna otra parte, porque en Farthen Dür pueden salir y no sentirse como si estuvieran fuera de verdad, cosa que la mayoría de ellos no soporta de tan acostumbrados como están a los espacios cerrados. No sabía que Kvístor formara parte de ellos.

-¿Te importaría si fuera a visitar a su familia? -preguntó Eragon-. Entre estas habitaciones hay unas escaleras que conducen hacia abajo, ¿estoy en lo cierto? Podríamos salir sin que nadie se enterara.

Orik lo pensó un momento y luego asintió con la cabeza. -Tienes razón. El camino es seguro, y nadie pensaría en buscar entre los moradores de las profundidades. Vendrían aquí primero y aquí te encontrarían… Ve, y no vuelvas hasta que mande a un mensajero a buscarte…, incluso aunque la familia de Mord te eche y debas esperar sentado en una estalagmita hasta mañana. Pero, Eragon, ten cuidado; los moradores de las profundidades son reservados en general, y son extremadamente susceptibles acerca de su honor; además, tienen unas costumbres extrañas. Ve con cuidado, como si pisaras pizarra podrida, ¿vale?

Y así, con Thrand entre sus guardias, y con Hündfast acompañándolos -y con una corta espada de enano sujeta al cinturón-, Eragon fue hasta la escalera más cercana que conducía hacia abajo y, por ella penetró en las entrañas de la Tierra más de lo que lo había hecho nunca. Y, a su debido momento, encontró a Glümra y la informó del fallecimiento de Kvístor.

Ahora se encontraba sentado y escuchaba sus quejas por el hijo muerto, que alternaba aullidos inarticulados y fragmentos de expresiones en el idioma de los enanos; sonaban con un tono disonante e inquietante.

Eragon, desconcertado por la fuerza de su dolor, apartaba la vista del rostro de ella. Miraba el horno de esteatita verde que se encontraba ante una de las paredes y los grabados con diseños geométricos que lo adornaban. Observó la alfombra verde y marrón que se encontraba delante del fuego, la lechera de la esquina y las provisiones que colgaban de las vigas del techo. Observó el telar de pesada madera que estaba debajo de una ventana redonda que tenía los cristales de color azul.

Entonces, en el climax de su lamento, Glümra se levantó de la mesa mirando a Eragon a los ojos, fue hasta la encimera y puso la mano izquierda encima de la madera de cortar. Antes de que él tuviera tiempo de evitarlo, cogió un cuchillo de tallar y se cortó la primera falange del dedo meñique. Soltó un gemido y dobló su cuerpo hacia delante.

Eragon se quedó medio levantado y emitió una exclamación involuntaria. Se preguntaba qué locura habría asaltado a la enana y si debía inmovilizarla para que no se hiciera ningún otro daño. Abrió la boca para preguntarle si quería que le curara la herida, pero entonces lo pensó mejor, recordando la advertencia de Orik acerca de las extrañas costumbres de los moradores de las profundidades y de su fuerte sentido del honor. «Podría considerar que esa oferta es un insulto», pensó. Cerró la boca y volvió a sentarse en la pequeña silla.

Al cabo de un minuto, Glümra se incorporó e inspiró con fuerza. En silencio y con calma, se lavó el extremo del dedo con coñac, lo untó con un ungüento amarillo y se lo vendó. Con el redondo rostro todavía pálido por la conmoción, se sentó en la silla que había enfrente de Eragon.

-Te agradezco, Asesino de Sombra, que hayas sido tú mismo quien me haya traído la noticia de la muerte de mi hijo. Me alegro de saber que murió con orgullo, como debe morir un guerrero.

-Fue muy valiente -dijo Eragon-. Se daba cuenta de que nuestros enemigos eran rápidos como los elfos, y a pesar de todo se interpuso para salvarme. Su sacrificio me dio tiempo a escapar de sus dagas y, además, descubrió el peligro de los hechizos que habían puesto en sus armas. Si no hubiera sido por él, dudo que yo estuviera aquí ahora.

Glümra asintió despacio con la cabeza y la vista baja mientras se alisaba la parte delantera del vestido.

-¿Sabes quién es el responsable de este ataque a nuestro clan, Asesino de Sombra?

-Sólo tenemos sospechas. El grimstborith Orik está intentando averiguar la verdad mientras hablamos.

-¿Fueron los Az Sweldn rak Anhüin? -preguntó Glümra, sorprendiendo a Eragon con la astucia de su especulación. Hizo todo 1o que pudo para disimular su sorpresa. Al ver que él permanecía callado, ella dijo-: Todos conocemos su enemistad contigo, Argetlam; todo knurlan que se encuentre bajo estas montañas lo sabe. Algunos de nosotros hemos sido favorables a su oposición a ti, pero si han pensado de verdad en matarte, entonces han errado la naturaleza de la roca y se han condenado a causa de ello. -¿ Condenado? ¿ Cómo?

-Fuiste tú, Asesino de Sombra, quien dio muerte a Durza y así nos permitió salvar Tronjheim y las moradas de debajo de las garras de Galbatorix. Nuestra raza nunca lo olvidará mientras Tronjheim permanezca en pie. Y además, por los túneles corren voces de que tu dragona va a rehacer Isidar Mithrim. Eragon asintió con la cabeza.

-Es muy generoso por tu parte, Asesino de Sombra. Has hecho mucho por nuestra raza, y sea cual sea el clan que te haya atacado, nos volveremos contra él y obtendremos venganza.

-He jurado ante testigos -dijo Eragon-, y lo juro ante ti también, que castigaré a quien haya mandado a esos asesinos; haré que desee no haber cometido nunca esa locura. De todas formas… -Gracias, Asesino de Sombra. Eragon dudó y luego inclinó la cabeza. -De todas formas no debemos hacer nada que provoque una guerra de clanes. No ahora. Si hay que usar la fuerza, debería ser el grimstborith Orik quien decida cuándo y dónde desenfundaremos las espadas, ¿no estás de acuerdo?

-Pensaré en lo que has dicho, Asesino de Sombra -contestó Glümra-. Orik es… -Fuera lo que fuera lo que iba a decir, no salió de su boca. Cerró los ojos y se dobló hacia delante un momento, apretando una mano contra el abdomen. Cuando pasó la crisis, incorporó 'a espalda, se llevó el dorso de la mano a la mejilla y se balanceó a un lado y a otro gimiendo-: Oh, mi hijo…, mi hermoso hijo.

Se puso de pie y rodeó la mesa con paso incierto en dirección a una pequeña colección de espadas y de hachas que se encontraban colgadas en la pared que Eragon tenía a sus espaldas, al lado de un nicho cubierto por una cortina de seda roja. Eragon, temeroso de que quisiera causarse más daño, se puso en pie y, con el apremio, tumbó la silla de roble. Alargó la mano hacia ella y entonces se dio cuenta de que ella se dirigía hacia el nicho, no hacia las armas, y bajó el brazo antes de que provocara alguna ofensa.

Las argollas de latón de las que colgaba la cortina de seda repicaron unas contra otras cuando Glümra corrió la tela a un lado, y dejó a la vista unos estantes tallados con runas y con figuras de un detalle tan fantástico que a Eragon le pareció que podría mirarlas durante horas sin conseguir captarlas por entero. En el estante de abajo había unas figuras de los seis principales dioses de los enanos, todos ellos con unos rasgos exagerados y unas posturas que expresaban con claridad el carácter de cada uno de ellos.

Glümra se sacó un amuleto de oro y plata de dentro de la camisa, lo besó y lo mantuvo a la altura de su garganta mientras se arrodillaba frente a la alcoba. Su voz subía y bajaba por las extrañas escalas de la música de los enanos mientras entonaba suavemente un canto fúnebre en su lengua nativa. La melodía hizo que a Eragon se le llenaran los ojos de lágrimas. Durante unos minutos, Glümra cantó. Luego se quedó en silencio y continuó mirando las figuras y, mientras lo hacía, las arrugas de su rostro surcado por el dolor se dulcificaron, y en él, donde antes Eragon había visto solamente furia, inquietud e indefensión, apareció una expresión de tranquila aceptación, de paz y de una trascendencia sublime. Un suave resplandor pareció emanar de sus rasgos. La transformación de Glümra fue tan completa que Eragon casi no la reconoció.

-Esta noche -dijo Glümra-, Kvístor cenará en el salón de Morgothal. Eso lo sé. -Besó su amuleto de nuevo-. Me gustaría compartir el pan con él, junto con mi esposo, Bauden, pero no es mi momento de dormir en las catacumbas de Tronjheim, y Morgothal no permite la entrada a aquellos que apremian su llegada. Pero, a su debido tiempo, nuestra familia se reunirá, incluidos todos nuestros antepasados desde que Güntera creó el mundo de la oscuridad. Eso lo sé.

Eragon se arrodilló a su lado y, con voz ronca, preguntó:

-¿Cómo lo sabes?

-Lo sé porque es así. -Con movimientos lentos y respetuosos, Glümra tocó los pies tallados de cada uno de los dioses con la punta de los dedos de la mano-. ¿Cómo podría ser de otra manera? Dado que el mundo no pudo haberse creado a sí mismo, igual que no puede hacerlo una espada ni un yelmo, y dado que solamente los seres que tienen el poder de forjar la tierra y los cielos son los que tienen poder divino, es en los dioses en quienes debemos buscar la respuesta. En ellos confío para que cuiden de que el mundo vaya por el camino correcto, y con mi confianza me libro del peso de mi carne.

Hablaba con tanta convicción que Eragon sintió un súbito deseo de compartir sus creencias. Deseó echar a un lado sus dudas y miedos y saber que, por muy horrible que el mundo pudiera parecer a veces, la vida no era mera confusión. Deseó saber a ciencia cierta que él no finalizaría el día en que una espada le cortara la cabeza; que, un día, se reencontraría con Brom, Garrow y con todos aquellos a quienes había amado y había perdido. Un desesperado deseo de tener esperanza y consuelo le invadió, le confundió y le dejó inestable sobre la faz de la Tierra.

Y, a pesar de todo, una parte de sí mismo se resistía, no le permitía confiarse a los dioses de los enanos y reprimir, así, su identidad y su sentido de bienestar por algo que no comprendía. También tenía dificultades en aceptar que, si los dioses existían realmente, fueran los dioses de los enanos. Eragon estaba seguro de que si preguntaba a Nar Garzhvog o a un miembro de las tribus nómadas, o incluso al sacerdote negro de Helgrind, si sus dioses eran reales, todos ellos defenderían la supremacía de sus deidades con la misma energía con que Glümra había defendido la de los suyos. «¿Cómo se supone que voy a saber cuál de las religiones es la verdadera? -se preguntó-. Sólo porque alguien siga una fe en concreto, eso no significa que sea el camino correcto… Quizá ninguna religión contenga toda la verdad del mundo. Quizá cada religión contenga fragmentos de la verdad y nosotros tengamos la responsabilidad de identificar esos fragmentos y volver a unirlos. O quizá los elfos tengan razón y no exista ningún dios. Pero ¿cómo puedo estar seguro?»

Con un largo suspiro, Glümra murmuró una frase en el idioma de los enanos, luego se puso en pie y cerró la cortina de seda, tapando el nicho. Eragon también se levantó, haciendo una mueca al sentir los músculos doloridos a causa de la batalla, la siguió hasta la mesa y volvió a sentarse. De un estante de piedra que había en una de las paredes, la enana sacó dos jarras de peltre, luego cogió una bota llena de vino que colgaba del techo y sirvió un trago para ella y para Eragon. Levantó la jarra y pronunció un brindis en el idioma de los enanos, que Eragon se esforzó en imitar, y ambos bebieron.

-Es bueno -dijo Glümra- saber que Kvístor continúa viviendo, saber que incluso ahora va ataviado con ropajes dignos de un rey y que disfruta de la cena en el salón de Morgothal. ¡Que gane un gran honor al servicio de los dioses! -Y volvió a beber.

Cuando hubo vaciado su jarra, Eragon empezó a despedirse de Glümra, pero ella le detuvo con un gesto de la mano.

-¿Tienes dónde quedarte, Asesino de Sombra, y estar a salvo de los que te quieren muerto?

Eragon le contó que tenía que permanecer oculto debajo de Tronjheim hasta que Orik mandara a un mensajero a buscarlo. Glümra asintió con la cabeza con un gesto breve y contundente y dijo:

-Entonces tú y tus compañeros debéis esperar aquí hasta que llegue el mensajero, Asesino de Sombra. Insisto en ello. -Eragon iba a protestar, pero ella hizo un gesto negativo con la cabeza-. No puedo permitir que los hombres que han luchado junto a mi hijo languidezcan en la humedad y la oscuridad de las cuevas mientras me quede vida en los huesos. Reúne a tus compañeros; comeremos y estaremos alegres en esta lúgubre noche.

Eragon se dio cuenta que no podía marcharse sin que Glúmra se molestara, así que llamó a sus guardias y a su traductor. Juntos, ayudaron a Glúmra a preparar una cena a base de pan, carne y pastel, y cuando todo estuvo a punto, todos juntos comieron y bebieron y hablaron hasta bien entrada la noche. Glúmra se mostró especialmente animada; ella fue quien más bebió, quien rio con más fuerza y la primera en hacer una observación ingeniosa. Al principio, Eragon se sintió desconcertado por esa reacción, pero entonces se dio cuenta de que su sonrisa nunca le llegaba a los ojos y de que, cuando creía que nadie la observaba, la alegría desaparecía de su rostro y su expresión se volvía sombría y quieta. Llegó a la conclusión de que entretenerles era la manera de celebrar la memoria de su hijo, así como de ahuyentar el dolor por la muerte de Kvístor.

«Nunca he conocido a nadie como tú», pensó mientras la observaba.

Pasada la medianoche, alguien llamó a la puerta de la choza. Hündfast dejó entrar a un enano que llevaba la armadura completa y que parecía inquieto y malhumorado si se estaba quieto: no dejaba de mirar hacia las puertas, las ventanas y las esquinas en sombra. Con una serie de frases en el idioma antiguo, convenció a Eragon de que era el mensajero de Orik, y luego le dijo:

-Soy Farn, hijo de Flosi… Argetlam, Orik te ruega que vuelvas a toda prisa. Tiene noticias muy importantes acerca de los sucesos de hoy.

En la puerta, Glúmra cogió el brazo izquierdo de Eragon con dedos de hierro y le dijo:

-¡Recuerda tu juramento, Asesino de Sombra, y no permitas que los asesinos de mi hijo escapen sin recibir su castigo!

-No lo haré -prometió.