Unos veinte metros más allá, dado que la puerta penetraba en
la base de Tronjheim, corrió entre los enormes dos grifos de oro
que tenían la mirada perdida en el horizonte y salió a cielo
abierto.
El aire era frío y húmedo, y olía a lluvia reciente. Aunque
era por la mañana, una luz gris envolvía el círculo de tierra que
rodeaba Tronjheim, una tierra en la cual no crecía la hierba,
solamente líquenes y musgo y, de vez en cuando, un grupo de hongos
acres. Hacia arriba, Farthen Dúr se elevaba dieciséis kilómetros
hasta una estrecha abertura a través de la cual una luz pálida e
indirecta penetraba en el inmenso cráter.
Mientras corría, escuchaba el ritmo monótono de su propia
respiración y el rápido y leve sonido de las pisadas. Estaba solo
excepto por un murciélago curioso que volaba por encima de su
cabeza emitiendo unos agudos chillidos. El ambiente tranquilo que
la montaña vacía transpiraba lo reconfortaba, libre de sus
habituales preocupaciones.
Siguió el sendero de piedras que se extendía desde la puerta
Sur de Tronjheim hasta las puertas negras de nueve metros de altura
de la base sur de Farthen Dür. Eragon se detuvo un momento y un par
de enanos aparecieron desde estancias de guardia ocultas y se
apresuraron a abrir las puertas, mostrando el túnel aparentemente
sin fin que cerraban.
Eragon continuó adelante. Unas columnas de mármol con rubíes
y amatistas incrustadas flanqueaban los primeros quince metros del
túnel. Más allá de ellas, el túnel estaba vacío y desolado, y la
lisa monotonía de las paredes sólo se veía alterada por unas
antorchas sin llama colocadas a unos veinte metros las unas de las
otras y, a intervalos irregulares, ante algunas puertas cerradas.
«Me pregunto adonde conducen», pensó Eragon. Entonces imaginó los
kilómetros de piedra que caían sobre él desde arriba de todo y, por
un momento, el túnel le pareció insoportablemente opresivo. Se
quitó esa imagen de la cabeza rápidamente.
Cuando se encontraba a mitad del túnel, Eragon la
sintió.
-¡Saphira! -gritó, tanto con la mente como con la voz, y su
nombre resonó en las paredes de piedra con la fuerza del grito de
doce hombres.
¡Eragon!
Al cabo de un instante, el ligero retumbar de un rugido
distante llegó hasta Eragon desde el otro extremo del
túnel.
Doblando la velocidad, abrió la mente a Saphira, bajando
todas las barreras que lo protegían para que pudieran encontrarse
sin ninguna reserva. Igual que una corriente de agua cálida, la
conciencia de ella se precipitó dentro de él al mismo tiempo que la
de él se precipitaba dentro de ella. Eragon jadeó, tropezó y estuvo
a punto de caer. Se envolvieron el uno en los pensamientos del
otro, abrazándose mutuamente en una intimidad que ningún abrazo
físico podía imitar y dejando que sus identidades se mezclaran otra
vez. Saber que uno se encuentra con aquel que se preocupa por uno,
que comprende cada una de las fibras del propio ser y que no será
abandonado ni en la más desesperada de las circunstancias, «ésa» es
la relación más preciosa que una persona podía tener, y tanto
Eragon como Saphira la valoraban.
No pasó mucho tiempo hasta que Eragon vio a Saphira correr
hacia él tan deprisa como podía sin darse golpes en la cabeza
contra el techo ni arañarse las alas contra las paredes. Con un
chirrido de garras sobre el suelo de piedra, Saphira derrapó y se
detuvo delante de Eragon, fiera, brillante,
gloriosa.
Gritando de alegría, Eragon saltó hacia delante y, sin hacer
caso de las afiladas escamas, la abrazó por el cuello con toda la
fuerza que pudo a pesar de que quedó colgando unos centímetros en
el aire. Ella lo bajó hasta el suelo y, con un bufido burlón,
dijo:
Pequeño, a no ser
que quieras ahogarme, deberías aflojar los
brazos.
Lo siento.
Sonriendo, Eragon dio un paso hacia atrás. Luego rio y
presionó su frente contra el morro de ella mientras le rascaba los
dos extremos de la mandíbula.
El túnel se llenó del grave murmullo de placer de
Saphira.
Estás cansada
-dijo Eragon.
Nunca he volado tan deprisa. Me detuve
solamente después de dejar a los vardenos y
no me he detenido en absoluto excepto cuando he tenido demasiada
sed para continuar.
¿Quieres decir que no has dormido ni
comido en tres días?
Ella parpadeó, escondiendo sus brillantes ojos de zafiro un
instante.
¡Debes de estar muriéndote de hambre!
-exclamó Eragon, preocupado. La observó por si tenía alguna herida.
Para su alivio, no encontró ninguna.
Estoy cansada -admitió ella-,
pero no hambrienta. Todavía no. Cuando haya
descansado, entonces sí necesitaré comer. Ahora mismo no creo que
pudiera digerir ni siquiera un conejo… Siento la tierra inestable
bajo los pies, es como si todavía estuviera
volando.
Si no hubieran estado separados tanto tiempo, Eragon la
hubiera reñido por imprudente, pero en ese momento estaba conmovido
y agradecido de que ella se hubiera esforzado.
Gracias -le dijo-. Hubiera detestado tener que esperar un día más para
estar juntos.
Yo también.
-Saphira cerró los ojos y presionó la cabeza entre las manos de
Eragon, que continuaba rascándole la mandíbula-. Además, no podía llegar tarde para la coronación, ¿no es
verdad?¿A quién ha elegido la Asamblea…?
Antes de que terminara de formular la pregunta, Eragon le
envío una imagen de Orik.
Ah -suspiró ella, y su satisfacción
fluyó en Eragon-. Sera un buen
rey.
Eso espero.
¿Está listo el zafiro estrellado para que
lo repare?
Si los enanos no han terminado ya de
colocar todas las piezas, estoy seguro de que lo estará mañana.
Bien. -Saphira abrió un párpado y
clavó el ojo en Eragon-. Nasuada me ha contado
lo que ha intentado hacer el clan de los Az Sweldn rak Anhüin.
Siempre te metes en líos cuando no estoy
contigo.
La sonrisa de Eragon se hizo más amplia. ¿Y cuando sí estas?
Me como los líos
antes de que ellos te coman a ti. Eso dices tú. ¿Y cuando los
úrgalos nos emboscaron en Gil'ead y me hicieron
prisionero?
Una pequeña nube de humo escapó entre los colmillos de
Saphira.
Eso no cuenta. Yo era más pequeña entonces, y no tenía tanta experiencia. Ahora
no sucedería. Y tú no eres tan desvalido como eras
antes.
Yo nunca he sido desvalido -protestó
él-. Es sólo que tengo enemigos
poderosos.
Por algún motivo, a Saphira esta última afirmación le pareció
enormemente divertida; comenzó con una risa profunda y, pronto,
Eragon también empezó a reír. Ninguno de los dos consiguió dejar de
reír hasta que Eragon cayó de espaldas al suelo, jadeante, y
Saphira tuvo que esforzarse por contener las llamas que le salían
por la nariz. Entonces Saphira emitió un sonido que Eragon no había
oído nunca, un extraño gruñido repentino, y sintió algo muy extraño
en su conexión con ella.
Saphira volvió a hacer ese sonido, luego sacudió la cabeza
como si intentara espantar una nube de moscas.
Oh, vaya -dijo-. Parece que tengo hipo. Eragon se quedó boquiabierto.
Permaneció así un momento y luego se dobló sobre sí mismo,
rompiendo a reír con tanta fuerza que se le saltaron las lágrimas.
Cada vez que parecía que se recuperaba, Saphira soltaba otro hipido
bajando la cabeza como una cigüeña, y Eragon volvía a sufrir un
ataque de risa convulsiva. Al final, se tapó 'os oídos con los
dedos y recitó todos los nombres de metales y piedras que pudo
recordar.
Cuando hubo terminado, inhaló profundamente y se puso en pie.
¿Mejor? -preguntó Saphira. Volvió a soltar
un hipido y los hombros le temblaron.
Eragon se mordió la lengua.
Mejor… Vamos, vayamos a Tronjheim.
Deberías tomar un poco de agua. Eso te
ayudará. Y luego deberías dormir.
¿No puedes curar el hipo con un
hechizo?
Quizá.
Probablemente. Pero ni Brom ni Oromis me enseñaron a
hacerlo.
Saphira asintió con un gruñido seguido por otro hipido al
cabo de un instante. Eragon se mordió la lengua con más fuerza y se
miró la punta de las botas.
¿Vamos?
Saphira tendió la pata delantera en señal de invitación.
Eragon trepó hasta su grupa y se instaló en la silla que llevaba en
la base del cuello.
Juntos continuaron por el túnel hacia Tronjheim. Ambos
felices. Ambos compartiendo la felicidad del otro.