El suelo resonaba a intervalos regulares bajo los pies de Eragon.


El golpeteo constante que producían sus zancadas nacía bajo sus talones, le ascendía por las piernas y le atravesaba las caderas y la columna hasta llegar a la base del cráneo, donde creaba una serie de impactos que le hacían apretar los dientes y le provocaba un dolor de cabeza que aparentemente empeoraba con cada kilómetro que avanzaba. La monótona música de su carrera, al principio era una molestia, pero con el tiempo había acabado por llevarle a una especie de trance en el que ya no pensaba; sólo se movía.

Cada vez que pisaba el suelo con las botas, Eragon oía los frágiles tallos de hierba que se quebraban como pajas y veía pequeñas nubes de polvo que se levantaban del agrietado suelo. Calculó que haría un mes que no llovía en aquella parte de Alagaësia. El aire seco absorbía la humedad de su aliento y le dejaba la garganta seca. Por mucho que bebiera, no conseguía compensar la cantidad de agua que el sol y el viento le robaban.

De ahí el dolor de cabeza.

Helgrind quedaba atrás, muy lejos. No obstante, progresaba menos de lo que esperaba. Había cientos de patrullas de Galbatorix -con soldados y magos- por todo el territorio, y había tenido que esconderse repetidamente para evitarlos. No cabía duda de que lo estaban buscando. La noche anterior, incluso había avistado a Espina volando bajo, a lo lejos, por el oeste, así que había tenido que ocultar su mente durante media hora, hasta que el dragón se perdió más allá de la línea del horizonte.

Eragon había decidido viajar por carreteras y caminos marcados siempre que fuera posible. Los sucesos de la semana anterior le habían llevado a sus límites de resistencia física y emocional. Prefería dejar descansar el cuerpo y recuperarse, en vez de forzarse a avanzar entre zarzas, escalando colinas y atravesando ríos fangosos. Ya llegarían nuevas ocasiones para los esfuerzos violentos y desesperados, pero ahora no era el momento.

Mientras seguía los caminos, no se atrevía a correr todo lo rápido de lo que habría sido capaz: de hecho, habría sido más sensato no correr en absoluto. Había un buen número de pueblos y casas sueltas repartidos por la zona. Si alguno de los habitantes viera a un hombre solo corriendo por el campo como si una manada de lobos lo estuviera persiguiendo, sin duda despertaría curiosidad y sospechas, e incluso podría hacer que algún campesino asustado informara del incidente al Imperio. Aquello podía suponer un grave problema para Eragon, cuya mejor defensa era pasar desapercibido.

En aquel momento corría, pero sólo porque no había en una legua a la redonda ninguna criatura viva, salvo una larga serpiente tendida al sol.

La principal preocupación de Eragon era regresar con los vardenos, y le dolía tener que ir avanzando a trompicones, como un vagabundo cualquiera. Aun así, era una ocasión para encontrarse consigo mismo. No había estado solo, realmente solo, desde el hallazgo del huevo de Saphira en las Vertebradas. Los pensamientos de ella siempre habían acompañado los suyos, y si no, Brom o Murtagh o algún otro estaban siempre a su lado. Además de contar con compañía, Eragon había pasado los meses desde su partida del valle de Palancar enfrascado en un arduo aprendizaje, interrumpido sólo para viajar o para tomar parte en la batalla. Nunca había podido concentrarse tan intensamente durante tanto tiempo, ni enfrentarse con una cantidad tan enorme de miedo y preocupación.

Así pues, acogía con gusto su soledad y la paz que le proporcionaba. La ausencia de voces, incluida la suya, era una dulce canción de cuna que, durante un corto espacio de tiempo, borraba sus miedos con respecto al futuro. No tenía ningún deseo de buscar con la mente a Saphira -aunque estaban demasiado lejos como para entrar en contacto, su vínculo le diría si sufría algún daño- ni a Arya o a Nasuada, con sus reprimendas. Era mucho mejor, pensó, escuchar los gorjeos de los pajarillos y el suspiro de la brisa por entre la hierba y las hojas de las ramas.

El tintineo de unos arneses, el ruido de unas pezuñas y unas voces de hombres sacaron a Eragon de su ensueño. Alarmado, se detuvo y miró alrededor para determinar por dónde se acercaban los jinetes. Un par de grajos ascendían en espiral desde una quebrada cercana.

El único escondrijo que Eragon tenía cerca era una pequeña arboleda de enebros. Se lanzó corriendo hacia ellos y se ocultó entre las rams bajas, justo a tiempo para evitar a seis soldados que surgían de

la quebrada y avanzaban por la polvorienta carretera, y que pasaron

apenas tres metros de él. En circunstancias normales, Eragon habría

detectado su presencia mucho antes, pero desde la aparición de Espina

en la distancia había mantenido la mente aislada del entorno.

Los soldados frenaron los caballos y se arremolinaron en medio ¿e la carretera, discutiendo entre ellos:

-¡Os digo que he visto algo! -gritó uno de ellos. Era de media altura, rubicundo y lucía una barba amarilla.

El corazón le latía con todas sus fuerzas. Eragon hizo un esfuerzo por respirar despacio y sin hacer ruido. Se tocó la frente para asegurarse de que la tira de tela que se había atado alrededor de la cabeza aún le cubría las cejas arqueadas y las orejas de punta. «Ojalá aún llevara la armadura», pensó. Para evitar atraer una atención no deseada, había hecho un paquete con ella -usando ramas muertas y un trozo de lona que había comprado a un hojalatero- y la había colocado dentro. Ahora no se atrevía a sacarla y ponérsela, por miedo a que los soldados pudieran oírle.

El soldado de la barba amarilla bajó de su caballo zaino y dio unos pasos por el borde del camino, estudiando el terreno y los enebros que lo flanqueaban. Al igual que todos los miembros del ejército de Galbatorix, el soldado llevaba una casaca roja con una lengua de fuego recortada, bordada con hilo dorado, que brillaba al moverse. Su armadura era simple -un casco, un escudo estrecho y una loriga de escamas-, lo que indicaba que era poco más que un explorador montado. En cuanto a sus armas, llevaba una lanza en la mano derecha y una espada al cinto.

Al acercarse hacia su escondite, haciendo sonar las espuelas, Eragon se puso a murmurar un complejo hechizo en el idioma antiguo. Las palabras salían de su boca en un chorro continuo hasta que, de pronto, pronunció mal un grupo de vocales especialmente difícil y tuvo que empezar otra vez desde el principio. El soldado dio otro paso hacia él. Y otro.

Justo cuando el soldado se detuvo frente a él, Eragon completó el conjuro y sintió una oleada de fuerza, prueba de que había surtido efecto. No obstante, llegó un instante tarde y no pudo evitar que el soldado lo viera por un momento:

-¡Ajá! -dijo éste, apartando las ramas y dejándolo al descubierto.

Eragon no se movió. El soldado miró en su dirección y frunció el ceño:

-¿Qué demonios…? -murmuró. Introdujo entre las ramas la lanza, que pasó a sólo un par de centímetros de la cara de Eragon. Este apretó los puños; un escalofrío le recorrió los músculos en tensión-. ¡Maldición! -dijo el soldado, y soltó las ramas, que recuperaron su posición original, ocultando de nuevo a Eragon.

-¿Qué pasa? -preguntó otro de los hombres.

-Nada -dijo el soldado, volviendo con sus compañeros. Se quitó el casco y se secó la frente-. Los ojos me juegan malas pasadas.

-¿Qué espera el bastardo de Braethan de nosotros? Apenas hemos dormido nada en dos días.

-Sí, el rey tiene que estar desesperado si nos aprieta tanto… A decir verdad, preferiría no encontrar a quienquiera que estemos buscando. No es que le tenga miedo, pero si ese tipo da tantos quebraderos de cabeza a Galbatorix, más vale evitarlo. Que Murtagh y su monstruo volador den caza al misterioso fugitivo, ¿no os parece?

-A menos que sea Murtagh a quien buscamos -sugirió un tercero.

-Tú has oído lo que dijo el hijo de Morzan tan bien como yo.

Un silencio incómodo se extendió entre los soldados. Entonces, el que estaba en el suelo se giró hacia su caballo, agarró las riendas con la mano izquierda y dijo:

-Cierra el pico, Derwood. Hablas demasiado.

Los seis espolearon a sus monturas y siguieron adelante, hacia el norte.

Cuando el sonido de los cascos desapareció, Eragon puso fin al hechizo, se frotó los ojos con los puños y apoyó las manos sobre las rodillas. Se le escaparon unas risas amortiguadas, y sacudió la cabeza, divertido, pensando en lo estrafalario de la situación, en comparación con sus días en el valle de Palancar. «Desde luego, nunca me habría imaginado que me sucedería algo así», pensó.

El hechizo que había usado se componía de dos partes: la primera desviaba los rayos de luz alrededor de su cuerpo, haciéndolo invisible, y con la segunda esperaba evitar que otros hechiceros detectaran su magia. Los principales inconvenientes del hechizo eran que no podía ocultar las huellas -por lo que había que permanecer inmóvil mientras tenía efecto- y que en muchos casos no conseguía eliminar del todo la sombra. Eragon se abrió paso entre los árboles, estiró los brazos por encima de la cabeza y se encaminó a la quebrada por la que habían aparecido los soldados. Una vez reemprendida la marcha, una única pregunta ocupaba su mente: ¿qué había dicho Murtagh?


Las veladas imágenes que veía en sus sueños de vigilia se desvanecieron de pronto: golpeó al aire con las manos, rodó por el suelo, se plegó casi por la mitad, se arrastró hacia atrás, se puso por fin en pie y echó los brazos hacia delante para rechazar los golpes que le caían encima.

La oscuridad de la noche le rodeaba. En lo alto, las estrellas seguían moviéndose, imparciales, en su eterna danza celestial. Allí abajo no se movía ni un alma, ni oía nada, sólo el suave roce del viento contra la hierba.

Eragon extendió su percepción mental, convencido de que alguien estaba a punto de atacarle. Exploró con la mente en un radio de más de trescientos metros, pero no encontró a nadie en las proximidades. Por fin bajó las manos. Respiraba agítadamente, y la piel le ardía, bañada de sudor. En su mente rugía una tormenta: un torbellino de hojas brillantes y miembros mutilados. Por un momento, pensó que estaba en Farthen Dür combatiendo contra los úrgalos, y luego en los Llanos Ardientes, empuñando la espada contra hombres como él. Ambos lugares le parecían tan reales que habría jurado que alguna magia extraña le había transportado al pasado por el espacio y el tiempo. Vio ante sí a los hombres y a los úrgalos a los que había matado; le parecían tan reales que se preguntó si podrían hablar. Y aunque ya no llevaba en la piel las cicatrices de sus heridas, su cuerpo recordaba las muchas lesiones que había sufrido, y se estremeció al sentir de nuevo las espadas y las flechas lacerando sus carnes.

Con un grito ahogado, Eragon cayó de rodillas y se cogió el vientre con los brazos, abrazándose y meciéndose adelante y atrás. «Ya esta…, ya está.» Apretó la frente contra el suelo, y se hizo un ovillo. Sentía el aliento, cálido, contra el cuerpo. -¿Qué me está pasando?

Ninguna de las historias que Brom contaba en Carvahall mencionaba a héroes de antaño que hubieran enloquecido con visiones como aquellas. Ninguno de los guerreros que había conocido Eragon entre los vardenos parecía sufrir por la sangre que había derramado. Y aunque el propio Roran admitía que no le gustaba matar, no se despertaba a medianoche gritando.

«Soy débil -pensó Eragon-. Un hombre no debería sentirse así. Un Jinete no debería sentirse así. Garrow o Brom estarían bien, lo sé. Hacían lo que había que hacer, y ya está. No se lamentaban por ello, no Pasaban el día preocupándose ni apretando los dientes… Soy débil.»

Se puso en pie de un salto y dio unos pasos, intentando calmarse. Al cabo de media hora, con la aprensión aún oprimiéndole el pecho y con la piel irritada como si mil hormigas estuvieran abriéndose paso por debajo, sensible al mínimo ruido, Eragon agarró sus cosas y se puso a correr a toda velocidad. No le importaba lo que encontrara bajo sus pies en la oscuridad, ni quién pudiera presenciar su precipitada carrera.

Sólo quería huir de sus pesadillas. Su mente se le había puesto en contra y no podía ahuyentar sus miedos recurriendo a los pensamientos racionales. Su único recurso, por tanto, era confiar en la antigua sabiduría animal de la carne, que le decía que tenía que «moverse». Si corría con la suficiente fuerza y rapidez, quizá pudiera encontrar la estabilidad. Quizás el impulso de sus brazos, el golpeteo de sus pies contra el polvo, el frío húmedo del sudor bajo sus brazos, y un montón de sensaciones más, por su propio peso combinado, le obligarían a olvidar.

Quizá.


Una bandada de estorninos atravesó el cielo de la tarde, como peces por el océano.

Eragon les echó una mirada. En el valle de Palancar, cuando los estorninos regresaban tras el invierno, a menudo formaban grupos tan numerosos que convertían el día en noche. Aquella bandada no era tan grande, pero le recordaba los atardeceres pasados bebiendo té a la menta con Garrow y Roran en el pórtico de su casa, observando una nube negra susurrante que trazaba giros y requiebros por encima de sus cabezas.

Perdido en sus recuerdos, se detuvo y se sentó sobre una roca para atarse los cordones de las botas.

El tiempo había cambiado: ahora hacía fresco, y una mancha gris hacia el oeste apuntaba la posibilidad de una tormenta. La vegetación era más frondosa, con musgo y juncos, y gruesos macizos de hierba verde. A kilómetros de distancia, cinco colinas despuntaban sobre el terreno, por lo demás llano. Un bosque de gruesos robles poblaba la colina del centro. Por encima de las brumosas copas de los árboles, Eragon divisó las desmoronadas paredes de un edificio abandonado, construido por alguna raza muchos años antes.

Aquello le despertó la curiosidad y decidió buscar comida entre las ruinas. Estaba seguro de que albergarían gran cantidad de animales, y la caza le daría una excusa para explorar un poco antes de reemprender la marcha.

Eragon llegó a la base de la primera colina una hora más tarde, y allí encontró los restos de una antigua carretera pavimentada con adoquines. La siguió en dirección a las ruinas, sorprendido por aquella extraña estructura, ya que no se parecía a ninguna obra de humanos, elfos o enanos que él conociera.

Emprendió la ascensión de la colina del centro y sintió el efecto refrescante de las sombras de los robles. Cerca de la cima, el terreno bajo sus pies se allanó y el bosque se abrió, dando paso a un gran claro, donde se levantaba una torre en ruinas. La parte inferior era amplia y tenía nervaduras, como el tronco de un árbol. Luego, la estructura se estrechaba y ascendía más de diez metros, para acabar en una línea afilada y recortada. La mitad superior de la torre yacía desmoronada por el suelo, rota en innumerables fragmentos.

La emoción sacudió a Eragon. Sospechaba que había encontrado un puesto elfo de avanzada, erigido mucho antes de la destrucción de los Jinetes. Ninguna otra raza tenía los conocimientos ni la iniciativa suficientes para construir una estructura así.

Entonces descubrió un huerto en el extremo opuesto del claro. Entre las hileras de plantas, un hombre encorvado se dedicaba a arrancar las malas hierbas de los guisantes. Tenía la cara entre sombras y una barba gris tan larga que le cubría la barriga, enmarañada como una madeja de lana.

Sin levantar la vista, el hombre dijo:

-Bueno, ¿vas a ayudarme a acabar con estos guisantes o no? Si lo haces, te ganarás una comida.

Eragon dudó, sin saber qué hacer. Entonces pensó: «¿Por qué debería temer a un viejo ermitaño?», y se acercó al huerto. -Soy Bergan… Bergan, hijo de Garrow. -Tenga, hijo de Ingvar -gruñó el hombre. La armadura que llevaba empaquetada Eragon hizo un ruido metálico al depositarla en el suelo. La hora siguiente, trabajó en silencio con Tenga. Sabía que no debía quedarse mucho tiempo, pero le gustó el trabajo; le mantenía la mente ocupada. Mientras arrancaba hierbajos, dejó que su conciencia se expandiera y tocara la multitud de seres vivos del claro. Disfrutó de la sensación de comunión que sentía con ellos.

Cuando hubieron retirado la última brizna de hierba, verdolagas y dienttes de león de la plantación de guisantes, Eragon siguió a Tenga hasta una estrecha puerta situada en la fachada de la torre y que daba paso a una amplia cocina y comedor. En el centro de la sala, una escalera de caracol subía al segundo piso. Libros, pergaminos y unos fajos de hojas de vitela cubrían todas las superficies existentes, incluida una buena parte del suelo.

Tenga señaló al pequeño montón de ramas del hogar y la madera se prendió y empezó a crepitar. Eragon se tensó, dispuesto a lidiar física y mentalmente con Tenga.

El anciano no dio muestras de observar su reacción, y siguió trajinando por la cocina, buscando tazas, platos, cuchillos y diversos restos de comida para el almuerzo sin dejar de murmurar en voz baja.

Con todos los sentidos alerta, Eragon se dejó caer en una silla próxima en la que aún quedaba un rincón al descubierto. «No ha formulado el hechizo en el idioma antiguo -pensó-. ¡Aunque lo haya hecho mentalmente, ha arriesgado la vida, por lo menos, para encender un simple fuego!» Porque, tal como le había enseñado Oromis, las palabras eran el medio con el que se controlaba el flujo de la magia. Lanzar un hechizo sin la estructura del lenguaje para controlar su potencia suponía arriesgarse a que un pensamiento o una emoción descontrolados distorsionaran el resultado.

Eragon echó un vistazo a la sala, en busca de pistas sobre su anfitrión. Descubrió un pergamino abierto con columnas de palabras del idioma antiguo y reconoció en él un compendio de nombres reales similar al que había estudiado en Ellesméra. Aquel tipo de pergaminos era algo muy codiciado por los magos, que darían casi cualquier cosa por conseguirlos, puesto que permitían aprender nuevas palabras para los hechizos, y además registrar en ellos las palabras que se iban descubriendo. No obstante, pocos conseguían adquirir algún compendio, ya que eran rarísimos; y los que los poseían casi nunca se desprendían de ellos voluntariamente.

Era extraño, por tanto, que Tenga poseyera uno de aquellos compendios; sin embargo, observó con sorpresa que tenía otros seis por la sala, además de escritos sobre diversas materias, como la historia, la matemática, la astronomía o la botánica.

Tenga le colocó delante una jarra de cerveza y un plato con pan, queso y una porción de pastel de carne frío.

-Gracias -dijo Eragon.

Tenga no hizo caso y se sentó con las piernas cruzadas junto al hogar. Siguió refunfuñando y murmurando tras la barba al tiempo que devoraba su almuerzo.

Eragon dejó limpio su plato y apuró las últimas gotas de cerveza. Tenga también había acabado casi del todo su comida, y Eragon no pudo evitar preguntar.

-¿Esta torre la construyeron los elfos?

-Sí -dijo Tenga, mirándolo fijamente, como si la pregunta le hiciera dudar de la inteligencia de Eragon-. Los astutos elfos construyeron Edur Ithindra.

-¿Y qué hace usted aquí? ¿Está solo o…?

-¡Busco la respuesta! -exclamó Tenga-. La llave de una puerta por abrir, el secreto de los árboles y las plantas. El fuego, el calor el relámpago, la luz… La mayoría no saben la pregunta y vagan en la ignorancia. Otros conocen la pregunta pero se temen lo que pueda significar la respuesta. ¡Bah! Durante miles de años hemos vivido como salvajes. ¡Salvajes! Yo pondré fin a eso. Daré inicio a la edad de la luz, y todos celebrarán mi hazaña.

-Pero, dígame, ¿ qué es exactamente lo que busca?

-¿No conoces la pregunta? -replicó Tenga, frunciendo el ceño-. Pensé que quizá la conocieras. Pero no, me equivocaba. Sin embargo, veo que entiendes mi búsqueda. Tú buscas una respuesta diferente, pero también buscas. En el corazón te arde el mismo estigma que llevo yo en el mío. ¿Quién sino otro peregrino podría darse cuenta de que debemos sacrificarnos para encontrar una respuesta?

-¿La respuesta a qué?

-A la pregunta que elijamos.

«Está loco», pensó Eragon. Buscando algo que pudiera distraer a Tenga, posó la mirada sobre una fila de pequeñas estatuillas de animales de madera dispuestas en la repisa bajo una ventana en forma de lágrima.

-Qué bonitas -dijo, señalando las estatuas-. ¿Quién las ha tallado?

-Ella…, antes de irse. Siempre estaba haciendo cosas.

Tenga se puso en pie y apoyó la punta de su dedo índice en la primera de las estatuas.

-Ésta es la ardilla, con su cola ondulante, tan viva y ágil, siempre burlándose de todo -dijo. Su dedo pasó a la siguiente estatua de la fila. Este es el jabalí salvaje, con sus colmillos mortales… Éste es el cuervo, con…

Tenga no se dio cuenta de que Eragon retrocedía, ni vio que levantaba la aldaba de la puerta y salía de Edur Ithindra. Con el paquete nombro, bajó a la carrera por entre los robles y se alejó de las cinco mas y del hechicero demente que residía en ellas.


El resto del día, y el siguiente, el número de gente que se encontraba por el camino aumentó, hasta un punto en que daba la impresión de que aparecían nuevos grupos de personas constantemente tras cada repecho. La mayoría eran refugiados, aunque también se veían soldados y mercaderes. Eragon evitó a los que pudo, y mantuvo la cabeza gacha el resto del tiempo.

Aquello, no obstante, le obligó a pasar la noche en el poblado de Eastcroft, treinta kilómetros al norte de Melian. Habría querido abandonar la carretera mucho antes de llegar a Eastcroft y buscar una hondonada a cubierto o una cueva donde descansar hasta la mañana, pero dado que el paisaje no le era familiar, calculó mal la distancia y llegó al pueblo justo al mismo tiempo que tres hombres de armas. Si se hubiera marchado entonces, a menos de una hora de la seguridad que ofrecían las murallas y las puertas de Eastcroft y de la comodidad de una cama caliente, hasta el más tonto se habría preguntado por qué intentaba evitar el pueblo. Así que Eragon hizo de tripas corazón y ensayó mentalmente las historias que se había inventado para explicar su viaje.

El sol, adormecido, estaba sólo un par de dedos sobre el horizonte cuando Eragon divisó por primera vez Eastcroft, un pueblo de tamaño medio rodeado por una alta empalizada. Cuando por fin llegó a la alta puerta y la atravesó ya estaba oscuro. Oyó a un centinela que les preguntaba a los soldados si había alguien más tras ellos por el camino.

-No, que yo sepa.

-Pues con eso me basta. Si queda algún rezagado, tendrá que esperar a mañana para entrar -respondió el centinela. Y a otro hombre situado en el lado contrario de la puerta, le gritó-: ¡Ciérrala!,

Juntos, empujaron las puertas acorazadas y las aseguraron con cuatro vigas de roble atravesadas, cada una del grosor del pecho de Eragon.

«Deben de esperarse un sitio -pensó Eragon, y luego se sonrió ante su propia inocencia-. Bueno, ¿y quién no espera problemas hoy en día?» Unos meses antes, le habría preocupado quedarse atrapado en Eastcroft, pero ahora confiaba en que podría escalar las fortificaciones con las manos y, ocultándose con la magia, escapar sin dejar j rastro en plena noche. Decidió quedarse, no obstante, puesto que estaba cansado; además, formular un hechizo podía atraer la atención j de los magos que hubiera por allí, si es que había alguno.

Apenas había dado unos pasos por la callejuela enfangada que llevaba a la plaza del pueblo cuando un vigilante se le acercó, enfocándolo con la luz de un farol.

-¡Alto ahí! Tú no has estado antes en Eastcroft, ¿verdad?

-Es mi primera visita -dijo Eragon.

El rechoncho vigilante ladeó la cabeza.

-¿Y tienes familia o amigos en el pueblo?

-No, nadie.

-¿Qué es lo que te trae entonces a Eastcroft?

-Nada. Viajo hacia el sur en busca de la familia de mi hermana, nara llevármelos de vuelta a DrasLeona -explicó. Su historia no parecía provocar efecto alguno sobre el vigilante. «A lo mejor no me cree -especuló Eragon-. O quizás ha oído tantas historias como la mía que han dejado de importarle.»

-Entonces querrás ir a la Casa del Caminante, junto al pozo principal. Ve allí y encontrarás cama y comida. Y mientras estés en Eastcroft, déjame que te avise: aquí no toleramos el asesinato, los robos ni la obscenidad. Tenemos sólidos cepos y una buena horca, y ambos han tenido numerosos inquilinos. ¿Me he explicado bien? -Sí, señor.

-Pues ve, y que te acompañe la suerte. Pero ¡espera! ¿Cómo te llamas, forastero?

-Bergan.

Dicho aquello, el vigilante dio media vuelta y volvió a su ronda nocturna. Eragon esperó hasta que la luz del farol del vigilante hubo desaparecido tras la silueta de las casas y luego se dirigió al tablón de anuncios colgado a la izquierda de las puertas.

Allí, claveteadas sobre media docena de órdenes de busca de delincuentes varios, había dos hojas de pergamino de casi un metro de largo. Una representaba a Eragon, la otra a Roran, y ambas los calificaban de traidores a la Corona. Eragon examinó los carteles con interés y se maravilló ante la recompensa ofrecida: un condado por cada uno para quien los capturara. El dibujo de Roran tenía un gran parecido, e incluso mostraba la barba que se había dejado crecer desde su huida de Carvahall, pero el de Eragon lo representaba tal como era antes de la Celebración del Juramento de Sangre, cuando aún tenía un aspecto plenamente humano.

Pensó en cómo habían cambiado las cosas.

Siguió adelante y recorrió el pueblo hasta encontrar la Casa del Caminante. La sala principal tenía el techo bajo, de madera manchada de alquitrán. Unas velas de sebo amarillentas arrojaban una luz tenue irregular al tiempo que emitían un humo que se iba distribuyendo capas por el espacio. El suelo estaba cubierto de arena y gravilla, y mezcla crujía bajo las botas de Eragon. A su izquierda había mesas y sillas, y una gran chimenea donde un chaval hacía girar un cerdo ensartado en un asador. En el lado contrario había una larga barra, una fortaleza con puentes levadizos que protegían los toneles de cerveza de la horda de hombres sedientos que los asediaban desde todas partes.

Por lo menos, unas sesenta personas atestaban la sala. En condiciones normales el volumen de la conversación habría resultado ya bastante duro para Eragon tras tanto tiempo al aire libre, pero con su oído tan sensible le parecía estar en medio de una catarata. Le costaba concentrarse en una única voz. En cuanto oía una palabra o una frase, otra voz le distraía. En un rincón, un trío de trovadores cantaba y tocaba una versión cómica del Dulce Aethrid o'Dauth, que desde luego no contribuía a reducir el clamor.

Con una mueca de dolor ante aquel estruendo, Eragon fue abriéndose paso a través de la multitud hasta llegar a la barra. Quería hablar con la camarera, pero estaba tan ocupada que pasaron cinco minutos antes de que le mirara siquiera.

-¿Dígame? -preguntó, con la cara sudorosa y con mechones de pelo cubriéndole los ojos.

-¿Tienen alguna habitación libre, o algún rincón donde pueda pasar la noche?

-No sabría decirle. Tendría que hablar con la señora de la casa. Estará ahí abajo -respondió la camarera, señalando a unas oscuras escaleras.

Mientras esperaba, Eragon se recostó en la barra y estudió a la variopinta congregación que había en la sala. Supuso que la mitad, más o menos, serían habitantes de Eastcroft que habían acudido a disfrutar de una noche de copas. Del resto, la mayoría eran hombres y mujeres -en muchos casos familias enteras- que estaban emigrando a lugares más seguros. Para él era fácil identificarlos por sus camisas deshilachadas y sus pantalones sucios, y por el modo en que se hundían en sus sillas y observaban a cualquiera que se acercara.

No obstante, se cuidaban mucho de evitar mirar al último y más reducido grupo de clientes de la Casa del Caminante: los soldados de Galbatorix. Aquellos hombres, con sus casacas rojas, eran los que más ruido hacían. Se reían, gritaban y golpeaban la superficie de las mesas con sus puños de metal, al tiempo que engullían cerveza y toqueteaban a cualquier doncella lo suficientemente inconsciente como para pasar cerca de ellos.

«¿Se comportan así porque saben que nadie se atreve a enfrentarse a ellos y porque disfrutan haciendo gala de su poder? ¿O porque se vieron forzados a unirse al ejército de Galbatorix y quieren ahogar su sensación de culpa y miedo con sus juergas?», se preguntó Eragon. Los juglares cantaban:

Con sus cabellos al viento, la dulce Aethrid o'Dauth corrió hacia Edel, su señor, y gritó: «¡ Libera a mi amado, o una bruja te convertirá en una cabra lanuda!». Edel rio y dijo: «¡Ninguna bruja me convertirá en una cabra lanuda!».

La multitud se movió y a través de la gente, Eragon pudo ver una mesa pegada a la pared; y junto a ella había una mujer solitaria sentada, con el rostro oculto por la capucha de su oscura túnica de viaje. Cuatro hombres la rodearon: eran robustos granjeros de piel áspera y con las mejillas encendidas por el alcohol. Dos de ellos estaban apoyados contra la pared, a ambos lados de la mujer, mientras que otro, sentado en una silla puesta del revés, lucía una sonrisa, y el cuarto, de pie, apoyaba el pie izquierdo en el borde de la mesa y el cuerpo sobre la rodilla. Los hombres hablaban haciendo gestos, con movimientos descuidados. Aunque Eragon no podía oír ni ver lo que decía la mujer, era evidente que su respuesta había airado a los granjeros, porque fruncían el ceño y sacaban pecho, hinchándose como gallos. Uno de ellos la señaló, amenazante, con el dedo.

A Eragon le parecían trabajadores honestos que habían perdido el control en la profundidad de sus jarras de cerveza, error que ya había presenciado repetidamente durante los días de fiesta en Carvahall. Garrow sentía muy poco respeto por los hombres que no aguantaban la cerveza y que aun así insistían en ponerse en evidencia. «Es indecoroso -solía decir-. Es más, si bebes para olvidar, deberías hacerlo donde no molestes a nadie.» El hombre a la izquierda de la mujer de pronto le metió un dedo bajo la capucha, como para echársela atrás. La mujer levantó la mano derecha y agarró al hombre por la muñeca a tal velocidad que Eragon apenas pudo verlo, pero luego la soltó y recuperó su posición inicial. Eragon dudaba de que nadie más en la sala, ni siquiera nombre al que había agarrado, se hubiera dado cuenta del movimiento. La capucha le cayó sobre los hombros y Eragon se quedó rígido, anonadado. La mujer era humana, pero se parecía a Arya. Las únicas diferencias entre ambas eran los ojos -que eran redondos y horizontales, no rasgados como los de un gato- y sus orejas, que no acababan en punta como las de los elfos. Poseía la misma belleza que Arya, pero era una belleza menos exótica, más familiar.

Sin dudarlo, Eragon sondeó a la mujer con la mente. Tenía que saber quién era en realidad.

En cuanto entró en contacto con su conciencia, chocó mentalmente con algo que acabó con su concentración y luego, en la profundidad de su mente, oyó una voz ensordecedora que exclamaba:

¡Eragon!

¿Arya?

Sus miradas se cruzaron un momento, justo antes de que la gente volviera a apiñarse y le bloqueara la visión.

Eragon atravesó la sala corriendo hasta la mesa, apartando los cuerpos apretados entre sí para abrirse camino. Los granjeros le miraron con recelo cuando emergió de entre la turba, y uno dijo:

-Eres de lo más maleducado, presentándote así, a empujones, sin que nadie te haya invitado. Esfúmate, ¿quieres?

Con el tono más diplomático que pudo, Eragon respondió:

-Me parece, caballeros, que la señorita preferiría que la dejaran sola. Y ustedes querrán complacer los deseos de una mujer honesta, ¿verdad?

-¿Una mujer honesta? -se rio el que estaba más cerca-. Ninguna mujer honesta viaja sola.

-Entonces deje de preocuparse, porque soy su hermano, y vamos de camino a Dras-Leona, a vivir con nuestro tío.

Los cuatro hombres intercambiaron unas miradas incómodas. Tres de ellos empezaron a apartarse de Arya, pero el más grande se plantó a pocos centímetros de Eragon y, echándole el aliento a la cara, dijo:

-No sé si te creo, amigo. Sólo estás intentando apartarnos para poder quedarte a solas con ella.

«No va tan desencaminado», pensó Eragon.

-Le aseguro que es mi hermana -respondió, tan bajo que sólo él pudiera oírlo-. Por favor, señor. No tengo ningún problema con ustedes. ¿Nos dejarán solos?

-No, porque creo que eres un cagueta mentiroso.

-Señor, sea razonable. No hay necesidad de ser desagradable. La noche es joven, y la bebida y la música no faltan. No discutamos por este pequeño malentendido. Es indigno de nosotros.

Para alivio de Eragon, tras unos segundos el otro hombre se relajó y emitió un gruñido socarrón.

-En fin, tampoco querría tener que pelearme con un niñato j como tú -dijo. Se dio media vuelta y se dirigió pesadamente a la barra con sus amigos.

Con la mirada fija en la multitud, Eragon se situó tras la mesa y se sentó junto a Arya.

-¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó, sin mover apenas los labios.

-Buscarte.

Sorprendido, la miró, y ella arqueó una ceja. El volvió a mirar a la muchedumbre y, sonriendo de cara a la galería, preguntó:

-¿Estás sola?

-Ya no… ¿Has alquilado una cama para pasar la noche?

Él negó con la cabeza.

-Bien. Yo tengo habitación. Allí podremos hablar.

Se levantaron a la vez, y él la siguió hasta las escaleras situadas al fondo de la sala. Los desgastados tablones crujían bajo sus pies mientras subían hasta el rellano del segundo piso. Una única vela iluminaba el lúgubre pasillo con las paredes de madera. Arya le llevó hasta la última puerta de la derecha, y de la voluminosa manga de su túnica sacó una llave de hierro. Abrió la puerta, entró, esperó a que Eragon cruzara el umbral tras ella y luego cerró de nuevo con llave.

Un leve brillo anaranjado penetraba por la ventana emplomada que Eragon tenía delante. El resplandor procedía de un farol colgado al otro lado de la plaza mayor de Eastcroft. A la luz del farol pudo distinguir la silueta de una lámpara de aceite sobre una mesita baja a su derecha.

-Brisingr -susurró Eragon, y encendió la mecha con una chispa que apareció en la punta de su dedo.

Incluso con la luz de la lámpara, la habitación seguía a oscuras. Las paredes presentaban los mismos paneles de madera que el rellano, y la madera de color castaño absorbía la mayor parte de la luz que le llegaba, haciendo que la habitación pareciera más pequeña y densa, como si algo la comprimiera. Aparte de la mesa, el único mobiliario que había era una estrecha cama con sólo una manta sobre el colchón. Encima había una bolsa con provisiones.

Eragon y Arya se quedaron de pie, uno frente al otro. A continuación, él se echó las manos a la cabeza y se quitó la tira de tela que llevaba enrollada. Arya se desabrochó el prendedor que le sujetaba la túnica a los hombros y la dejó sobre la cama. Llevaba un vestido de color verde hoja, el mismo que lucía la primera vez que se habían visto.

A Eragon le resultaba raro que ambos hubieran cambiado de aspecto, y que fuera él quien tuviera aspecto de elfo, y Arya de ser humano. El cambio no modificaba en absoluto la impresión que ella le producía, pero le hacía estar más cómodo en su presencia, ya que la hacía más próxima.

Fue Arya quien rompió el silencio:

-Saphira dijo que te habías retrasado para matar al último Ra'zac y explorar el resto de Helgrind. ¿Es eso cierto?

-En parte sí.

-¿Y cuál es toda la verdad?

Eragon sabía que Arya no se conformaría con poco.

-Prométeme que no le dirás a nadie lo que te voy a contar, a menos que te dé permiso.

-Lo prometo -dijo ella en el idioma antiguo.

Entonces él le contó cómo había encontrado a Sloan, por qué había decidido no llevárselo con los vardenos, la maldición que le había lanzado al carnicero y la posibilidad que le había dado de redimirse -por lo menos parcialmente- y recuperar la vista.

-Pase lo que pase -dijo por fin-, Roran y Katrina «jamás» deben saber que Sloan sigue vivo. Si lo hacen, sus problemas nunca acabarán.

Arya se sentó al borde de la cama y se quedó mirando un buen rato a la lámpara y su llama juguetona.

-Tendrías que haberlo matado -dijo entonces.

-Quizá, pero no pude.

-El mero hecho de que tu cometido te resulte desagradable no es razón para evitarlo. Fuiste un cobarde.

Aquella acusación molestó a Eragon.

-¿ Lo fui? Cualquiera que tuviera un cuchillo podría haber matado a Sloan. Lo que yo hice fue mucho más duro.

-Físicamente, pero no moralmente.

-No lo maté porque consideré que habría estado mal -explicó Eragon, arrugando el rostro mientras se esforzaba en buscar las palabras-. No tenía miedo… Eso no. No después de haber librado batallas… Era otra cosa. Mataré en la guerra, pero no seré yo quien decida quién debe vivir y quién debe morir. No tengo la experiencia ni la sabiduría necesarias… Cada hombre tiene sus límites, Arya, y yo encontré el mío cuando vi a Sloan. Aunque tuviera prisionero a Galbatorix, no lo mataría. Lo llevaría ante Nasuada y el rey Orrin, y si ellos lo condenaban a muerte, estaría encantado de ser yo quien le rebanara la cabeza, pero no antes. Llámalo debilidad si quieres, pero es así como soy, y no voy a pedir disculpas por ello.

-Entonces, ¿serás una herramienta en manos de otros?

-Serviré al pueblo lo mejor que pueda. Nunca he aspirado a dirigir nada. Alagaësia no necesita otro rey tirano.

Arya se frotó las sienes.

-¿Por qué tiene que ser todo tan complicado para ti, Eragon? Allá donde vas, consigues meterte en dificultades. Es como si te dedicaras a buscar zarzas para caminar entre ellas.

-Tu madre dijo prácticamente lo mismo.

-No me sorprende… Muy bien, dejémoslo. Ninguno de los dos va a cambiar de opinión, y tenemos cosas más urgentes que hacer que discutir sobre justicia y moralidad. En el futuro, no obstante, harías bien en recordar quién eres y lo que significas para las razas de Alagaësia.

-Nunca lo he olvidado -protestó Eragon. Hizo una pausa, a la espera de su respuesta, pero Arya no replicó, así que se sentó sobre el borde de la mesa y prosiguió-: No tenías que haber venido a buscarme. Ya sabías que estaba bien.

-Por supuesto.

-¿Cómo me has encontrado?

-Pensé en las rutas que podías tomar desde Helgrind. Por suerte, opté por una que me llevó más de sesenta kilómetros al oeste de aquí, lo suficientemente cerca como para localizarte escuchando los murmullos de la Tierra.

-No entiendo.

-Un Jinete no pasa desapercibido por este mundo, Eragon. Quien tenga orejas para oír y ojos para ver puede interpretar las señales sin dificultad. Los pájaros hablan de tu llegada con sus cantos, las bestias de la Tierra sienten tu olor, y hasta los árboles y la hierba recuerdan tu contacto. El vínculo entre Jinete y dragón es tan potente que quien es sensible a las fuerzas de la naturaleza puede sentirlo.

-Tendrás que enseñarme ese truco en alguna ocasión. No es ningún truco; sólo el arte de prestar atención a lo que te rodea.

-Pero ¿por qué viniste a Eastcroft? Habría sido más seguro encontrarse fuera del pueblo. Me obligaron las circunstancias, como supongo que te ocurrió a ti. Tú no viniste voluntariamente, ¿no?

-No… -dijo él, encogiéndose de hombros. Estaba cansado de viajar todo el día. Luchando contra el sueño, señaló con la mano el vestido de Arya-: ¿Por fin has dejado de usar pantalones y camisa?

-Sólo mientras dure este viaje -precisó ella, tras esbozar una sonrisa-. He vivido entre los vardenos más años de los que puedo recordar, pero aún me acordaba de que los humanos insisten en separar a sus mujeres de sus hombres. Nunca podría adaptarme a vuestras costumbres, aunque no me haya comportado del todo como una elfa. ¿Quién iba a decirme que sí o que no? ¿Mi madre? Ella estaba en el j otro extremo de Alagaësia. -Arya se detuvo, como si hubiera hablado de más. Luego prosiguió-: En cualquier caso, tuve un desafortunado encuentro con un par de boyeros poco después de dejar a los vardenos, y justo después robé este vestido.

-Te queda bien.

-Una de las ventajas de la magia es que nunca tienes que recurrir a un sastre.

Eragon se rio por un momento. Luego preguntó:

-¿Y ahora qué?

-Ahora descansaremos. Mañana, antes de que salga el sol, nos escabulliremos de Eastcroft sin que nadie se entere.


Aquella noche, Eragon se tumbó frente a la puerta, mientras que! Arya ocupó la cama. No por cortesía -aunque Eragon habría insistido en dejar la cama a Arya en cualquier caso-, sino por precaución. Si alguien entraba en la habitación, le habría parecido raro encontrar a una mujer por el suelo.

Las horas iban pasando, huecas, y Eragon mantenía la mirada fija en las vigas que tenía sobre la cabeza, siguiendo con los ojos las grietas en la madera, incapaz de calmar sus acelerados pensamientos. Intentó relajarse por todos los medios que conocía, pero la mente se le iba una y otra vez a Arya, a la sorpresa que le había supuesto encontrarla, a sus comentarios sobre lo que había hecho con Sloan y, por encima de todo, a lo que sentía por ella. No estaba seguro de lo que era. Deseaba estar con ella, pero lo había rechazado cuando había intentado acercarse, y aquello había empañado su afecto con dolor y rabia, y también con cierta frustración, porque aunque Eragon se negaba a aceptar que no tenía posibilidades, no se le ocurría cómo debía proceder. •

Sintió un dolor en el corazón mientras escuchaba el suave ir y venir de la respiración de Arya. Le atormentaba estar tan próximo a ella y no poder acercársele. Retorció el borde de la casaca entre los dedos: ojalá pudiera hacer algo más que resignarse a un destino no deseado.

Batalló con aquellas emociones rebeldes hasta bien entrada la noche, cuando por fin sucumbió al agotamiento y se dejó llevar por el acogedor abrazo de sus sueños en vigilia y se sumió por unas horas un descanso irregular hasta que las estrellas empezaron a perder brillo y llegó la hora de que Arya y él abandonaran Eastcroft.

Abrieron la ventana y saltaron desde el alféizar al suelo, cuatro metros por debajo, aunque aquello no era gran cosa para las habilidades de un elfo. Durante la caída, Arya se agarró la falda del vestido para evitar que se le hinchara con el aire. Cayeron a pocos centímetros el uno del otro y echaron a correr entre las casas, hacia la muralla.

-La gente se preguntará adonde hemos ido -dijo Eragon, entre zancada y zancada-. Quizá tendríamos que haber esperado e irnos como viajeros normales.

-Es más arriesgado quedarse. Ya he pagado la habitación. Eso es lo único que le preocupa al posadero, no si desaparecemos a primera hora. -Los dos se separaron por un segundo, rodeando un carro desvencijado, y luego Arya añadió-: Lo más importante es no dejar de moverse. Si nos entretenemos, seguro que el rey nos encuentra.

Cuando llegaron a la muralla exterior, Arya exploró la empalizada hasta que encontró un poste que sobresalía ligeramente. Lo rodeó con las manos y se colgó de la madera para ver si soportaba su peso. El poste cedió ligeramente y chocó con sus vecinos, pero aguantó.

-Tú primero -dijo Arya.

-Por favor, después de ti.

Con un suspiro de impaciencia, se dio una palmadita en el corpiño.

-Un vestido ondea algo más que un par de mallas, Eragon.

De pronto, lo entendió, y sintió el rubor en las mejillas. Echó las manos arriba, se agarró bien y empezó a trepar por la empalizada, sujetándose con las rodillas y los pies durante el ascenso. En lo más alto, se detuvo, haciendo equilibrios sobre la punta afilada de los postes.

-Sigue -susurró Arya.

-No. Te espero.

-No seas tan…

-¡Un guarda! -dijo Eragon, y señaló hacia un farol que flotaba en la oscuridad, entre un par de casas.

A medida que se acercaba la luz, el perfil dorado de un hombre emergió entre la oscuridad. Llevaba una espada desenvainada en una mano.

Silenciosa como un espectro, Arya se agarró del poste y, recurriendo únicamente a la fuerza de sus manos, trepó hasta donde estaba Eragon. Parecía deslizarse hacia arriba de un modo mágico. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Eragon la cogió del antebrazo y la izó sobre la punta de los postes, dejándola a su lado. Estaban posados en lo alto de la empalizada, como dos extrañas aves, inmóviles y manteniendo la respiración mientras el guardia pasaba por debajo de ellos. Agitaba el farol en todas direcciones en busca de intrusos.

«No mires al suelo -suplicó Eragon, para sus adentros-. Y no mires arriba.»

Un momento más tarde, el vigilante volvió a enfundar la espada y siguió su ronda, tatareando.

Sin una palabra, Eragon y Arya se dejaron caer al otro lado de la empalizada. La armadura que llevaba empaquetada resonó cuando él cayó contra el terraplén cubierto de hierba y se echó a rodar para reducir la fuerza del impacto. Se puso en pie de un salto, se agachó y se alejó de Eastcroft adentrándose en aquel paisaje gris, con Arya tras él. Siguieron las hondonadas y los cauces secos de los ríos, y evitaron las granjas que rodeaban el pueblo. Unas cuantas veces, algún perro furioso salía a su encuentro para protestar ante la invasión de sus territorios. Eragon intentaba calmarlos con la mente, pero el único modo en que consiguió evitar que los perros ladraran fue asegurándoles que sus terribles dientes y garras habían conseguido amedrentarles a él y a Arya. Satisfechos con su éxito, los perros volvían agitando el rabo hacia los graneros, establos y pórticos en los que montaban guardia. A Eragon le hizo gracia su petulante suficiencia.

A menos de diez kilómetros de Eastcroft, cuando resultó evidente que estaban completamente solos y que nadie los seguía, Eragon y Arya hicieron un alto junto a un tocón calcinado. De rodillas, Arya cavó un pequeño hoyo en el suelo y dijo:

-Aduma risa.

Con un leve goteo, empezó a manar agua de la tierra de alrededor, y fue llenando el hoyo que había cavado. Arya esperó hasta que estuvo lleno y entonces dijo:

-Letta.

El flujo cesó. Recitó un hechizo para visualizaciones y el rostro de Nasuada apareció en la superficie del agua quieta. Arya la saludó.

-Mi señora -dijo Eragon, e hizo una reverencia.

-Eragon -respondió ella. Parecía cansada, tenía las mejillas hundidas, como si hubiera sufrido una larga enfermedad. Un mechón se le había soltado del moño y le caía enredándose en un denso tirabuzón. Eragon observó una serie de voluminosas vendas en el brazo cuando ella intentó colocarse el mechón de pelo rebelde en su sitio-. Estás a salvo, gracias a Gokukara. ¡Estábamos tan preocupados!

-Siento haberos preocupado, pero tenía mis motivos.

-Tienes que explicármelos cuando regreses.

-Como deseéis -accedió él-. ¿Cómo os habéis hecho esas heridas? ¿Os ha atacado alguien? ¿Por qué no habéis hecho que os cure alguno de los Du Vrangr Gata?

-Les ordené que no lo hicieran. Y eso te lo explicaré cuando llegues. -Aunque sorprendido, Eragon asintió y se tragó sus preguntas-. Estoy impresionada; lo has encontrado -le dijo Nasuada a Arya-. No estaba segura de que pudieras lograrlo.

-La suerte me sonrió.

-Quizá, pero me inclino a pensar que tus habilidades habrán sido tan importantes como la generosidad de la suerte. ¿Cuánto tiempo tardaréis en volver con nosotros?

-Dos o tres días, a menos que encontremos imprevistos.

-Bien. Os espero para entonces. A partir de ahora, quiero que contactéis conmigo por lo menos una vez antes de cada mediodía y otra antes de cada anochecer. Si no tengo noticias vuestras, supondré que os han capturado y enviaré a Saphira con una patrulla de rescate.

-A lo mejor no siempre disponemos de la intimidad necesaria para utilizar la magia.

-Encontrad un modo de hacerlo. Necesito saber dónde estáis y si estáis bien.

Arya lo consideró por un momento y luego dijo:

-Si puedo, haré lo que pedís, pero no si ello pone a Eragon en peligro.

-De acuerdo.

Aprovechando la pausa que se produjo en la conversación, Eragon intervino:

-Nasuada, ¿está cerca Saphira? Querría hablar con ella… No hemos hablado desde Helgrind.

-Se fue hace una hora a reconocer el perímetro. ¿Puedes mantener el hechizo mientras voy a ver si ya ha vuelto?

-Id -dijo Arya.

Con un paso, Nasuada salió de su campo de visión, dejando en su lugar una imagen estática de la mesa y las sillas del interior de su pabellón rojo. Durante un buen rato, Eragon se quedó contemplando el contenido de la tienda, pero no podía soportar los nervios y apartó la mirada de la balsa de agua para posarla en la nuca de Arya, que tenía la espesa melena negra apartada hacia un lado, dejando a la vista una franja de suave piel justo por encima del cuello del vestido. Aquello lo dejó absorto durante casi un minuto, pero luego sacudió la cabeza y se apoyó en el tocón calcinado.

Se oyó un ruido de madera rota, y luego un mar de relucientes escamas azules cubrió la superficie del agua: Saphira se había abierto paso en el pabellón. A Eragon le resultaba difícil determinar qué parte de Saphira estaba viendo, ya que veía muy poco. Las escamas fueron pasando por la superficie del agua y distinguió la parte inferior de un muslo primero, un pincho de la cola después, la membrana de un ala plegada, y luego la brillante punta de un diente al girarse la dragona, intentando encontrar una posición desde la que pudiera ver cómodamente el espejo que usaba Nasuada para sus comunicaciones arcanas. Por los ruidos que se oían por detrás de Saphira, Eragon dedujo que estaba aplastando la mayor parte de los muebles. Por fin se situó, acercó la cabeza al espejo -de modo que un único ojo de color zafiro llenó toda la superficie de la balsa- y miró a Eragon.

Se quedaron mirándose durante un minuto en el que ninguno de los dos se movió. Eragon se sorprendió del alivio que sintió al verla. No se había sentido seguro del todo desde su separación.

-Te he echado de menos -susurró él.

Ella parpadeó.

-Nasuada, ¿aún estáis ahí?

Una respuesta ahogada le llegó desde algún punto a la derecha de Saphira:

-Sí, más o menos.

-¿Seríais tan amable de comunicarme lo que diga Saphira?

-Estaría encantada, pero en este momento estoy atrapada entre un ala y un poste y por lo que parece no tengo modo de acercarme. Puede que te cueste oírme. Si estás dispuesto a hacer el esfuerzo, lo intentaré.

-Por favor.

Nasuada se mantuvo en silencio un tiempo que Eragon midió por latidos, y luego, en un tono tan parecido al de Saphira que a Eragon casi le dio la risa, dijo:

-¿Estás bien?

-Estoy sano como un toro. ¿Y tú?

-Compararme con un bovino sería a la vez ridículo e insultante, pero estoy más en forma que nunca, si es eso lo que preguntas. Estoy contenta de que Arya esté contigo. Me gusta que tengas a alguien con sentido común al lado para cubrirte las espaldas.

-Estoy de acuerdo. Siempre se agradece contar con ayuda cuando estás en peligro.

Aunque estaba contento de poder hablar con Saphira, aunque fuera con intermediarios, las palabras le parecían un pobre sustituto del libre intercambio de pensamientos y emociones del que disfrutaban cuando estaban cerca el uno del otro. Además, con Arya y Nasuada metidas en su conversación, Eragon no se atrevía a hablar de temas más personales, o preguntarle por ejemplo si ya le había perdonado por obligarle a dejarlo en Helgrind. Saphira debía de pensar igual, porque tampoco ella abordó el tema. Charlaron sobre otras cosas insustanciales y luego se despidieron. Antes de apartarse de la balsa de agua, Eragon se llevó los dedos a la boca y, en silencio, articuló: «Lo siento».

Un mínimo espacio se abrió entre las pequeñas escamas que rodeaban el ojo de Saphira al relajarse la piel en las que se apoyaban. Parpadeó lenta y prolongadamente y él supo que entendía su mensaje y que no le guardaba ningún rencor.

Luego Eragon y Arya se despidieron de Nasuada. Arya puso fin a su hechizo. Se puso en pie y, con el dorso de la mano, se sacudió el polvo del vestido.

Mientras tanto, Eragon no podía parar de moverse, impaciente como nunca: en aquel momento no deseaba nada más que salir corriendo hacia Saphira y acurrucarse en su regazo frente a una hoguera.

-Vamonos -dijo. Pero ella ya se había puesto en marcha.