El golpeteo constante que producían sus zancadas nacía bajo
sus talones, le ascendía por las piernas y le atravesaba las
caderas y la columna hasta llegar a la base del cráneo, donde
creaba una serie de impactos que le hacían apretar los dientes y le
provocaba un dolor de cabeza que aparentemente empeoraba con cada
kilómetro que avanzaba. La monótona música de su carrera, al
principio era una molestia, pero con el tiempo había acabado por
llevarle a una especie de trance en el que ya no pensaba; sólo se
movía.
Cada vez que pisaba el suelo con las botas, Eragon oía los
frágiles tallos de hierba que se quebraban como pajas y veía
pequeñas nubes de polvo que se levantaban del agrietado suelo.
Calculó que haría un mes que no llovía en aquella parte de
Alagaësia. El aire seco absorbía la humedad de su aliento y le
dejaba la garganta seca. Por mucho que bebiera, no conseguía
compensar la cantidad de agua que el sol y el viento le
robaban.
De ahí el dolor de cabeza.
Helgrind quedaba atrás, muy lejos. No obstante, progresaba
menos de lo que esperaba. Había cientos de patrullas de Galbatorix
-con soldados y magos- por todo el territorio, y había tenido que
esconderse repetidamente para evitarlos. No cabía duda de que lo
estaban buscando. La noche anterior, incluso había avistado a
Espina volando bajo, a lo lejos, por el oeste, así que había tenido
que ocultar su mente durante media hora, hasta que el dragón se
perdió más allá de la línea del horizonte.
Eragon había decidido viajar por carreteras y caminos
marcados siempre que fuera posible. Los sucesos de la semana
anterior le habían llevado a sus límites de resistencia física y
emocional. Prefería dejar descansar el cuerpo y recuperarse, en vez
de forzarse a avanzar entre zarzas, escalando colinas y atravesando
ríos fangosos. Ya llegarían nuevas ocasiones para los esfuerzos
violentos y desesperados, pero ahora no era el
momento.
Mientras seguía los caminos, no se atrevía a correr todo lo
rápido de lo que habría sido capaz: de hecho, habría sido más
sensato no correr en absoluto. Había un buen número de pueblos y
casas sueltas repartidos por la zona. Si alguno de los habitantes
viera a un hombre solo corriendo por el campo como si una manada de
lobos lo estuviera persiguiendo, sin duda despertaría curiosidad y
sospechas, e incluso podría hacer que algún campesino asustado
informara del incidente al Imperio. Aquello podía suponer un grave
problema para Eragon, cuya mejor defensa era pasar
desapercibido.
En aquel momento corría, pero sólo porque no había en una
legua a la redonda ninguna criatura viva, salvo una larga serpiente
tendida al sol.
La principal preocupación de Eragon era regresar con los
vardenos, y le dolía tener que ir avanzando a trompicones, como un
vagabundo cualquiera. Aun así, era una ocasión para encontrarse
consigo mismo. No había estado solo, realmente solo, desde el
hallazgo del huevo de Saphira en las Vertebradas. Los pensamientos
de ella siempre habían acompañado los suyos, y si no, Brom o
Murtagh o algún otro estaban siempre a su lado. Además de contar
con compañía, Eragon había pasado los meses desde su partida del
valle de Palancar enfrascado en un arduo aprendizaje, interrumpido
sólo para viajar o para tomar parte en la batalla. Nunca había
podido concentrarse tan intensamente durante tanto tiempo, ni
enfrentarse con una cantidad tan enorme de miedo y
preocupación.
Así pues, acogía con gusto su soledad y la paz que le
proporcionaba. La ausencia de voces, incluida la suya, era una
dulce canción de cuna que, durante un corto espacio de tiempo,
borraba sus miedos con respecto al futuro. No tenía ningún deseo de
buscar con la mente a Saphira -aunque estaban demasiado lejos como
para entrar en contacto, su vínculo le diría si sufría algún daño-
ni a Arya o a Nasuada, con sus reprimendas. Era mucho mejor, pensó,
escuchar los gorjeos de los pajarillos y el suspiro de la brisa por
entre la hierba y las hojas de las ramas.
El tintineo de unos arneses, el ruido de unas pezuñas y unas
voces de hombres sacaron a Eragon de su ensueño. Alarmado, se
detuvo y miró alrededor para determinar por dónde se acercaban los
jinetes. Un par de grajos ascendían en espiral desde una quebrada
cercana.
El único escondrijo que Eragon tenía cerca era una pequeña
arboleda de enebros. Se lanzó corriendo hacia ellos y se ocultó
entre las rams bajas, justo a tiempo para evitar a seis soldados
que surgían de
la quebrada y avanzaban por la polvorienta carretera, y que
pasaron
apenas tres metros de él. En circunstancias normales, Eragon
habría
detectado su presencia mucho antes, pero desde la aparición
de Espina
en la distancia había mantenido la mente aislada del
entorno.
Los soldados frenaron los caballos y se arremolinaron en
medio ¿e la carretera, discutiendo entre ellos:
-¡Os digo que he visto algo! -gritó uno de ellos. Era de
media altura, rubicundo y lucía una barba
amarilla.
El corazón le latía con todas sus fuerzas. Eragon hizo un
esfuerzo por respirar despacio y sin hacer ruido. Se tocó la frente
para asegurarse de que la tira de tela que se había atado alrededor
de la cabeza aún le cubría las cejas arqueadas y las orejas de
punta. «Ojalá aún llevara la armadura», pensó. Para evitar atraer
una atención no deseada, había hecho un paquete con ella -usando
ramas muertas y un trozo de lona que había comprado a un
hojalatero- y la había colocado dentro. Ahora no se atrevía a
sacarla y ponérsela, por miedo a que los soldados pudieran
oírle.
El soldado de la barba amarilla bajó de su caballo zaino y
dio unos pasos por el borde del camino, estudiando el terreno y los
enebros que lo flanqueaban. Al igual que todos los miembros del
ejército de Galbatorix, el soldado llevaba una casaca roja con una
lengua de fuego recortada, bordada con hilo dorado, que brillaba al
moverse. Su armadura era simple -un casco, un escudo estrecho y una
loriga de escamas-, lo que indicaba que era poco más que un
explorador montado. En cuanto a sus armas, llevaba una lanza en la
mano derecha y una espada al cinto.
Al acercarse hacia su escondite, haciendo sonar las espuelas,
Eragon se puso a murmurar un complejo hechizo en el idioma antiguo.
Las palabras salían de su boca en un chorro continuo hasta que, de
pronto, pronunció mal un grupo de vocales especialmente difícil y
tuvo que empezar otra vez desde el principio. El soldado dio otro
paso hacia él. Y otro.
Justo cuando el soldado se detuvo frente a él, Eragon
completó el conjuro y sintió una oleada de fuerza, prueba de que
había surtido efecto. No obstante, llegó un instante tarde y no
pudo evitar que el soldado lo viera por un
momento:
-¡Ajá! -dijo éste, apartando las ramas y dejándolo al
descubierto.
Eragon no se movió. El soldado miró en su dirección y frunció
el ceño:
-¿Qué demonios…? -murmuró. Introdujo entre las ramas la
lanza, que pasó a sólo un par de centímetros de la cara de Eragon.
Este apretó los puños; un escalofrío le recorrió los músculos en
tensión-. ¡Maldición! -dijo el soldado, y soltó las ramas, que
recuperaron su posición original, ocultando de nuevo a
Eragon.
-¿Qué pasa? -preguntó otro de los hombres.
-Nada -dijo el soldado, volviendo con sus compañeros. Se
quitó el casco y se secó la frente-. Los ojos me juegan malas
pasadas.
-¿Qué espera el bastardo de Braethan de nosotros? Apenas
hemos dormido nada en dos días.
-Sí, el rey tiene que estar desesperado si nos aprieta tanto…
A decir verdad, preferiría no encontrar a quienquiera que estemos
buscando. No es que le tenga miedo, pero si ese tipo da tantos
quebraderos de cabeza a Galbatorix, más vale evitarlo. Que Murtagh
y su monstruo volador den caza al misterioso fugitivo, ¿no os
parece?
-A menos que sea Murtagh a quien buscamos -sugirió un
tercero.
-Tú has oído lo que dijo el hijo de Morzan tan bien como
yo.
Un silencio incómodo se extendió entre los soldados.
Entonces, el que estaba en el suelo se giró hacia su caballo,
agarró las riendas con la mano izquierda y dijo:
-Cierra el pico, Derwood. Hablas demasiado.
Los seis espolearon a sus monturas y siguieron adelante,
hacia el norte.
Cuando el sonido de los cascos desapareció, Eragon puso fin
al hechizo, se frotó los ojos con los puños y apoyó las manos sobre
las rodillas. Se le escaparon unas risas amortiguadas, y sacudió la
cabeza, divertido, pensando en lo estrafalario de la situación, en
comparación con sus días en el valle de Palancar. «Desde luego,
nunca me habría imaginado que me sucedería algo así»,
pensó.
El hechizo que había usado se componía de dos partes: la
primera desviaba los rayos de luz alrededor de su cuerpo,
haciéndolo invisible, y con la segunda esperaba evitar que otros
hechiceros detectaran su magia. Los principales inconvenientes del
hechizo eran que no podía ocultar las huellas -por lo que había que
permanecer inmóvil mientras tenía efecto- y que en muchos casos no
conseguía eliminar del todo la sombra. Eragon se abrió paso entre
los árboles, estiró los brazos por encima de la cabeza y se
encaminó a la quebrada por la que habían aparecido los soldados.
Una vez reemprendida la marcha, una única pregunta ocupaba su
mente: ¿qué había dicho Murtagh?
Las veladas imágenes que veía en sus sueños de vigilia se
desvanecieron de pronto: golpeó al aire con las manos, rodó por el
suelo, se plegó casi por la mitad, se arrastró hacia atrás, se puso
por fin en pie y echó los brazos hacia delante para rechazar los
golpes que le caían encima.
La oscuridad de la noche le rodeaba. En lo alto, las
estrellas seguían moviéndose, imparciales, en su eterna danza
celestial. Allí abajo no se movía ni un alma, ni oía nada, sólo el
suave roce del viento contra la hierba.
Eragon extendió su percepción mental, convencido de que
alguien estaba a punto de atacarle. Exploró con la mente en un
radio de más de trescientos metros, pero no encontró a nadie en las
proximidades. Por fin bajó las manos. Respiraba agítadamente, y la
piel le ardía, bañada de sudor. En su mente rugía una tormenta: un
torbellino de hojas brillantes y miembros mutilados. Por un
momento, pensó que estaba en Farthen Dür combatiendo contra los
úrgalos, y luego en los Llanos Ardientes, empuñando la espada
contra hombres como él. Ambos lugares le parecían tan reales que
habría jurado que alguna magia extraña le había transportado al
pasado por el espacio y el tiempo. Vio ante sí a los hombres y a
los úrgalos a los que había matado; le parecían tan reales que se
preguntó si podrían hablar. Y aunque ya no llevaba en la piel las
cicatrices de sus heridas, su cuerpo recordaba las muchas lesiones
que había sufrido, y se estremeció al sentir de nuevo las espadas y
las flechas lacerando sus carnes.
Con un grito ahogado, Eragon cayó de rodillas y se cogió el
vientre con los brazos, abrazándose y meciéndose adelante y atrás.
«Ya esta…, ya está.» Apretó la frente contra el suelo, y se hizo un
ovillo. Sentía el aliento, cálido, contra el cuerpo. -¿Qué me está
pasando?
Ninguna de las historias que Brom contaba en Carvahall
mencionaba a héroes de antaño que hubieran enloquecido con visiones
como aquellas. Ninguno de los guerreros que había conocido Eragon
entre los vardenos parecía sufrir por la sangre que había
derramado. Y aunque el propio Roran admitía que no le gustaba
matar, no se despertaba a medianoche gritando.
«Soy débil -pensó Eragon-. Un hombre no debería sentirse así.
Un Jinete no debería sentirse así. Garrow o Brom estarían bien, lo
sé. Hacían lo que había que hacer, y ya está. No se lamentaban por
ello, no Pasaban el día preocupándose ni apretando los dientes… Soy
débil.»
Se puso en pie de un salto y dio unos pasos, intentando
calmarse. Al cabo de media hora, con la aprensión aún oprimiéndole
el pecho y con la piel irritada como si mil hormigas estuvieran
abriéndose paso por debajo, sensible al mínimo ruido, Eragon agarró
sus cosas y se puso a correr a toda velocidad. No le importaba lo
que encontrara bajo sus pies en la oscuridad, ni quién pudiera
presenciar su precipitada carrera.
Sólo quería huir de sus pesadillas. Su mente se le había
puesto en contra y no podía ahuyentar sus miedos recurriendo a los
pensamientos racionales. Su único recurso, por tanto, era confiar
en la antigua sabiduría animal de la carne, que le decía que tenía
que «moverse». Si corría con la suficiente fuerza y rapidez, quizá
pudiera encontrar la estabilidad. Quizás el impulso de sus brazos,
el golpeteo de sus pies contra el polvo, el frío húmedo del sudor
bajo sus brazos, y un montón de sensaciones más, por su propio peso
combinado, le obligarían a olvidar.
Quizá.
Una bandada de estorninos atravesó el cielo de la tarde, como
peces por el océano.
Eragon les echó una mirada. En el valle de Palancar, cuando
los estorninos regresaban tras el invierno, a menudo formaban
grupos tan numerosos que convertían el día en noche. Aquella
bandada no era tan grande, pero le recordaba los atardeceres
pasados bebiendo té a la menta con Garrow y Roran en el pórtico de
su casa, observando una nube negra susurrante que trazaba giros y
requiebros por encima de sus cabezas.
Perdido en sus recuerdos, se detuvo y se sentó sobre una roca
para atarse los cordones de las botas.
El tiempo había cambiado: ahora hacía fresco, y una mancha
gris hacia el oeste apuntaba la posibilidad de una tormenta. La
vegetación era más frondosa, con musgo y juncos, y gruesos macizos
de hierba verde. A kilómetros de distancia, cinco colinas
despuntaban sobre el terreno, por lo demás llano. Un bosque de
gruesos robles poblaba la colina del centro. Por encima de las
brumosas copas de los árboles, Eragon divisó las desmoronadas
paredes de un edificio abandonado, construido por alguna raza
muchos años antes.
Aquello le despertó la curiosidad y decidió buscar comida
entre las ruinas. Estaba seguro de que albergarían gran cantidad de
animales, y la caza le daría una excusa para explorar un poco antes
de reemprender la marcha.
Eragon llegó a la base de la primera colina una hora más
tarde, y allí encontró los restos de una antigua carretera
pavimentada con adoquines. La siguió en dirección a las ruinas,
sorprendido por aquella extraña estructura, ya que no se parecía a
ninguna obra de humanos, elfos o enanos que él
conociera.
Emprendió la ascensión de la colina del centro y sintió el
efecto refrescante de las sombras de los robles. Cerca de la cima,
el terreno bajo sus pies se allanó y el bosque se abrió, dando paso
a un gran claro, donde se levantaba una torre en ruinas. La parte
inferior era amplia y tenía nervaduras, como el tronco de un árbol.
Luego, la estructura se estrechaba y ascendía más de diez metros,
para acabar en una línea afilada y recortada. La mitad superior de
la torre yacía desmoronada por el suelo, rota en innumerables
fragmentos.
La emoción sacudió a Eragon. Sospechaba que había encontrado
un puesto elfo de avanzada, erigido mucho antes de la destrucción
de los Jinetes. Ninguna otra raza tenía los conocimientos ni la
iniciativa suficientes para construir una estructura
así.
Entonces descubrió un huerto en el extremo opuesto del claro.
Entre las hileras de plantas, un hombre encorvado se dedicaba a
arrancar las malas hierbas de los guisantes. Tenía la cara entre
sombras y una barba gris tan larga que le cubría la barriga,
enmarañada como una madeja de lana.
Sin levantar la vista, el hombre dijo:
-Bueno, ¿vas a ayudarme a acabar con estos guisantes o no? Si
lo haces, te ganarás una comida.
Eragon dudó, sin saber qué hacer. Entonces pensó: «¿Por qué
debería temer a un viejo ermitaño?», y se acercó al huerto. -Soy
Bergan… Bergan, hijo de Garrow. -Tenga, hijo de Ingvar -gruñó el
hombre. La armadura que llevaba empaquetada Eragon hizo un ruido
metálico al depositarla en el suelo. La hora siguiente, trabajó en
silencio con Tenga. Sabía que no debía quedarse mucho tiempo, pero
le gustó el trabajo; le mantenía la mente ocupada. Mientras
arrancaba hierbajos, dejó que su conciencia se expandiera y tocara
la multitud de seres vivos del claro. Disfrutó de la sensación de
comunión que sentía con ellos.
Cuando hubieron retirado la última brizna de hierba,
verdolagas y dienttes de león de la plantación de guisantes, Eragon
siguió a Tenga hasta una estrecha puerta situada en la fachada de
la torre y que daba paso a una amplia cocina y comedor. En el
centro de la sala, una escalera de caracol subía al segundo piso.
Libros, pergaminos y unos fajos de hojas de vitela cubrían todas
las superficies existentes, incluida una buena parte del
suelo.
Tenga señaló al pequeño montón de ramas del hogar y la madera
se prendió y empezó a crepitar. Eragon se tensó, dispuesto a lidiar
física y mentalmente con Tenga.
El anciano no dio muestras de observar su reacción, y siguió
trajinando por la cocina, buscando tazas, platos, cuchillos y
diversos restos de comida para el almuerzo sin dejar de murmurar en
voz baja.
Con todos los sentidos alerta, Eragon se dejó caer en una
silla próxima en la que aún quedaba un rincón al descubierto. «No
ha formulado el hechizo en el idioma antiguo -pensó-. ¡Aunque lo
haya hecho mentalmente, ha arriesgado la vida, por lo menos, para
encender un simple fuego!» Porque, tal como le había enseñado
Oromis, las palabras eran el medio con el que se controlaba el
flujo de la magia. Lanzar un hechizo sin la estructura del lenguaje
para controlar su potencia suponía arriesgarse a que un pensamiento
o una emoción descontrolados distorsionaran el
resultado.
Eragon echó un vistazo a la sala, en busca de pistas sobre su
anfitrión. Descubrió un pergamino abierto con columnas de palabras
del idioma antiguo y reconoció en él un compendio de nombres reales
similar al que había estudiado en Ellesméra. Aquel tipo de
pergaminos era algo muy codiciado por los magos, que darían casi
cualquier cosa por conseguirlos, puesto que permitían aprender
nuevas palabras para los hechizos, y además registrar en ellos las
palabras que se iban descubriendo. No obstante, pocos conseguían
adquirir algún compendio, ya que eran rarísimos; y los que los
poseían casi nunca se desprendían de ellos
voluntariamente.
Era extraño, por tanto, que Tenga poseyera uno de aquellos
compendios; sin embargo, observó con sorpresa que tenía otros seis
por la sala, además de escritos sobre diversas materias, como la
historia, la matemática, la astronomía o la
botánica.
Tenga le colocó delante una jarra de cerveza y un plato con
pan, queso y una porción de pastel de carne frío.
-Gracias -dijo Eragon.
Tenga no hizo caso y se sentó con las piernas cruzadas junto
al hogar. Siguió refunfuñando y murmurando tras la barba al tiempo
que devoraba su almuerzo.
Eragon dejó limpio su plato y apuró las últimas gotas de
cerveza. Tenga también había acabado casi del todo su comida, y
Eragon no pudo evitar preguntar.
-¿Esta torre la construyeron los elfos?
-Sí -dijo Tenga, mirándolo fijamente, como si la pregunta le
hiciera dudar de la inteligencia de Eragon-. Los astutos elfos
construyeron Edur Ithindra.
-¿Y qué hace usted aquí? ¿Está solo o…?
-¡Busco la respuesta! -exclamó Tenga-. La llave de una puerta
por abrir, el secreto de los árboles y las plantas. El fuego, el
calor el relámpago, la luz… La mayoría no saben la pregunta y vagan
en la ignorancia. Otros conocen la pregunta pero se temen lo que
pueda significar la respuesta. ¡Bah! Durante miles de años hemos
vivido como salvajes. ¡Salvajes! Yo pondré fin a eso. Daré inicio a
la edad de la luz, y todos celebrarán mi hazaña.
-Pero, dígame, ¿ qué es exactamente lo que
busca?
-¿No conoces la pregunta? -replicó Tenga, frunciendo el
ceño-. Pensé que quizá la conocieras. Pero no, me equivocaba. Sin
embargo, veo que entiendes mi búsqueda. Tú buscas una respuesta
diferente, pero también buscas. En el corazón te arde el mismo
estigma que llevo yo en el mío. ¿Quién sino otro peregrino podría
darse cuenta de que debemos sacrificarnos para encontrar una
respuesta?
-¿La respuesta a qué?
-A la pregunta que elijamos.
«Está loco», pensó Eragon. Buscando algo que pudiera distraer
a Tenga, posó la mirada sobre una fila de pequeñas estatuillas de
animales de madera dispuestas en la repisa bajo una ventana en
forma de lágrima.
-Qué bonitas -dijo, señalando las estatuas-. ¿Quién las ha
tallado?
-Ella…, antes de irse. Siempre estaba haciendo
cosas.
Tenga se puso en pie y apoyó la punta de su dedo índice en la
primera de las estatuas.
-Ésta es la ardilla, con su cola ondulante, tan viva y ágil,
siempre burlándose de todo -dijo. Su dedo pasó a la siguiente
estatua de la fila. Este es el jabalí salvaje, con sus colmillos
mortales… Éste es el cuervo, con…
Tenga no se dio cuenta de que Eragon retrocedía, ni vio que
levantaba la aldaba de la puerta y salía de Edur Ithindra. Con el
paquete nombro, bajó a la carrera por entre los robles y se alejó
de las cinco mas y del hechicero demente que residía en
ellas.
El resto del día, y el siguiente, el número de gente que se
encontraba por el camino aumentó, hasta un punto en que daba la
impresión de que aparecían nuevos grupos de personas constantemente
tras cada repecho. La mayoría eran refugiados, aunque también se
veían soldados y mercaderes. Eragon evitó a los que pudo, y mantuvo
la cabeza gacha el resto del tiempo.
Aquello, no obstante, le obligó a pasar la noche en el
poblado de Eastcroft, treinta kilómetros al norte de Melian. Habría
querido abandonar la carretera mucho antes de llegar a Eastcroft y
buscar una hondonada a cubierto o una cueva donde descansar hasta
la mañana, pero dado que el paisaje no le era familiar, calculó mal
la distancia y llegó al pueblo justo al mismo tiempo que tres
hombres de armas. Si se hubiera marchado entonces, a menos de una
hora de la seguridad que ofrecían las murallas y las puertas de
Eastcroft y de la comodidad de una cama caliente, hasta el más
tonto se habría preguntado por qué intentaba evitar el pueblo. Así
que Eragon hizo de tripas corazón y ensayó mentalmente las
historias que se había inventado para explicar su
viaje.
El sol, adormecido, estaba sólo un par de dedos sobre el
horizonte cuando Eragon divisó por primera vez Eastcroft, un pueblo
de tamaño medio rodeado por una alta empalizada. Cuando por fin
llegó a la alta puerta y la atravesó ya estaba oscuro. Oyó a un
centinela que les preguntaba a los soldados si había alguien más
tras ellos por el camino.
-No, que yo sepa.
-Pues con eso me basta. Si queda algún rezagado, tendrá que
esperar a mañana para entrar -respondió el centinela. Y a otro
hombre situado en el lado contrario de la puerta, le gritó-:
¡Ciérrala!,
Juntos, empujaron las puertas acorazadas y las aseguraron con
cuatro vigas de roble atravesadas, cada una del grosor del pecho de
Eragon.
«Deben de esperarse un sitio -pensó Eragon, y luego se sonrió
ante su propia inocencia-. Bueno, ¿y quién no espera problemas hoy
en día?» Unos meses antes, le habría preocupado quedarse atrapado
en Eastcroft, pero ahora confiaba en que podría escalar las
fortificaciones con las manos y, ocultándose con la magia, escapar
sin dejar j rastro en plena noche. Decidió quedarse, no obstante,
puesto que estaba cansado; además, formular un hechizo podía atraer
la atención j de los magos que hubiera por allí, si es que había
alguno.
Apenas había dado unos pasos por la callejuela enfangada que
llevaba a la plaza del pueblo cuando un vigilante se le acercó,
enfocándolo con la luz de un farol.
-¡Alto ahí! Tú no has estado antes en Eastcroft,
¿verdad?
-Es mi primera visita -dijo Eragon.
El rechoncho vigilante ladeó la cabeza.
-¿Y tienes familia o amigos en el pueblo?
-No, nadie.
-¿Qué es lo que te trae entonces a
Eastcroft?
-Nada. Viajo hacia el sur en busca de la familia de mi
hermana, nara llevármelos de vuelta a DrasLeona -explicó. Su
historia no parecía provocar efecto alguno sobre el vigilante. «A
lo mejor no me cree -especuló Eragon-. O quizás ha oído tantas
historias como la mía que han dejado de
importarle.»
-Entonces querrás ir a la Casa del Caminante, junto al pozo
principal. Ve allí y encontrarás cama y comida. Y mientras estés en
Eastcroft, déjame que te avise: aquí no toleramos el asesinato, los
robos ni la obscenidad. Tenemos sólidos cepos y una buena horca, y
ambos han tenido numerosos inquilinos. ¿Me he explicado bien? -Sí,
señor.
-Pues ve, y que te acompañe la suerte. Pero ¡espera! ¿Cómo te
llamas, forastero?
-Bergan.
Dicho aquello, el vigilante dio media vuelta y volvió a su
ronda nocturna. Eragon esperó hasta que la luz del farol del
vigilante hubo desaparecido tras la silueta de las casas y luego se
dirigió al tablón de anuncios colgado a la izquierda de las
puertas.
Allí, claveteadas sobre media docena de órdenes de busca de
delincuentes varios, había dos hojas de pergamino de casi un metro
de largo. Una representaba a Eragon, la otra a Roran, y ambas los
calificaban de traidores a la Corona. Eragon examinó los carteles
con interés y se maravilló ante la recompensa ofrecida: un condado
por cada uno para quien los capturara. El dibujo de Roran tenía un
gran parecido, e incluso mostraba la barba que se había dejado
crecer desde su huida de Carvahall, pero el de Eragon lo
representaba tal como era antes de la Celebración del Juramento de
Sangre, cuando aún tenía un aspecto plenamente
humano.
Pensó en cómo habían cambiado las cosas.
Siguió adelante y recorrió el pueblo hasta encontrar la Casa
del Caminante. La sala principal tenía el techo bajo, de madera
manchada de alquitrán. Unas velas de sebo amarillentas arrojaban
una luz tenue irregular al tiempo que emitían un humo que se iba
distribuyendo capas por el espacio. El suelo estaba cubierto de
arena y gravilla, y mezcla crujía bajo las botas de Eragon. A su
izquierda había mesas y sillas, y una gran chimenea donde un chaval
hacía girar un cerdo ensartado en un asador. En el lado contrario
había una larga barra, una fortaleza con puentes levadizos que
protegían los toneles de cerveza de la horda de hombres sedientos
que los asediaban desde todas partes.
Por lo menos, unas sesenta personas atestaban la sala. En
condiciones normales el volumen de la conversación habría resultado
ya bastante duro para Eragon tras tanto tiempo al aire libre, pero
con su oído tan sensible le parecía estar en medio de una catarata.
Le costaba concentrarse en una única voz. En cuanto oía una palabra
o una frase, otra voz le distraía. En un rincón, un trío de
trovadores cantaba y tocaba una versión cómica del Dulce Aethrid
o'Dauth, que desde luego no contribuía a reducir el
clamor.
Con una mueca de dolor ante aquel estruendo, Eragon fue
abriéndose paso a través de la multitud hasta llegar a la barra.
Quería hablar con la camarera, pero estaba tan ocupada que pasaron
cinco minutos antes de que le mirara siquiera.
-¿Dígame? -preguntó, con la cara sudorosa y con mechones de
pelo cubriéndole los ojos.
-¿Tienen alguna habitación libre, o algún rincón donde pueda
pasar la noche?
-No sabría decirle. Tendría que hablar con la señora de la
casa. Estará ahí abajo -respondió la camarera, señalando a unas
oscuras escaleras.
Mientras esperaba, Eragon se recostó en la barra y estudió a
la variopinta congregación que había en la sala. Supuso que la
mitad, más o menos, serían habitantes de Eastcroft que habían
acudido a disfrutar de una noche de copas. Del resto, la mayoría
eran hombres y mujeres -en muchos casos familias enteras- que
estaban emigrando a lugares más seguros. Para él era fácil
identificarlos por sus camisas deshilachadas y sus pantalones
sucios, y por el modo en que se hundían en sus sillas y observaban
a cualquiera que se acercara.
No obstante, se cuidaban mucho de evitar mirar al último y
más reducido grupo de clientes de la Casa del Caminante: los
soldados de Galbatorix. Aquellos hombres, con sus casacas rojas,
eran los que más ruido hacían. Se reían, gritaban y golpeaban la
superficie de las mesas con sus puños de metal, al tiempo que
engullían cerveza y toqueteaban a cualquier doncella lo
suficientemente inconsciente como para pasar cerca de
ellos.
«¿Se comportan así porque saben que nadie se atreve a
enfrentarse a ellos y porque disfrutan haciendo gala de su poder?
¿O porque se vieron forzados a unirse al ejército de Galbatorix y
quieren ahogar su sensación de culpa y miedo con sus juergas?», se
preguntó Eragon. Los juglares cantaban:
Con sus cabellos al viento, la dulce Aethrid o'Dauth corrió
hacia Edel, su señor, y gritó: «¡ Libera a mi amado, o una bruja te
convertirá en una cabra lanuda!». Edel rio y dijo: «¡Ninguna bruja
me convertirá en una cabra lanuda!».
La multitud se movió y a través de la gente, Eragon pudo ver
una mesa pegada a la pared; y junto a ella había una mujer
solitaria sentada, con el rostro oculto por la capucha de su oscura
túnica de viaje. Cuatro hombres la rodearon: eran robustos
granjeros de piel áspera y con las mejillas encendidas por el
alcohol. Dos de ellos estaban apoyados contra la pared, a ambos
lados de la mujer, mientras que otro, sentado en una silla puesta
del revés, lucía una sonrisa, y el cuarto, de pie, apoyaba el pie
izquierdo en el borde de la mesa y el cuerpo sobre la rodilla. Los
hombres hablaban haciendo gestos, con movimientos descuidados.
Aunque Eragon no podía oír ni ver lo que decía la mujer, era
evidente que su respuesta había airado a los granjeros, porque
fruncían el ceño y sacaban pecho, hinchándose como gallos. Uno de
ellos la señaló, amenazante, con el dedo.
A Eragon le parecían trabajadores honestos que habían perdido
el control en la profundidad de sus jarras de cerveza, error que ya
había presenciado repetidamente durante los días de fiesta en
Carvahall. Garrow sentía muy poco respeto por los hombres que no
aguantaban la cerveza y que aun así insistían en ponerse en
evidencia. «Es indecoroso -solía decir-. Es más, si bebes para
olvidar, deberías hacerlo donde no molestes a nadie.» El hombre a
la izquierda de la mujer de pronto le metió un dedo bajo la
capucha, como para echársela atrás. La mujer levantó la mano
derecha y agarró al hombre por la muñeca a tal velocidad que Eragon
apenas pudo verlo, pero luego la soltó y recuperó su posición
inicial. Eragon dudaba de que nadie más en la sala, ni siquiera
nombre al que había agarrado, se hubiera dado cuenta del
movimiento. La capucha le cayó sobre los hombros y Eragon se quedó
rígido, anonadado. La mujer era humana, pero se parecía a Arya. Las
únicas diferencias entre ambas eran los ojos -que eran redondos y
horizontales, no rasgados como los de un gato- y sus orejas, que no
acababan en punta como las de los elfos. Poseía la misma belleza
que Arya, pero era una belleza menos exótica, más
familiar.
Sin dudarlo, Eragon sondeó a la mujer con la mente. Tenía que
saber quién era en realidad.
En cuanto entró en contacto con su conciencia, chocó
mentalmente con algo que acabó con su concentración y luego, en la
profundidad de su mente, oyó una voz ensordecedora que
exclamaba:
¡Eragon!
¿Arya?
Sus miradas se cruzaron un momento, justo antes de que la
gente volviera a apiñarse y le bloqueara la
visión.
Eragon atravesó la sala corriendo hasta la mesa, apartando
los cuerpos apretados entre sí para abrirse camino. Los granjeros
le miraron con recelo cuando emergió de entre la turba, y uno
dijo:
-Eres de lo más maleducado, presentándote así, a empujones,
sin que nadie te haya invitado. Esfúmate,
¿quieres?
Con el tono más diplomático que pudo, Eragon
respondió:
-Me parece, caballeros, que la señorita preferiría que la
dejaran sola. Y ustedes querrán complacer los deseos de una mujer
honesta, ¿verdad?
-¿Una mujer honesta? -se rio el que estaba más cerca-.
Ninguna mujer honesta viaja sola.
-Entonces deje de preocuparse, porque soy su hermano, y vamos
de camino a Dras-Leona, a vivir con nuestro tío.
Los cuatro hombres intercambiaron unas miradas incómodas.
Tres de ellos empezaron a apartarse de Arya, pero el más grande se
plantó a pocos centímetros de Eragon y, echándole el aliento a la
cara, dijo:
-No sé si te creo, amigo. Sólo estás intentando apartarnos
para poder quedarte a solas con ella.
«No va tan desencaminado», pensó Eragon.
-Le aseguro que es mi hermana -respondió, tan bajo que sólo
él pudiera oírlo-. Por favor, señor. No tengo ningún problema con
ustedes. ¿Nos dejarán solos?
-No, porque creo que eres un cagueta
mentiroso.
-Señor, sea razonable. No hay necesidad de ser desagradable.
La noche es joven, y la bebida y la música no faltan. No discutamos
por este pequeño malentendido. Es indigno de
nosotros.
Para alivio de Eragon, tras unos segundos el otro hombre se
relajó y emitió un gruñido socarrón.
-En fin, tampoco querría tener que pelearme con un niñato j
como tú -dijo. Se dio media vuelta y se dirigió pesadamente a la
barra con sus amigos.
Con la mirada fija en la multitud, Eragon se situó tras la
mesa y se sentó junto a Arya.
-¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó, sin mover apenas los
labios.
-Buscarte.
Sorprendido, la miró, y ella arqueó una ceja. El volvió a
mirar a la muchedumbre y, sonriendo de cara a la galería,
preguntó:
-¿Estás sola?
-Ya no… ¿Has alquilado una cama para pasar la
noche?
Él negó con la cabeza.
-Bien. Yo tengo habitación. Allí podremos
hablar.
Se levantaron a la vez, y él la siguió hasta las escaleras
situadas al fondo de la sala. Los desgastados tablones crujían bajo
sus pies mientras subían hasta el rellano del segundo piso. Una
única vela iluminaba el lúgubre pasillo con las paredes de madera.
Arya le llevó hasta la última puerta de la derecha, y de la
voluminosa manga de su túnica sacó una llave de hierro. Abrió la
puerta, entró, esperó a que Eragon cruzara el umbral tras ella y
luego cerró de nuevo con llave.
Un leve brillo anaranjado penetraba por la ventana emplomada
que Eragon tenía delante. El resplandor procedía de un farol
colgado al otro lado de la plaza mayor de Eastcroft. A la luz del
farol pudo distinguir la silueta de una lámpara de aceite sobre una
mesita baja a su derecha.
-Brisingr -susurró Eragon, y encendió la mecha con una chispa
que apareció en la punta de su dedo.
Incluso con la luz de la lámpara, la habitación seguía a
oscuras. Las paredes presentaban los mismos paneles de madera que
el rellano, y la madera de color castaño absorbía la mayor parte de
la luz que le llegaba, haciendo que la habitación pareciera más
pequeña y densa, como si algo la comprimiera. Aparte de la mesa, el
único mobiliario que había era una estrecha cama con sólo una manta
sobre el colchón. Encima había una bolsa con
provisiones.
Eragon y Arya se quedaron de pie, uno frente al otro. A
continuación, él se echó las manos a la cabeza y se quitó la tira
de tela que llevaba enrollada. Arya se desabrochó el prendedor que
le sujetaba la túnica a los hombros y la dejó sobre la cama.
Llevaba un vestido de color verde hoja, el mismo que lucía la
primera vez que se habían visto.
A Eragon le resultaba raro que ambos hubieran cambiado de
aspecto, y que fuera él quien tuviera aspecto de elfo, y Arya de
ser humano. El cambio no modificaba en absoluto la impresión que
ella le producía, pero le hacía estar más cómodo en su presencia,
ya que la hacía más próxima.
Fue Arya quien rompió el silencio:
-Saphira dijo que te habías retrasado para matar al último
Ra'zac y explorar el resto de Helgrind. ¿Es eso
cierto?
-En parte sí.
-¿Y cuál es toda la verdad?
Eragon sabía que Arya no se conformaría con
poco.
-Prométeme que no le dirás a nadie lo que te voy a contar, a
menos que te dé permiso.
-Lo prometo -dijo ella en el idioma antiguo.
Entonces él le contó cómo había encontrado a Sloan, por qué
había decidido no llevárselo con los vardenos, la maldición que le
había lanzado al carnicero y la posibilidad que le había dado de
redimirse -por lo menos parcialmente- y recuperar la
vista.
-Pase lo que pase -dijo por fin-, Roran y Katrina «jamás»
deben saber que Sloan sigue vivo. Si lo hacen, sus problemas nunca
acabarán.
Arya se sentó al borde de la cama y se quedó mirando un buen
rato a la lámpara y su llama juguetona.
-Tendrías que haberlo matado -dijo entonces.
-Quizá, pero no pude.
-El mero hecho de que tu cometido te resulte desagradable no
es razón para evitarlo. Fuiste un cobarde.
Aquella acusación molestó a Eragon.
-¿ Lo fui? Cualquiera que tuviera un cuchillo podría haber
matado a Sloan. Lo que yo hice fue mucho más duro.
-Físicamente, pero no moralmente.
-No lo maté porque consideré que habría estado mal -explicó
Eragon, arrugando el rostro mientras se esforzaba en buscar las
palabras-. No tenía miedo… Eso no. No después de haber librado
batallas… Era otra cosa. Mataré en la guerra, pero no seré yo quien
decida quién debe vivir y quién debe morir. No tengo la experiencia
ni la sabiduría necesarias… Cada hombre tiene sus límites, Arya, y
yo encontré el mío cuando vi a Sloan. Aunque tuviera prisionero a
Galbatorix, no lo mataría. Lo llevaría ante Nasuada y el rey Orrin,
y si ellos lo condenaban a muerte, estaría encantado de ser yo
quien le rebanara la cabeza, pero no antes. Llámalo debilidad si
quieres, pero es así como soy, y no voy a pedir disculpas por
ello.
-Entonces, ¿serás una herramienta en manos de
otros?
-Serviré al pueblo lo mejor que pueda. Nunca he aspirado a
dirigir nada. Alagaësia no necesita otro rey
tirano.
Arya se frotó las sienes.
-¿Por qué tiene que ser todo tan complicado para ti, Eragon?
Allá donde vas, consigues meterte en dificultades. Es como si te
dedicaras a buscar zarzas para caminar entre
ellas.
-Tu madre dijo prácticamente lo mismo.
-No me sorprende… Muy bien, dejémoslo. Ninguno de los dos va
a cambiar de opinión, y tenemos cosas más urgentes que hacer que
discutir sobre justicia y moralidad. En el futuro, no obstante,
harías bien en recordar quién eres y lo que significas para las
razas de Alagaësia.
-Nunca lo he olvidado -protestó Eragon. Hizo una pausa, a la
espera de su respuesta, pero Arya no replicó, así que se sentó
sobre el borde de la mesa y prosiguió-: No tenías que haber venido
a buscarme. Ya sabías que estaba bien.
-Por supuesto.
-¿Cómo me has encontrado?
-Pensé en las rutas que podías tomar desde Helgrind. Por
suerte, opté por una que me llevó más de sesenta kilómetros al
oeste de aquí, lo suficientemente cerca como para localizarte
escuchando los murmullos de la Tierra.
-No entiendo.
-Un Jinete no pasa desapercibido por este mundo, Eragon.
Quien tenga orejas para oír y ojos para ver puede interpretar las
señales sin dificultad. Los pájaros hablan de tu llegada con sus
cantos, las bestias de la Tierra sienten tu olor, y hasta los
árboles y la hierba recuerdan tu contacto. El vínculo entre Jinete
y dragón es tan potente que quien es sensible a las fuerzas de la
naturaleza puede sentirlo.
-Tendrás que enseñarme ese truco en alguna ocasión. No es
ningún truco; sólo el arte de prestar atención a lo que te
rodea.
-Pero ¿por qué viniste a Eastcroft? Habría sido más seguro
encontrarse fuera del pueblo. Me obligaron las circunstancias, como
supongo que te ocurrió a ti. Tú no viniste voluntariamente,
¿no?
-No… -dijo él, encogiéndose de hombros. Estaba cansado de
viajar todo el día. Luchando contra el sueño, señaló con la mano el
vestido de Arya-: ¿Por fin has dejado de usar pantalones y
camisa?
-Sólo mientras dure este viaje -precisó ella, tras esbozar
una sonrisa-. He vivido entre los vardenos más años de los que
puedo recordar, pero aún me acordaba de que los humanos insisten en
separar a sus mujeres de sus hombres. Nunca podría adaptarme a
vuestras costumbres, aunque no me haya comportado del todo como una
elfa. ¿Quién iba a decirme que sí o que no? ¿Mi madre? Ella estaba
en el j otro extremo de Alagaësia. -Arya se detuvo, como si hubiera
hablado de más. Luego prosiguió-: En cualquier caso, tuve un
desafortunado encuentro con un par de boyeros poco después de dejar
a los vardenos, y justo después robé este vestido.
-Te queda bien.
-Una de las ventajas de la magia es que nunca tienes que
recurrir a un sastre.
Eragon se rio por un momento. Luego
preguntó:
-¿Y ahora qué?
-Ahora descansaremos. Mañana, antes de que salga el sol, nos
escabulliremos de Eastcroft sin que nadie se
entere.
Aquella noche, Eragon se tumbó frente a la puerta, mientras
que! Arya ocupó la cama. No por cortesía -aunque Eragon habría
insistido en dejar la cama a Arya en cualquier caso-, sino por
precaución. Si alguien entraba en la habitación, le habría parecido
raro encontrar a una mujer por el suelo.
Las horas iban pasando, huecas, y Eragon mantenía la mirada
fija en las vigas que tenía sobre la cabeza, siguiendo con los ojos
las grietas en la madera, incapaz de calmar sus acelerados
pensamientos. Intentó relajarse por todos los medios que conocía,
pero la mente se le iba una y otra vez a Arya, a la sorpresa que le
había supuesto encontrarla, a sus comentarios sobre lo que había
hecho con Sloan y, por encima de todo, a lo que sentía por ella. No
estaba seguro de lo que era. Deseaba estar con ella, pero lo había
rechazado cuando había intentado acercarse, y aquello había
empañado su afecto con dolor y rabia, y también con cierta
frustración, porque aunque Eragon se negaba a aceptar que no tenía
posibilidades, no se le ocurría cómo debía proceder.
•
Sintió un dolor en el corazón mientras escuchaba el suave ir
y venir de la respiración de Arya. Le atormentaba estar tan próximo
a ella y no poder acercársele. Retorció el borde de la casaca entre
los dedos: ojalá pudiera hacer algo más que resignarse a un destino
no deseado.
Batalló con aquellas emociones rebeldes hasta bien entrada la
noche, cuando por fin sucumbió al agotamiento y se dejó llevar por
el acogedor abrazo de sus sueños en vigilia y se sumió por unas
horas un descanso irregular hasta que las estrellas empezaron a
perder brillo y llegó la hora de que Arya y él abandonaran
Eastcroft.
Abrieron la ventana y saltaron desde el alféizar al suelo,
cuatro metros por debajo, aunque aquello no era gran cosa para las
habilidades de un elfo. Durante la caída, Arya se agarró la falda
del vestido para evitar que se le hinchara con el aire. Cayeron a
pocos centímetros el uno del otro y echaron a correr entre las
casas, hacia la muralla.
-La gente se preguntará adonde hemos ido -dijo Eragon, entre
zancada y zancada-. Quizá tendríamos que haber esperado e irnos
como viajeros normales.
-Es más arriesgado quedarse. Ya he pagado la habitación. Eso
es lo único que le preocupa al posadero, no si desaparecemos a
primera hora. -Los dos se separaron por un segundo, rodeando un
carro desvencijado, y luego Arya añadió-: Lo más importante es no
dejar de moverse. Si nos entretenemos, seguro que el rey nos
encuentra.
Cuando llegaron a la muralla exterior, Arya exploró la
empalizada hasta que encontró un poste que sobresalía ligeramente.
Lo rodeó con las manos y se colgó de la madera para ver si
soportaba su peso. El poste cedió ligeramente y chocó con sus
vecinos, pero aguantó.
-Tú primero -dijo Arya.
-Por favor, después de ti.
Con un suspiro de impaciencia, se dio una palmadita en el
corpiño.
-Un vestido ondea algo más que un par de mallas,
Eragon.
De pronto, lo entendió, y sintió el rubor en las mejillas.
Echó las manos arriba, se agarró bien y empezó a trepar por la
empalizada, sujetándose con las rodillas y los pies durante el
ascenso. En lo más alto, se detuvo, haciendo equilibrios sobre la
punta afilada de los postes.
-Sigue -susurró Arya.
-No. Te espero.
-No seas tan…
-¡Un guarda! -dijo Eragon, y señaló hacia un farol que
flotaba en la oscuridad, entre un par de casas.
A medida que se acercaba la luz, el perfil dorado de un
hombre emergió entre la oscuridad. Llevaba una espada desenvainada
en una mano.
Silenciosa como un espectro, Arya se agarró del poste y,
recurriendo únicamente a la fuerza de sus manos, trepó hasta donde
estaba Eragon. Parecía deslizarse hacia arriba de un modo mágico.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Eragon la cogió del
antebrazo y la izó sobre la punta de los postes, dejándola a su
lado. Estaban posados en lo alto de la empalizada, como dos
extrañas aves, inmóviles y manteniendo la respiración mientras el
guardia pasaba por debajo de ellos. Agitaba el farol en todas
direcciones en busca de intrusos.
«No mires al suelo -suplicó Eragon, para sus adentros-. Y no
mires arriba.»
Un momento más tarde, el vigilante volvió a enfundar la
espada y siguió su ronda, tatareando.
Sin una palabra, Eragon y Arya se dejaron caer al otro lado
de la empalizada. La armadura que llevaba empaquetada resonó cuando
él cayó contra el terraplén cubierto de hierba y se echó a rodar
para reducir la fuerza del impacto. Se puso en pie de un salto, se
agachó y se alejó de Eastcroft adentrándose en aquel paisaje gris,
con Arya tras él. Siguieron las hondonadas y los cauces secos de
los ríos, y evitaron las granjas que rodeaban el pueblo. Unas
cuantas veces, algún perro furioso salía a su encuentro para
protestar ante la invasión de sus territorios. Eragon intentaba
calmarlos con la mente, pero el único modo en que consiguió evitar
que los perros ladraran fue asegurándoles que sus terribles dientes
y garras habían conseguido amedrentarles a él y a Arya. Satisfechos
con su éxito, los perros volvían agitando el rabo hacia los
graneros, establos y pórticos en los que montaban guardia. A Eragon
le hizo gracia su petulante suficiencia.
A menos de diez kilómetros de Eastcroft, cuando resultó
evidente que estaban completamente solos y que nadie los seguía,
Eragon y Arya hicieron un alto junto a un tocón calcinado. De
rodillas, Arya cavó un pequeño hoyo en el suelo y
dijo:
-Aduma risa.
Con un leve goteo, empezó a manar agua de la tierra de
alrededor, y fue llenando el hoyo que había cavado. Arya esperó
hasta que estuvo lleno y entonces dijo:
-Letta.
El flujo cesó. Recitó un hechizo para visualizaciones y el
rostro de Nasuada apareció en la superficie del agua quieta. Arya
la saludó.
-Mi señora -dijo Eragon, e hizo una
reverencia.
-Eragon -respondió ella. Parecía cansada, tenía las mejillas
hundidas, como si hubiera sufrido una larga enfermedad. Un mechón
se le había soltado del moño y le caía enredándose en un denso
tirabuzón. Eragon observó una serie de voluminosas vendas en el
brazo cuando ella intentó colocarse el mechón de pelo rebelde en su
sitio-. Estás a salvo, gracias a Gokukara. ¡Estábamos tan
preocupados!
-Siento haberos preocupado, pero tenía mis
motivos.
-Tienes que explicármelos cuando regreses.
-Como deseéis -accedió él-. ¿Cómo os habéis hecho esas
heridas? ¿Os ha atacado alguien? ¿Por qué no habéis hecho que os
cure alguno de los Du Vrangr Gata?
-Les ordené que no lo hicieran. Y eso te lo explicaré cuando
llegues. -Aunque sorprendido, Eragon asintió y se tragó sus
preguntas-. Estoy impresionada; lo has encontrado -le dijo Nasuada
a Arya-. No estaba segura de que pudieras
lograrlo.
-La suerte me sonrió.
-Quizá, pero me inclino a pensar que tus habilidades habrán
sido tan importantes como la generosidad de la suerte. ¿Cuánto
tiempo tardaréis en volver con nosotros?
-Dos o tres días, a menos que encontremos
imprevistos.
-Bien. Os espero para entonces. A partir de ahora, quiero que
contactéis conmigo por lo menos una vez antes de cada mediodía y
otra antes de cada anochecer. Si no tengo noticias vuestras,
supondré que os han capturado y enviaré a Saphira con una patrulla
de rescate.
-A lo mejor no siempre disponemos de la intimidad necesaria
para utilizar la magia.
-Encontrad un modo de hacerlo. Necesito saber dónde estáis y
si estáis bien.
Arya lo consideró por un momento y luego
dijo:
-Si puedo, haré lo que pedís, pero no si ello pone a Eragon
en peligro.
-De acuerdo.
Aprovechando la pausa que se produjo en la conversación,
Eragon intervino:
-Nasuada, ¿está cerca Saphira? Querría hablar con ella… No
hemos hablado desde Helgrind.
-Se fue hace una hora a reconocer el perímetro. ¿Puedes
mantener el hechizo mientras voy a ver si ya ha
vuelto?
-Id -dijo Arya.
Con un paso, Nasuada salió de su campo de visión, dejando en
su lugar una imagen estática de la mesa y las sillas del interior
de su pabellón rojo. Durante un buen rato, Eragon se quedó
contemplando el contenido de la tienda, pero no podía soportar los
nervios y apartó la mirada de la balsa de agua para posarla en la
nuca de Arya, que tenía la espesa melena negra apartada hacia un
lado, dejando a la vista una franja de suave piel justo por encima
del cuello del vestido. Aquello lo dejó absorto durante casi un
minuto, pero luego sacudió la cabeza y se apoyó en el tocón
calcinado.
Se oyó un ruido de madera rota, y luego un mar de relucientes
escamas azules cubrió la superficie del agua: Saphira se había
abierto paso en el pabellón. A Eragon le resultaba difícil
determinar qué parte de Saphira estaba viendo, ya que veía muy
poco. Las escamas fueron pasando por la superficie del agua y
distinguió la parte inferior de un muslo primero, un pincho de la
cola después, la membrana de un ala plegada, y luego la brillante
punta de un diente al girarse la dragona, intentando encontrar una
posición desde la que pudiera ver cómodamente el espejo que usaba
Nasuada para sus comunicaciones arcanas. Por los ruidos que se oían
por detrás de Saphira, Eragon dedujo que estaba aplastando la mayor
parte de los muebles. Por fin se situó, acercó la cabeza al espejo
-de modo que un único ojo de color zafiro llenó toda la superficie
de la balsa- y miró a Eragon.
Se quedaron mirándose durante un minuto en el que ninguno de
los dos se movió. Eragon se sorprendió del alivio que sintió al
verla. No se había sentido seguro del todo desde su
separación.
-Te he echado de menos -susurró él.
Ella parpadeó.
-Nasuada, ¿aún estáis ahí?
Una respuesta ahogada le llegó desde algún punto a la derecha
de Saphira:
-Sí, más o menos.
-¿Seríais tan amable de comunicarme lo que diga
Saphira?
-Estaría encantada, pero en este momento estoy atrapada entre
un ala y un poste y por lo que parece no tengo modo de acercarme.
Puede que te cueste oírme. Si estás dispuesto a hacer el esfuerzo,
lo intentaré.
-Por favor.
Nasuada se mantuvo en silencio un tiempo que Eragon midió por
latidos, y luego, en un tono tan parecido al de Saphira que a
Eragon casi le dio la risa, dijo:
-¿Estás bien?
-Estoy sano como un toro. ¿Y tú?
-Compararme con un bovino sería a la vez ridículo e
insultante, pero estoy más en forma que nunca, si es eso lo que
preguntas. Estoy contenta de que Arya esté contigo. Me gusta que
tengas a alguien con sentido común al lado para cubrirte las
espaldas.
-Estoy de acuerdo. Siempre se agradece contar con ayuda
cuando estás en peligro.
Aunque estaba contento de poder hablar con Saphira, aunque
fuera con intermediarios, las palabras le parecían un pobre
sustituto del libre intercambio de pensamientos y emociones del que
disfrutaban cuando estaban cerca el uno del otro. Además, con Arya
y Nasuada metidas en su conversación, Eragon no se atrevía a hablar
de temas más personales, o preguntarle por ejemplo si ya le había
perdonado por obligarle a dejarlo en Helgrind. Saphira debía de
pensar igual, porque tampoco ella abordó el tema. Charlaron sobre
otras cosas insustanciales y luego se despidieron. Antes de
apartarse de la balsa de agua, Eragon se llevó los dedos a la boca
y, en silencio, articuló: «Lo siento».
Un mínimo espacio se abrió entre las pequeñas escamas que
rodeaban el ojo de Saphira al relajarse la piel en las que se
apoyaban. Parpadeó lenta y prolongadamente y él supo que entendía
su mensaje y que no le guardaba ningún rencor.
Luego Eragon y Arya se despidieron de Nasuada. Arya puso fin
a su hechizo. Se puso en pie y, con el dorso de la mano, se sacudió
el polvo del vestido.
Mientras tanto, Eragon no podía parar de moverse, impaciente
como nunca: en aquel momento no deseaba nada más que salir
corriendo hacia Saphira y acurrucarse en su regazo frente a una
hoguera.
-Vamonos -dijo. Pero ella ya se había puesto en
marcha.