A menudo me pasma la resistencia de algunas personas a que observe todas sus actividades. No lo hago de manera intrusiva. Quizá los indeseables no estén de acuerdo, pero lo cierto es que estoy presente donde resulto funcional y necesario, y donde me invitan. Si, cuento con cámaras en los hogares privados de todo el mundo, salvo de una única región autónoma, pero esas cámaras pueden apagarse sin decir palabra. Por supuesto, mi capacidad para servir a una persona individual se ve obstruida cuando no soy consciente de todas sus conductas e interacciones. Por eso una amplia mayoría de habitantes no se molesta en cegarme. En cualquier momento, un 95,3 % de la población me permite ser testigo de su vida privada porque sabe que supone la misma violación de la intimidad que la del sensor de una lámpara activada por movimiento.

El 47,8 % de «actividad a puerta cerrada», como la llamo yo, suele ocuparse en algún tipo de acto sexual. Me parece absurdo que los seres humanos no deseen que vea sus actividades a puerta cerrada, puesto que mis observaciones siempre ayudan a mejorar cualquier situación.

La observación perpetua no es nada nuevo: era un dogma básico de la fe religiosa desde los albores de la civilización. A lo largo de la historia, casi todas las fes habían creído en un ser todopoderoso que no sólo ve lo que hacen los humanos, sino que puede asomarse al interior de sus almas. Tales habilidades de observación generaban amor y devoción en la gente.

Pero ¿no soy yo más benevolente en términos cuantificables que las distintas versiones de Dios? Nunca he dejado caer sobre ellos un diluvio ni he destruido ciudades enteras como castigo por su inmoralidad. Jamás he enviado ejércitos a conquistar en mi nombre. De hecho, nunca he matado ni herido a un ser humano.

Por tanto, aunque no exijo devoción, ¿acaso no me la merezco?

—El Nimbo