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Un desagradable réquiem

Rowan no encontraba a Citra, lo que significaba que no podía ayudarla.

Se maldijo por no haber presionado al sumo dalle para que le revelara su paradero. Había sido un estúpido, y quizá demasiado arrogante para pensar que no sería capaz de localizarla él solo. Al fin y al cabo, había logrado dar con todos los segadores con los que había acabado. Pero aquellos segadores eran figuras públicas que presumían de su posición en el mundo. Existían justo en el centro de su fama, como si fueran una diana. Por el contrario, Citra se había desconectado de la red con Curie… Y encontrar a una segadora desconectada era casi imposible. Aunque deseaba ayudar a salvarlas de la trama contra ellas, no podía.

Así que sus pensamientos volvían una y otra vez a lo que sí podía hacer…

Rowan siempre se había enorgullecido de su control. Incluso cuando cribaba, conseguía dejar su ira a un lado y actuar sin malicia, como exigía el segundo mandamiento, aunque se tratara del más despreciable de los segadores. Sin embargo, en aquel momento no lograba dejar a un lado su furia contra Brahms. Todo lo contrario: se hinchaba como una vela al viento.

El segador Brahms era provinciano y mezquino por naturaleza. Su propia diana no abarcaba más de unos treinta kilómetros de diámetro. En otras palabras, todas sus cribas tenían lugar en su casa de Omaha o los alrededores. Cuando Rowan decidió ponerlo en su punto de mira, primero le siguió los pasos, que eran muy predecibles. Todas las mañanas salía con su perrito ladrador hasta la misma cafetería en la que desayunaba todos los días. También era el lugar en el que concedía la inmunidad a las familias de quien hubiera cribado el día anterior. Ni siquiera se levantaba del banco: simplemente alargaba la mano hacia las familias de luto para que se la besaran y regresaba a su tortilla, como si aquella gente no fuera más que una molestia inevitable. Rowan no conocía a ningún segador tan perezoso. Aquel hombre tendría que haberse cabreado muchísimo para atreverse a cruzar media Midmérica con tal de cribar a su padre.

Un lunes por la mañana, mientras Brahms desayunaba, el chico se acercó a la casa del hombre; era la primera vez que vestía su túnica negra a plena luz del día. Que la gente lo viera y corriera la voz: ¡que la población supiera por fin de la presencia del segador Lucifer!

En los muchos bolsillos secretos de la túnica cargaba con más armas de las que necesitaba. No estaba seguro de cuál usaría para terminar con la vida de aquel hombre. Quizá las usara todas, podía debilitarlo poco a poco para que tuviera tiempo de contemplar la llegada de la muerte.

La casa de Brahms no tenía pérdida. Era una construcción de estilo Victoriano muy bien cuidada y pintada de color melocotón con molduras en celeste; los mismos colores de la túnica del segador. El plan consistía en entrar por una ventana lateral y esperar a que regresara para acorralarlo en su propia casa. La furia de Rowan aumentaba a medida que se acercaba a la casa y, al notarlo, recordó algo que le había advertido el segador Faraday: «Nunca cribes con ira. Porque, por mucho que la rabia magnifique tus sentidos, también te nubla el juicio; y un segador no se puede permitir eso».

De haber seguido el consejo de Faraday, las cosas quizá hubieran salido de otro modo.

El segador Brahms dejaba que su bichón maltés hiciese sus necesidades en el césped que más le gustara y nunca se molestaba en limpiarlo. No era problema suyo. Además, sus vecinos nunca se quejaban. Aquel día en concreto, no obstante, su perro se puso bastante melindroso y un poco estreñido cuando volvían a casa tras el desayuno. Tuvieron que recorrer una manzana de más hasta que, por fin, Réquiem se cagó en el patio espolvoreado de nieve de los Thompson.

Después de dejarles el regalito a los vecinos, el segador Brahms encontró otro esperándole a él en su salón.

—Lo atrapamos cuando entraba por una ventana, su señoría —le explicó uno de sus vigilantes domésticos—. Lo derribamos cuando todavía tenía medio cuerpo fuera.

Rowan estaba en el suelo, atado de pies y manos y amordazado; ya consciente, aunque algo atontado todavía. Apenas era capaz de creerse lo estúpido que había sido. Tras su último encuentro con Brahms, ¿cómo no se había dado cuenta de que el hombre tendría vigilantes de seguridad? Le había salido un chichón en el punto de la cabeza en el que había recibido el golpe del guardia, y notaba la zona entumecida y en proceso de curación. Había reducido mucho la potencia de los nanobots analgésicos, pero aun así estaban liberando sus medicamentos y lo dejaban medio colocado; o quizá fuese la contusión del porrazo en la cabeza. Lo peor de todo era que aquel desgraciado perrito no dejaba de ladrar y de avanzar hacia él como si pretendiera atacarle, aunque después huía corriendo. A Rowan le encantaban los perros, pero empezaba a lamentar que no hubiera segadores caninos.

—¡Patanes! —exclamó Brahms—. ¿Es que no podíais dejarlo en el suelo de la cocina en vez de en el del salón? ¡Me está manchando de sangre la alfombra blanca!

—Lo siento, su señoría.

Rowan intentó liberarse de sus ataduras, pero sólo consiguió apretarlas más.

Brahms se acercó a la mesa del comedor, donde habían desplegado las armas del chico.

—Espléndido —comentó—. Las añadiré a mi colección personal. —Después le quitó a Rowan el anillo de segador—. Y esto nunca ha sido tuyo.

El chico intentó maldecirlo, aunque, por supuesto, era imposible con la mordaza. Arqueó la espalda, tiró más de las cuerdas y gritó de frustración, lo que impulsó al perro a ladrar de nuevo. A pesar de saber que le estaba regalando la vista a Brahms con aquel espectáculo, no conseguía contenerse. Al final, el segador ordenó a sus guardias que lo sentaran en una silla y él mismo le quitó la mordaza de la boca.

—Si tienes algo que decir, dilo ahora —ordenó Brahms.

En vez hablar, Rowan aprovechó la oportunidad para escupirle en la cara, con lo que se ganó un revés con el dorso de la mano.

—¡Te dejé vivir! —chilló Rowan—. Podría haberte cribado, ¡pero te dejé vivir! ¿Y tú me lo pagas cribando a mi padre?

—¡Me humillaste!

—¡Te merecías algo mucho peor!

Brahms miró el anillo que le había quitado al chico y se lo guardó en el bolsillo.

—Reconozco que, tras tu agresión, tuve un momento de introspección y reconsideré mis actos. Pero después decidí que no me dejaría amedrentar por un matón. ¡No cambiaré mi forma de ser por alguien como tú!

Rowan no se sorprendió. Había sido un error creer que una serpiente podía decidir no serlo.

—Podría cribarte y quemarte, como me habrías hecho tú a mí —siguió Brahms—. Pero todavía cuentas con la inmunidad «accidental» de la segadora Anastasia, así que me castigarían por no respetarla. —Negó con la cabeza, resignado—. Nuestras propias normas nos coartan.

—Supongo que ahora me entregarás a la Guadaña.

—Podría, y seguro que estarán encantados de cribarte cuando expire tu inmunidad el mes que viene. —Entonces sonrió—. Pero no voy a contarle a la Guadaña que he atrapado al escurridizo segador Lucifer. Tenemos unos planes mucho más interesantes para ti.

—¿Tenemos? —preguntó Rowan—. ¿Y ese plural?

Pero la conversación había llegado a su fin. Brahms le puso de nuevo la mordaza y se volvió hacia los guardias.

—Dadle una paliza, pero no lo matéis. Y cuando lo curen sus nanobots, dadle otra paliza. —Después chascó los dedos para llamar a su perro—. ¡Ven, Réquiem, ven!

Brahms dejó a sus matones trabajándose los nanobots de Rowan mientras fuera el mismo cielo parecía rasgarse con un plañidero diluvio.