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Tyger y la segadora esmeralda
—Tendrás que hacerlo mejor, juerguista.
La segadora de túnica verde chillón, la de los ojos de loca y los modales apacibles, le dio una patada en las piernas que lo tiró al suelo, y Tyger Salazar besó la dura colchoneta. ¿Por qué llamaban colchoneta a aquella cosa tan fina si era como caerse directamente al suelo de teca de la terraza del ático donde practicaban? Aunque no le importaba. Incluso con los nanobots analgésicos al mínimo, ya disfrutaba del subidón de endorfinas que acompañaba al dolor de entrenar. Era incluso mejor que despachurrarse. Vale, saltar de edificios altos se hacía adictivo al cabo de un tiempo, pero también el combate cuerpo a cuerpo… Y, a diferencia de despachurrarse, la lucha era distinta en cada ocasión. La única variación que encontraba en las caídas era cuando chocaba con algo por el camino.
No tardó en levantarse y seguir la pelea, y consiguió acertar lo suficiente para frustrar a la segadora Rand. La desequilibró, la tiró al suelo y se rio, lo que sólo sirvió para irritarla más. Era lo que él pretendía. El punto débil de Rand era el mal genio. A pesar de ser mucho mejor que él en el brutal arte marcial del bokator viuda negra, su genio la volvía descuidada y fácil de burlar. Por un momento pensó que correría a por él e iniciaría una bronca. Cuando se enfadaba era capaz de tirar de los pelos, arañar ojos y arrancar cualquier zona de piel al aire con unas uñas que rayaban la piedra.
Pero no. Ese día consiguió domar su vena salvaje.
—Basta —dijo mientras retrocedía para salir del círculo—. A la ducha.
—¿Vienes conmigo? —la provocó Tyger.
—Uno de estos días te voy a tomar la palabra y no vas a saber qué hacer conmigo.
—Se te olvida que era un fiestero profesional. Sé un par de cosas.
Después se sacó la camiseta empapada de sudor y dejó que su musculoso torso sirviera de última palabra visual antes de alejarse contoneándose.
Mientras se daba su ducha privada, el chico se maravilló de su envidiable situación. Había encontrado algo muy chulo. Al llegar creía que se trataría de un trabajo normal, pero allí no había fiestas ni otros invitados, aparte de él. Llevaba en el piso más de un mes y el «trabajo» no tenía pinta de ir a concluir pronto, aunque suponía que, si de verdad se trataba de un noviciado, tendría que acabar en algún momento. Mientras tanto, disfrutaba de un lujoso ático y de toda la comida que deseara. El único requisito era ejercicio y entrenamiento. «Tienes que pulir tu cuerpo para los días que nos esperan, juerguista». Nunca lo llamaba por su nombre. Siempre era «juerguista» cuando estaba de buen humor o «gusano» y «cacho carne» cuando no.
Aunque nunca le había confesado su edad, él le calculaba unos veinticinco… y unos veinticinco reales. Cuando una persona mayor reiniciaba el contador y volvía a la veintena, era fácil de identificar. Su juventud tenía algo de rancio. La segadora esmeralda, por el contrario, vivía la vida por primera vez.
Lo cierto era que ni siquiera estaba del todo convencido de que la mujer fuera una segadora. Sí que tenía un anillo, y parecía real, pero nunca la veía salir a cribar… y estaba lo bastante informado sobre los segadores como para saber que debían cubrir una cuota. Es más, nunca se reunía con otros segadores. ¿No había una especie de reunión a la que estaban obligados a asistir varias veces al año? Cónclave, así se llamaba. Bueno, quizás aquel aislamiento era cosa de Texas. Las reglas y las costumbres eran distintas de las del resto de las Méricas. No la llamaban la región de la estrella solitaria por nada.
En cualquier caso, no pensaba mirarle el diente a aquel caballo regalado. En una familia en la que siempre había sido una coletilla, como mucho, no le importaba en absoluto ser el centro de atención de alguien.
Y ahora era fuerte. Ágil. Un espécimen al que admirar y envidiar. Así que, aunque fuera para nada y la segadora esmeralda lo dejara marchar sin tan siquiera darle las gracias, podría regresar al circuito de las fiestas sin problemas… y con un cuerpo como el que tenía ahora estaría muy demandado. Su trabajado físico lo convertiría en un bombón de lujo, seguro.
Y si no le daba la patada, ¿qué? ¿Le entregarían un anillo y lo enviarían a cribar? ¿Sería capaz de eso? Vale, había gastado más de una broma pseudoletal, como todos. Todavía sonreía al recordar la mejor: habían vaciado para mantenimiento la piscina de trampolín del instituto y a él se le había ocurrido la brillante idea de llenarla de agua holográfica. El mejor saltador del colegio subió a la plataforma de diez metros y procedió a realizar un salto perfecto que acabó en un despachurramiento involuntario. El gemido que dejó escapar antes de quedarse morturiento fue total. Casi merecieron la pena los tres días de expulsión y los seis fines de semana de servicio público que le impuso el Nimbo. Incluso el saltador, cuando salió del centro de reanimación unos días después, reconoció que había sido una broma bastante buena.
Pero morturiento y muerto eran dos cosas muy distintas. ¿Tenía lo que hacía falta para acabar con una vida para siempre y repetirlo todos los días? Bueno, quizá pudiera ser como aquel segador con el que estudió Rowan. Goddard, el que sabía organizar unas fiestas tremendas. Si formaba parte de la descripción del trabajo, Tyger sería capaz de soportar el resto, suponía.
Por supuesto, no estaba convencido de que aquello fuera un noviciado para entrar en la Guadaña. Al fin y al cabo, Rowan había fracasado en su intento. A Tyger le costaba creer que él pudiera tener éxito donde su amigo no lo había tenido. Además, a Rowan la experiencia lo había transformado. Se había vuelto todo oscuro y serio por culpa de los retos mentales que se había visto obligado a encarar. Para Tyger no existían tales retos mentales. Su cerebro estaba fuera de la ecuación, y a él le parecía bien. Nunca había sido su mejor órgano.
Quizá lo entrenara para convertirse en guardaespaldas de un segador, aunque no se imaginaba qué segador iba a necesitar guardaespaldas. Nadie era lo bastante estúpido como para atacarlos, teniendo en cuenta que el castigo era la criba de toda la familia. Si resultaba ser el caso, no sabía bien si aceptaría el trabajo. ¿Todo el rigor sin nada de poder? Para acceder a eso, las ventajas tendrían que ser de primera.
—Creo que ya estás casi listo —le dijo la segadora esmeralda mientras cenaban aquella noche. Su bot acababa de servirles una magra porción de filete a cada uno; filete de verdad, nada de porquería sintética. Al fin y al cabo, la proteína natural era lo mejor para crear músculo.
—¿Listo para mi anillo, te refieres? —preguntó—. ¿O tienes otra cosa en mente?
Ella le dedicó una sonrisa enigmática que a él le resultaba más atractiva de lo que deseaba reconocer. No le había resultado atractiva al llegar, pero había algo en la naturaleza cruel e íntima de los combates de bokator que había cambiado su relación.
—Si es para un anillo de segador, ¿no hay unas pruebas que debería superar en el cónclave? —añadió.
—Créeme, juerguista, tendrás ese anillo en el dedo sin necesidad de asistir a un cónclave. Te doy mi garantía personal.
¡Así que iba a ser segador! Tyger se comió el resto de la cena con ganas. Conocer por fin su destino le resultaba estimulante y escalofriante a partes iguales.