17
SaDos
Mientras que a Citra le costaba habitar la piel de la segadora Anastasia, a Greyson Tolliver no le costaba en absoluto convertirse en Slayd, que era el apodo de indeseable que había adoptado. Sus padres le dijeron una vez que le habían puesto Greyson siguiendo un impulso, porque había nacido un día gris. No tenía más sentido que la actitud superficial de sus padres hacia todo y todos en su larga e inútil vida. Pero Slayd era alguien a tener en cuenta.
El día después de reunirse con Traxler se tiñó el pelo de un color llamado «vacío de obsidiana». Era un negro absoluto tan oscuro que no existía en la naturaleza. En realidad, absorbía la luz que lo rodeaba como si fuera un agujero negro, de modo que sus ojos parecían envueltos en unas sombras inescrutables.
«Es muy siglo XXI —le había comentado el estilista—. Signifique eso lo que signifique».
También se había metido injertos de metal bajo la piel de las sienes, y así parecía que le estaban creciendo unos cuernos. Era mucho más sutil que el pelo, aunque, en su conjunto, conseguía que pareciera sobrenatural y algo diabólico.
Sin duda daba el pego como indeseable, aunque él no se sintiera así.
Su siguiente paso era probar su nuevo personaje.
Le latía el corazón algo más deprisa de la cuenta al acercarse a Mault, un club local que al que asistiría una clientela de indeseables. Los que esperaban en el exterior lo observaron al acercarse, lo estudiaron, lo evaluaron. Aquellas personas eran caricaturas de sí mismas, en opinión de Greyson. Eran tan conformistas dentro de su cultura del inconformismo que resultaban uniformes, lo que daba al traste con toda la idea.
Se acercó al musculoso portero, en cuya identificación ponía: «Mange».
—Sólo indeseables —le avisó Mange, muy serio.
—¿Qué pasa, no te lo parezco?
—Siempre hay imitadores —repuso el otro, encogiéndose de hombros.
Greyson le enseñó su carné, en el que se veía la enorme I roja. El portero quedó satisfecho.
—Que te diviertas —respondió sin alegría alguna, y lo dejó entrar.
Había supuesto que se encontraría en un lugar de música alta, luces parpadeantes, cuerpos en movimiento y oscuros rincones en los que se estarían llevando a cabo todo tipo de actos cuestionables. Sin embargo, lo que descubrió dentro de Mault no era lo que se esperaba; de hecho, estaba tan poco preparado para lo que vio que se detuvo en seco, como si hubiera elegido la puerta equivocada.
Estaba en un restaurante bien iluminado, en el típico local de batidos malteados a la antigua usanza, con bancos de color rojo y relucientes taburetes de acero inoxidable en la barra. Había chicos muy arreglados con las típicas chaquetas con letra de los deportistas de instituto y chicas con coletas, faldas largas y gruesos calcetines mullidos. Greyson reconoció la época que el lugar pretendía reflejar: un periodo llamado Los Años Cincuenta. Era una época cultural de Mérica en la que las mujeres tenían nombres como Betty, Peggy y Mary Jane, mientras que los hombres se llamaban Billy, Johnnie o Ace. En una ocasión, una profesora le explicó a Greyson que, de hecho, Los Cincuenta sólo abarcaban diez años, pero a él le costaba creérselo. Era más probable que hubieran durado un siglo, como mínimo.
El local parecía una réplica fiel, aunque tenía algo raro; porque, mezclados entre los pulcros clientes, había indeseables que no encajaban en absoluto en la escena. Un indeseable con la ropa harapienta a posta se metió sin que nadie lo invitara en uno de los bancos, donde había una feliz pareja.
—Lárgate —le dijo al típico Billy mericano, de aspecto musculoso, que se sentaba enfrente con un jersey decorado con una letra—. Tu chica y yo queremos conocernos mejor.
El Billy se negó a marcharse, por supuesto, y amenazó con «darle la paliza de su vida» al indeseable, que respondió levantándose, sacándolo a rastras del banco y empezando una pelea. El tipo grandote aventajaba en todos los aspectos al indeseable escuchimizado: en tamaño y en fuerza, por no hablar del aspecto, pero cada vez que el deportista levantaba los pesados puños, fallaba, mientras que el indeseable acertaba todas las veces… Hasta que, por fin, el deportista huyó gimiendo de dolor y abandonó a su novia, que ahora estaba muy impresionada con la bravuconada del desconocido. Se sentó con ella y ella se apoyó en él como si fueran una pareja de verdad.
En otra mesa, una chica indeseable se metió en una competición de insultos con una guapa debutante ataviada con un jersey rosa. La confrontación acabó con la indeseable agarrándola del suéter y rompiéndoselo. La chica bonita no se defendió, sino que se llevó las manos a la cara y se echó a llorar.
En la parte de atrás, otro Billy gemía porque había perdido todo el dinero de su padre en una apuesta de billar con un despiadado indeseable que no dejaba de insultarlo.
¿Qué narices pasaba allí?
Greyson se sentó a la barra y deseó poder desaparecer en el agujero negro de su pelo hasta comprender los distintos dramas que se desarrollaban a su alrededor.
—¿Qué deseas? —le preguntó una alegre camarera que estaba detrás de la barra. Su uniforme llevaba bordado el nombre «Babs».
—Un batido de vainilla, por favor —respondió, porque era lo que se pedía en aquel tipo de lugares, ¿no?
La camarera sonrió.
—Ah, un por favor. Por aquí no se estila mucho.
Babs le llevó su batido, le metió una pajita y dijo:
—Que lo disfrutes.
A pesar de que Greyson deseaba desaparecer, otro indeseable se le acercó. Era un tipo tan flaco que estaba casi esquelético.
—¿Vainilla? ¿En serio?
Greyson rebuscó en su interior la actitud adecuada.
—¿Algún problema? También te lo puedo tirar a la cara y pedirme otro.
—Nooo —respondió Skeletor—. No es a mí a quien se lo tienes que tirar.
El chico le guiñó un ojo… y por fin encajó todo. La naturaleza de aquel lugar (su propósito) le quedó claro. Skeletor se quedó mirándolo para ver qué hacía, y Greyson se dio cuenta de que, si deseaba encajar (encajar de verdad), tenía que clavarlo. Así que llamó a Babs.
—Oye, mi batido es una mierda —le dijo.
Babs se llevó las manos a las caderas.
—¿Ah, sí? ¿Y qué quieres que haga?
Greyson fue a coger el batido con la intención de derramarlo sobre la barra, pero, antes de que pudiera, Skeletor lo agarró y le lanzó el contenido a Babs. La dejó chorreando crema de vainilla y con una cereza al marrasquino metida en el bolsillo del pecho de su uniforme.
—Te ha dicho que su batido es una mierda —dijo el chico—. ¡Prepárale otro!
Babs, con el uniforme empapado de vainilla, suspiró y respondió:
—Marchando.
Después se fue a por otro batido.
—Así es como se hace —dijo el indeseable, que se presentó como Zax. Era algo mayor que Greyson, quizá de veintiún años, aunque algo en su forma de comportarse indicaba que no era la primera vez que tenía esa edad—. No te había visto antes por aquí.
—La LA me envió a la ciudad, vengo del norte —respondió Greyson, sorprendido por su capacidad para inventarse una historia sobre la marcha—. Estaba causando demasiados problemas, así que el Nimbo consideró que necesitaba empezar de cero.
—Un sitio nuevo para liarla. Genial.
—Este club es distinto de los que tienen en mi tierra.
—¡Los del norte vais con retraso! ¡Aquí los clubs SaDos son la última moda!
Según le explicó, SaDos venía de «Satisfacción de deseos anacrónicos». Todos los presentes (salvo, por supuesto, los indeseables) eran empleados. Incluso los Billies y las Betties. Su trabajo consistía en aceptar lo que los clientes desearan. Perdían peleas, dejaban que les tirasen comida, permitían que les robaran a las parejas, y Greyson supuso que eso no era más que el principio.
—Estos sitios son alucinantes —le dijo Zax—. Todo lo que desearíamos hacer ahí fuera, pero no podemos, ¡lo hacemos aquí!
—Sí, pero no es real —comentó Greyson.
—Es lo bastante real —repuso Zax con un encogimiento de hombros. Después estiró la bota y le puso la zancadilla a un chaval con pinta de empollón que pasaba por allí. El crío trastabilló con demasiado teatro para que fuera genuino.
—Eh, ¿qué te pasa? —preguntó el empollón.
—Me paso a tu hermana por la piedra —respondió Zax—. Ahora piérdete antes de que vaya a buscarla.
El chico le echó una miradita, pero aceptó la intimidación y se alejó tambaleándose.
Incluso antes de que llegara el nuevo batido, Greyson se disculpó para ir al baño, aunque en realidad no le hacía falta. Lo único que quería era alejarse de Zax.
En el servicio se encontró con el típico Billy mericano vestido con su jersey de letra al que le habían dado una paliza unos minutos antes. Pero no se llamaba Billy, sino Davey. Estaba mirándose el ojo hinchado en el espejo, y Greyson no pudo contener la curiosidad sobre aquel «trabajo» suyo.
—Entonces, ¿esto te pasa todos los días? —le preguntó a Davey.
—Tres o cuatro veces al día, en realidad.
—¿Y el Nimbo lo permite?
Davey se encogió de hombros.
—¿Por qué no? No hacen daño a nadie.
—Pues a ti parece que sí —repuso el otro, señalándole el ojo.
—¿El qué? ¿Esto? Nah, mis nanobots analgésicos están al máximo, apenas lo noto. —Después sonrió—. Eh, mira esto. —Se volvió de nuevo hacia el espejo, respiró hondo y se concentró en su reflejo. Ante los ojos de Greyson, el ojo hinchado y amoratado volvió a su aspecto normal—. Tengo configurados los nanobots sanadores para operación manual. Así puedo tener aspecto de apaleado todo el tiempo que necesite. Ya sabes, para dar el máximo efecto.
—Ah…, claro.
—Por supuesto, si uno de nuestros clientes indeseables va demasiado lejos y deja morturiento a alguien, esa persona tiene que pagar por la reanimación y se le prohíbe la entrada al club. En fin, tiene que haber alguna regla, ¿no? Aunque no es que pase mucho. Vamos, que ni siquiera los peores indeseables quieren de verdad dejar morturienta a una persona. Nadie es tan violento desde la Era de la Mortalidad. Si algún empleado acaba así, suele ser por accidente. Alguien que se golpea la cabeza contra una mesa o algo por el estilo.
Davey se pasó los dedos por el pelo para asegurarse de tener el mejor aspecto posible para lo que se encontrara en la siguiente ronda.
—¿No preferirías otro trabajo que te gustara más? —preguntó Greyson. Al fin y al cabo, siendo como era el mundo, nadie tenía por qué hacer algo que no quería hacer.
—¿Quién dice que no me guste? —preguntó el otro chico a su vez, sonriendo.
El concepto de que alguien disfrutara de llevarse una paliza… y de que el Nimbo, al percatarse, hubiera encontrado el modo de emparejarlos con los maltratadores en un entorno cerrado y, en cierto modo, sano… dejó al chico pasmado.
Davey debió de entender la cara de asombro de Greyson porque se rio.
—Eres un I nuevo, ¿no?
—Es muy evidente, ¿verdad?
—Sí. Y eso no es bueno, porque los indeseables de carrera te van a comer vivo. ¿Tienes nombre?
—Slayd. Con i griega.
—Bueno, Slayd, parece que necesitas introducirte en la comunidad indeseable con urgencia. Te ayudaré.
Así que pocos minutos después, en cuanto Greyson logró zafarse de Zax, Slayd se acercó a Davey, que estaba sentado con un par de tipos muy mericanos y fortotes comiendo hamburguesas. No sabía muy bien cómo empezar la pelea, así que se quedó un poco parado. Davey tomó la iniciativa:
—¿Qué estás mirando? —le gruñó.
—Vuestras hamburguesas —respondió Greyson—. Tienen buena pinta. Creo que me voy a quedar con la tuya.
Entonces cogió la hamburguesa de Davey y le dio un mordisco de tiburón.
—Te vas a arrepentir de eso —lo amenazó el chico—. Voy a darte la paliza de tu vida.
Debía de ser una de sus expresiones anacrónicas favoritas. Salió del banco y levantó los puños, listo para pelear.
Entonces Greyson hizo algo que no había hecho nunca: le pegó a alguien. Le metió un puñetazo en la cara a Davey, y Davey trastabilló. Intentó golpear a Greyson, pero falló, y Greyson le dio otro puñetazo.
—Más fuerte —le susurró Davey, así que lo hizo. Lanzó un puñetazo tras otro con todas sus fuerzas. Derechazo, izquierdazo, jab, gancho… hasta que Davey acabó en el suelo, gruñendo, con la cara hinchada.
Greyson miró a su alrededor y vio que otros indeseables lo observaban y que algunos asentían para dar su aprobación.
Tuvo que reunir toda su fuerza de voluntad para no disculparse y ayudar al empleado a levantarse. Al final lo que hizo fue mirar a los otros tíos de la mesa y preguntar:
—¿Quién es el siguiente?
Los otros dos se miraron entre ellos y uno dijo:
—Eh, colega, no queremos problemas.
Los dos empujaron sus hamburguesas hacia Greyson.
Davey le guiñó un ojo a toda prisa desde el suelo antes de irse a rastras al baño para recuperarse. Después, Greyson se llevó su botín a un banco del fondo, donde comió hasta creer reventar.