13

No era bonito de ver

El segador Pierre-Auguste Renoir no era un artista, aunque contaba con una impresionante colección de obras de arte pintadas por su histórico patrono. ¿Qué podía decir? Le gustaba ver cosas bonitas.

Evidentemente, a los segadores de la región francoibérica les enfurecía que un segador midmericano hubiera elegido el nombre de un artista francés. Creían que todos los artistas franceses de la edad mortal les pertenecían. Bueno, que Montreal ahora formara parte de Midmérica no significaba que hubiera perdido su herencia francesa. Seguro que algún antepasado del segador Renoir procedía de Francia.

Daba igual; las Guadañas del otro lado del Atlántico podían fanfarronear todo lo que quisieran, que a él no le afectaba. Lo que sí le afectaba eran las etnias permafrost de los confines septentrionales de las Méricas, que era donde vivía. Mientras que el resto del mundo se había mezclado a fondo a nivel genético, los permafrosts preferían proteger su cultura antes que unirse al resto de la humanidad. No constituía un delito, claro (cada uno era libre de elegir lo que quisiera), pero para el segador Renoir era una molestia y una mácula en el orden de las cosas.

Y a Renoir le gustaba el orden.

Sus especias estaban ordenadas alfabéticamente; sus tazas de té, alineadas en el armario con precisión matemática; se cortaba el pelo a la misma medida cada viernes por la mañana. La población permafrost iba en contra de todo aquello. Tenían unos rasgos raciales demasiado característicos, y eso era algo intolerable.

Por lo tanto, cribaba a tantos como podía.

Por supuesto, demostrar un prejuicio étnico en la criba le habría supuesto graves problemas si se enteraba la Guadaña. Gracias a los cielos, la permafrost no se consideraba una raza en sí misma. Su índice genético simplemente mostraba un alto porcentaje de «otros». «Otros» era una categoría tan amplia que le servía para ocultar sus actos. Quizá no al Nimbo, pero sí a la Guadaña, que era lo importante. Siempre que no les diera un buen motivo para examinar sus cribas con más atención, ¡nadie lo sabría! Así esperaba reducir con el tiempo la población de permafrosts étnicos hasta que su presencia dejara de ofenderle.

Aquella noche en concreto iba de camino a una doble criba: una mujer permafrost y su hijo pequeño. Estaba de buen humor. Sin embargo, al salir de casa se encontró con una inesperada figura vestida de negro.

La mujer y su hijo no murieron aquella noche… No obstante, el segador Renoir no corrió la misma suerte. Lo encontraron en un publicoche en llamas que atravesó a toda velocidad su barrio como una bola de fuego hasta que se le derritieron los neumáticos y paró. Cuando llegaron los bomberos no pudieron hacer nada. No era bonito de ver.

Rowan se despertó con un cuchillo en el cuello. La habitación estaba a oscuras. No veía quién sostenía el cuchillo, aunque reconocía la hoja: era un karambit sin anillo, un arma con una hoja curva perfecta para su propósito actual. Siempre había sospechado que su trabajo como segador Lucifer no duraría mucho. Estaba preparado. Estaba preparado desde el día en que empezó.

—Respóndeme con sinceridad si no quieres que te rebane el cuello de oreja a oreja —dijo su atacante. Rowan identificó la voz al instante, y no era la que se esperaba.

—Primero pregunta —respondió—. Y después te diré si prefiero responder o que me rebanes el cuello.

—¿Has sido tú el que ha matado al segador Renoir?

—Sí, segador Faraday —contestó sin vacilar—. He sido yo.

Le quitó la hoja del cuello. Después, Rowan oyó una vibración metálica en el cuarto: el otro segador había lanzado el cuchillo contra la pared y allí se había clavado.

—¡Mierda, Rowan!

El chico fue a encender la luz. El segador estaba sentado en la única silla de la espartana habitación de Rowan. «Es un dormitorio que Faraday aprobaría», pensó. Nada de comodidades, salvo la cama, que debía evitar el sueño inquieto de un segador.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Rowan.

Tras su encuentro con Tyger había dejado Pittsburgh y se había marchado a Montreal porque le daba la impresión de que si su antiguo amigo lo había encontrado, cualquiera podría. Y a pesar de la mudanza, lo habían encontrado. Por suerte, se trataba de Faraday y no de otro segador que quizá no hubiera vacilado en cortarle el cuello.

—Se te olvida mi habilidad para escarbar en el cerebro trasero. Puedo encontrar lo que quiera o a quien quiera.

Faraday lo miró con los ojos rebosantes de rabia hirviente y amarga decepción. El joven sintió el impulso de apartar la vista, pero no lo hizo. Se negaba a avergonzarse de sus actos.

—Rowan, cuando te fuiste, ¿no me prometiste que no llamarías la atención y que te alejarías de los asuntos de los segadores?

—Sí que lo hice —reconoció él con sinceridad.

—Así que ¿me mentiste? ¿Tenías planeado esto del «segador Lucifer» desde el principio?

Rowan se levantó y sacó la hoja de la pared. Era un karambit sin anillo, como había supuesto.

—No tenía planeado nada; simplemente, cambié de idea.

Le devolvió el arma al segador.

—¿Por qué?

—Pensé que tenía que hacerlo, que era necesario.

Faraday miró hacia la túnica negra, que estaba colgada de un gancho al lado de la cama.

—Y ahora te vistes con una túnica prohibida. ¿Es que no vas a dejar tabú sin romper?

Era cierto. A los segadores no se les permitía vestir de negro, y justo por eso lo había elegido. La muerte negra para los portadores de la oscuridad.

—¡Se supone que somos los más sabios! —exclamó Faraday—. ¡No es así como luchamos!

—Precisamente tú eres el menos indicado para decirme cómo luchar. ¡Si te hiciste el muerto y huiste!

Faraday respiró hondo. Miró el karambit que llevaba en la mano y lo guardó en uno de los bolsillos interiores de su túnica de marfil.

—Creía que si convencía al mundo de que me había cribado conseguiría salvaros a Citra y a ti. ¡Creía que os liberarían del noviciado y os enviarían de vuelta a casa!

—No funcionó —le recordó el chico—. Y sigues escondido.

—Aguardo el momento oportuno. No es lo mismo. Hay ciertas cosas que me resultarán más sencillas si la Guadaña no sabe que sigo con vida.

—Y hay ciertas cosas que me resultarán más sencillas a mí siendo el segador Lucifer.

Faraday se levantó y lo examinó con detenimiento.

—¿En qué te has convertido, Rowan, para ser capaz de acabar a sangre fría con la existencia de tantos segadores?

—Al morir pienso en sus víctimas. Los hombres, mujeres y niños a los que han cribado… Porque los segadores con los que acabo no criban con remordimiento ni con el sentido de la responsabilidad que se les supone. Y eso me libera de sentir remordimientos por ellos.

Faraday permaneció impasible.

—El segador Renoir… ¿Cuál fue su crimen?

—Estaba realizando una limpieza étnica secreta del norte.

El segador tuvo que meditarlo un instante.

—Y ¿cómo lo descubriste?

—No olvides que a mí también me enseñaste a investigar en el cerebro trasero. Me enseñaste la importancia de estudiar bien a cada sujeto que pensara cribar. ¿O se te ha olvidado que tú me pusiste todas esas herramientas en las manos?

El segador Faraday miró por la ventana, aunque Rowan sabía que sólo era para evitar mirarlo a él a los ojos.

—Podrías haber informado sobre su crimen al comité de selección…

—¿Qué habrían hecho? ¿Regañarlo y ponerlo en periodo de prueba? Por mucho que evitaran que siguiera cribando, el castigo no habría estado a la altura del delito.

Faraday por fin se volvió hacia él. De repente parecía cansado y viejo. Mucho más viejo de lo que nadie debería parecer o sentirse.

—No somos una sociedad que crea en el castigo, sino en la corrección.

—Igual que yo. En los días mortales, cuando no podían curar una enfermedad de cáncer, extirpaban esa enfermedad. Es justo lo que hago yo.

—Es cruel.

—No lo es. Los segadores con los que acabo no sufren dolor. Ya están muertos cuando los reduzco a cenizas. A diferencia del difunto segador Chomsky, yo no los quemo vivos.

—Un pequeño consuelo, pero eso no te redime.

—No pido redención. Lo que quiero es salvar a la Guadaña. Y creo que esta es la única forma de hacerlo.

Faraday lo examinó de nuevo y negó con la cabeza, triste. Ya no estaba furioso. Parecía resignado.

—Si quieres que pare, tendrás que acabar tú conmigo —le dijo Rowan.

—No me pongas a prueba. Porque la tristeza que quizá sintiera al eliminarte no me detendría si lo considerara un acto justo.

—Pero no lo haces. Porque, en el fondo, sabes que lo que hago es necesario.

El segador Faraday guardó silencio unos momentos. Miró de nuevo por la ventana. Había empezado a nevar. Una suave nevisca que dejaría el suelo resbaladizo. La gente se caería y se golpearía en la cabeza. Los centros de reanimación no darían abasto aquella noche.

—Muchos segadores se han alejado de las antiguas costumbres, del camino correcto —dijo con una tristeza más profunda de la que Rowan podía sondar—. ¿Piensas acabar con la mitad de la Guadaña? Porque, por lo que veo, los del llamado nuevo orden ven a Goddard como un mártir. Cada vez hay más segadores que disfrutan del acto de matar. La conciencia está a punto de convertirse en una baja.

—Haré lo que tenga que hacer hasta que no pueda seguir haciéndolo —fue la única respuesta de Rowan.

—Puedes eliminar a un segador tras otro, y eso no cambiará el curso de los acontecimientos —le aseguró Faraday.

Por primera vez, algo de lo que decía su antiguo mentor hizo que se cuestionara su plan. Porque sabía que estaba en lo cierto: por muchos segadores malos que eliminara de la ecuación, otros aparecerían para sustituirlos. Los del nuevo orden adoptarían aprendices con ansias de matar, como los asesinos de la edad mortal, a los que encerraban en instalaciones para que se pasaran el resto de sus vidas entre barrotes. Ahora, a esos mismos tipos se les permitía acabar con vidas humanas sin sufrir las consecuencias. No era lo que los fundadores pretendían, pero todos ellos se habían cribado hacía tiempo. Y, aunque alguno de ellos siguiera con vida, ¿qué poder les quedaría para cambiar las cosas?

—Entonces, ¿qué cambiará el curso de los acontecimientos? —preguntó Rowan.

—La segadora Anastasia —respondió Faraday, arqueando una ceja.

—¿Citra? —Eso no se lo esperaba.

—Es la nueva voz de la razón y la responsabilidad. Puede conseguir que las viejas costumbres vuelvan a ser nuevas. Por eso la temen.

Entonces, Rowan leyó algo más en el rostro de su antiguo mentor. Entendió lo que decía en realidad.

—¿Citra corre peligro?

—Eso parece.

De improviso, el mundo entero del chico dio un vuelco. Le sorprendió lo deprisa que podían cambiar sus prioridades.

—¿Qué puedo hacer?

—No estoy seguro… Aunque sí puedo decirte lo que vas a hacer. Escribirás una elegía para cada uno de los segadores que mates.

—Ya no soy tu aprendiz. No puedes ordenarme que haga nada.

—No, pero si deseas lavarte aunque sea una pequeña parte de la sangre que te ensucia las manos y recuperar una pizca de mi respeto, lo harás. Escribirás un epitafio sincero por cada uno de ellos. Hablarás de todo el bien que hayan hecho tus víctimas, no sólo del mal; porque incluso los segadores más egoístas y corruptos cuentan con alguna virtud oculta entre los pliegues de su corrupción. En algún momento de sus vidas intentaron hacer lo correcto, antes de caer. —Hizo una pausa al recordar algo—. Antes era amigo del segador Renoir —reconoció—. Muchos años antes de que su intolerancia se convirtiera en el cáncer del que hablas. Una vez se enamoró de una mujer permafrost. Eso no lo sabías, ¿verdad? Pero, como era segador, no podía casarse. Así que ella se casó con otro hombre permafrost… y ahí empezó el largo camino de Renoir al odio. —Se tomó un momento para mirar a Rowan—. De haberlo sabido, ¿lo habrías perdonado?

Rowan no contestó porque no lo sabía.

—Completa tu investigación sobre él —le ordenó Faraday—. Escribe un epitafio anónimo y publícalo para que todos lo lean.

—Sí, segador Faraday —respondió Rowan, que sintió un honor inesperado al obedecer a su antiguo mentor.

Satisfecho, el segador se volvió hacia la puerta.

—¿Y qué pasa contigo? —le preguntó el chico, en parte porque no quería que se fuera y lo abandonara con sus pensamientos—. ¿Vas a desaparecer otra vez?

—Tengo muchas cosas que hacer. No soy lo bastante viejo como para haber conocido al dalle supremo Prometheus y los segadores fundadores, pero conozco bien su legado.

Rowan también.

—«Y si este experimento falla, hemos integrado una forma de escapar de él».

—Muy bien; recuerdas tus lecturas. Prepararon una medida de seguridad por si la Guadaña se torcía… Pero su plan se ha perdido en el devenir del tiempo. Mi esperanza es que no se haya perdido, sino tan sólo traspapelado.

—¿Crees que puedes encontrarlo?

—Quizá sí, quizá no, aunque creo saber dónde mirar.

Rowan lo meditó; sospechaba dónde pretendía Faraday iniciar su búsqueda.

—¿Perdura?

El chico sabía muy poco sobre la Ciudad del Corazón Perdurable, más conocida como Perdura. Era una metrópolis flotante en medio del océano Atlántico en la que se ubicaba la sede del poder. Desde allí, los siete verdugos mayores del Consejo Mundial de Segadores regían las Guadañas regionales de todo el mundo. Como novicio, estaba demasiados niveles por encima de Rowan como para preocuparse por él. Aun así, como segador Lucifer, ahora se percataba de que debía de haber llamado la atención de los verdugos mayores, por mucho silencio que guardaran al respecto.

No obstante, mientras Rowan pensaba sobre el papel de la enorme ciudad flotante en el gran esquema de las cosas, el segador Faraday negaba con la cabeza.

—No, Perdura no. Ese lugar se construyó mucho después de la fundación de la Guadaña. El lugar que busco es mucho más antiguo.

Y fue entonces cuando Rowan se quedó en blanco, y Faraday sonrió y dijo:

—Nod.

Rowan tardó un momento en comprender. Hacía muchos años que no había oído aquella canción infantil.

—¿La Tierra de Nod? Pero no puede ser real, no es más que una canción.

—Todas las historias remiten a un tiempo y un lugar…, incluso los cuentos infantiles más simples e inocentes tienen inicios inesperados.

Eso le recordó otra canción infantil que Rowan recordaba. «Ring Around the Rosie». Años más tarde aprendió que hablaba sobre una enfermedad de la era mortal llamada la peste negra. La rima era una tontería sin contexto, pero una vez que sabías sobre qué trataba (lo que significaba cada verso) tenía un sentido espeluznante. Los niños cantaban sobre la muerte con un sonsonete macabro.

La rima de La Tierra de Nod tampoco tenía mucho sentido. Por lo que recordaba Rowan, los críos la cantaban mientras rodeaban a uno para que la «llevara». Y cuando se acababa la canción, el niño del centro tenía que perseguir a todos los demás, y el último que atrapara sería el siguiente que la «llevara».

—Ni siquiera hay pruebas de que Nod exista —comentó Rowan.

—Y por eso no la han encontrado nunca. Ni siquiera los cultos del tono, que creen en ella con el mismo fervor con el que creen en la Gran Resonancia.

La mención a los tonistas acabó con cualquier esperanza de que el chico se tomara a Faraday en serio. ¿Tonistas? ¿De verdad? Había salvado las vidas de muchos de ellos el día que mató a Goddard, Chomsky y Rand, pero eso no significaba que se tomara en serio sus sectarias creencias inventadas.

—¡Todo eso es absurdo!

—Qué inteligente por parte de los fundadores ocultar una semilla de verdad en algo tan ridículo —repuso Faraday, sonriendo—. ¿Qué persona racional se plantearía buscar ahí?

Rowan no logró conciliar el sueño en toda la noche. Cada ruido se amplificaba, incluso el latido de su corazón se convirtió en un insoportable redoble en los oídos. Lo que sentía no era miedo, sino un peso. El peso con el que había decidido cargar para salvar a la Guadaña; y, ahora, el peso añadido de saber que Citra corría peligro.

A pesar de lo que pensaran los segadores midmericanos, Rowan amaba la Guadaña. La idea de que los seres humanos más compasivos y sabios fueran los que pusieran fin a la vida para contrarrestar la inmortalidad era una idea perfecta para un mundo perfecto. Faraday le había enseñado lo que debía ser un segador; y había muchísimos de ellos, incluso entre los pomposos y arrogantes, que todavía se comportaban de acuerdo con los más altos estándares. Pero sin esos valores, la Guadaña sería algo horrible. Rowan había sido muy inocente al creerse capaz de evitarlo. Faraday era más listo. Aun así, aquel era el camino que había elegido; abandonarlo en ese momento habría sido reconocer el fracaso. No estaba listo para eso. Aunque él solo no evitara la caída de la Guadaña, todavía podía extirpar todos los cánceres posibles.

No obstante, se sentía aislado. La presencia de Faraday le había concedido un breve momento de camaradería que sólo sirvió para empeorar aquella sensación. Y Citra. ¿Dónde estaría? Su existencia estaba en peligro y ¿qué podía hacer él al respecto? Tenía que haber algo.

Al final consiguió dormirse al alba y, por suerte, sus sueños no trataron sobre la confusión a la que se enfrentaba en su vida despierta, sino que estuvieron repletos de recuerdos de tiempos más sencillos, cuando sus mayores problemas eran las notas, los partidos y que su amigo Tyger acostumbrara a despachurrarse. Unos tiempos en los que el futuro se le abría de par en par y él sabía con certeza que era invencible y viviría para siempre.