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El aprendiz caído

Algo antes de su parlamento con el segador Brahms, Rowan se colocó frente al espejo del baño de su piso, en un edificio corriente de una calle corriente, para jugar a lo que jugaba siempre antes de acudir al encuentro de un segador corrupto. Era un ritual; a su modo, imbuido de un poder casi místico.

—¿Quién soy? —le preguntaba a su reflejo.

Tenía que preguntárselo porque sabía que ya no eran Rowan Damisch, no sólo porque en su carné de identidad falso dijera «Ronald Daniels», sino porque el chico que antes fuera había muerto de una forma triste y dolorosa durante su noviciado. Habían expulsado con éxito al niño que llevaba dentro. «¿Lamentará alguien su pérdida?», se preguntaba.

Había comprado su carné falso a un indeseable que se especializaba en esas cosas.

«Es una identidad desconectada de la red —le había asegurado el hombre—, pero tiene una ventana al cerebro trasero para que el Nimbo crea que es real».

Rowan no se lo creía porque, por experiencia propia, sabía que al Nimbo no se le podía engañar. La inteligencia artificial fingía hacerlo, nada más, como un adulto que juega al escondite con un niño pequeño. No obstante, si el niño echaba a correr hacia los coches, la farsa tocaba a su fin. Como Rowan sabía que se dirigía a un peligro mucho mayor que el tráfico, al principio le preocupaba que el Nimbo anulara su identidad falsa y lo agarrara por el cogote para protegerlo de sí mismo. Pero no había intervenido. Se preguntaba por qué… Aunque no quería gafar su buena suerte dándole demasiadas vueltas al tema. El Nimbo tenía sus razones para todo lo que hacía y no hacía.

—¿Quién soy? —se preguntó de nuevo.

El espejo le mostró a un chico de dieciocho años al que todavía le faltaba una pizca para llegar a la edad adulta, un joven de pelo oscuro rapado muy corto. No lo bastante como para que se le viera el cuero cabelludo ni para que pareciera una declaración de principios de alguna clase, sino lo justo para permitir todas las futuras posibilidades. Podía dejarlo crecer con el estilo que deseara. Ser quien quisiera ser. ¿No era esa la principal ventaja de un mundo perfecto? ¿Que no había límites para lo que una persona pudiera hacer o ser? Todos los habitantes del mundo podían ser cualquier cosa que imaginaran. La pena era que esa imaginación se les había atrofiado. Para la mayoría se había convertido en algo vestigial e inútil, como el apéndice, un órgano eliminado del genoma humano hacía más de cien años. «¿Echa la gente de menos los vertiginosos extremos de la imaginación mientras viven sus vidas eternas y faltas de inspiración?», se preguntó Rowan. ¿Echaba la gente de menos su apéndice?

El joven del espejo tenía una vida interesante, eso sí, y un físico digno de admiración. Ya no era el torpe crío desgarbado que había iniciado su aprendizaje casi dos años atrás, el que pensaba, inocente, que no sería tan malo.

El noviciado de Rowan fue, como mínimo, irregular, empezando con el estoico y sabio segador Faraday para acabar con la brutalidad del segador Goddard. Si el segador Faraday le había enseñado algo, era a vivir según lo que le dictara el corazón, fueran cuales fueran las consecuencias. Y si el segador Goddard le había enseñado algo, era a no tener corazón, a arrebatar vidas sin sufrir remordimientos. Las dos filosofías estaban siempre en conflicto en su mente y lo partían por la mitad. Aunque en silencio.

Había decapitado a Goddard y había quemado sus restos. Tenía que hacerlo; el fuego y el ácido eran los únicos métodos para asegurarse de que no revivieran a alguien. Goddard, a pesar de toda su moralista retórica maquiavélica, era un hombre malvado y básico que recibió justo lo que se merecía. Había vivido su privilegiada vida de manera irresponsable y con gran teatralidad, así que lo lógico era que su muerte fuera merecedora de la naturaleza dramática de su vida. Rowan no sentía remordimientos por lo que había hecho. Ni tampoco por haberle quitado el anillo a Goddard.

El segador Faraday era un tema distinto. Hasta que lo vio después de aquel funesto Cónclave de Invierno no tenía ni idea de que seguía vivo. Descubrirlo fue una gran alegría. Podría haber dedicado sus días a mantener a Faraday con vida de no haber sentido la llamada de una vocación diferente.

De repente lanzó un puñetazo al espejo, pero el cristal no se rompió…: su puño se había detenido a un milímetro de la superficie. Cuánto control. Cuánta precisión. Ahora era una máquina bien engrasada, entrenada para el propósito específico de matar… Y la Guadaña le había negado justo aquello para lo que lo había forjado. Podría haber encontrado el modo de vivir con eso, suponía. Imposible volver al inocente anonimato de antes, pero era una persona adaptable; sabía que habría descubierto una nueva forma de existir. Quizás incluso de encontrar algo de alegría en el mundo.

Pero…

Pero el segador Goddard era demasiado brutal para que se le permitiera seguir con vida.

Pero Rowan no había terminado el Cónclave de Invierno en silenciosa sumisión, sino que se había abierto paso a golpes hasta la salida.

Pero la Guadaña estaba infestada de segadores tan crueles y corruptos como Goddard…

… Y Rowan sentía la ineludible obligación moral de eliminarlos.

En cualquier caso, ¿por qué perder el tiempo lamentándose por los caminos perdidos? Mejor aceptar el camino que le quedaba por delante.

«Entonces, ¿quién soy?».

Se puso una camiseta negra que ocultaba su torneado físico bajo el oscuro tejido sintético.

—Soy el segador Lucifer.

Después se colocó la túnica de ébano y salió a la noche para acabar con otro de aquellos segadores que no se merecían el pedestal al que los habían subido.