5

Una oscuridad necesaria

Citra se subió a un publicoche al salir del casino. Era de conducción automática y estaba conectado a la red, aunque, en cuanto se subió, se apagó la luz que indicaba la comunicación con el Nimbo. Por la señal que emitía su anillo, el coche sabía que se trataba de una segadora.

El vehículo la saludó con una voz sintética desprovista de verdadera inteligencia artificial.

—¿Destino, por favor? —preguntó sin alma.

—Sur —contestó ella, y recordó el momento en que le había pedido a otro publicoche que la llevara al norte, cuando se encontraba en lo más profundo del continente sudmericano e intentaba escapar de toda la Guadaña chilargentina. Parecía haber transcurrido un siglo.

—El sur no es un destino —le informó el coche.

—Tú conduce hasta que te dé una dirección.

El coche arrancó y la dejó en paz.

Cada vez odiaba más usar los serviles coches automáticos. Era curioso, porque nunca le había molestado antes de su noviciado. Citra Terranova nunca había sentido el ardiente deseo de aprender a conducir…, pero la segadora Anastasia, sí. Aquella incomodidad al convertirse en pasajera pasiva de un publicoche quizá formara parte de la naturaleza independiente de los segadores. O quizá fuera el espíritu de la segadora Curie, que se le estaba pegando.

La segadora Curie conducía un llamativo coche deportivo, el único lujo que se permitía y lo único en su vida que no iba a juego con su túnica de color lavanda. Había empezado a darle lecciones de conducción a Anastasia con la misma paciencia inflexible con la que había enseñado a Citra a cribar.

La chica había llegado a la conclusión de que era más difícil conducir que cribar.

«Se necesitan unas habilidades distintas, Anastasia —le había explicado la mujer en su primera clase. Curie siempre usaba su nombre de segadora. Citra, por otro lado, siempre se sentía un poco rara cuando llamaba a la segadora Curie por su nombre de pila. Marie sonaba demasiado informal para la Gran Dama de la Muerte—. Nadie puede dominar por completo el arte de conducir porque no hay dos viajes exactamente iguales —le había dicho Curie—. Pero una vez que lo controles, comprobarás que es gratificante; liberador, incluso».

Citra ignoraba si llegaría a alcanzar ese control; había demasiados puntos en los que concentrarse a la vez. Espejos, pedales y un volante que, con el simple desliz de un dedo, te enviaba barranco abajo. Peor todavía: el coche deportivo de la edad mortal que conducía la segadora Curie estaba desconectado de la red. Eso significaba que el vehículo no podía compensar los errores del conductor. Con razón los automóviles mataban a tanta gente durante la Era de la Mortalidad; sin un control informático en red, eran armas tan mortíferas como cualquiera de las que usaban los segadores para sus cribas. De hecho, se preguntó si habría algún segador que cribara con automóviles; decidió que prefería no pensar en ello.

La chica conocía a muy pocas personas que supieran conducir. Incluso los críos del instituto que presumían de sus relucientes coches nuevos tenían máquinas con conductores automáticos. Manejar de verdad un vehículo a motor en aquel mundo posmortal era tan excepcional como batir la mantequilla en casa.

—Llevamos diez minutos en dirección sur —le dijo el coche—. ¿Desea establecer ya un destino?

—No —respondió sin más, y siguió mirando por la ventana las luces que dejaban atrás en la autopista y que salpicaban la oscuridad.

El viaje que estaba a punto de realizar habría sido mucho más sencillo de haber podido conducir ella.

Incluso había visitado algunos concesionarios de coches pensando que, si tenía vehículo propio, aprendería a conducirlo de verdad.

En ningún sitio eran tan evidentes las ventajas de ser segadora como en un concesionario.

«Por favor, su señoría, elija uno de nuestros automóviles de alta gama —le decían los comerciales—. El que quiera es suyo; se lo regalamos».

Igual que estaban por encima de la ley, los segadores también estaban por encima del dinero, puesto que les daban gratis todo lo que necesitaran. Para una empresa automovilística, la publicidad de que un segador eligiera su coche era más valiosa que el coche en sí.

Todos querían que escogiera algo ostentoso que llamara la atención allá donde fuera.

«Una segadora debería dejar una huella social impresionante —le explicó un presumido comercial—. Cuando pase junto a ellos, tiene que dejarles claro que dentro viaja una mujer con un profundo sentido del honor y la responsabilidad».

Al final decidió esperar porque ya lo que le faltaba era dejar una impresionante huella social.

Se tomó su tiempo para sacar su diario y redactar la criba del día, como era su obligación. Veinte minutos más tarde vio unos carteles que anunciaban un área de servicio y pidió al coche que saliera de la autopista; el vehículo obedeció. Cuando se detuvo el motor, respiró hondo y llamó a la segadora Curie para que supiera que no regresaría a casa aquella noche.

—El viaje es demasiado largo, y ya sabes que no soy capaz de dormir en un publicoche.

—No hace falta que me llames, querida —le respondió Marie—. Tampoco es que me esté muriendo de preocupación por ti.

—Es difícil olvidar las viejas costumbres —respondió Anastasia.

Además, sabía que, en realidad, Marie sí que se preocupaba. No tanto de que le ocurriera algo, sino más bien de que trabajara demasiado.

—Deberías cribar cerca de casa más a menudo —le dijo Marie por enésima vez.

El problema era que la Casa de la Cascada, la magnífica rareza arquitectónica en la que vivían, estaba en lo más profundo del bosque, justo al borde oriental de Midmérica, lo que significaba que, si no se alejaban un poco, cribarían demasiado en sus comunidades locales.

—Lo que de verdad quieres decir es que debería viajar más contigo, en vez de sola.

Marie se rio.

—En eso tienes razón.

—Te prometo que la semana que viene cribaremos juntas.

Y Anastasia lo decía en serio. Disfrutaba de su compañía, tanto en el ocio como en el trabajo. Como segadora novata, Anastasia podría haber decidido trabajar con cualquier segador que la aceptara (y muchos se habían ofrecido), pero la compenetración con Curie le hacía algo más soportable la criba.

—Búscate un lugar abrigado esta noche, querida —le pidió Marie—. Será mejor que no sobrecargues tus nanobots médicos.

Citra esperó un minuto entero después de colgar para salir del coche, como si Marie fuera a saber que tramaba algo incluso después de finalizar la llamada.

—¿Regresará para continuar su viaje al sur? —le preguntó el coche.

—Sí, espérame.

—¿Tendrá entonces un destino?

—Lo tendré.

El área de servicio estaba casi desierta a aquellas horas de la noche. Un personal mínimo se encargaba de las tiendas veinticuatro horas y de las estaciones de carga. La zona de los servicios estaba bien iluminada y limpia. Se acercó a toda prisa. Hacía frío, aunque su túnica contaba con células calefactoras que la mantenían caliente sin necesidad de llevar un abrigo grueso.

Nadie la miraba; o, al menos, ningún ojo humano. No obstante, no pudo evitar fijarse en las cámaras del Nimbo que giraban sobre las farolas y la seguían en su camino desde el coche a los baños. Quizá no hubiera estado con ella dentro del automóvil, pero sabía dónde se encontraba. Y quizá también lo que pretendía hacer.

En el cubículo del baño se quitó la túnica turquesa, y la túnica interior y las mallas a juego (todo hecho a medida para ella), y después se vistió con la ropa normal de calle que llevaba escondida bajo la túnica. Tuvo que luchar contra la vergüenza de hacerlo. Para los segadores era motivo de orgullo no llevar más prendas que la vestimenta oficial de su trabajo.

«Somos segadoras cada segundo de nuestras vidas —le había explicado Marie— y no debemos permitirnos olvidarlo, por mucho que queramos. Nuestra ropa es testimonio de ese compromiso».

El día que ordenaron a la joven, la segadora Curie le había dicho que Citra Terranova había dejado de existir: «Desde ahora mismo hasta que decidas abandonar este mundo, eres y serás la segadora Anastasia».

Y estaba dispuesta a vivir con eso…, salvo en las ocasiones en las que necesitaba ser Citra Terranova.

Salió de los servicios con la segadora Anastasia enrollada bajo el brazo. Ahora era de nuevo Citra; orgullosa y testaruda, aunque sin una huella social impresionante. Una chica que no era digna de demasiada atención, excepto en lo concerniente a las cámaras que giraban para seguirla en su camino de vuelta al publicoche.

En Pittsburgh, lugar de nacimiento del segador Prometheus, el primer dalle supremo mundial, había un enorme monumento conmemorativo. En un parque que abarcaba unas dos hectáreas habían esparcido los trozos rotos de un gran obelisco de obsidiana. Alrededor de los fragmentos negros había unas estatuas de un tamaño superior al natural que representaban a los segadores fundadores, esculpidas en mármol blanco, en contraste con las piedras negras del obelisco caído.

Era el monumento conmemorativo que acabó con los monumentos conmemorativos.

Era el monumento que conmemoraba la muerte.

Turistas y escolares de todo el mundo acudían a visitar el Monumento Conmemorativo de la Mortalidad, en el que la muerte yacía destrozada ante los segadores, y se maravillaban con el concepto de que la gente antes muriese de causas naturales. Vejez. Enfermedades. Catástrofes. A lo largo de los años, la ciudad había llegado a aceptar su naturaleza de atracción turística que conmemoraba la muerte de la muerte. Tanto era así, que en Pittsburgh todos los días era Halloween.

Había fiestas de disfraces y clubs abiertos por doquier a la hora bruja. Cuando caía la noche, todas las torres eran torres del terror. Todas las mansiones eran mansiones encantadas.

Eran casi las doce cuando Citra recorría el Parque del Monumento Conmemorativo de la Mortalidad y se maldecía por no haber caído en llevar una chaqueta. A mediados de noviembre y a aquellas horas de la noche, en Pittsburgh hacía un frío que pelaba y el viento lo empeoraba todo. Sabía que podría echarse encima la túnica para entrar en calor, pero eso daría al traste con la idea de ir vestida de calle. Sus nanobots se esforzaban por elevar su temperatura corporal, por calentarla desde el interior. Así no temblaba, aunque el frío lo seguía sintiendo.

Como también se sentía vulnerable sin la túnica. Desnuda en lo más básico. Cuando por fin empezó a vestirla, era algo torpe y extraño. No dejaba de tropezarse con el largo dobladillo que arrastraba por el suelo. Sin embargo, en los meses transcurridos desde su ordenación, se había acostumbrado hasta tal punto que salir en público sin ella le resultaba raro.

Había más gente en el parque; la mayoría paseaba, se reía y esperaba entre fiestas y visitas a los clubs. Todo el mundo iba disfrazado. Había espíritus malignos y payasos, bailarinas y animales. Los únicos disfraces prohibidos eran los que incluían túnicas, puesto que no estaba permitido que los ciudadanos comunes parecieran segadores, ni siquiera un poquito. Los grupos de personas disfrazadas la miraban al pasar. ¿Acaso la reconocían? No. Se fijaban en ella porque era la única sin disfraz. Estaba llamando la atención por intentar no llamar la atención.

No había sido ella la que había elegido aquel punto de encuentro; lo ponía en la nota: «Reúnete conmigo a medianoche en el Monumento de la Mortalidad». Se había reído con la aliteración de tantas emes hasta que se percató de quién era el remitente. No había firma, salvo la letra ele. La nota daba una fecha: el 10 de noviembre. Por suerte, su criba de aquella noche estaba lo bastante cerca de Pittsburgh como para que fuera posible.

Pittsburgh era el lugar perfecto para un encuentro clandestino. Se trataba de una ciudad poco frecuentada por los segadores porque, simplemente, no les gustaba cribar allí. Era un lugar demasiado macabro para ellos, lleno de gente con disfraces ensangrentados y destrozados corriendo por ahí blandiendo puñales de plástico y celebrando lo horripilante. Para los segadores, que se tomaban la muerte en serio, era de muy mal gusto.

Aunque era la ciudad grande más próxima a la Casa de la Cascada, la segadora Curie nunca cribaba allí. «Cribar en Pittsburgh es casi una redundancia», le había comentado a Citra.

Con aquello en mente, las posibilidades de que la viera otro segador eran escasas. Los únicos de su gremio que honraban con su presencia el parque eran los fundadores de mármol que supervisaban el obelisco negro roto.

Justo a medianoche, una figura salió de detrás de una de las grandes rocas del monumento. Al principio, Citra creyó que se trataba de otro juerguista, pero, como ella, no iba disfrazado. Uno de los focos que iluminaban el parque recortó su silueta, aunque lo había reconocido de inmediato por su forma de andar.

—Creía que llevarías tu túnica —comentó Rowan.

—Me alegro de que tú no la lleves —respondió ella.

Al acercarse, una luz le enfocó la cara. Estaba pálido, casi como un fantasma, como si se hubiera pasado varios meses sin ver el sol.

—Tienes buen aspecto —dijo él.

Ella asintió, pero no le devolvió el comentario porque no habría sido cierto. En sus ojos se leía una frialdad cansada de alguien que ha visto más de lo que debería y que ha dejado de preocuparse por ello para poder salvar lo que le quedaba de alma. Entonces sonrió, y su sonrisa era cálida. Genuina. «Ahí estás, Rowan —pensó ella—. Te escondías, pero te he encontrado».

Lo apartó de la luz y deambularon hasta una esquina en sombras en la que no los vería nadie, salvo las cámaras infrarrojas del Nimbo, aunque en aquel momento no localizaban ninguna. Quizás hubieran encontrado un verdadero punto ciego.

—Me alegro de verte, honorable segadora Anastasia —dijo él.

—Por favor, no me llames así. Llámame Citra.

—¿No sería eso una violación de las normas? —preguntó él con una sonrisa de satisfacción.

—Por lo que he oído, todo lo que haces es una violación de las normas.

El semblante de Rowan se agrió un poco.

—No te creas todo lo que oyes.

Pero Citra tenía que saberlo. Tenía que escucharlo de sus labios.

—¿Es cierto que has estado asesinando y quemando a segadores?

Resultaba evidente que la acusación le ofendía.

—Estoy acabando con las vidas de aquellos segadores que no se merecen serlo —respondió—. Y no los «asesino». Termino con ellos con rapidez y compasión, como tú, y sólo quemo sus cuerpos después de muertos, para que no puedan revivirlos.

—¿Y el segador Faraday te lo permite?

—No veo a Faraday desde hace meses —contestó él tras apartar la vista.

Le explicó que, después de escapar del Cónclave de Invierno el enero anterior, Faraday (a quien casi todos creían muerto) lo había llevado a su casa de la playa de la costa norte de Amazonia. Pero Rowan se había marchado al cabo de unas semanas.

—Tenía que irme —le dijo a Citra—. Sentí una… vocación. No sé cómo explicarlo.

Pero Citra sí lo sabía. Conocía aquella vocación. Sus mentes y cuerpos habían dedicado un año entero a entrenarse para convertirse en los asesinos perfectos de la sociedad. Acabar con las vidas de otros formaba parte de lo que eran. Y no podía culparlo por querer blandir sus armas contra la corrupción que estaba pudriendo la Guadaña; aun así, querer hacer algo y hacerlo de verdad eran dos cosas muy distintas. Existía un código de conducta. Los mandamientos de los segadores estaban ahí por algo. Sin ellos, las Guadañas de todas las regiones, de todos los continentes, se sumirían en el caos.

En vez de arrastrarlo a una discusión filosófica que no les llevaría a ninguna parte, Citra decidió cambiar de tema y dejar de hablar de sus acciones para hablar de él; porque no eran sólo sus actos lo que le preocupaba.

—Estás demasiado delgado. ¿Comes algo?

—¿Es que ahora eres mi madre?

—No —respondió con calma—. Soy tu amiga.

—Aaah —repuso él, algo apesadumbrado—, mi «amiga».

Sabía por dónde iba. La última vez que se habían visto, ambos dijeron las palabras que habían jurado no intercambiarse nunca. En el ardor de aquella situación tan desesperada como triunfal, él le dijo que la quería y ella reconoció que sí, que ella también a él.

Pero ¿de qué les servía eso ahora? Era como si existieran en dos universos distintos. Regodearse en tales sentimientos no los llevaría a nada bueno. Aun así, seguía dándole vueltas a la idea. Incluso consideró la posibilidad de repetirle aquellas palabras…, pero se mordió la lengua, como la buena segadora que era.

—¿Por qué estamos aquí, Rowan? ¿Por qué me has escrito la nota?

Él suspiró.

—Porque la Guadaña al final me encontrará. Quería verte por última vez antes de que sucediera. —Hizo una pausa para meditarlo—. Cuando me atrapen, ya sabes lo que pasará. Me cribarán.

—No pueden —le recordó ella—. Todavía tienes la inmunidad que te concedí.

—Sólo durante otros dos meses más. Después pueden hacerme lo que quieran.

Por mucho que Citra quisiera ofrecerle una chispa de esperanza, conocía la verdad tan bien como él: la Guadaña quería aniquilarlo. Ni siquiera los segadores de la vieja guardia aprobaban sus métodos.

—Entonces procura que no te atrapen. Y si ves a un segador con una túnica carmesí, huye.

—¿Una túnica carmesí?

—El segador Constantine. He oído que le han encargado la tarea de rastrearte y llevarte ante ellos.

—No lo conozco.

—Ni yo. Aunque lo he visto en el cónclave. Dirige la oficina de investigación de la Guadaña.

—¿Es del nuevo orden o de la vieja guardia?

—Ni lo uno ni lo otro. Está en una categoría propia. No parece tener amigos; no lo he visto hablar con otros segadores. No sé bien en qué cree, salvo, quizás, en la justicia… a toda costa.

Rowan se rio.

—¿La justicia? La Guadaña ya no sabe lo que es eso.

—Algunos sí lo sabemos, Rowan. Tengo que creer que, al final, prevalecerán la sabiduría y la justicia.

Él le tocó la mejilla. Ella se lo permitió.

—Yo también lo quiero creer, Citra. Quiero creer que la Guadaña es capaz de volver a ser lo que debería ser… Pero en ocasiones la oscuridad es necesaria como medio para conseguir un fin.

—¿Y tú eres esa oscuridad necesaria?

En lugar de responder, repuso:

—Adopté el nombre de Lucifer porque significa «el portador de luz».

—También es como la gente mortal llamaba al diablo.

—Supongo que el que lleva la antorcha es también el que proyecta la sombra más oscura —repuso él, encogiéndose de hombros.

—El que roba la antorcha, querrás decir.

—Bueno, al parecer puedo robar lo que quiera.

Citra no es esperaba aquella respuesta. Y lo había soltado de tal forma, tan de pasada, que la pilló por sorpresa.

—¿De qué hablas?

—Del Nimbo. Me lo permite todo. Y, como a ti, no me ha hablado ni respondido desde el día en que iniciamos el noviciado. Me trata como a un segador.

Citra tuvo que pararse a meditarlo. Recordó algo que no le había contado a Rowan. De hecho, algo que no le había contado a nadie. El Nimbo vivía según sus propias leyes y nunca las rompía, pero, a veces, encontraba la forma de sortearlas.

—Puede que el Nimbo no hable contigo, pero sí que habló conmigo —confesó.

El chico se giró hacia ella y se movió para intentar verle los ojos a pesar de las sombras, quizá pensando que bromeaba. Cuando se percató de que no era así, dijo:

—Eso es imposible.

—Eso creía yo también. Tuve que despachurrarme cuando el sumo dalle me acusó de matar al segador Faraday, ¿recuerdas? Y, mientras estaba morturienta, el Nimbo consiguió meterse en mi cabeza y activar mis procesos mentales. Técnicamente estaba muerta y, por tanto, no era una aprendiza de segadora, así que pudo hablar conmigo justo antes de que el corazón me latiera de nuevo.

Citra tenía que reconocer que era una forma muy elegante de esquivar las normas. Para ella fue un momento de asombro absoluto.

—¿Qué te dijo?

—Me dijo que yo era… importante.

—¿Importante en qué sentido?

Citra negó la cabeza, frustrada.

—Ese es el problema, que no me lo explicó. Creía que contarme más era una violación de las normas. —Se acercó a él. Le habló en voz más baja, pero, aun así, sus palabras eran más intensas, más solemnes—. Pero creo que de haber sido tú el que hubiera saltado de aquel edificio, de haber sido tú el que hubiera acabado morturiento, el Nimbo también habría hablado contigo. —Lo agarró del brazo. Era lo más parecido a abrazarlo que podía permitirse—. Creo que tú también eres importante, Rowan. De hecho, estoy convencida de ello. Así que, hagas lo que hagas, no permitas que te atrapen…