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Irascible pollo de cristal
En la Gran Biblioteca de Alejandría se respiraba un silencio sepulcral durante las horas nocturnas, así que nadie salvo Munira y los miembros de la Guardia del Dalle que vigilaban la entrada sabía de la presencia del misterioso visitante que acudía durante su turno. A los guardias no les importaba lo suficiente como para preguntar, así que el segador Faraday pudo mantener en relativo secreto su investigación dentro de aquella institución pública.
Leía detenidamente los volúmenes del Salón de los Fundadores, pero sin contarle a Munira lo que buscaba. Ella no volvió a preguntarle después del primer día, aunque, de vez en cuando, lo sondeaba con sutileza.
«Si busca perlas de sabiduría sobre las que meditar, pruebe con el segador King», le sugirió una noche a Faraday.
«La segadora Cleopatra escribió mucho en sus diarios sobre los primeros cónclaves y las personalidades de los primeros segadores», le comentó otra.
Entonces, una noche, mencionó al segador Powhatan: «Era muy aficionado a los viajes y a la geografía». Al parecer dio en la clave, porque Faraday empezó a interesarse mucho por la obra de aquel hombre.
Al cabo de unas cuantas semanas de visitas a la biblioteca, tomó oficialmente a Munira bajo su ala.
—Voy a necesitar un ayudante para esta labor —le dijo—. Espero que te interese el puesto.
A pesar de que a la joven le dio un vuelco el corazón, no dejó que se le notara, sino que fingió indecisión.
—Tendría que pedir una excedencia de mis estudios y, si salimos de aquí, también tendría que dimitir de mi trabajo en la biblioteca. Deje que me lo piense.
Al día siguiente aceptó el puesto.
Dejó las clases, aunque se quedó en la biblioteca porque el segador Faraday la necesitaba allí. Una vez que su relación fue oficial, por fin le contó lo que buscaba.
—Es un lugar —le explicó—. Se ha perdido en la antigüedad, pero creo que existía y que podemos encontrarlo.
—¿Atlantis? ¿Camelot? ¿Disneyland? ¿Las Vegas?
—Nada tan fantasioso —respondió él, aunque después lo reconsideró y dijo—: O quizá lo sea más. Depende de cómo lo mires. Depende de lo que encontremos. —Vaciló antes de contárselo y, de hecho, parecía algo avergonzado—. Estamos buscando la Tierra de Nod.
La chica se rio a carcajadas. Como si le hubiera confesado que buscaban la Tierra Media o al hombre de la Luna.
—¡Es una ficción! —le dijo—. Y ni siquiera de las buenas.
Conocía la canción infantil. Todos la conocían. Era una sencilla metáfora de la vida y la muerte, una forma de introducir a los niños en unos conceptos que, tarde o temprano, necesitaban comprender.
—Sí, pero ¿sabías que esa canción no existía en la Era de la Mortalidad?
Ella abrió la boca para negarlo, pero se contuvo. La mayor parte de las rimas infantiles procedían de la época medieval. Nunca las había investigado, pero otros sí. Además, el segador Faraday era concienzudo, así que si afirmaba que no existía cuando la humanidad era mortal, debía creerlo a pesar de que el instinto la impulsara a mofarse.
—La canción no evolucionó del mismo modo que las otras —postuló el segador—. Creo que la sembraron adrede, por así decirlo.
Munira no pudo más que sacudir la cabeza.
—¿Con qué propósito?
—Eso es justo lo que pretendo averiguar.
A pesar de que Munira había empezado en su puesto de ayudante con una duda, la dejó a un lado y se reservó su juicio para poder realizar su trabajo. Faraday no era demasiado exigente con ella. Ni la menospreciaba. Nunca la trataba como a una subordinada ni le ponía tareas que no estuvieran a su altura, sino que procuraba que se tratase de labores dignas de sus habilidades como bibliotecaria investigadora.
—Necesito que escarbes en el cerebro trasero y recrees los movimientos de los primeros segadores. Los lugares en los que se reunían. Los puntos a los que viajaban con frecuencia. Lo que estamos buscando son vacíos en los registros. Periodos durante los que no se indique su ubicación.
Registrar el enorme cerebro trasero digital del Nimbo en busca de información antigua era un reto emocionante. No había necesitado acceder a él desde su noviciado, aunque sabía manejarse. Aun así, podría haber escrito una tesis sobre las habilidades aprendidas en el proceso de aquella búsqueda. Una tesis que, por otro lado, nadie leería, puesto que todo se mantenía en estricto secreto.
No obstante, a pesar de su investigación forense, no encontró gran cosa que pudieran usar. No había pruebas que indicaran que los segadores fundadores se hubieran reunido en un lugar secreto.
Faraday no se desanimó ni abandonó, sino que le encargó otra tarea.
—Crea versiones digitales de cada uno de los primeros diarios de los segadores originales. Después, pasa los archivos por el mejor software de decodificación de la Guadaña, a ver si aparece algún mensaje oculto.
El software era lento, al menos comparado con el Nimbo, que habría realizado los cálculos en cuestión de segundos. El software de la Guadaña tardó varios días. Por fin empezó a generar datos…, pero las cosas que escupía eran absurdas. Frases como «profunda vaca de verde noche» o «irascible pollo de cristal».
—¿Le encuentras algún sentido? —le preguntó a Faraday, que negó con la cabeza, triste.
—No creo que los segadores fundadores fueran tan obtusos como para crear un código complejo y después recompensar al decodificador con acertijos sin sentido. Ya tenemos el acertijo de la canción. Un código debería ser más directo.
Cuando el ordenador les soltó «vuelo de la victoria de berenjena paraguas» tuvieron que reconocer otro fracaso.
—Cuanto más se analiza el azar, más falsa apariencia de diseño tienen las coincidencias —declaró Faraday.
De todos modos, la palabra vuelo se quedó grabada en la cabeza de Munira. Sí, era aleatoria, pero a veces la aleatoriedad conducía a instantes de increíble serendipia y a descubrimientos trascendentales.
La sala de los mapas de la biblioteca no tenía mapas, en realidad, sino que en su centro daba vueltas una Tierra holográfica. Tras unos cuantos toques y movimientos de la pantalla de control se podía agrandar cualquier zona del globo para estudiarla y visualizar cualquier era hasta retrotraerse a los tiempos de Pangea. Munira llevó al segador a la sala de mapas en cuanto llegó, a la noche siguiente, aunque no le explicó por qué.
—Sígame la corriente —le dijo.
De nuevo, él expresó una extraña combinación de exasperación e infinita paciencia mientras la seguía hasta la habitación. La joven toqueteó los controles y el globo cambió. Ahora parecía una bola holográfica de lana negra, de tres metros de diámetro.
—¿Qué estoy mirando? —preguntó Faraday.
—Rutas de vuelo —respondió ella—. Los últimos cincuenta años de viaje aéreo, cada vuelo representado por una línea de una miera de grosor. —Dio la orden al programa para que hiciera rotar el planeta—. Dígame lo que ve.
El hombre le lanzó una miradita de fastidio inocente, algo molesto porque ella hiciera de mentora, pero le siguió la corriente, como le había pedido.
—Los vuelos son más densos alrededor de los principales centros de población.
—¿Qué más?
Faraday se hizo con los controles y movió el planeta para ver los polos, donde unos pequeños puntos blancos asomaban como el dibujo de ceras de un niño.
—El tráfico aéreo transcontinental sigue siendo bastante intenso sobre el Polo Norte, aunque hay menos vuelos sobre la Antártida, a pesar de contar con muchas regiones asentadas en la zona.
—Siga mirando.
El segador devolvió su inclinación normal al globo terráqueo y aumentó la velocidad de su rotación.
Finalmente, lo detuvo sobre el océano Pacífico.
—¡Ahí! Una zona azul…
—¡Bingo! —exclamó Munira. Quitó las rutas de vuelo y amplió un pequeño punto en el mar.
—Ningún avión ha sobrevolado esa zona del Pacífico en los cincuenta años que he estudiado. Apostaría lo que fuera a que ningún avión ha cruzado ese espacio aéreo desde que se fundó la Guadaña.
Las islas de Micronesia estaban al oeste del lugar y Hawai, al este. Pero el punto en sí no era más que mar abierto.
—Interesante… —dijo el segador Faraday—. Un punto ciego.
—Y, si lo es, se trata del más grande del mundo. Y somos los únicos que lo conocen…