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¿Cuántos perduranos hacen falta para cambiar una bombilla?
No necesitaron alarma a la mañana siguiente. Los gemidos de angustia y furia de Goddard bastaban para despertar a los cribados.
—¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando? —preguntó la segadora Rand, que fingía haber estado durmiendo cuando empezó la diatriba de Goddard. Lo cierto era que no había dormido nada. Se había pasado la noche entera despierta, esperando. Escuchando. Pendiente de oír en cualquier momento el ruido distante de la huida de Rowan, aunque sólo fueran los golpes sordos de los guardias al caer al suelo. Pero era bueno. Demasiado bueno para hacer ruido, de la clase que fuera.
Los dos guardias yacían morturientos junto a la puerta del sótano y la puerta principal estaba abierta en una mueca burlona. Rowan llevaba varias horas desaparecido.
—¡Nooo! —gimió Goddard—. ¡No es posible! ¿Cómo ha podido pasar? ¡Estaba desquiciado! ¡Era algo glorioso!
—No me preguntes, que no es mi casa —dijo Rand—. Quizás haya una puerta secreta de la que no teníamos noticia.
—¡Brahms! —Se volvió hacia el hombre, que acababa de salir de su dormitorio—. ¡Me dijiste que el sótano era seguro!
Brahms miró a los guardias sin poder creérselo.
—¡Lo es! ¡Lo era! ¡Sólo se puede salir o entrar con una llave!
—Entonces, ¿dónde está la llave? —preguntó la segadora Rand, con toda la naturalidad del mundo.
—Está justo a…
Sin embargo, dejó la frase a la mitad porque la llave no estaba colgada en la cocina, donde él señalaba.
—¡Estaba ahí! —insistió—. La dejé yo mismo después de bajar a echarle un vistazo anoche.
—Seguro que Brahms bajó con la llave… y Rowan se la quitó sin que se diera cuenta —sugirió Rand.
Goddard lo miró con rabia y el otro segador no pudo más que balbucear.
—Ahí tienes la respuesta —dijo Rand.
Entonces, la segadora vio cambiar la expresión de Goddard, que pareció robar el calor y la luz del cuarto. Ayn sabía lo que significaba y dio un paso atrás mientras el otro se acercaba a Brahms, que levantó las manos intentando calmarlo.
—Robert, por favor… ¡Seamos racionales!
—¿Racionales, Brahms? ¡Ya te daré yo a ti racionalidad!
Entonces se sacó un cuchillo de entre los pliegues de la túnica y se lo clavó en el corazón, para después sacarlo con un cruel giro de muñeca.
Brahms cayó sin dejar escapar ni un grito.
Rand estaba sorprendida, aunque no horrorizada. Por lo que a ella concernía, se trataba de un desenlace muy afortunado.
—Enhorabuena, acabas de romper el séptimo mandamiento de los segadores —comentó.
Por fin la ira de Goddard empezó a perder fuelle.
—Este maldito cuerpo impulsivo…
Pero Rand sabía que el asesinato de Brahms había sido cosa de su cabeza y no de su corazón.
El segador empezó a dar vueltas con urgencia mientras tramaba un plan.
—Avisaremos a la Guardia del Dalle de la huida del chico. Ha matado a los guardias… Podemos decirle que también ha matado a Brahms.
—¿En serio? —repuso Ayn—. ¿El día que se celebra el proceso piensas avisar a los verdugos mayores de que no sólo has traído en secreto a la isla a un criminal buscado, sino que encima lo has dejado escapar?
Goddard gruñó al darse cuenta de que debía mantener en secreto todo el asunto.
—Esto es lo que haremos —dijo Rand—. Esconderemos los cadáveres en el sótano y nos encargaremos de ellos después de la investigación. Si no los llevan a un centro de reanimación, nadie se enterará de lo que les ha pasado, lo que significa que sólo tú y yo sabremos que Rowan Damisch ha estado aquí.
—¡Se lo dije a Xenocrates! —chilló Goddard.
Rand se encogió de hombros.
—¿Y? Era un farol. Estabas jugando con él. ¡No le extrañará!
El segador lo sopesó todo y, al final, asintió para aceptar el resumen de Rand.
—Sí, tienes razón, Ayn. Tenemos cosas más urgentes de las que ocuparnos que unos cuantos cadáveres.
—Olvídate de Damisch. Todo seguirá adelante sin él.
—Sí. Es verdad. Gracias, Ayn.
Entonces las luces parpadearon y Goddard sonrió.
—¿Has visto eso? La recompensa a nuestros esfuerzos. ¡Será un gran día!
Dejó a Rand para encargarse de los cadáveres, y ella los arrastró hasta el sótano y limpió los reveladores rastros de sangre.
Desde el momento en que le dijo a Rowan que acabara con los guardias era consciente de que aquellos hombres no podían volver. Morturientos tenía que ser muertos porque los guardias sabían que ella había sido la última en visitar a Rowan.
En cuanto a Brahms, no lamentaba su pérdida. No se le ocurría ningún otro segador más merecedor de la muerte.
Ya había saldado su deuda con Goddard y él ni siquiera lo sabía. No sólo eso, sino que ella se había hecho cargo de la situación. El segador no se daba cuenta de que acababa de cederle una considerable cantidad de poder al permitirle tomar las decisiones. Todo iba bien en el mundo, en opinión de la honorable segadora Ayn Rand, y prometía ir a mejor.
Resultaba halagador que Rand pensara que Rowan era capaz de escapar de la isla, aunque la mujer le concedía demasiado mérito. Era listo, sí, puede que incluso ingenioso…, pero no tenía los poderes mágicos necesarios para salir de Perdura sin ayuda. O quizás a la segadora le daba igual que lo capturasen, siempre que no fuera Goddard.
Perdura estaba aislada: la tierra firme más cercana era Bermudas y esa isla se encontraba a más de mil quinientos kilómetros. Todos los aviones, barcos y submarinos eran embarcaciones privadas de algún segador. Incluso al alba, el puerto deportivo y la pista de aterrizaje bullían de actividad, además de contar con una importante presencia de miembros de la Guardia del Dalle. Había más seguridad que en el cónclave. Nadie entraba ni salía de Perdura sin que examinaran a fondo su documentación, ni siquiera los segadores. En cualquier otra parte del planeta, el Nimbo conocía a todo el mundo en cualquier momento, así que las medidas de seguridad eran mínimas; la Guadaña era un tema distinto. Los controles de seguridad a la antigua usanza eran la norma.
Podría haberse arriesgado, podría haber buscado el momento para esconderse de polizón, pero el instinto le decía que no lo hiciera, y por un buen motivo.
«Tienes que marcharte de Perdura antes de la investigación».
Las palabras de la segadora Rand se le habían quedado grabadas, junto con la urgencia con la que las había pronunciado.
«Si pierde, será peor».
¿Qué sabía ella que Rowan no supiera? Si algo oscuro acechaba aquel día, no podía marcharse sin más. Tenía que encontrar el modo de avisar a Citra.
Así que, en vez de aprovechar su huida, dio media vuelta y se dirigió a la zona más poblada de la isla. Encontraría a Citra y le contaría que Goddard tenía un plan secreto. Después del proceso, ella lo ayudaría a salir de la isla, delante de las narices de Curie, si era preciso, aunque sospechaba que la Gran Dama de la Muerte no lo entregaría a los verdugos mayores como Goddard había planeado hacer. Por supuesto, también podría expulsarlo de una patada de su avión en marcha, pero mejor eso que enfrentarse a la Guadaña. Al alba, la segadora Anastasia yacía despierta en una lujosa cama que debería haberle proporcionado una buena noche de sueño, pero, como la segadora Rand, ni toda la comodidad del mundo la habría ayudado a dormir. Ella era la que había solicitado aquel proceso, lo que significaba que tendría que comparecer ante los verdugos mayores del Consejo Mundial y defender su caso. El segador Cervantes y Marie la habían entrenado bien. A pesar de que Anastasia no era una oradora, sí que podía resultar convincente por su pasión y su lógica. Si conseguía salirse con la suya, pasaría a la historia como la segadora que evitó el regreso de Goddard.
«No debemos subestimar la importancia de eso», le había dicho Marie, por si la presión no fuera ya suficiente.
Al otro lado de su ventana submarina, un hipnótico banco de pececitos plateados nadaba a toda velocidad de un lado a otro, como una cortina en movimiento. Cogió la tablet de control para ver si podía aportar una nota de color a la escena ahora que había salido el sol, pero descubrió que se había quedado bloqueada. Otro fallo. No sólo eso, sino que se percató de que los pobres peces se habían que dado atrapados en un patrón perpetuo, condenados a realizar los mismos movimientos en zigzag, al menos hasta que arreglaran el fallo.
Pero no lo arreglarían.
Los problemas técnicos no hacían más que empeorar…
En la planta de procesamiento de la isla, el sistema de presión aumentaba y los técnicos no lograban averiguar la razón.
Bajo el nivel del mar, los enormes propulsores que evitaban que la isla se alejara flotando no dejaban de fallar, lo que hacía que la isla rotara lentamente y obligaba a los aviones que llegaban a abortar sus aterrizajes.
Y en el centro de comunicaciones, la conexión por satélite al continente empezaba a ser intermitente e interrumpía las conversaciones y las emisiones, para fastidio de la población de la isla.
En Perdura siempre habían tenido problemas con la tecnología. Lo más habitual era que se tratase de ligeras molestias que hacían que los segadores echaran de menos la participación del Nimbo. Por lo tanto, Perdura y los miembros de su población permanente eran frecuente objeto de burlas dentro de la comunidad de la Guadaña.
El aumento de las averías y de los problemas que no llegaban a averías había aumentado en los últimos tres meses, pero, como una langosta que se cuece en una olla de agua cada vez más caliente, la gente no terminaba de comprender la seriedad de la situación.