19
Las afiladas hojas de nuestras conciencias
Había transcurrido más de una semana desde su reunión con el segador Constantine y ni Citra ni Marie habían cribado a nadie. Al principio, la joven pensó que no le vendría mal un respiro de las cribas diarias. Nunca había disfrutado empuñando una hoja ni apretando un gatillo; nunca había disfrutado observando cómo se moría la luz de los ojos de una persona que ha tomado un veneno mortal, pero un trabajo como el de segadora cambiaba a cualquiera. A lo largo de aquel primer año de pertenencia de pleno derecho a la Guadaña, se había sometido con reticencia a la profesión que la había elegido. Cribaba con compasión, se le daba bien y empezaba a enorgullecerse de ello.
Tanto Citra como Marie se pasaban cada vez más tiempo escribiendo sus diarios de criba; aunque, sin la criba en sí, había menos que escribir. Seguían «deambulando», como lo llamaba Marie, saltando de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, procurando no permanecer más de dos días seguidos en el mismo sitio y no planear adonde irían después hasta que hacían la maleta. Citra descubrió que su diario empezaba a parecerse a un diario de viaje.
Sobre lo que no escribía era sobre el impacto físico negativo que el tiempo de ocio parecía estar teniendo en la segadora Curie. Sin la caza diaria para mantenerla alerta, se movía más despacio por las mañanas, sus pensamientos parecían divagar cuando hablaba y siempre estaba cansada.
—Tal vez haya llegado el momento de reiniciar el contador —le comentó a Citra.
Era la primera vez que Marie mencionaba el reinicio. La joven no sabía qué pensar.
—¿Hasta qué edad retrocederías? —le preguntó.
La segadora Curie fingió meditarlo, como si no hubiera estado pensando en ello durante un tiempo.
—Quizás hasta los treinta o los treinta y cinco.
—¿Seguirías llevando el pelo plateado?
—Por supuesto —respondió, sonriendo—. Es la marca de la casa.
Citra no conocía a nadie cercano que hubiera reiniciado el contador. Había algunos críos en el instituto cuyos padres cambiaban de edad constantemente, según les convenía. Había tenido a un profesor en el instituto que regresó después de un largo fin de semana y estaba irreconocible: había vuelto a los veintiún años y las otras chicas de la clase, entre risitas nerviosas, comentaban lo bueno que estaba. A Citra le ponían los pelos de punta. Aunque retroceder hasta los treinta años no habría cambiado tanto a la segadora Curie, le resultaría desconcertante. A pesar de saber que estaba siendo egoísta, le dijo:
—Me gustas tal y como eres ahora.
Marie sonrió y respondió:
—Quizá me espere hasta el año que viene. Una edad física de sesenta es un buen momento para reiniciar. Tenía sesenta la última vez que lo hice.
Sin embargo, les quedaba por delante un juego que quizá les insuflara vida de nuevo a las dos. Tres cribas, y todas durante la estación del Mes de las Luces y las Fiestas de Antaño; como los tres fantasmas de las Navidades pasadas, presentes y futuras, olvidados casi por completo en los tiempos posmortales. El espíritu del pasado significaba poco cuando los años no estaban contados, sino nombrados. Y para la gran mayoría de la población el futuro no era más que una continuación inalterable del presente, así que aquellos espíritus no tenían sitio al que ir, salvo al olvido.
—¡Cribas de fiesta! —canturreó Marie—. ¿Qué puede ser más «de antaño» que la muerte?
—Si digo que lo estoy deseando, ¿es que soy una persona horrible? —preguntó Citra, más para sí que a Marie. Por mucho que se dijera que en realidad estaba deseando hacer salir a la luz a su atacante, habría sido mentira.
—Eres una segadora, querida. No seas tan dura contigo misma.
—¿Estás diciendo que el segador Goddard tenía razón? ¿Que, en un mundo perfecto, incluso los segadores deberían disfrutar con lo que hacen?
—¡Por supuesto que no! —exclamó Marie con la indignación correcta—. El simple placer de ser buena en lo que haces es muy distinto a regodearse arrebatando vidas. —Después examinó a Citra con detenimiento, le sostuvo las manos con cariño y añadió—: El mero hecho de que te atormente esa pregunta significa que eres de verdad una segadora honorable. Protege tu conciencia, Anastasia, y nunca permitas que languidezca. Es la posesión más preciada de un segador.
La primera criba de las tres de la segadora Anastasia fue una mujer que había decidido despachurrarse desde el edificio más alto de Fargo, que no era precisamente conocido por la altura de sus edificios. Aun así, cuarenta plantas era más que suficiente.
El segador Constantine, media docena de segadores y toda una falange de la Guardia del Dalle estaban escondidos en lugares estratégicos de la azotea, además de por el resto del edificio y las calles circundantes. Esperaban, alerta, que se desarrollara una trama homicida más allá de la trama homicida ya planeada.
—¿Dolerá, su señoría? —preguntó la mujer al mirar abajo desde el borde del tejado helado y barrido por el viento.
—No creo —respondió la segadora Anastasia—. Y, si duele, será una fracción de segundo.
Para que fuera una criba oficial, la mujer no podía saltar sola: Anastasia debía empujarla. Curiosamente, a Citra le resultaba más desagradable tirarla del tejado que cribarla con un arma. Le recordaba aquella horrible ocasión en la que, de pequeña, había empujado a otra chica delante de un autobús. Por supuesto, a la chica la habían reanimado y, en un par de días, estaba de vuelta en clase como si no hubiera pasado nada. Pero esta vez no habría reanimación.
La segadora hizo lo que tenía que hacer. La mujer murió siguiendo el programa, sin fanfarria ni incidentes, y su familia besó el anillo de Anastasia y aceptó solemnemente su año de inmunidad. Citra estaba tan aliviada como decepcionada de que nadie hubiera aparecido de repente para enfrentarse a ella.
La siguiente criba de la segadora Anastasia, un par de días después, no fue tan sencilla.
—Quiero que me cace con una ballesta —le dijo el hombre de Brew City—. Quiero que me persiga desde el alba hasta el ocaso por los bosques cercanos a mi hogar.
—¿Y si sobrevive a la caza sin que lo cribe?
—Saldré del bosque y permitiré que lo haga. Pero, por sobrevivir todo el día, mi familia recibirá dos años de inmunidad, en vez de uno.
Anastasia asintió para dar su aprobación con el aire estoico y formal aprendido de Curie. Se estableció un perímetro para marcar los límites dentro de los cuales podía esconderse el hombre. De nuevo, el segador Constantine y su equipo supervisaron la zona por si aparecían intrusos o se producía cualquier actividad nefaria.
El hombre creía que sería rival para Citra. No lo era. Lo localizó y lo derribó en menos de una hora. Una única flecha en el corazón. Fue piadoso, como todas las cribas de la segadora Anastasia. Estaba muerto antes de golpear el suelo. No obstante, aunque no había durado todo el día, concedió a su familia los dos años de inmunidad. Sabía que le harían pagar por ello en el cónclave, pero le daba igual.
Durante toda la criba, no hubo ni rastro de trama ni conspiración contra ella.
—Deberías sentirte aliviada, no decepcionada —le dijo la segadora Curie aquella noche—. Probablemente signifique que yo era el único objetivo y que puedes estar tranquila.
Pero estaba claro que Marie no lo estaba, y no sólo porque fuera el objetivo más probable.
—Temo que esto vaya más allá de una vendetta contra mí o contra ti —le confesó—. Vivimos tiempos convulsos, Anastasia. Hay demasiada violencia. Echo de menos aquella época sencilla y clara en la que los segadores no teníamos nada que temer más que a las afiladas hojas de nuestras conciencias. Ahora nos acechan enemigos por doquier.
Citra sospechaba que había verdad en sus palabras. El ataque que habían sufrido era un pequeño hilo en un tapiz mucho mayor que no se veía desde donde estaban. No podía evitar la sensación de que algo enorme y amenazador estaba a la vuelta de la esquina.
—He establecido contacto.
El agente Traxler arqueó una ceja.
—Cuenta, Greyson, por favor.
—No me llames así, por favor. Llámame Slayd. Me resulta más sencillo.
—De acuerdo, pues, Slayd, háblame de ese contacto tuyo.
Hasta aquel día, sus reuniones semanales de la condicional habían transcurrido sin novedades. Greyson informaba sobre lo bien que se adaptaba a ser Slayd Bridger y lo eficaz que estaba siendo su infiltración en la cultura indeseable local. «No son tan malos —le había contado—. Por lo general».
A lo que Traxler había respondido: «Sí, he llegado a descubrir que, a pesar de su actitud, los indeseables son inofensivos. Por lo general».
Curioso, entonces, que los que atrajeran a Greyson fueran, precisamente, los menos inofensivos. La menos inofensiva. Pureza.
—Hay una persona —le contó a Traxler—. Esta persona me ha ofrecido un trabajo. Todavía desconozco los detalles, pero sé que viola la ley del Nimbo. Creo que hay un grupo de gente que opera en un punto ciego.
Traxler no tomó notas. No escribió nada. Nunca lo hacía. Pero siempre escuchaba con atención.
—Esos puntos ya no son ciegos porque alguien observa. Y bien, ¿tiene nombre esa persona?
Greyson vaciló.
—Todavía no lo he averiguado —mintió—. Aunque lo más importante es la gente que conoce esa chica.
—¿Chica? —preguntó Traxler arqueando de nuevo la misma ceja, y Greyson se maldijo en silencio. Estaba intentando con todas sus fuerzas no revelar nada de ella, ni siquiera su género, pero ya lo había soltado y no había marcha atrás.
—Sí. Creo que tiene contactos con personajes bastante turbios, pero todavía no me he reunido con ellos. Son los que deberían preocuparnos, no ella.
—Yo tomaré esa decisión —le aseguró Traxler—. Mientras tanto, a ti te corresponde meterte hasta el fondo.
—Estoy metido hasta el fondo.
—Pues métete más —repuso Traxler, mirándolo a los ojos.
Greyson descubrió que, cuando estaba con Pureza, no pensaba ni en Traxler ni en su misión; sólo pensaba en ella. No cabía duda de que estaba involucrada en una actividad criminal, y no sólo de mentirijilla, como la mayoría de los indeseables, sino de verdad.
Pureza conocía muchas formas de esconderse del Nimbo, y se las enseñó a Greyson.
—Si el Nimbo supiera todo lo que hago, me reubicaría, como hizo contigo —le contó la chica—. Después alteraría mis nanobots para que sólo pensara en cosas bonitas. Quizás incluso reemplazara mi memoria por completo. El Nimbo me curaría. Pero no quiero que me curen. Quiero ser peor que indeseable; quiero ser mala. Mala hasta la médula.
Nunca había pensado en el Nimbo desde la perspectiva de un indeseable irredento. ¿Era malo que rehabilitara a las personas de dentro a fuera? ¿Debían tener las personas malas la libertad de serlo, sin redes de seguridad? ¿Eso era Pureza? ¿Mala? No encontró respuestas a las preguntas que le daban vueltas por la cabeza.
—¿Y tú qué, Slayd? —le preguntó ella—. ¿Quieres ser malo?
Sabía cuál era la respuesta el noventa y nueve por ciento del tiempo. Sin embargo, cuando estaba entre sus brazos y todo su cuerpo gritaba con la sensación de estar con ella, en aquel momento en que su conciencia diamantina pasaba a ser de jade, su respuesta, era un rotundo «sí».
La tercera criba de la segadora Anastasia fue la más complicada de todas. El sujeto era un actor que se llamaba sir Albin Aldrich. El «sir» era un título ficticio, dado que ya no se nombraba caballero a nadie, pero sonaba mucho más impresionante para un actor de formación clásica. Citra conocía su profesión al elegirlo y sospechaba que querría un fin dramático, cosa que estaba más que dispuesta a proporcionarle… Pero su petición le sorprendió hasta a ella.
—Quiero que me cribe como parte de la representación de Julio César, de Shakespeare, en la que yo interpretaré el papel protagonista.
Al parecer, el día después de seleccionarlo para la criba, su compañía de teatro y él habían abandonado el espectáculo que ensayaban hasta entonces para preparar una única representación de la famosa tragedia de la edad mortal.
—La obra tiene poco significado en nuestros tiempos, su señoría —le explicó—, pero si César no sólo finge morir, sino que muere cribado y el público es testigo…, quizás el drama les llegue dentro, como debía de ocurrir en la Era de la Mortalidad.
El segador Constantine se enfureció cuando Citra le explicó la petición.
—¡De ninguna manera! ¡Entre el público podría esconderse cualquiera!
—Exacto. Y todos los presentes serán trabajadores de la compañía o gente que ha comprado la entrada. Lo que significa que puede investigar a cada uno de ellos antes de la noche de la representación. Así sabrá si hay alguien que no debería estar allí.
—Tendré que doblar el contingente de guardias encubiertos. ¡A Xenocrates no le va a gustar!
—Si cazamos al culpable, estará encantado —repuso Citra, y Constantine no pudo rebatírselo.
—Si seguimos adelante con esto, le dejaré claro al sumo dalle Xenocrates que fue ante su insistencia, segadora. Si fracasamos y su vida acaba, la culpa será suya y sólo suya.
—Puedo vivir con eso.
—No —puntualizó él—. No puede.
—Tenemos un trabajo —le dijo Pureza a Greyson—. La clase de trabajo que has estado buscando. No es del todo como tirarse de una catarata en balsa, pero será emocionante y dejará un legado inolvidable.
—Era un flotador, no una balsa —la corrigió—. ¿Qué clase de trabajo?
Descubrió que sentía curiosidad. Se había acostumbrado al patrón de su vida, a pasar los días moviéndose por los círculos indeseables y las noches, con Pureza. Ella era una fuerza de la naturaleza, tal como era la naturaleza en los viejos tiempos. Un huracán antes de que el Nimbo aprendiera a dispersar su poder devastador. Un terremoto antes de que aprendiera a redistribuir su violenta descarga en mil pequeños temblores. Era el mundo sin domar… y aunque Greyson sabía que le estaba concediendo una grandeza absurda, se lo permitió porque, últimamente, se lo permitía todo. ¿Cambiaría eso con el nuevo trabajo? El agente Traxler le había pedido que se metiera más. Ahora estaba tan metido en su propia indeseabilidad que no estaba seguro de querer salir a respirar aire fresco.
—Vamos a liarlo todo, Slayd —le dijo la chica—. Vamos a marcar el mundo, como hacen los animales, y a dejar un rastro que nunca desaparecerá.
—Me gusta, pero todavía no me has contado lo que vamos a hacer.
Entonces, ella sonrió. No se trataba de su sonrisa habitual, sino de algo mucho más amplio y mucho más aterrador. Mucho más seductor.
—Vamos a matar a un par de segadoras.