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El destino de los corazones perdurables

Goddard observó desde arriba cómo devoraban a los verdugos mayores y disfrutó a vista de pájaro de su gran triunfo. Tal como Curie había podado la madera muerta de la civilización occidental en los primeros días, Goddard se había librado de otro órgano de gobierno arcaico. No habría más verdugos mayores. Ahora todas las regiones serían autónomas y ya no tendrían que responder ante una autoridad superior que les impusiera una letanía de interminables reglas restrictivas.

Por supuesto, a diferencia de Curie, sabía que no era buena idea atribuirse el mérito. Porque, aunque muchos segadores lo alabarían por haberse librado de los verdugos, el mismo número de ellos lo condenaría. Lo mejor era dejar que el mundo pensara que se trataba de un horrible accidente. Uno inevitable, en realidad. Al fin y al cabo, Perdura llevaba varios meses experimentando una serie de averías. Por supuesto, todas esas averías las había creado el equipo de ingenieros y programadores que había reunido él mismo. No obstante, nadie lo sabría nunca porque los había cribado a todos. Lo mismo que haría con el piloto después de que los llevara al barco que los esperaba a ochenta kilómetros de allí.

—¿Qué se siente al cambiar el mundo? —le preguntó Ayn.

—Como si me hubieran quitado un peso de encima. La verdad es que hubo un momento en que pensé en salvarlos de verdad. Pero el momento pasó.

Bajo ellos, toda la cámara estaba ya bajo el agua.

—¿Qué saben en el continente? —preguntó Rand.

—Nada. Bloqueamos las comunicaciones en cuanto entramos en la cámara. No quedará registro alguno de su decisión.

Mientras Goddard miraba la isla y veía el pánico en las calles, cayó en la gravedad de la situación de abajo.

—Creo que quizá nos hayamos pasado en nuestro celo —dijo mientras se elevaban por encima de las tierras bajas inundadas—. Me temo que quizás hayamos hundido Perdura.

Rand se rio con ganas.

—¿Y te das cuenta ahora? Creía que formaba parte del plan.

Goddard había lanzado unos cuantos palos a las ruedas que hacían funcionar los distintos sistemas que mantenían la isla operativa y a flote. La intención era desbaratarla el tiempo necesario para derribar a los verdugos mayores. Sin embargo, si Perdura se hundía y devoraban a algunos supervivientes, sería mucho mejor para él. Significaría que no tendría que volver a enfrentarse a Curie y Anastasia. Ayn lo había entendido antes que él, lo que le dejaba claro lo valiosa que era. Y esa idea también le inquietaba.

—Sácanos de aquí —le dijo al piloto, y no dedicó ni un pensamiento más al destino de la isla.

—Podemos subir a una de las torres —dijo Citra—. Si hay un helicóptero, habrá más. Cualquier rescate posible vendrá del cielo.

Y aunque los tejados estaban ya llenos de gente que había pensado lo mismo, Rowan respondió:

—Buena idea.

Curie se detuvo. Miró hacia el puerto y las calles que se inundaban a su alrededor. Después miró a las azoteas, respiró hondo y dijo:

—Tengo una idea mejor.

En la sala de control de flotabilidad, la ingeniera y todos los demás que lanzaban órdenes al técnico se habían ido.

—Voy a por mi familia y a salir de esta isla antes de que sea demasiado tarde —había dicho la mujer—. Os sugiero a todos que hagáis lo mismo.

Pero, por supuesto, ya era demasiado tarde. El técnico se quedó al mando del fuerte, contemplando la barra de progreso de su pantalla, que se iluminaba poco a poco a medida que el sistema seguía con el reinicio… y sabiendo que, cuando terminara, Perdura ya no existiría. Aun así, se aferraba a la esperanza de que quizá, sólo por una vez, el sistema recibiera un inesperado aumento de velocidad de procesamiento y completara el trabajo a tiempo.

Cuando su reloj del juicio final marcó cinco minutos de más, tuvo que rendirse. Aunque el sistema regresara y las bombas empezaran a vaciar los tanques, ya daba igual. Tenían flotabilidad negativa, y las bombas no iban a expulsar el agua a la velocidad que necesitaba Perdura para evitar su destino. Rowan había sabido incluso antes de que la ballena destrozara el puerto que no había esperanza alguna de subir a las embarcaciones. Si Perdura se hundía de verdad, no quedaba ningún medio convencional para salir de ella.

Por otro lado, tenía que creer que había algún medio poco convencional. Quería creer que era lo bastante listo para encontrarlo, aunque, con cada minuto que pasaba, más se hacía a la idea de que no lo era.

Pero no se lo diría a Citra. Si sólo les quedaba la esperanza, no quería robársela. Que la mantuviera hasta que se secara el último pozo.

Junto con muchas otras personas, salieron corriendo del puerto que se sumergía rápidamente. Entonces, alguien se les acercó. Era la mujer que había confundido a Rowan con el segador cuya túnica había robado.

—¡Sé quién eres! —dijo demasiado alto—. ¡Eres Rowan Damisch! ¡Eres al que llaman segador Lucifer!

—No sé de qué me hablas. El segador Lucifer viste de negro.

Pero no había forma de convencer a la mujer… y ahora los miraba más gente.

—¡Ha sido él! ¡Él ha matado a los verdugos mayores!

La multitud repetía la noticia como un eco.

—¡El segador Lucifer! ¡Ha sido el segador Lucifer! ¡Es culpa suya!

Citra lo agarró.

—¡Tenemos que salir de aquí! La muchedumbre está ya descontrolada; si saben quién eres, ¡te van a destrozar!

Huyeron de la mujer y de la multitud.

Se acercó a las ventanas, desde las que se veía el dramático paisaje del ojo de la isla y su complejo. El complejo ya había desaparecido, junto con los verdugos mayores. Por debajo de su ventana, la amplia avenida que recorría el anillo interior se había inundado por completo mientras el ojo se derramaba en ella. Las pocas personas que quedaban en la calle intentaban ponerse a salvo, lo que, llegados a ese punto, era poco menos que una fantasía.

Él no estaba dispuesto a fantasear con sobrevivir al hundimiento de Perdura. Así que regresó a su cuadro de mandos, puso música y observó cómo el inservible contador de reinicio del sistema pasaba del diecinueve al veinte por ciento.

La segadora Curie corría por las calles, en las que el agua llegaba ya a la altura de los tobillos y seguía subiendo, dándole una patada de camino a un tiburón que había llegado hasta allí.

—¿Adonde vamos? —preguntó Anastasia.

Si Marie tenía un plan, no lo explicaba y, la verdad, la joven empezaba a creer que el plan no existía. No había forma de sobrevivir. No había forma de salir de la isla. Pero no se lo diría a Rowan. No deseaba robarle la esperanza.

Se metieron en un edificio a una manzana del anillo interior. A Anastasia le resultaba familiar, aunque, con la conmoción, no lo ubicaba. El agua entraba por la puerta principal y bajaba a los niveles inferiores. Marie subió las escaleras y se detuvo en la puerta de la segunda planta.

—¿Me vas a decir ya adonde vamos?

—¿Confías en mí?

—Por supuesto que confío en ti, Marie.

—Entonces, se acabaron las preguntas.

Empujó la puerta y, por fin, Anastasia supo dónde estaban: habían accedido al Museo de la Guadaña por una puerta lateral. Estaban en la tienda de regalos que había visto durante la visita. Allí ya no quedaba nadie; los cajeros habían abandonado sus puestos hacía rato.

Marie puso la palma de la mano en una puerta.

—Como suma dalle, ahora debería tener permiso para esto. Esperemos que el sistema lo haya registrado.

Escanearon su palma, y la puerta que tenían delante se abrió para enseñarles la pasarela que conducía a un enorme cubo de acero suspendido magnéticamente dentro de un cubo de acero aún mayor.

—¿Qué lugar es este? —preguntó Rowan.

—Se llama Cámara de las Reliquias y los Futuros —respondió Marie mientras corría por la pasarela—. Deprisa, no queda mucho tiempo.

—¿Por qué estamos aquí, Marie? —preguntó Anastasia.

—Porque todavía queda un modo de salir de la isla. ¿No te he dicho que no me hagas más preguntas?

La cámara tenía el mismo aspecto del día anterior, durante la visita privada de las dos segadoras. Las túnicas de los fundadores. Los miles de gemas de segador que cubrían las paredes.

—Por allí —dijo Marie—. Detrás de la túnica del dalle supremo Prometheus. ¿Lo ves?

Anastasia se asomó detrás de la túnica.

—¿Qué estamos buscando?

—Lo sabrás cuando lo veas.

Rowan se unió a ella, aunque no había nada detrás de las túnicas. Ni siquiera polvo.

—Marie, ¿no nos das ni una pista?

—Lo siento, Anastasia, lo siento por todo.

Y cuando la joven miró atrás, Curie ya no estaba. ¡Y la puerta de la cámara se cerraba con ellos dos dentro!

—¡No!

Rowan y ella corrieron hacia la puerta, pero, cuando llegaron, ya se había cerrado. Oyeron el chirrido del mecanismo de bloqueo cuando Curie los selló.

Anastasia golpeó la puerta gritando el nombre de Curie. Maldiciéndolo. La golpeó hasta que se magulló los puños. Ahora tenía los ojos llenos de lágrimas y no intentaba reprimirlas ni ocultarlas.

—¿Por qué ha hecho eso? ¿Por qué nos ha dejado aquí?

Y Rowan respondió con calma:

—Creo que lo sé…

Después la apartó con delicadeza de la puerta sellada de la cámara y la giró para que lo mirase.

Ella no quería mirarlo. No quería verle los ojos porque ¿y si en ellos encontraba también la traición? Si Marie era capaz de traicionarla, cualquiera podía. Incluso Rowan. Pero cuando por fin lo miró a los ojos, no había traición en ellos. Sólo aceptación. Aceptación y comprensión.

—Citra —le dijo con calma, con sencillez—, vamos a morir.

Y aunque Citra quería negarlo, sabía que era cierto.

—Vamos a morir —repitió él—, pero nuestra vida no se acaba.

Ella se apartó de él.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo vamos a conseguirlo? —preguntó con una amargura tan corrosiva como el ácido que casi la había matado.

Aun así, Rowan, maldito fuera, no perdió la calma.

—Estamos en una cámara hermética suspendida dentro de otra cámara hermética. Es como… como un sarcófago dentro de una tumba.

Aquello no la consolaba.

—¡Que, dentro de unos minutos, estará en el fondo del océano! —le recordó.

—Y la temperatura del agua a gran profundidad es la misma en todo el mundo. Pocos grados por encima de la congelación.

Y, entonces, por fin lo entendió. Todo. La dolorosa elección que acababa de tomar Curie. El sacrificio que había hecho por salvarlos.

—Vamos a morir, pero el frío nos conservará… —dijo.

—Y el agua no entrará.

—Y, algún día, ¡alguien nos encontrará!

—Exacto.

Intentó asimilarlo. Aquel nuevo destino, aquella nueva realidad era terrible y, sin embargo, ¿cómo podía haber tanta esperanza en algo tan horrible?

—¿Cuánto tiempo? —preguntó.

Él miró a su alrededor.

—Creo que el frío nos matará antes de que el aire…

—No —lo interrumpió ella, porque eso ya estaba superado—, me refiero a cuánto tiempo supones que estaremos aquí.

Rowan se encogió de hombros, como ella sabía que haría.

—Un año. Diez años. Cien. No lo sabremos hasta que nos revivan.

Ella lo abrazó y él la apretó con fuerza. En los brazos de Rowan descubrió que ya no era la segadora Anastasia, sino de nuevo Citra Terranova. Era el único lugar del mundo en el que todavía podía ser quien antes era. Estaban unidos desde el instante en que iniciaron juntos el noviciado. El uno contra el otro. Los dos contra el mundo. En sus vidas, todo lo definía ese binario. Si tenían que morir allí para vivir, no habría sido lógico que fuera separados.

A Citra se le escapó una carcajada, como si fuera una tos repentina e inesperada.

—Esto no estaba en mis planes para el día.

—¿En serio? En los míos sí. Tenía todas las razones del mundo para pensar que moriría hoy.

Cuando las calles que rodeaban el ojo de la isla se sumergieron, todo empezó a ir muy deprisa. Planta tras planta, las torres de la ciudad se hundieron bajo la superficie. La segadora Curie, satisfecha de haber hecho lo necesario por Anastasia y Rowan, subió corriendo las escaleras de la torre de los fundadores, que era el edificio más alto de la ciudad, mientras oía las ventanas romperse y el agua que entraba en tromba e inundaba la torre a toda prisa. Por fin, salió a la azotea.

Allí había docenas de personas, de pie en el helipuerto, mirando arriba, esperando contra toda esperanza un rescate que llegaría del cielo, porque todo había sucedido demasiado rápido para aceptarlo. Miró por el lateral del edificio y vio las torres más bajas desaparecer en las borboteantes aguas. Ya sólo quedaban las siete torres de los verdugos mayores y la torre de los fundadores, a la que todavía le quedaban unas veinte plantas para desaparecer.

No le cabía duda de lo que tenía que hacer. Unas doce personas de las reunidas eran segadores. A ellos se dirigió al hablar.

—¿Somos ratas o somos segadores?

Todos se volvieron hacia ella al reconocerla. Al darse cuenta de quién era, porque todos conocían a la Gran Dama de la Muerte.

—¿Cómo abandonaremos este mundo? —les preguntó—. ¿Y qué solemne servicio prestaremos a los que deben abandonarlo con nosotros? —Entonces sacó una daga y agarró al civil que tenía más cerca. Era una mujer que podía haber sido cualquiera. Le clavó la hoja bajo las costillas, directa al corazón. La mujer la miró a los ojos, y Curie dijo—: Espero que esto te consuele.

Y la mujer respondió:

—Gracias, segadora Curie.

Mientras dejaba reposar su cabeza en el suelo, los demás segadores siguieron su ejemplo y empezaron a cribar con tal compasión, corazón y amor, que reconfortaron a todos en sus últimos momentos y, al final, la gente los rodeó para pedir que la cribaran también.

Después, cuando sólo quedaron los segadores y el mar hervía a pocas plantas de distancia, Curie dijo:

—Terminad.

Fue testigo de cómo aquellos últimos segadores de Perdura invocaban el séptimo mandamiento y se cribaban, y después ella misma sostuvo la daga sobre su corazón. Era una sensación extraña e incómoda tener el mango al revés. Había vivido muchos años. Una vida completa. Se arrepentía de algunas cosas y se enorgullecía de otras. Ahora llegaba el momento de pagar por sus primeros actos, un pago que llevaba esperando todos estos años. Era casi un alivio. Lo único que habría deseado era estar presente cuando revivieran a Anastasia, cuando un día sacaran la cámara del lecho marino… Pero Marie tenía que aceptar que, pasara lo que pasara, pasaría sin ella.

Empujó la hoja hacia dentro, directa al corazón.

Cayó al suelo pocos segundos antes de que el mar se la llevara, aunque sabía que la muerte llegaría antes que el agua. Y la hoja le había dolido mucho menos de lo que se imaginaba, lo que le arrancó una sonrisa. Era buena. Era muy muy buena.

En la Cámara de las Reliquias y los Futuros, para Citra y Rowan el hundimiento de Perdura no era más que un suave movimiento descendente, como un ascensor al bajar. El campo de levitación magnética que mantenía el cubo suspendido amortiguaba la sensación de caer. Quizás incluso contaran con electricidad hasta llegar al fondo, ya que el campo magnético absorbía la fuerza del impacto en el lecho marino, tres kilómetros más abajo. Pero al final se iría la luz. El cubo interior se posaría en el suelo del otro cubo, y su superficie de acero les robaría todo el calor y los dejaría a temperatura terminal. Aunque no todavía.

Rowan examinó la cámara que los rodeaba y las lujosas túnicas de los fundadores.

—Eh —dijo—, ¿qué tal si tú eres Cleopatra y yo soy Prometheus?

Se dirigió al maniquí que lucía la túnica violeta y dorada del dalle supremo y se la puso. Estaba majestuoso, como si hubiera nacido para vestirla. Citra dejó caer su túnica al suelo, y él le echó sobre los hombros, con mucha delicadeza, la de la gran fundadora.

Para él, era una diosa. Lo único capaz de hacerle justicia habría sido el pincel de un artista de la edad mortal capaz de inmortalizar el mundo con una verdad y una pasión mayores de lo que la inmortalidad real podría.

Cuando la estrechó entre sus brazos, de repente dejó de importar lo que ocurría fuera de su diminuto universo sellado. En aquellos minutos terminales de sus actuales vidas, eran ellos dos solos rindiéndose por fin a su último acto, cerrando el círculo. Lo binario por fin se convertía en lo único.