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Humildes en nuestra arrogancia
El día del Cónclave de Invierno, el siete de enero del Año del Ave Rapaz, hacía una mañana helada pero sin viento. Se trataba de un frío natural; el Nimbo no se andaba con sistemas meteorológicos delicados para los segadores. A veces, estos se quejaban de lo poco oportuno del tiempo e insistían en que el Nimbo lo hacía por despecho, lo que era ridículo, pero algunas personas no podían evitar atribuirle defectos humanos.
La Guardia del Dalle contaba con una presencia mayor de lo normal en el Cónclave de Invierno. Su principal objetivo siempre había sido controlar a la multitud y asegurarse de que los segadores tuvieran el camino despejado por los escalones de piedra que daban al Parlamento. No obstante, esta vez las escaleras estaban flanqueadas por dos hileras de guardias, codo con codo, y el decepcionado público que se agolpaba detrás apenas podía vislumbrar a los segadores que pasaban.
Algunas personas se abrieron paso para sacar una foto o atreverse a tocar una túnica. Antes, a aquellos ciudadanos con exceso de entusiasmo los empujaban de vuelta a la muchedumbre con una mirada de desaprobación o una reprimenda. Aquel día, los guardias habían recibido órdenes de despacharles con una bala. El mensaje caló después de que se llevaran a unos cuantos morturientos a los centros de reanimación. Y así se mantuvo el orden.
Como con todo los demás, los segadores tenían sentimientos encontrados con respecto a las nuevas medidas de seguridad.
—No me gusta —gruñó el segador Salk—. ¿No debería esta gente tener al menos la oportunidad de contemplarnos en toda nuestra gloria, en vez de tan sólo blandiendo el arma que los criba?
El segador Brahms ofreció un contrapunto al sentimiento:
—Yo aplaudo la sabiduría de nuestro sumo dalle al dedicar más medios —proclamó—. Nuestra seguridad es primordial.
La segadora O’Keefe comentó que deberían construir un túnel para que los segadores entraran bajo tierra… Y, aunque lo decía con humor negro, el segador Carnegie afirmó que hacía años que no le oía una idea tan buena.
Surgieron discrepancias y sacaron las uñas incluso antes de entrar en el edificio.
—Cuando acabemos con el segador Lucifer, todo se arreglará y regresará a la normalidad —dijo más de uno, como si atrapar al justiciero de túnica negra fuera la solución a todos los problemas.
La segadora de turquesa intentó subir las escaleras con porte orgulloso al lado de Curie para ahuyentar a Citra Terranova de su vida mientras durara el día y permitirse ser Anastasia por dentro y por fuera. Oyó los rezongos sobre el segador Lucifer en su camino de ascenso, aunque aquello la descorazonó más que inquietarla. Rowan no sólo seguía por ahí fuera, sino que ya lo llamaban segador Lucifer, así que lo aceptaban como uno de ellos, aunque no fuera su intención.
—¿De verdad creen que detener a Rowan resolverá todo lo que va mal en la Guadaña? —le preguntó a Curie.
—Algunos prefieren no ver que algo va mal.
A Anastasia le costaba creerlo, aunque, por otro lado, encontrar chivos expiatorios para los problemas complicados era un pasatiempo humano desde que la primera turba de cavernícolas derribó a alguien a pedradas.
La incómoda verdad era que la división dentro de la Guadaña era tan profunda como una herida de criba. Estaba el nuevo orden, con sus clichés para justificar unos apetitos sádicos, y la vieja guardia, que bramaba sobre cómo se suponía que debían ser las cosas pero era incapaz de actuar al respecto. Las dos facciones luchaban a muerte, cuando ninguna podía morir.
Como siempre, había un fastuoso banquete para desayunar en la rotonda, donde los segadores se reunían de manera informal antes del inicio del cónclave. Entre las viandas de aquella mañana había un bufé de marisco diseñado con una habilidad artística pasmosa. Bloques de salmón y arenque ahumados; abundancia de gambas y ostras en hielo; panes artesanos e incontables variedades de queso.
Anastasia creía no tener hambre, pero aquel banquete podía animar a los muertos a levantarse para una última comida. Aun así, al principio dudó en participar porque era como vandalizar una escultura. Pero los demás segadores, tanto los buenos como los malos, atacaron como pirañas, así que ella cedió e hizo lo mismo.
«Se trata de un rito oficioso que data de los viejos tiempos —le había explicado Curie en una ocasión—, cuando los segadores más austeros y reservados se permitían entregarse sin reservas a la gula tres veces al año».
Marie llamó la atención de Anastasia para que se fijara en los grupos de segadores y en cómo se dividían en camarillas. En ningún sitio era más clara la división que en la rotonda. Los segadores del nuevo orden emitían una vibración palpable: exudaban un egocentrismo descarado muy distinto a la prepotencia más sutil del resto de sus compañeros.
«Todos somos arrogantes —le había dicho también Marie—. Al fin y al cabo, nos eligen porque somos los más sabios y prometedores. Lo único a lo que podemos aspirar es a ser humildes en nuestra arrogancia».
Mientras Anastasia observaba a la multitud, se quedó helada al comprobar que muchos segadores habían modificado sus túnicas para añadir gemas bordadas, lo que, gracias a Goddard, su mártir, se había convertido en símbolo del nuevo orden. La primera vez que Citra asistió a un cónclave como novicia, había muchos más segadores independientes que no se alineaban con ninguna de las dos facciones, pero, al parecer, su número se había reducido mucho a medida que la línea en la arena se transformaba en una fisura que amenazaba con tragarse a los que no escogían un bando. Le horrorizó descubrir que el segador Nehru se había adornado la túnica gris plata con amatistas.
—Volta fue novicio mío —explicó—. Cuando se alineó con el nuevo orden, me lo tomé como un insulto personal… Pero después de su muerte en el incendio del monasterio tonista sentí que le debía el abrir la mente. Ahora disfruto con la criba y, para mí sorpresa, no es tan terrible.
Anastasia respetaba demasiado al venerable segador como para darle su opinión, pero Marie no era de las que se mordían la lengua.
—Sé que te importaba Volta —le dijo—, pero la tristeza no es excusa para la depravación.
Tal como pretendía, dejó a Nehru sin palabras.
Se quedaron comiendo entre los segadores de ideas similares a las suyas, todos los cuales lamentaban la trayectoria de la Guadaña.
—Nunca deberíamos haberles permitido llamarse «el nuevo orden» —comentó Mandela—. No hay nada nuevo en lo que hacen. Y marcarnos como «vieja guardia» a los que nos mantenemos fieles a la integridad de los fundadores sirve para restarnos importancia. Nuestras ideas son mucho más avanzadas que las de los que sirven a sus instintos primarios.
—No puedes decir eso mientras te comes un kilo de gambas, Nelson —bromeó el segador Twain, lo que arrancó las risitas de los demás, aunque a Mandela no le hizo gracia.
—Las comidas del cónclave se diseñaron para compensar una vida de privaciones —dijo—. Pero pierden su significado si hay segadores que no se privan de nada.
—El cambio es bueno, siempre que sirva al bien común —dijo Curie—. Sin embargo, los del nuevo orden no sirven a un bien común de ningún tipo.
—Debemos seguir luchando por nuestras creencias, Marie —dijo Meir—. Debemos conservar y exaltar las virtudes de la Guadaña, mantener los más altos valores éticos. Debemos cribar siempre con sabiduría y compasión, puesto que esa es nuestra esencia; y no debemos dar nunca por sentada la criba. Es una carga, no un placer. Es un privilegio, no un pasatiempo.
—¡Bien dicho! —exclamó Twain—. Tengo que creer que la virtud triunfará sobre el egoísmo del nuevo orden. —Entonces sonrió a Meir—. Por supuesto, Golda, suena un poquito a que le estás haciendo campaña al sumo dalle.
Ella se rio con ganas.
—Mira, un trabajo del que no me gustaría encargarme.
—Pero habrás oído los rumores, ¿no?
—Los rumores no son más que eso: rumores. Dejo los cotilleos para los segadores que todavía no han reiniciado el contador. Yo soy demasiado vieja para perder el tiempo con tontas especulaciones.
Anastasia se volvió hacia Curie.
—¿Qué rumores? —le preguntó.
Curie no le dio demasiada importancia.
—Cada par de años surgen los rumores de que Xenocrates dimitirá como sumo dalle, aunque nunca lo hace. Creo que él mismo inicia los rumores para asegurarse de que es el centro de atención.
Y, mientras pegaba la oreja a las distintas conversaciones, Anastasia se dio cuenta de que había tenido éxito: los que no debatían sobre Lucifer se dedicaban a desmenuzar todo tipo de rumores sobre Xenocrates. Que ya se había cribado; que había sido padre; que había sufrido un trágico accidente al reiniciar su contador y ahora tenía el cuerpo de un niño de tres años… Las habladurías campaban por sus respetos y a nadie parecía importarle que algunas fueran ridiculas. Formaba parte de la diversión.
Anastasia, con su propia arrogancia de segadora, había supuesto que se hablaría más sobre los intentos de acabar con su vida y la de Marie, pero aquello apenas había aparecido en los radares de la mayoría de los segadores.
—Me pareció oír que vosotras dos estabais escondidas, ¿no? —preguntó el segador Sequoyah—. ¿Tenía que ver con el tema este de Lucifer?
—Por supuesto que no —respondió Anastasia con más energía de la que pensaba. Marie intervino antes de que se liara más:
—Se trataba de un grupo de indeseables. Nos convenía adoptar un estilo de vida nómada hasta que consiguieron sacarlos a la luz.
—Bueno, me alegro de que esté resuelto —comentó Sequoyah, y regresó al bufé para servirse por segunda vez.
—¿Resuelto? —preguntó Anastasia, incrédula—. Todavía no tenemos ni idea de quién estaba detrás.
—Sí —respondió Marie con calma—, y quienquiera que fuera podría estar aquí mismo, en la rotonda. Mejor fingir despreocupación.
Constantine les había informado de que sospechaba que un segador estaba detrás de los ataques y ahora investigaba esa posibilidad. Anastasia lo buscó con la mirada. No le costó encontrarlo, puesto que su túnica carmesí destacaba; aunque, afortunadamente, no llevaba gemas. Constantine mantenía su postura neutral; algo era algo.
—Me alegro de que hayas recuperado tus ojos —le dijo Anastasia al ver que se acercaba.
—Siguen algo sensibles a la luz. Supongo que es cuestión de que se adapten.
—¿Alguna otra pista?
—No —respondió él con sinceridad—, aunque sospecho que esa materia fecal flotará hasta la superficie durante el cónclave. Ya veremos hasta qué punto apesta a conspiración. —Bueno, ¿cómo calificarías tu primer año?
Anastasia se volvió y se encontró con otro segador novato que llevaba una túnica vaquera desgastada y deshilachada adrede. Se trataba del segador Morrison, al que habían ordenado un cónclave antes que a ella. Era guapo e intentaba navegar por la Guadaña siguiendo las reglas del instituto, lo que, para sorpresa de Anastasia, le había llevado mucho más lejos de lo que ella suponía.
—Pues… ajetreado —respondió, ya que no le apetecía demasiado hablar del tema con él.
—¡Ya te digo! —exclamó el chico con una sonrisa.
Intentó zafarse, pero acabó engullida por una elegía de segadores novatos que parecían haber salido de la nada.
—Me encanta eso de que le des a tus sujetos un mes de aviso —dijo una chica cuyo nombre no recordaba—. A lo mejor lo pruebo.
—Bueno, ¿cómo es cribar con la segadora Curie? —preguntó otro joven.
Anastasia intentó comportarse con educación y paciencia, aunque ser el centro de su atención la incomodaba. Quería hacer amigos de su edad dentro de la organización, pero muchos de los novatos se esforzaban demasiado por ganarse su favor.
«Cuidado —le había dicho Curie después del Cónclave de la Cosecha—, porque puedes encontrarte con un séquito».
Ella no deseaba un séquito ni relacionarse con la clase de segadores que sí lo deseaban.
—Deberíamos salir a cribar juntos —le sugirió Morrison con un guiño, lo que le molestó—. Sería divertido.
—¿Divertido? ¿Así que te has pasado al nuevo orden?
—Estoy en los dos lados —dijo, y después corrigió un poco el rumbo a toda prisa—: Bueno, que todavía no me he decidido:
—Pues avísame cuando te decidas.
Y se alejo dejando que aquello fuera su despedida. Cuando ordenaron a Morrison, a ella le había parecido admirable que eligiera a una figura histórica femenina como nombre y le preguntó si podía llamarlo Toni. Él procedió a informarle, algo asqueado ante la idea, que su patrono era Jim Morrison, un compositor y cantante de la era mortal que había muerto de sobredosis. Citra recordaba algo de su música, así que le dijo a Morrison que su histórico patrono al menos acertó al escribir que «la gente es extraña». Refiriéndose a la gente como el segador Morrison. Desde entonces, el joven había decidido que su misión en la vida consistía en ganársela con su encanto.
—A Morrison le debe de fastidiar que la mayoría de los segadores novatos queramos pasar el rato contigo más que con él —le dijo la segadora Beyoncé unos minutos después, y Anastasia casi le arranca la cabeza.
—¿Pasar el rato? Los segadores no hacen eso. Nosotros cribamos y nos apoyamos.
Eso le cerró la boca, aunque, al parecer, también subió a Anastasia a un pedestal más alto. Recordó lo que le había dicho Constantine antes del último ataque: que era un objetivo más importante que Marie porque su influencia entre los segadores novatos era mayor. No quería esa influencia, aunque no podía negar que estaba allí. Quizás algún día se acostumbrara y encontrara el modo de usarla para algo útil.
A las 6:59 de la mañana (justo antes de que las puertas de latón se abrieran para dejar entrar a los segadores midmericanos a su cónclave), el sumo dalle Xenocrates hizo acto de presencia y acabó con los rumores de su criba o de su regreso a la infancia.
—Es raro que llegue tan tarde —meditó Marie en voz alta—. Normalmente es de los primeros y se pasa todo el tiempo que puede hablando con los demás.
—Puede que no quisiera responder a las preguntas sobre el segador Lucifer —dijo Anastasia.
—Puede.
Por la razón que fuera, Xenocrates evitó las conversaciones en los escasos minutos que tuvo antes de que se abrieran las enormes puertas y los segadores entraran en la cámara semicircular.
La sesión de apertura del cónclave era la típica y avanzaba con la lentitud de sus rituales. Primero, la entonación de los nombres, donde cada segador elegía a diez de sus víctimas más recientes y las homenajeaba con el solemne tañido de una campana de hierro. Después, el lavado de manos, con el que los segadores se limpiaban simbólicamente cuatro meses de sangre. Como novata, a Citra le parecía absurdo, pero ahora, como segadora Anastasia, entendía el profundo poder emocional y psicológico de una purificación en grupo después de pasarte tantos días arrebatando vidas.
Durante la pausa de media mañana, todos salieron a la rotonda, donde habían sustituido el banquete del desayuno por una artística composición de cupcakes glaseados para imitar las túnicas de todos y cada uno de los segadores de Midmérica. Era una de aquellas cosas que en su momento debía de haberles parecido buena idea y que tenía un aspecto impresionante, pero que se desmoronó en cuanto los segadores llegaron a la mesa y se pusieron a intentar localizar su cupcake concreto, para a menudo descubrir que ya se lo había comido alguien con más hambre. Mientras que las charlas del desayuno se centraban en saludos y trivialidades, las de media mañana eran más sustanciosas. Cervantes, que dirigió el reto de bokator durante el noviciado de Anastasia, se le acercó para hablar sobre la posición social que ella intentaba evitar.
—Con tantos segadores novatos atraídos por el nuevo orden, muchos de nosotros creemos que sería buena idea empezar un comité de tradiciones en el que estudiar las enseñanzas (y, lo que es más importante, las intenciones) de los fundadores.
Anastasia le dio una opinión sincera:
—Parece buena idea, siempre que haya novatos que quieran apuntarse.
—Ahí es donde entras tú. Nos gustaría que lo propusieras. Creemos que así avanzaríamos mucho en la creación de unos cimientos sólidos en los segadores más jóvenes con la que oponernos al nuevo orden.
—El resto de nosotros te apoyaríamos al cien por cien —añadió la segadora Angelou, que se había unido a la conversación.
—Y, como lo propondrías tú, lo más lógico sería que presidieras el comité —dijo Cervantes.
A Anastasia nunca se le había ocurrido que tendría la posibilidad de estar en un comité tan pronto, y mucho menos de presidir uno.
—Me halaga que me consideréis capaz de dirigir un comité…
—Oh, eres mucho más que capaz —la interrumpió Angelou.
—Maya tiene razón —dijo Cervantes—. Es probable que sólo contigo pudiera ser relevante un comité de este tipo.
Resultaba emocionante que segadores tan experimentados como Cervantes y Angelou confiaran tanto en ella. Recordó a los segadores novatos que la perseguían. ¿Sería aquel el modo de aprovechar su energía para honrar las intenciones de los segadores fundadores? No lo sabría si no lo intentaba. Quizá debiera dejar de evitar a los otros novatos y comprometerse de verdad con ellos.
Cuando regresaron a la cámara, Anastasia le contó la idea a Curie. A la segadora le agradó que hubieran elegido a su protegida para un puesto tan importante.
—Ya va siendo hora de que encontremos el modo de orientar adecuadamente a los segadores novatos. Últimamente parecen demasiado apáticos.
La joven estaba preparada para proponer el comité algo más tarde, pero, justo antes de que salieran a comer, alguien puso patas arriba el escenario en el que jugaba la Guadaña.
Después de castigar al segador Rockwell por cribar a demasiados indeseables y de alabar a la segadora Yamaguchi por el arte de sus cribas, el sumo dalle Xenocrates realizó un anuncio.
—Esto os concierne a todos —empezó—. Como sabéis, llevo siendo sumo dalle de Midmérica desde el Año del Lémur…
De repente, la habitación guardó un silencio sepulcral. El hombre se tomó su tiempo para que el silencio arraigara antes de seguir hablando:
—Aunque cuarenta y tres años no son más que una gota de agua en el mar del tiempo, es demasiado para hacer lo mismo día tras día.
Anastasia se volvió hacia Marie y susurró:
—¿Con quién cree que habla? Todos hacemos lo mismo día tras día.
Marie no la silenció, aunque tampoco respondió a su comentario.
—Son tiempos difíciles —siguió Xenocrates— y me parece que serviré mejor a la Guadaña en otro puesto.
Y, por fin, fue al grano:
—Me alegra informaros de que he decidido suceder al verdugo mayor Hemingway en el Consejo Mundial de Segadores cuando él se cribe mañana por la mañana.
Empezaron los cuchicheos y las charlas en la cámara, y Xenocrates tuvo que usar el martillo para pedir orden…, aunque, tras un anuncio semejante, el orden tardó en volver a establecerse.
Anastasia miró a Curie, pero Marie estaba tan tensa y taciturna que no se atrevió a preguntar. Así que se giró hacia el segador Al-Farabi, que estaba al otro lado.
—Entonces, ¿qué pasa ahora? ¿Nombrará al siguiente sumo dalle?
—¿Es que no estudiaste los procedimientos parlamentarios de la Guadaña durante tu noviciado? —la regañó él—. Votaremos a un nuevo sumo dalle al final de la jornada.
La cámara echaba humo, todos los segadores susurraban y se apresuraban a posicionarse, a crear y a confirmar alianzas después del anuncio de Xenocrates. Entonces, una voz surgió del otro extremo del cuarto:
—Nomino a la honorable segadora Marie Curie para el puesto de suma dalle de Midmérica.
Anastasia reconoció la voz al instante, aunque, de no haberlo hecho, le habría costado no distinguir al segador Constantine con su túnica carmesí cuando se levantó para nominar.
La joven miró de inmediato a Marie, que había cerrado los ojos con fuerza, y así supo que por eso la mujer había estado tan tensa y silenciosa hasta el momento: sabía que alguien iba a nominarla. Aun así, que hubiera sido Constantine debía de haberle sorprendido incluso a ella.
—¡Secundo la nominación! —gritó otro segador. Se trataba de Morrison, que lanzó una mirada rápida a Anastasia, como si ser el primero en secundar a Marie sirviera para ganarse a su protegida.
Curie abrió los ojos y empezó a negar con la cabeza.
—Voy a tener que negarme —dijo, más para sí que a Anastasia, pero cuando hizo ademán de levantarse para anunciarlo, la joven le tocó el brazo con amabilidad para detenerla, como siempre había hecho Marie por ella cuando estaba a punto de tomar una decisión apresurada.
—No, espera un poco. Veamos en qué acaba esto.
La segadora se lo pensó y dejó escapar un suspiro.
—Te garantizo que en nada bueno.
Pero se mordió la lengua y aceptó la nominación. Por el momento.
Entonces, una segadora de túnica rosa coral tachonada de turmalinas se levantó y dijo:
—Nomino al segador Nietzsche.
—Por supuesto que sí —comentó Al-Farabi, asqueado—. El nuevo orden nunca deja pasar la oportunidad de alzarse con el poder.
Se lanzaron gritos de apoyo y de protesta que sacudieron las paredes, mientras el martillo de Xenocrates no podía hacer más que añadir su ritmo al encono. La nominación del segador Nietzsche la secundó otro segador enjoyado.
—¿Alguna nominación más antes de que paremos para comer? —gritó el sumo dalle.
Y aunque se nominó al segador Truman, un conocido independiente, ya era demasiado tarde. Las líneas de combate se habían marcado y nadie secundó la última nominación.