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El peor de los mundos posibles

Las puertas de bronce se abrieron poco a poco, y por ellas entró el segador incinerado. La sala se llenó de gritos de horror y chirridos de asientos al levantarse los allí reunidos para verlo más de cerca.

—¿De verdad es él?

—No, no puede ser.

—¡Es un truco!

—¡Es un impostor!

Recorrió el pasillo central con unos andares que no eran los suyos. Más sueltos que antes. Más juveniles. Y, por algún motivo, parecía un poco más bajo.

—¡Sí, es Goddard!

—¡Se alza de sus cenizas!

—¡El momento no podía ser más oportuno!

—¡El momento no podía ser menos oportuno!

Detrás de él entró una figura familiar vestida de verde. ¿La segadora Rand también estaba viva? Las miradas de todos se volvieron hacia las puertas abiertas, esperando que también Chomsky y Volta regresaran de entre los muertos, pero nadie más entró.

En la tribuna, Xenocrates palideció.

—¿Q-q-qué quiere decir esto?

—Perdone mi ausencia en los últimos cónclaves, su excelencia —dijo Goddard con una voz muy distinta—, pero estaba muy indispuesto y, por tanto, me fue imposible asistir, como puede confirmarle la segadora Rand.

—P-pero… ¡identificaron tu cuerpo! ¡Estaba quemado hasta los huesos!

—Mi cuerpo, sí, pero la segadora tuvo la amabilidad de buscarme un cuerpo nuevo.

Entonces, un aturullado Nietzsche se levantó, claramente tan sorprendido por los acontecimientos como todos los demás.

—Su excelencia, deseo retirar mi nominación a sumo dalle. Deseo retirarme y secundar oficialmente la nominación del honorable segador Goddard.

Más caos en la sala. Acusaciones airadas y gritos de infortunio, aunque también risas de emoción y estallidos de alegría. No faltaba ni una sola emoción ante el retorno de Goddard. Sólo Brahms parecía tranquilo, y Anastasia se dio cuenta de que no era la mente criminal, sino el gusano en la manzana. Era la mano en la sombra de Goddard.

—Es-esto es muy irregular —tartamudeó Xenocrates.

—No —dijo Goddard—, lo irregular es que todavía no haya atrapado al animal que acabó con las vidas de los queridos segadores Chomsky y Volta, y que intentó acabar con Rand y conmigo. Mientras hablamos, sigue campando por sus respetos, libre para matar segadores a placer sin que su excelencia haga nada más que prepararse para su ascenso al Consejo Mundial. —Entonces, se volvió hacia la Guadaña—. Cuando sea sumo dalle, acabaré con Rowan Damisch y pagará por sus crímenes. ¡Os prometo que lo encontraré antes de que pase una semana en mi puesto!

La proclamación arrancó los vítores de los presentes, y no sólo rugieron su aprobación los del nuevo orden, lo que dejaba claro que, si bien Nietzsche no contaba con los votos suficientes para ganar, Goddard quizá sí.

En algún lugar detrás de Anastasia, el segador Asimov lo resumió mejor que nadie:

—Acabamos de entrar en el peor de los mundos posibles.

Arriba, en las oficinas administrativas de la Guadaña, un novicio en su primer cónclave buscaba con frenesí una moneda. Si no la encontraba, le caería una regañina, pero lo peor sería la humillación delante de todos los segadores. Qué veleidoso el mundo, pensó, en el que su vida, su futuro, podía depender de una sola moneda.

Por fin encontró una deslustrada y verde en el fondo de un cajón que quizá llevara sin abrirse desde la edad mortal. La imagen grabada era de Lincoln, un presidente de cierta fama en aquella época. Habían tenido a un segador Lincoln. No uno de los fundadores, pero casi. Como Xenocrates, era un sumo dalle midmericano que había llegado a verdugo mayor, aunque se había cansado de tanta responsabilidad y se había cribado mucho antes del nacimiento del novicio. Qué apropiado, pensó, que la efigie de cobre de su histórico patrono desempeñara un papel tan relevante en el nombramiento del nuevo sumo dalle.

Cuando el muchacho regresó a la cámara del cónclave, descubrió, consternado, que las cosas habían cambiado radicalmente en su ausencia, y lamentó haberse perdido toda la emoción. Xenocrates pidió a la segadora Curie que se acercara al frente de la cámara para el lanzamiento de la moneda que daría inicio al debate, un debate que sería muy distinto al que ella se esperaba. Marie decidió tomarse su tiempo. Se levantó, se alisó la túnica y rotó los hombros para librarse de un calambre en el cuello. Se negó a dejarse llevar por la ansiedad del momento.

—Es el principio del fin —oyó decir al segador Sun Tzu.

—Después de esto no hay vuelta atrás —coincidió Cervantes.

—¡Parad! —les pidió ella—. Lamentarse de que el cielo cae sobre nuestras cabezas no sirve para detenerlo.

—Debes vencerlo, Marie —dijo Cervantes—. ¡Debes!

—Eso pretendo.

Miró a Anastasia, que estaba de pie, fiel, a su lado.

—¿Estás lista para esto? —le preguntó la joven.

La pregunta era risible. ¿Cómo se podía preparar alguien para enfrentarse a un fantasma? Peor, a un mártir.

—Sí, estoy lista. Deséame suerte, querida.

—No. —Y cuando Marie la miró en busca de una explicación, la chica sonrió y dijo—: La suerte es para los perdedores. Tú tienes a la historia de tu lado. Tienes la presencia. La autoridad. Eres la Gran Dama de la Muerte. —Y entonces añadió—: Su excelencia.

Marie no pudo reprimir la sonrisa. Aquella chica, a la que ni siquiera quería como protegida en un principio, se había convertido en su mayor defensora. En su mejor amiga.

—Bueno, en tal caso, se van a enterar —dijo.

Y, sin más, se dirigió al frente de la cámara, erguida y orgullosa, para enfrentarse al nada honorable segador Goddard.