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La trayectoria del anhelo

El Arco había caído durante la Era de la Mortalidad, cuando Fulcrum City todavía se llamaba San Luis. Durante muchos años, el gran monumento de acero presidió la orilla occidental del río Misisipi, hasta que el odio lo derribó en una época en la que los indeseables no sólo jugaban a ser malos, sino que lo conseguían con frecuencia.

Lo único que quedaba de él eran los extremos: dos pilones de acero oxidado que se alzaban hacia el cielo, algo inclinados el uno hacia el otro. A la luz del día, desde ciertos ángulos, creaba una ilusión óptica: casi se veía ya trayectoria de su anhelo si se seguían sus senderos invisibles hacia arriba, el de uno hacia el otro. Se veía el fantasma del arco completo a partir de los restos de sus bases.

Las segadoras Anastasia y Curie llegaron a Fulcrum City el primer día del año, cinco antes del Cónclave de Invierno, que siempre se celebraba el primer martes del año nuevo. A petición de Curie, visitaron los brazos no correspondidos del Arco.

—Fue el último acto de terrorismo que se consumó antes de que el Nimbo llegara al poder y acabara con esas tonterías —le explicó a Citra.

Citra había estudiado lo que era el terror. En el instituto había una asignatura dedicada a ese tema. Como a sus compañeros, el concepto la desconcertaba. ¿Que la gente acababa de forma permanente con la vida de los demás sin contar con un permiso para hacerlo? ¿Que la gente destruía edificios, puentes y otras estructuras en perfecto buen estado con el único objetivo de negarles a los demás el privilegio de su existencia? ¿Cómo podía haber pasado todo eso de verdad? Después de unirse a la Guadaña comprendió el concepto; e, incluso entonces, no lo asimiló del todo hasta ver caer el teatro Orpheum pasto de las llamas, que no dejaron de su grandeza más que el recuerdo. El edificio no era el objetivo, pero a los indeseables que lo atacaron no les importaban los daños colaterales.

—A menudo vengo a visitar los restos del Arco al inicio del año —dijo Curie mientras paseaban por los senderos desnudos pero bien atendidos del parque de la ribera del río—. Es una cura de humildad. Me recuerda las cosas perdidas y también lo mucho mejor que es nuestro mundo ahora, en comparación con la época mortal. Me recuerda por qué cribo y me aporta la fortaleza necesaria para mantener la cabeza bien alta en el cónclave.

—Debía de ser precioso —comentó Citra mientras contemplaba las ruinas oxidadas del pilón norte.

—Hay fotografías del Arco en el cerebro trasero, si alguna vez te apetece lamentar lo que se perdió.

—¿Tú lo haces? ¿Lamentas lo que se perdió?

—Algunos días, sí; otros, no —respondió Curie—. Hoy estoy decidida a alegrarme por lo que hemos conseguido, en vez de centrarme en lo que perdimos. Tanto en el mundo como personalmente. —Entonces se volvió hacia Citra y sonrió—. Tú y yo seguimos vivas e ilesas, a pesar de los dos atentados contra nosotras. Merece la pena celebrarlo.

Citra le devolvió la sonrisa, y volvió a mirar los pilones y el parque en el que se encontraban. Le recordaban al Monumento Conmemorativo de la Mortalidad del parque en el que se había reunido con Rowan. Pensar en él le rompía el alma. Le habían llegado noticias del violento final del segador Renoir. Aunque no lo reconocería en voz alta y apenas era capaz de hacerlo ante sí misma, anhelaba recibir noticias de más segadores muertos, porque otra criba del segador Lucifer significaba que no habían atrapado a Rowan.

Renoir había muerto hacía un mes. Ni se imaginaba dónde estaría Rowan ahora o con quién pensaba acabar. No se limitaba a los segadores de Midmérica, así que podía haber ido a cualquier parte. A cualquiera, menos allí.

—Estás sumida en tus pensamientos —dijo Curie—. Es un don de este lugar.

Citra intentó no seguir dándole vueltas al tema.

—¿Estás preparada para el cónclave de la semana que viene? —preguntó.

—¿Por qué no iba a estarlo?

—Todos hablarán sobre nosotras. Después de que intentaran matarnos, me refiero.

—No es la primera vez que soy el centro de atención en los cónclaves —respondió Marie sin concederle demasiada importancia—. Ni tampoco es la tuya, querida. No es nada positivo ni negativo en sí mismo; lo esencial es lo que hagas con esa atención.

Desde el otro lado del pilón norte se acercaba un grupo de gente. Eran tonistas. Doce. Cuando no viajaban solos, los tonistas lo hacían en grupos de siete o doce para representar las siete notas de la escala diatónica y las doce notas de la escala cromática. Eran esclavos de las matemáticas musicales hasta extremos absurdos. A menudo se les encontraba olisqueando entre las ruinas arquitectónicas en busca de la llamada Gran Horca, que suponían escondida en alguna obra de ingeniería de la era mortal.

Mientras que otra gente esquivaba a las segadoras en el parque, ellos se mantuvieron firmes. Incluso las miraron con odio. Citra empezó a caminar hacia ellos.

—Anastasia, ¿qué estás haciendo? —le preguntó Marie—. Déjalos en paz.

Pero la segadora Anastasia no se detenía una vez que había decidido acometer alguna empresa. Y Citra Terranova, tampoco.

—¿A qué orden pertenecéis? —le preguntó al que parecía el líder.

—Somos tonistas dóricos, aunque no creo que sea de su incumbencia.

—Si quisiera enviar un mensaje a alguien que está en un monasterio locrio, ¿podrían ayudarme?

El hombre se puso rígido.

—Los dóricos no nos relacionados con los locrios. Son demasiado laxos en su interpretación de la doctrina.

Citra suspiró. No sabía qué mensaje deseaba entregarle a Greyson. Quizá sólo expresarle su gratitud por salvarle la vida. Le había molestado tanto que no fuera Rowan que lo había tratado mal, y ni siquiera le había dado las gracias por lo que había hecho. Bueno, ya daba igual porque estaba claro que no le iba a llegar ningún mensaje.

—Debería marcharse —le dijo el líder tonista con rostro frío y crítico—. Su hedor nos desagrada.

Citra se rio de él, no pudo evitarlo, y el hombre se puso rojo. La segadora había conocido a tonistas amables y tolerantes, y a otros a los que lo único que les importaba era vender su locura particular. Tomó nota mental de que los tonistas dóricos eran gilipollas.

Curie apareció detrás de ella en ese momento.

—No pierdas el tiempo, Anastasia. No tienen nada que ofrecerte, salvo hostilidad y sermones.

—Sé quién eres —dijo su líder con un odio hiriente incluso mayor que el demostrado con Citra—. Ni olvidamos ni perdonamos tus primeras hazañas. Algún día pagarás por ello.

Marie enrojeció de furia.

—¿Me estás amenazando?

—No, nosotros dejamos la justicia en manos del universo. Y lo que suena siempre devuelve un eco.

Citra supuso que se trataba de la versión tonista del «se recoge lo que se siembra».

—Vamos, Anastasia —le dijo Marie—. Estos fanáticos no se merecen ni un segundo de nuestro tiempo.

La chica podría haberse alejado, pero la actitud del hombre se merecía que jugueteara con ellos un poco, así que sostuvo el anillo en alto.

—Bésalo —le ordenó.

La segadora Curie se volvió hacia ella, pasmada.

—Anastasia, ¿qué estás…?

Pero ella la interrumpió:

—¡Te he dicho que lo beses! —Sabía que no lo haría, aunque también sospechaba que quizás alguno de los del grupo sintiera la tentación de hacerlo—. Concederé un año de inmunidad a cualquiera que dé un paso adelante para besarme el anillo.

Su líder palideció, aterrado ante la posibilidad de que aquella portadora turquesa de la muerte antinatural le robara a su rebaño.

—¡Entonad la salmodia! —les gritó el hombre a los suyos—. ¡Alejadlas!

Y todos empezaron con un extraño tarareo con la boca abierta, cada uno con una nota distinta, hasta que el conjunto sonó como un enjambre de abejas.

Citra bajó el anillo y sostuvo la mirada del líder durante un instante. Sí, el tonista había triunfado sobre la tentación, pero apenas, y lo sabía. Ella les dio la espalda y se fue con Curie. Incluso después de la partida de las segadoras, los tonistas siguieron con su zumbido, y lo más probable era que no pararan hasta su líder se lo pidiera.

—¿De qué te ha servido eso? —la regañó Marie—. ¿Nunca has oído la expresión: «Deja a la secta con su cacofonía»?

La mujer parecía inquieta al salir del parque, quizá por el recuerdo de su hermano.

—Lo siento —respondió Citra—. No debería haberle dado una patada a un nido de avispas.

—No. —Al cabo de un momento, añadió—: Aunque los tonistas me enfurezcan, el tipo tenía razón en algo: tus acciones siempre vuelven para atormentarte. Ya han pasado casi ciento cincuenta años desde que arrancara las últimas raíces podridas del Gobierno para abrir paso a un mundo mejor. Nunca he pagado por esos crímenes. Sin embargo, algún día, el eco regresará a por mí.

La segadora no dijo nada más y sus palabras quedaron flotando en el aire con la misma potencia que el zumbido de los tonistas, que Citra siguió oyendo en su cabeza durante el resto del día.