28

Lo que se avecina

Como la mayor parte de los complejos tonistas, el edificio en el que estaba Greyson Tolliver se había diseñado para parecer mucho más antiguo de lo que era. En este caso, se trataba de una construcción de ladrillo con paredes cubiertas de yedra. Pero, al ser invierno, las enredaderas estaba frías y desnudas, y parecían más bien telarañas. Entró a través de una larga arcada con celosías bordeada por rosales esqueléticos. Debía de ser precioso en primavera y verano, pero en aquellos momentos, en pleno invierno, era como un reflejo de sus sentimientos.

La primera persona a la que vio fue una mujer con un vestido de arpillera tonista que le sonrió y volvió las palmas de las manos hacia arriba a modo de saludo.

—Necesito hablar con el hermano McCloud —dijo él al recordar el nombre que le había dado Anastasia.

—Tendrás que pedir permiso al coadjutor Mendoza. Iré a buscarlo.

Después se alejó a un ritmo tan pausado que Greyson sintió el impulso de agarrarla y empujarla.

Cuando llegó el coadjutor, él, al menos, caminaba con cierta urgencia.

—He venido en busca de refugio —le dijo Greyson—. Me han dicho que pregunte por el hermano McCloud.

—Sí, por supuesto —respondió el hombre, como si fuera algo que le ocurriera todos los días. Después acompañó al chico al dormitorio de uno de los edificios del complejo.

Había una vela encendida en una mesita. Lo primero que hizo el coadjutor fue apagarla.

—Ponte cómodo —le dijo—. Informaré al hermano McCloud de que lo estás esperando.

Después, el coadjutor cerró la puerta, aunque sin llave, y dejó a Greyson sumido en sus pensamientos y con una vía de escape, por si la deseaba.

La habitación era austera. Nada de comodidades más allá de las esenciales. Había una cama, una silla y la mesita. Las paredes no estaban decoradas, salvo por un diapasón de hierro sobre el cabecero de la cama, con los dientes apuntando hacia arriba. Bidente, lo llamaban. El símbolo de su fe. En el cajón de la mesita de noche había una prenda de arpillera y un par de sandalias en el suelo. Al lado de la vela apagada vio un himnario de cuero con el bidente repujado en la cubierta.

Era un lugar pacífico. Tranquilizador. Insoportable.

Había pasado del monótono mundo de Greyson Tolliver a los tumultuosos extremos de Slayd Bridger…, y ahora lo lanzaban a las fauces de la insipidez, condenado a que lo digiriera el aburrimiento.

«Bueno, al menos sigo vivo», pensó. Aunque no estaba del todo seguro de que eso fuera una ventaja. Habían cribado a Pureza. No suplantado ni reubicado, sino cribado. Ya no existía y a pesar del horror de lo que había intentado hacer, le dolía su pérdida. Echaba de menos su desafiante voz. Se había vuelto adicto a su caos. Tendría que acostumbrarse a una vida sin ella, además de a una vida sin él, porque, ¿quién era ahora?

Se tumbó en la cama, que al menos era cómoda, y esperó una media hora. Se preguntó si los tonistas, como la Oficina de Asuntos Indeseables, tenían la política de hacer esperar a todo el mundo. Al final oyó el crujido de la puerta. Ya era última hora de la tarde, y la luz que entraba por la ventanita iluminaba el dormitorio lo justo para ver que el hombre que había entrado no era mucho mayor que él. También tenía un brazo envuelto en una especie de funda dura.

—Soy el hermano McCloud. El coadjutor ha aceptado tu petición de refugio. Entiendo que has preguntado por mí, en concreto.

—Una amiga me dijo que lo hiciera.

—¿Puedo preguntar quién?

—No, no puedes.

El chico parecía algo molesto, aunque lo dejó pasar.

—¿Puedo ver tu identificación, al menos? —Y, como Greyson vaciló, el hermano dijo—: No te preocupes, seas quien seas y hayas hecho lo que hayas hecho, no te entregaremos a la Interfaz con la Autoridad.

—Seguro que ya sabe que estoy aquí.

—Sí, pero tu presencia es una cuestión de libertad religiosa. El Nimbo no se inmiscuirá.

Greyson se metió la mano en el bolsillo y le entregó su tarjeta electrónica, en la que todavía brillaba la reluciente I roja.

—¡Indeseable! Cada vez recibimos más. Bueno, Slayd, aquí eso da igual.

—Ese no es mi nombre…

El hermano McCloud lo miró con curiosidad.

—¿Es otra de las cosas sobre las que prefieres no hablar?

—No, es que… no merece la pena el esfuerzo.

—Entonces, ¿cómo te llamamos?

—Greyson. Greyson Tolliver.

—De acuerdo, ¡pues hermano Tolliver!

Greyson supuso que ahora tendría que aguantar que lo llamaran hermano.

—¿Qué es lo que llevas en el brazo?

—Se llama escayola.

—Entonces, ¿voy a tener que ponerme una?

El hermano McCloud se rio.

—No, a no ser que te rompas el brazo.

—¿Perdona?

—Es para ayudar al proceso de curación natural. Rechazamos los nanobots y, por desgracia, una segadora me rompió el brazo.

—Vaya… —Greyson esbozó una sonrisa y se preguntó si habría sido Anastasia.

Al hermano no le gustó demasiado que sonriera y su actitud se enfrió un poco.

—Dentro de diez minutos es la salmodia de la tarde. Hay ropa para ti en el cajón. Esperaré fuera mientras te cambias.

—¿Tengo que ir? —preguntó el chico; la salmodia no sonaba como algo de lo que le gustara formar parte.

—Sí. Lo que se avecina no puede evitarse. La salmodia tenía lugar en una capilla que, después de apagar la luz de las velas, apenas estaba lo bastante iluminada como para que Greyson viera algo, a pesar de las altas vidrieras.

—¿Lo hacéis todo a oscuras? —preguntó.

—Los ojos pueden ser engañosos. Apreciamos más los otros sentidos.

El dulce olor del incienso tapaba algo asqueroso que Greyson no tardó en identificar como un cuenco lleno de agua sucia.

—El caldo primigenio —lo llamó el hermano McCloud—. Contiene todas las enfermedades a las que ahora somos inmunes.

La salmodia consistía en que el coadjutor golpeaba el enorme diapasón de acero del centro doce veces seguidas con un mazo. La congregación, que se componía de unas cincuenta personas, imitaba el tono. Con cada golpe del diapasón, la vibración crecía y resonaba no hasta resultar dolorosa, aunque sí que provocaba cierto mareo y aturdimiento. Greyson no abrió la boca para vocalizar el tono.

El coadjutor dio un breve discurso. Un sermón, lo llamó McCloud. Habló de sus muchos viajes por el mundo en busca de la Gran Horca.

—Que no la hayamos encontrado no significa que la búsqueda sea un fracaso, puesto que cada búsqueda es en sí misma igual de valiosa que el hallazgo. —La congregación murmuró su aprobación—. Ya lo encontremos hoy o mañana, ya sea nuestra secta o cualquiera otra, estoy convencido de corazón de que, un día, oiremos la Gran Resonancia. Y eso nos salvará a todos.

Después, cuando acabó el sermón, la congregación se levantó y se acercó en fila al coadjutor. Todos mojaron un dedo en el caldo primigenio rancio, se tocaron la frente con él y se chuparon el dedo. A Greyson le entraron náuseas sólo de mirar.

—Todavía no tienes que participar en la ceremonia del cuenco terrenal —le dijo el hermano McCloud, lo que no le tranquilizó del todo.

—¿Todavía? ¿Qué tal nunca?

A lo que el hermano respondió de nuevo:

—Lo que se avecina no puede evitarse.

Aquella noche, el viento aulló con una ferocidad inusual y el granizo silbaba al aporrear la ventanita del dormitorio de Greyson. El Nimbo podía influir en el tiempo, aunque no cambiarlo por completo. O, si podía, había decidido no hacerlo. Intentaba que, cuando llegaran las tormentas, al menos cayeran en los momentos más oportunos. Procuró convencerse de que aquella tormenta era el Nimbo llorando por él, pero ¿a quién pretendía engañar? El Nimbo tenía millones de cosas más importantes de las que ocuparse. Greyson estaba a salvo. Protegido. ¿Qué más podía pedir? Todo.

El coadjutor Mendoza acudió a su cuarto aquella noche, sobre las nueve o las diez. La luz del pasillo entraba en la habitación, pero una vez que estuvo dentro, Mendoza cerró la puerta y ambos quedaron a oscuras. Greyson oyó la queja de la silla al sentarse en ella el coadjutor.

—He venido a ver cómo vas.

—Estoy bien.

—En este momento no se puede pedir más, supongo.

Entonces se le iluminó el rostro con la dura luz de una tablet. El coadjutor dio unos toquecitos y pasó el dedo varias veces por la pantalla.

—Creía que rechazaban la electricidad.

—En absoluto. Rechazamos la luz en nuestras ceremonias…, y nuestros dormitorios están a oscuras para animar a nuestros miembros a abandonarlos y buscar la comunión con los demás en nuestros espacios públicos.

Entonces giró la tablet para que el joven la viera. Mostraba imágenes del teatro en llamas. Greyson intentó no hacer una mueca.

—Esto sucedió hace dos días. Sospecho que estuviste involucrado y que la Guadaña te persigue.

El chico ni negó ni confirmó la acusación.

—Si tal es el caso, no es necesario que lo menciones. Aquí estás a salvo porque cualquier enemigo de la Guadaña es amigo nuestro.

—Entonces, ¿aprueban la violencia?

—Aprobamos la resistencia a la muerte antinatural. Los segadores son los portadores de la muerte antinatural, así que cualquier acto que frustre la misión de sus hojas y sus balas nos parece bien.

Entonces alargó una mano y tocó uno de los bultos con forma de cuerno de la cabeza de Greyson. El joven retrocedió.

—Tendrás que quitártelos. No permitimos las modificaciones corporales. Y te afeitarás la cabeza para que tu pelo pueda crecer del modo que diseñó el universo.

Greyson no respondió. Ahora que Pureza estaba muerta, no iba a echar de menos ser Slayd Bridger, ya que le recordaba a ella; sin embargo, no le gustaba no tener voz ni voto en el asunto.

Mendoza se levantó.

—Espero que acudas a la biblioteca o a alguna de las salas recreativas para conocer a tus compañeros tonistas. Sé que a ellos les gustaría conocerte mejor… Sobre todo a la hermana Piper, la que te recibió a tu llegada.

—Acabo de perder a un ser querido. No me apetece socializar.

—Entonces debes hacerlo, sobre todo si perdiste a esa persona en una criba. Los tonistas no reconocemos la muerte por segador, lo que significa que no se te permite un periodo de luto.

¿Así que ahora le estaban diciendo lo que podía y lo que no podía sentir? Deseaba que el último rastro de Slayd Bridger que le quedaba dentro mandara a la mierda al coadjutor, pero se limitó a responder:

—No fingiré comprender vuestras normas.

—Pero sí que lo harás. Si deseas que te demos refugio, encontrarás un nuevo propósito entre nosotros y fingirás hasta que nuestras costumbres sean las tuyas.

—¿Y si nunca llegan a serlo?

—Entonces tendrás que seguir fingiendo —respondió el coadjutor, que añadió—: A mí me funciona.

Novecientos noventa y ocho kilómetros al sur de Wichita, Rowan Damisch entrenaba con Tyger Salazar. En otras circunstancias habría sido divertido (competir con un amigo en un arte marcial que adoraba), pero aquellos enfrentamientos forzados con un fin desconocido cada vez lo inquietaban más.

Entrenaron dos veces al día durante dos semanas y, aunque Tyger mejoraba con cada combate, Rowan siempre ganaba. Cuando no luchaban, a Rowan lo enviaban a su cuarto.

Por otro lado, Tyger estaba incluso más ocupado que antes de la llegada de su amigo. Más carreras agotadoras, más entrenamiento de resistencia, más ejercicios repetitivos de bokator, además de manejo de todo tipo de armas blancas, desde espadas hasta dagas, de tal forma que todas ellas le parecían una extensión perfecta de su cuerpo. Después, al final de cada día, justo cuando sus músculos empezaban a resentirse del esfuerzo, Tyger recibía un masaje de tejido profundo para que su tensa carne recuperara la flexibilidad. Antes de que llegara Rowan, los masajes eran dos o tres veces a la semana, pero ahora se los daban todos los días, y estaba tan agotado que a menudo se dormía en la camilla.

—Le venceré —le aseguró a la segadora Rand—. Ya lo verás.

—No me cabe duda.

Para alguien que, según Rowan, era engañosa y despiadada, parecía bastante sincera.

Durante uno de esos masajes, la segadora esmeralda entró y le pidió al masajista que se fuera. Tyger creía que iba a encargarse ella y se emocionó con la idea de sentir las manos de Rand en su cuerpo, pero, decepcionado, comprobó que no pretendía tocarlo.

Simplemente anunció:

—Llegó el momento.

—¿El momento de qué?

—El momento de obtener tu anillo.

Por la razón que fuera, la notó melancólica. Tyger creyó entender por qué.

—Sé que no me lo querías dar hasta que venciera a Rowan…

—No puede evitarse.

El chico se levantó y se puso su bata sin demostrar ni un ápice de modestia ante ella. ¿Por qué iba a hacerlo? No había nada que quisiera ocultarle, ni de su interior ni de su exterior.

—Podrías haber sido modelo de Miguel Ángel.

—Me habría gustado —respondió él mientras se cerraba la bata—. Que me esculpieran en mármol.

Rand se le acercó, se inclinó y le dio un beso fugaz, tanto que sus labios apenas se rozaron. El chico creyó que quizá fuera el preludio de algo más, pero la mujer retrocedió.

—Mañana a primera hora tenemos una cita. Procura dormir bien.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué clase de cita?

Ella le ofreció una sonrisa, aunque pequeña.

—No puedes recibir tu anillo de segador sin al menos algo de ceremonia.

—¿Estará presente Rowan?

—Será mejor que no.

Tenía razón, por supuesto. No era necesario restregarle a su amigo por las narices que a él no lo habían elegido. Pero Tyger lo había dicho en serio: en cuanto tuviera el anillo, le concedería la inmunidad a Rowan.

—Espero que, una vez que tenga el anillo en el dedo, me mires de un modo algo distinto.

Ella lo miró a los ojos largo y tendido, y con eso le derritió más los músculos que los fuertes nudillos del masajista.

—Estoy segura de que las cosas serán distintas —le dijo Rand—. Procura estar preparado para salir a las siete en punto de la mañana.

Cuando se fue, se permitió un momento para dejar escapar un suspiro de satisfacción. En un mundo en el que todos tenían garantizado lo que necesitaban, no todos conseguían lo que querían. Rowan no lo había conseguido, sin duda. Y, hasta hacía poco, Tyger ni siquiera sabía que quería ser segador. Sin embargo, ahora que iba a suceder, sabía que era lo correcto, y por primera vez desde que tenía uso de razón le agradaba inmensamente el rumbo que tomaba su vida.

Al día siguiente no fueron a buscar a Rowan para el entrenamiento, ni tampoco el día posterior. Sus únicas visitas eran los guardias que le llevaban la comida y retiraban la bandeja cuando terminaba.

Había contado los días desde su llegada. Las Fiestas de Antaño habían terminado sin celebración alguna en el ático. Era la última semana del año. Ni siquiera sabía cómo iban a llamar al año nuevo.

—Año del Ave Rapaz —le dijo uno de los guardias cuando le preguntó.

Con la esperanza de que el hombre le tuviera ya la confianza suficiente para soltar algo de información, Rowan le preguntó:

—¿Qué está pasando? ¿Por qué no me han sacado Tyger y la segadora Rand para entrenar? No me digas que ya no soy su esclavo de bokator.

Pero si el guardia conocía la respuesta, no se la pensaba decir.

—Tú come. Nos han dado órdenes estrictas de no dejar que te mueras de hambre.

A última hora de la tarde de aquel segundo día de soledad, Rand fue a verlo con los dos guardias.

—Se acabaron las vacaciones —bromeó el chico, pero la segadora esmeralda no estaba de humor para tonterías.

—Sentadlo en la silla —ordenó a los guardias—. No quiero que pueda moverse ni un centímetro.

Entonces, Rowan vio el rollo de cinta de embalar. Que lo ataran a una silla era malo. Que lo sujetaran con cinta de embalar era peor.

«Se acabó —pensó—. Han terminado con el entrenamiento de Tyger y lo que sea que Rand piensa hacerme va a suceder ahora». Así que entró en acción. En cuanto los guardias intentaron agarrarlo, estalló en una serie de golpes brutales que dejaron a uno de ellos con la mandíbula rota y al otro sin aliento… No obstante, antes de poder llegar a la puerta, Rand cayó sobre él, lo tiró al suelo, bocarriba, y lo sujetó mientras le colocaba una rodilla en el pecho y empujaba con tanta fuerza que no podía respirar.

—Permitirás que te atemos si no quieres que te deje inconsciente y te atemos de todos modos —le dijo la mujer—. Pero, si es esto último, me aseguraré de que vuelvan a romperte los dientes.

Entonces, cuando Rowan estaba a punto de perder la consciencia, Rand levantó la rodilla. Lo había debilitado lo justo para facilitarles la operación de inmovilizarlo.

Y allí, atado a la silla, lo dejaron más de una hora.

La cinta era peor que la cuerda que habían usado en la casa del segador Brahms. Le constreñía el pecho de tal modo que no podía respirar hondo. Por mucho que intentara zafarse, ni los brazos ni las piernas se movían lo más mínimo.

Se puso el sol, dejando tan sólo las luces de la ciudad de San Antonio y el pálido resplandor de una luna gibosa que empezaba a iluminar la habitación en tonos azules acompañados de largas sombras.

Al final, la puerta se abrió y por ella entró uno de los guardias empujando a alguien sentado en una especie de silla con ruedas a ambos lados. La segadora Rand iba detrás de ellos.

—Hola, Rowan.

Era Tyger. Su silueta estaba recortada contra la luz que entraba del pasillo, así que no le veía la cara, pero reconocía la voz. Sonaba cansado y ronco.

—¿Qué está pasando, Tyger? ¿Por qué me ha hecho esto Rand? ¿Y qué narices es esa cosa en la que estás sentado?

—Se llama silla de ruedas —respondió el chico, que decidió responder únicamente a la tercera pregunta—. Es de la Era de la Mortalidad. En estos días no se necesita mucho, pero hoy nos ha venido bien.

Hablaba de un modo extraño; no era sólo por la ronquera, sino por la cadencia, la elección de palabras y la forma en que las enunciaba, con mucha claridad.

Tyger levantó una mano y algo reflejó la luz de la luna. No hacía falta que le explicaran lo que era.

—Ya tienes tu anillo.

—Sí, así es.

Rowan tenía una sensación rara en las tripas, algo pesado y podrido que intentaba salir a la superficie. Parte de él sabía lo que era, pero no estaba dispuesto a que se filtrara a su mente consciente, como si al negarse a pensarlo pudiera espantar el oscuro espectro de la verdad. Pero la iluminación estaba a pocos segundos de producirse.

—Ayn, no llego al interruptor de la luz, ¿podrías encenderla?

La mujer se volvió para activar el interruptor y la realidad de la situación golpeó a Rowan con todas sus fuerzas… porque, aunque era Tyger Salazar el que se sentaba en aquella silla de ruedas, no era a Tyger a quien miraba.

Estaba mirando el rostro sonriente del segador Goddard.