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Irá bien hasta que deje de ir bien

Las cámaras giraron en silencio para seguir a un segador de túnica roja que entraba en una cafetería acompañado por dos fornidos agentes de la Guardia del Dalle. Los micrófonos direccionales lo recogían todo, desde alguien que se rascaba la barba hasta otro que se aclaraba la garganta. Se abrieron paso entre la cacofonía de voces para concentrarse en una única conversación que se inició al sentarse el segador de la túnica roja.

El Nimbo observaba. El Nimbo escuchaba. El Nimbo meditaba. Con todo un mundo que gobernar y mantener, sabía que dedicar tanta atención a una única charla era un uso poco eficiente de sus energías, pero consideraba que aquella reunión era más importante que cualquiera otra de las miles de millones en las que estaba participando o que estaba supervisando en esos momentos. Sobre todo por las personas involucradas.

—Gracias por reunirse conmigo —le dijo el segador Constantine a las segadoras Curie y Anastasia—. Sobre todo porque sé que han tenido que abandonar su escondite para que podamos celebrar esta pequeña reunión.

—No estamos escondidas —repuso Curie, a la que indignaba la sugerencia—. Hemos decidido ser nómadas por un tiempo. Los segadores tenemos derecho a deambular como gustemos.

El Nimbo aumentó la intensidad de la luz del lugar un par de lúmenes para evaluar mejor las sutilezas de las expresiones faciales.

—Sí, bueno, ya lo llamen esconderse, deambular o huir, parece una estrategia efectiva. O sus asaltantes están procurando pasar desapercibidos hasta el siguiente ataque o han decidido no molestarse con objetivos en movimiento y concentrarse en otra cosa. —Hizo una pausa antes de añadir—: Aunque lo dudo.

El Nimbo era consciente de que las segadoras Curie y Anastasia nunca permanecían más de un par de días en el mismo sitio desde que atentaron contra sus vidas. Pero si el Nimbo pudiera haberles recomendado algo, les habría dicho que trazaran una ruta menos predecible por el continente. Siempre era capaz de predecir con un cuarenta y dos por ciento de precisión cuál sería su siguiente parada. Lo que significaba que sus asaltantes quizá también pudieran.

—Tenemos pistas sobre la procedencia de los explosivos —les contó el segador Constantine—. Sabemos el lugar en el que se prepararon e incluso el vehículo que los transportó, aunque seguimos sin saber quién está involucrado.

Si el Nimbo pudiera haber bufado con sorna, lo habría hecho. Él sabía a la perfección quién había preparado los explosivos, quién los había colocado y quién había montado la trampa. Pero decirle a la Guadaña lo que sabía sería una violación grave de la separación entre Guadaña y Estado. Lo más que había podido hacer era motivar de forma indirecta a Greyson Tolliver para que evitara la explosión mortal. No obstante, aunque el Nimbo sabía quién había preparado los explosivos, también sabía que esas personas no eran las responsables, sino meros peones que movía una mano mucho más hábil. La mano de alguien astuto y lo bastante cuidadoso para no llamar la atención…, no sólo de la Guadaña, sino también del Nimbo.

—Tengo que hablar con usted sobre sus prácticas de criba, Anastasia —dijo Constantine.

La segadora se rebulló bajo su túnica, incómoda.

—Ya se ha discutido sobre el asunto en el Cónclave: tengo derecho a cribar como lo hago.

—No se trata de sus derechos como segadora, sino de su seguridad.

Anastasia estaba a punto de ladrarle una queja, pero la segadora Curie le tocó levemente la muñeca para silenciarla.

—Dejemos que el segador Constantine termine lo que tiene que decir.

Anastasia respiró hondo, exactamente 3644 mililitros de aire que después procedió a exhalar muy despacio. El Nimbo sospechaba que Curie había intuido la naturaleza de la explicación de Constantine. Sin embargo, el Nimbo no lo intuía; lo sabía.

Citra, por otro lado, no tenía ni idea, pero creía saber todo lo que Constantine estaba a punto de decir, así que aunque preparó su mejor cara de concentración, lo cierto era que ya estaba formulando una respuesta.

—Aunque quizá resulte difícil realizar un seguimiento de sus movimientos, segadora Anastasia, es muy sencillo seguir los movimientos de la gente a la que ha marcado para la criba. Cada vez que uno de ellos se pone en contacto con usted para acordar una hora y un lugar para su muerte, a sus enemigos se les presenta la oportunidad perfecta para atacarla.

—Por ahora me ha ido bien.

—Sí, irá bien hasta que deje de ir bien. Por eso he pedido al sumo dalle Xenocrates que la excuse de la criba hasta que termine la amenaza.

Aquello era lo que Citra creía que iba a decir, por lo que contraatacó de inmediato:

—A no ser que viole uno de los mandamientos de los segadores, ni siquiera el sumo dalle puede decirme lo que puedo hacer y lo que no. ¡Soy independiente y estoy por encima de todas las demás leyes, como usted!

Su respuesta no impulsó a Constantine a entrar en un debate ni tampoco le llevó la contraria, lo que inquietó a la joven.

—Sí, por supuesto. No he dicho que la vayamos a obligar a dejar la criba, sólo digo que está excusada. Lo que significa que, si no criba, no recibirá una penalización por no alcanzar su cuota.

—Bueno, en tal caso —intervino Curie para dejar claro que no tenía sentido oponerse—, yo también suspenderé mis cribas. —Después arqueó las cejas, como si se le acabara de ocurrir la idea—. ¡Podríamos ir a Perdura! —Se volvió hacia Anastasia—. Si vamos a disfrutar de vacaciones a la fuerza, ¿por qué no convertirlas en unas de verdad?

—¡Una idea excelente! —exclamó Constantine.

—No necesito vacaciones —repuso Citra.

—Entonces, ¡considéralo un viaje educativo! —insistió Curie—. Me cuentan que es impresionante.

Anastasia alzó las manos.

—¡Para! Por muy tentador que resulte un viaje a Perdura, se te olvida que sigo teniendo responsabilidades a las que no puedo dar la espalda. Todavía quedan casi treinta personas elegidas para la criba. A todas les inyecté el veneno que las matará al cabo de un mes. ¡Así no es como quiero cribarlas!

Y Constantine respondió:

—Ya no tiene que preocuparse por eso. Las hemos cribado a todas.

El Nimbo era consciente de eso, por supuesto, pero a Citra la pilló completamente por sorpresa. Aunque oyó a Constantine decirlo, las palabras tardaron un instante en llegar a su cerebro. Su sistema nervioso las registró antes que su mente. Notó que se le calentaban las orejas y que se le formaba un nudo en la garganta.

—¿Cómo dice?

—He dicho que ya las han cribado. Se envió a varios segadores a terminar sus cribas, todos hasta llegar al caballero al que eligió ayer. Le aseguro que todo está en orden. Sus familias han recibido la inmunidad. No quedan cabos sueltos que la pongan en peligro.

Citra empezó a balbucear, lo que era muy poco propio de ella. Se enorgullecía de ser siempre clara e incisiva al hablar, pero aquel ataque por la espalda la desequilibró. Se volvió hacia Curie.

—¿Lo sabías?

—No, pero tiene sentido, Anastasia. Cuando te calmes y lo medites, verás por qué han tenido que hacerlo.

Pero Citra estaba a varios kilómetros de calmarse. Pensó en todas las personas que había elegido para la criba. Les había prometido que tendrían tiempo de arreglar sus asuntos, que podrían elegir cómo y cuándo ocurriría. La palabra de un segador lo es todo. Formaba parte del código de honor que Citra había jurado respetar. Y, de repente, había roto todas sus promesas.

—¿Cómo han podido? ¿Qué derecho tienen?

El segador Constantine alzó la voz. No gritó, pero su potente timbre arrolló la indignación de Citra:

—¡Es demasiado valiosa para la Guadaña como para arriesgarnos a perderla!

Si su primera confesión la había pillado por sorpresa, aquella casi la deja muda.

—¿Qué?

Constantine cruzó las manos frente a él y sonrió; se notaba que disfrutaba del momento.

—Oh, sí, mi querida segadora Anastasia, es usted muy valiosa. ¿Quiere saber por qué? —Entonces se acercó más a ella y susurró—: Porque está alborotando el avispero.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Venga, seguro que es consciente del efecto que ha tenido en la Guadaña desde su ordenación. Irrita a la vieja guardia y asusta al nuevo orden. Agarra por las solapas a unos segadores que prefieren disfrutar en paz de su prepotencia y los obliga a prestar atención. —Se acomodó de nuevo en la silla—. Nada me alegra más que ver a la Guadaña salir a regañadientes de su complacencia. Gracias a usted tengo mis esperanzas depositadas en el futuro.

Citra no sabía si estaba siendo sincero o sarcástico. Lo curioso era que el hecho de que fuera sincero le molestaba más todavía. Marie le había contado que Constantine no era el enemigo, pero, en fin, ¡Citra quería que lo fuera! Quería atacarlo y enfrentarse a su petulante control de la situación, aunque sabía que era inútil. Si pretendía conservar una pizca de dignidad, tendría que recuperar la fría reserva de la «sabia» segadora Anastasia. Al obligar a sus pensamientos a calmarse fue cuando se le ocurrió una idea.

—Así que han cribado a todas las personas que he elegido durante el último mes, ¿no?

—Sí, ya se lo he explicado —repuso Constantine, algo molesto por tener que volver a responder al respecto.

—Sé lo que me ha explicado, pero me cuesta creer que hayan podido cribarlos a todos. Seguro que quedan uno o dos a los que todavía no han llegado. ¿Lo reconocería si fuera cierto?

Constantine la miró con suspicacia.

—¿Adonde quiere llegar?

—A una oportunidad…

El hombre guardó silencio durante un momento. Curie miraba a uno y después a otro. Al final, Constantine dijo:

—Quedan tres a los que no hemos localizado todavía. Nuestro plan consiste en cribarlos en cuanto lo hagamos.

—Pero no lo harán —repuso Citra—. Permitirán que yo me encargue, tal como tenía previsto…, y estarán preparados si alguien aparece para intentar matarme.

—Lo más probable es que el objetivo sea Marie, no usted.

—Entonces, si nadie me ataca, lo sabrán con certeza.

Seguía sin estar convencido.

—Se olerán la trampa a un kilómetro de distancia.

—Pues tendrá que ser más listo que ellos —respondió Citra, sonriente—. ¿O es mucho pedir?

Constantine frunció el ceño, y eso le arrancó una carcajada a Curie.

—Si se viera la cara que ha puesto, Constantine… ¡Ha merecido la pena que intenten matarnos!

El segador no respondió, sino que siguió concentrado en Citra.

—Aunque seamos más listos que ellos (y lo seremos), es un riesgo.

—¿Qué sentido tiene vivir para siempre si no puedes correr unos cuantos riesgos? —repuso la joven, sonriendo.

Al final, Constantine aceptó a regañadientes permitir que Citra se convirtiera en cebo de una trampa.

—Supongo que Perdura puede esperar —comentó la segadora Curie—. Y mira que me apetecía.

Aunque Citra sospechaba que el nuevo plan la animaba más de lo que daba a entender.

A pesar del peligro, la segadora Anastasia descubrió que tener un ápice de control de la situación la aliviaba bastante, lo que no le venía mal.

De hecho, hasta el Nimbo notó que se liberaba su tensión. No podía leerle la mente a la chica, aunque sí interpretaba con precisión el lenguaje corporal y los cambios biológicos. Detectaba mentiras y verdades, tanto las expresadas en voz alta como las que no. Lo que significaba que sabía si Constantine era o no sincero al decir que deseaba mantenerla con vida. Pero, como siempre, en lo que concernía a la Guadaña, debía guardar silencio.