24
Abiertos a la resonancia
La siguiente criba de la segadora Anastasia tendría lugar en el tercer acto de Julio César, en el teatro Orpheum de Wichita, un establecimiento clásico que se remontaba a los tiempos mortales.
—No me apetece demasiado cribar a alguien delante de un público de pago —reconoció Citra ante Marie mientras se registraban en el hotel de Wichita.
—Pagan por la representación, querida —puntualizó Marie—. No saben que habrá una criba.
—Ya, pero, aun así, una criba no debería convertirse en entretenimiento.
La otra segadora frunció los labios en una sonrisita engreída.
—Eres la única culpable. Es lo que pasa cuando permites que tus sujetos elijan el método de su muerte.
Suponía que Marie estaba en lo cierto. La verdad era que Citra debía considerarse afortunada porque ninguno de sus elegidos hubiera deseado convertir su criba en un espectáculo público. Cuando su vida regresara a la normalidad, quizás impusiera algunos parámetros razonables sobre los tipos de muertes que permitía.
Una media hora después de llegar a su habitación del hotel, alguien llamó a la puerta. Habían pedido servicio de habitaciones, así que a Citra no le sorprendió, por mucho que hubieran tardado menos de los que esperaba; Marie estaba en la ducha y la comida estaría fría cuando saliera.
No obstante, cuando abrió la puerta vio que no se trataba de un empleado del hotel con la comida, sino de un joven más o menos de su edad y con algunos problemas cosméticos faciales que nadie solía tener en la época posmortal. Sus dientes estaban torcidos y amarillos, y había unos cuantos bultitos en su rostro que parecían a punto de entrar en erupción. Llevaba una camisa informe de arpillera marrón y unos pantalones que anunciaban al mundo que rechazaba las convenciones sociales; no como los indeseables, sino al estilo tranquilo y moralizante de los tonistas.
Citra se percató de su error al instante y evaluó la situación en un abrir y cerrar de ojos. Resultaba sencillo distinguir a un tonista; ella misma se había hecho pasar por uno para evitar que la detectaran. No le cabía duda de que se trataba de un agresor disfrazado que pretendía eliminarlas. Aunque no llevaba armas encima ni estaban a su alcance, al menos tenía sus manos.
El desconocido sonrió y le enseñó mejor sus desagradables dientes.
—¡Hola, amiga! ¿Sabías que la Gran Horca repica para ti?
—¡Retrocede!
Pero no retrocedió, sino que dio un paso adelante.
—¡Un día resonará para todos nosotros!
Entonces metió la mano en una bolsa que le colgaba de la cintura.
Citra se movió con la velocidad instintiva y la perfecta brutalidad de bokator. Fue tan rápida que todo acabó antes de poder pensar, y el chasquido del hueso al romperse resonó en su interior con más claridad que cualquier Gran Horca.
El chico cayó al suelo gimiendo de dolor, con el brazo roto a la altura del codo.
Ella se arrodilló para mirar dentro de la bolsa y averiguar qué clase de muerte había llevado consigo. La bolsa estaba llena de panfletos, de panfletitos de papel brillante que ensalzaban las virtudes del estilo de vida tonista.
No se trataba de ningún agresor. Era justo lo que parecía: un fanático del tono que hacía proselitismo de su absurda religión.
Ahora se avergonzaba de su reacción excesiva y se horrorizaba de la violencia de su actuación frente al intruso.
Todavía arrodillada a su lado, vio que el tonista seguía chillando de dolor.
—Quédate quieto —le advirtió ella—. Deja que tus nanobots analgésicos se ocupen del trabajo.
El negó con la cabeza.
—No tengo —respondió con voz ahogada—. No están. Extraídos.
Aquello la pilló por sorpresa. Sabía que los tonistas hacían cosas raras, pero no se imaginaba algo tan extremo (tan masoquista) como sacarse sus nanobots analgésicos.
El joven la miró con los ojos muy abiertos, como un cervatillo al que acaba de atropellar un coche.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó entre sollozos—. Sólo quería iluminarte sobre…
Entonces, justo en el peor momento, Marie salió del baño.
—¿Qué es todo esto?
—Un tonista —explicó Citra—. Creía…
—Sé lo que creías. Yo habría pensado lo mismo. Pero quizás hubiera sido más práctico dejarlo inconsciente en vez de destrozarle el codo. —Cruzó los brazos y los miró a los dos, más irritada que comprensiva, lo que no era propio de ella—. Me sorprende que el hotel permita a los tonistas vender su «religión» de puerta a puerta.
—No lo permiten, pero lo hacemos de todos modos —contestó el joven, a pesar del dolor.
—Pues claro que lo hacéis.
Entonces, por fin, el joven sumó dos más dos.
—Usted es… es la segadora Curie. —Después se volvió hacia Citra—. ¿Tú también eres una segadora?
—La segadora Anastasia.
—Nunca había visto a un segador sin su túnica. Tu ropa… ¿es toda del mismo color que tu túnica?
—Así es más fácil —respondió Citra.
Marie suspiró, poco interesada en aquella revelación.
—Iré a por hielo.
—¿Hielo? —preguntó Citra—. ¿Para qué?
—Es un remedio de la edad mortal para la hinchazón y el dolor —explicó la segadora, y salió a buscar la máquina de hielo del final del pasillo.
El tonista había dejado de retorcerse en el suelo, aunque seguía con la respiración alterada por culpa del dolor.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Citra.
—Hermano McCloud.
«Cierto —pensó la chica—, los tonistas son todos hermano esto y hermana lo otro».
—Bueno, lo siento, hermano McCloud. Creía que pretendías hacernos daño.
—Que los tonistas seamos antisegadores no significa que os deseemos ningún mal. Queremos iluminaros, como a todo el mundo. Quizás incluso más que al resto del mundo.
Se miró el brazo, cada vez más hinchado, y gimió.
—No está tan mal, tus nanobots sanadores deberían empezar… —comentó Citra, pero él la interrumpió negando con la cabeza—. ¿Quieres decir que tampoco los tienes? ¿Es eso legal?
—Por desgracia, sí —respondió Marie por él, cargada con el hielo—. La gente tiene derecho a sufrir si así lo desea. Por muy atrasado que sea el concepto.
Después se llevó el cubo de hielo a la cocinita de la suite para preparar una especie de paquete con él.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo el hermano McCloud—. Si sois segadoras y estáis por encima de la ley en todos los aspectos…, ¿por qué me has atacado? ¿De qué tienes miedo?
—Es complicado —respondió ella, que no quería explicarle las complejidades y las intrigas de su actual situación.
—Podría ser simple. Podrías renunciar a tu condición de segadora y seguir a los tonistas.
Citra estuvo a punto de reírse. Incluso transido de dolor, el chico era de ideas fijas.
—Una vez visité un monasterio tonista —reconoció; eso pareció agradar al joven y distraerlo del dolor.
—¿Te cantó?
—Golpeé el diapasón del altar. Olí el agua sucia.
—Contiene las enfermedades que antes mataban a la gente —comentó él.
—Eso he oído.
—¡Algún día volverán a matarla!
—¡Lo dudo mucho! —exclamó Marie al regresar con el hielo metido dentro de una bolsita de basura de plástico.
—No dudo que lo dude —repuso él.
Marie dejó escapar un bufido reprobador; después se arrodilló a su lado y le apretó la bolsa de hielo contra el codo hinchado. Él hizo una mueca y Citra ayudó a sostener la bolsa.
El chico respiró hondo unas cuantas veces para aceptar tanto el frío como el dolor, y dijo:
—Pertenezco a una orden tonista de aquí, en Wichita. Deberíais venir a vernos. Para compensarme por lo que me habéis hecho.
—¿No temes que te cribemos? —se burló Marie.
—No es probable —dijo Citra—. Los tonistas no temen a la muerte.
Pero el hermano McCloud la corrigió:
—Sí que la tememos. Lo que pasa es que aceptamos nuestro miedo y lo superamos.
Marie se levantó, impaciente.
—Los tonistas fingís ser sabios, pero todo vuestro sistema de creencias es una invención. No es más que una combinación de los trocitos más convenientes de las religiones de la edad mortal… ¡y ni siquiera son las mejores partes! Lo habéis robado todo para después coserlo sin habilidad alguna en una especie de colcha de retazos sin sentido. Nadie más que vosotros lo entiende.
—¡Marie! Que ya le he roto el brazo, no hace falta que también lo insultemos.
Pero la mujer estaba ya demasiado metida en su diatriba como para detenerse.
—Anastasia, ¿sabías que hay al menos cien cultos del tono distintos, cada uno con sus propias normas? Mantienen airadas discusiones sobre si su tono divino es sol sostenido o bemol… ¡Ni siquiera se ponen de acuerdo en si deben llamar a su deidad imaginaria «la Gran Vibración» o «la Gran Resonancia»! ¡Los tonistas se cortan la lengua, Anastasia! ¡Se ciegan!
—Esos son los extremistas —aclaró el hermano McCloud—. La mayoría no es así. Mi orden no es así. Somos de la orden locria; lo más extremo que hacemos es quitarnos los nanobots.
—¿Podemos al menos llamar a un ambudrón para que te traslade a un centro donde puedan curarte? —le preguntó Citra.
De nuevo, el chico negó con la cabeza.
—Tenemos un médico en el monasterio. Él se ocupará. Me escayolará el brazo.
—¿Que te qué?
—¡Vudú! —dijo Marie—. Un antiguo ritual de curación. Envuelven el brazo en escayola y lo dejan así varios meses. —Entonces se acercó al armario, sacó una percha de madera y la partió por la mitad—. Venga, te haré un cabestrillo. —Se volvió hacia Citra, adelantándose a su pregunta—. Más vudú.
Rompió una funda de almohada a tiras, ató la mitad de la percha rota al brazo para que no se moviera y otro jirón de tela para sostener el hielo en su sitio.
El hermano McCloud se levantó para marcharse. Abrió la boca para hablar, pero Marie le cortó:
—Como digas «que la Horca os acompañe», te golpeo con la otra mitad de la percha.
El chico suspiró, hizo una mueca al mover el brazo y dijo:
—En realidad los tonistas no decimos eso. Lo que decimos es: «Que Resuenes bien alto».
Procuró mirarlas a las dos a los ojos al decirlo. Marie cerró de un portazo en cuanto el chico cruzó el umbral.
Citra la miró como si no la conociera.
—¡Nunca te había visto actuar así con nadie! ¿Por qué has sido tan desagradable?
Ella apartó la vista, quizás algo avergonzada.
—No me gustan los tonistas.
—Tampoco le gustaban a Goddard.
Marie volvió la vista hacia ella rápidamente. La chica temió que fuera a gritarle, pero no lo hizo.
—Puede que sea el único tema en el que estábamos de acuerdo —dijo—. La diferencia estriba en que yo respeto su derecho a existir, por mucho que me disgusten.
Lo que Citra consideraba cierto, ya que, en todo el tiempo que llevaban juntas, nunca la había visto cribar a un tonista, a diferencia del segador Goddard, que había intentado acabar con un monasterio entero antes de que Rowan lo matara.
Llamaron de nuevo a la puerta y las dos se sobresaltaron; pero esta vez sí que era el servicio de habitaciones que esperaban. Cuando se sentaron a comer, Marie miró hacia el panfleto que se había dejado el tonista y se burló de él.
—«Abiertos a la resonancia» —leyó—. Esto sólo resuena en un sitio —dijo, y lo tiró a la papelera.
—¿Has acabado ya? ¿Podemos comer en paz?
Marie suspiró, miró su comida y abandonó toda intención de terminarla.
—Cuando era un poco más joven que tú, mi hermano se unió a un culto del tono. —Apartó el plato a un lado y se tomó un momento antes de seguir hablando—: Siempre que lo veíamos, que era poco, nos soltaba tonterías. Después desapareció. Descubrimos que se había caído y se había golpeado la cabeza, pero como no tenía nanobots sanadores y no recibió atención médica, murió. Y quemaron su cuerpo antes de que un ambudrón pudiera llevarlo a revivir. Porque es lo que hacen los tonistas.
—Lo siento mucho, Marie.
—Fue hace muchísimo tiempo.
Citra guardó silencio para darle a su amiga los minutos que necesitaba. Sabía que el mayor regalo que podía hacerle a su mentora era escuchar.
—Nadie sabe quién empezó el primer culto del tono ni por qué. Puede que la gente echara de menos las fes de la era mortal y quisiera volver a sentir lo mismo. O puede que fuera una broma absurda. —Se sumió en sus pensamientos un instante y después salió del trance—. En fin, que cuando Faraday me ofreció la oportunidad de convertirme en segadora, la acepté gustosa. Necesitaba una forma de proteger al resto de mi familia de algo tan horrible, aunque para ello yo tuviera que hacer también cosas horribles. Me convertí en la Señorita Asesina y, al arrugarme, en la Gran Dama de la Muerte.
Marie examinó su plato y empezó a comer de nuevo; su apetito regresó al liberar sus demonios.
—Sé que las creencias de los tonistas son ridículas —dijo Citra—, pero supongo que, para alguna gente, resultan atractivas.
—Es o que les pasa a los pavos con la lluvia: alzan los ojos al cielo, abren los picos y se ahogan —repuso Marie.
—No los pavos que cría el Nimbo.
—Justo lo que yo decía.