38
Una trilogía de encuentros críticos
En todo momento estoy supervisando o participando en más de mil trescientos millones de interacciones humanas. El 27 de marzo del Año del Ave Rapaz etiqueto tres de ellas como las más importantes.
No escucho la primera, así que sólo puedo deducir de forma indirecta su contenido. Tiene lugar en la ciudad de San Antonio, en Texas. El edificio de viviendas tiene sesenta y tres plantas, y en la más alta está el ático requisado por la segadora Ayn Rand.
No cuento con cámaras en el edificio, en cumplimiento de mis normas especiales para esa región. Pero las cámaras de la calle captan la llegada de varios hombres y mujeres expertos en ciencias: ingenieros, programadores e incluso un famoso biólogo marino. Mi hipótesis es que los ha convocado el segador Goddard con alguna excusa para después cribarlos. Es propenso a eliminar a los que me sirven a través de su trabajo en las ciencias, sobre todo si tiene que ver con el tema aeroespacial. El año pasado, sin ir más lejos, cribó a cientos de personas en Magnetic Propulsión Laboratories, donde algunos de mis ingenieros más capaces desarrollaban métodos para el viaje por el espacio profundo. Y, antes de eso, acabó con un genio en el campo de la hibernación a largo plazo, aunque lo camufló como parte de una criba en masa dentro de un avión.
Aquí no puedo realizar acusación alguna porque no tengo datos, únicamente conjeturas fundamentadas sobre los motivos de Goddard. Como no tengo datos para probar que exista una mano detrás de las desafortunadas colonias de la Luna y Marte o del fatídico hábitat orbital. Baste con decir que Goddard es el último de una larga serie de segadores que miraron al cielo y no vieron las estrellas, sino la oscuridad entre ellas.
Espero varias horas para ver si se habla sobre las cribas en el edificio, pero no las hay, sino que los visitantes salen poco después del anochecer. No hablan entre ellos de lo sucedido en el ático. No obstante, por sus caras de agobio, sé que ninguno dormirá bien esta noche.
La segunda conversación de importancia se produce en la ciudad estemericana de Savannah, una localidad en la que me he esforzado mucho por mantener su encanto de la edad mortal.
Una cafetería tranquila. Un banco al fondo. Tres segadores y un ayudante de segador. Café, café, café con leche y chocolate caliente. Están disfrazados con ropa normal para una reunión clandestina a plena vista.
El segador Faraday, ese que casi todos piensan que se cribó el año pasado, acaba de desactivar mis cámaras del interior de la cafetería. Da igual; aquí no estoy cegado ni de Lejos porque tengo a un camarabot bebiendo té a unas cuantas mesas de ellos. No tiene mente. Ni consciencia. Ni capacidad computacional más allá de la necesaria para imitar el movimiento humano. Es una máquina sencilla diseñada para un único propósito: reducir los puntos ciegos y mejorar mi servicio a la humanidad. Y hoy, servir a la humanidad significa escuchar esta conversación.
—Me alegro de verte, Michael —dice la segadora Marie Curie.
He observado las idas y venidas de la relación romántica entre los dos segadores, además de los muchos años de devota amistad que la siguieron.
—Y yo a ti, Marie.
El camarabot no mira hacia el grupo. No tiene importancia porque no lleva las cámaras en los ojos, sino en unas lentes diminutas que rodean su cuello y se esconden detrás de un velo transparente de piel artificial, lo que me proporciona una vista de trescientos sesenta grados en todo momento. Su cabeza no es más que una decoración prostética rellena de espuma de poliestireno para que no la invadan los insectos que tanto proliferan en esta parte del mundo.
Faraday se vuelve hacia la segadora Anastasia. Su sonrisa es cálida. Paternal.
—Entiendo que nuestra novicia se ha convertido en toda una segadora.
—Estamos orgullosos de ella.
Los capilares del rostro de Anastasia se dilatan. Sus mejillas adoptan un tono ligeramente rosado por el halago.
—Perdonad, qué maleducado —dice Faraday—. Dejad que os presente a mi ayudante.
La joven había permanecido sentada con paciencia y educación durante dos minutos diecinueve segundos para que los segadores pudieran saludarse como era debido después de tanto tiempo. Ahora extiende una mano para estrechar la de Curie.
—Hola, soy Munira Atrushi.
También estrecha la de Anastasia, aunque casi como de pasada.
—Munira procede de Israebia y de la Gran Biblioteca. Su ayuda en mi investigación ha sido inestimable.
—¿De qué investigación hablamos? —pregunta Anastasia.
Faraday y Munira vacilan. Entonces, Faraday dice:
—Histórica y geográfica. —Pero cambia de tema al instante porque, al parecer, no está listo para hablar de ello todavía—: Entonces, ¿sospecha la Guadaña que sigo vivo?
—No que yo vea —responde Curie—. Aunque estoy convencida de que unos cuantos fantasean sobre cómo serían las cosas si siguieras por allí. —Le da un trago al café con leche, que calculo que estará a ochenta grados Celsius. Me preocupa que se queme los labios, pero tiene cuidado—. Te habrías llevado el cónclave de calle de haber aparecido como por arte de magia, como Goddard. No me cabe duda de que en estos momentos serías el sumo dalle.
—Tú lo harás mejor —dice Faraday, no sin admiración.
—Bueno, primero hay que superar cierto obstáculo.
—Lo conseguirás, Marie —la anima Anastasia.
—Y —añade Faraday— me imagino que tú serás su primera segadora subordinada.
Munira arquea las cejas; se ve que lo duda. El gesto no se le pasa por alto a Anastasia.
—Tercera subordinada —lo corrige Anastasia—. Cervantes y Mandeb ocuparán el primer y segundo puesto. Al fin y al cabo, soy una segadora novata.
—Y, a diferencia de Xenocrates, no enviaré a mis subordinados a la periferia para encargarse de minucias —dice Curie.
Me alegra que la segadora Curie ya hable como una suma dalle. A pesar de no tener contactos dentro de la Guadaña, reconozco a una líder a la altura cuando la veo. Xenocrates era práctico, nada más. Estos tiempos necesitan de alguien excepcional. No sé cuál es el recuento de votos porque el servidor de la Guadaña está fuera de mi alcance, así que espero que o la votación o la investigación favorezcan a la segadora.
—Aunque sea un placer volver a verte, Michael, me imagino que no se trata de una mera visita social —comenta Curie.
Se toma un momento para mirar a su alrededor, aunque sólo dedica una mirada de pasada al hombre que bebe té a unas mesas de ellos. El «hombre» ahora finge beber porque su vejiga interna está llena y tiene que vaciarla.
—No, no es una visita social, y perdonadme por arrastraros hasta aquí, tan lejos de casa, pero he pensado que reunirse en Midmérica llamaría la atención más de lo necesario.
—Me gusta Estemérica —dice Curie—, sobre todo las regiones de costa. No vengo lo suficiente.
Anastasia y ella esperan a que Faraday les explique la razón del encuentro. Yo siento especial curiosidad por saber si tocará el tema para el que las ha reunido. Escucho con atención.
—Hemos descubierto algo increíble —empieza el segador—. Vais a pensar que he perdido la cabeza cuando oigáis lo que os voy a contar, pero, creedme, no es así. —Entonces se detiene y se dirige a su ayudante—: Munira, como fuiste tú la que lo descubrió, ¿te importaría informar a nuestras amigas?
Entonces saca una imagen del océano Pacífico cubierta por un entramado de rutas de vuelo. Muestra con claridad el espacio que ningún avión cruza. Ese hueco no me preocupa. Nunca he tenido por qué trazar rutas de vuelo por encima de ese punto de mar abierto porque había formas mejores de aprovechar los vientos predominantes. Lo único que me inquieta es que no me había percatado antes.
Plantean su teoría de que es la ubicación de la mítica Tierra de Nod, donde se encuentra el plan de emergencia de los fundadores por si la Guadaña fracasa.
—No hay garantías —aclara Munira—. Lo único que sabemos con certeza es que existe el punto ciego. Creemos que los fundadores programaron el Nimbo justo antes de que adquiriera consciencia de sí mismo para que hiciera caso omiso de su existencia. Se lo ocultaron al resto del mundo. La razón sólo podemos suponerla.
Esta teoría no me inquieta en absoluto. No obstante, sé que debería. Ahora me inquieta lo poco que me inquieta.
—Perdóname, Michael, si mis preocupaciones son algo más inmediatas —le dice Curie—. Si Goddard se convierte en sumo dalle, abrirá, una puerta que no podrá cerrarse.
—Deberías viajar con nosotras a Perdura, segador Faraday —lo anima Anastasia—. Los verdugos mayores te escucharán.
Pero, por supuesto, el hombre rechaza la invitación con un movimiento de cabeza.
—Los verdugos mayores ya saben lo que está pasando ahí fuera y están divididos sobre el rumbo que debería tomar la Guadaña. —Hace una pausa para mirar el mapa que todavía se extiende ante ellos—. Si la Guadaña cae presa del caos, el plan de emergencia de los fundadores podría ser lo único que la salve.
—¡Ni siquiera sabemos en qué consiste ese plan! —dice Anastasia.
A lo que Faraday contesta:
—Sólo hay un modo de averiguarlo.
Ahora el corazón de Curie se acelera de setenta y dos a ochenta y cuatro pulsaciones por minuto, seguramente como resultado del aumento de adrenalina.
—Si una parte del mundo ha permanecido oculta durante cientos de años, no hay forma de saber qué encontrarás allí. No estará bajo el control del Nimbo, lo que significa que podría ser muy peligroso, incluso mortal, y no habrá un centro de reanimación al que llevarte para traerte de vuelta.
Como nota al pie, me gustaría decir que me alegra constatar que Curie cuenta con la perspectiva suficiente como para percatarse de que mi ausencia es algo peligroso. De todos modos, yo no lo encuentro peligroso. Ni problemático. Debería. Tomo nota de que debo dedicar un tiempo de procesamiento considerable a analizar mi extraña falta de preocupación.
—Sí, hemos tenido en cuenta el peligro —confirma Munira—. Y por eso nos dirigimos primero al viejo Distrito de Columbia.
El estado psicológico de Curie cambia por completo ante la mención del antiguo Distrito de Columbia. Sus cribas más infames tuvieron lugar allí, antes de que yo dividiera Nortemérica en regiones más manejables. Aunque nunca solicité su intervención para librarse de los vestigios corruptos del gobierno mortal, no niego que me facilitó la tarea.
—¿Por qué queréis ir allí? —pregunta sin ocultar su disgusto—. No hay nada más que ruinas y recuerdos que están mejor olvidados.
—En D. C. hay historiadores que conservan la vieja Biblioteca del Congreso —explica Munira—. Volúmenes físicos que quizá contengan lo que no logramos encontrar en el cerebro trasero.
—He oído que ese lugar está plagado de indeseables —dice Anastasia.
Munira la mira con aire altivo.
—Quizá no sea segadora, pero una vez fui novicia del segador Ben Gurion. Puedo apañármelas contra indeseables.
Curie pone una mano sobre la de Faraday, lo que hace que el corazón del segador se acelere un poco también.
—Espera, Michael —le implora—. Espera a que termine la investigación. Si todo va como esperamos, puedo organizar una expedición formal al punto ciego. Y, si no, me uniré a vosotros en la búsqueda, porque no seguiré dentro de una Guadaña dirigida por Goddard.
—Esto no puede esperar, Marie. Me temo que cada día que pasa la situación es peor para la Guadaña, no sólo en Midmérica, sino en todas partes. He estado supervisando la agitación dentro de las Guadañas regionales de todo el mundo. En Australia Superior, los segadores del nuevo orden se hacen llamar la Orden del Doble Filo y cada vez tienen más peso. En Transiberia, la Guadaña se fragmenta en media docena de facciones en litigio, y la Guadaña chilargentina, aunque lo niegue, está al borde de una guerra interna.
Yo ya había intuido todo esto y más por lo que he sido capaz de ver y oír. Me alegro de que alguien más sea consciente de la visión de conjunto y de lo que podría significar.
Ahora me fijo en la indecisión de Anastasia, dividida entre las posiciones de sus dos mentores.
—Si los segadores fundadores decidieron que lo mejor era eliminar ese lugar de la memoria, quizá sea mejor respetarlos.
—Decidieron esconderlo —interviene Munira—, ¡pero su intención no era hacerlo desaparecer del mundo!
—¡Tú no sabes lo que pensaban los fundadores! —contraataca Anastasia.
Está claro que estas dos tienen poca paciencia la una con la otra, como hermanas compitiendo por el afecto de sus padres. Un camarero empieza a llenarles las tazas vacías sin preguntar, lo que despista a Curie un momento. Está acostumbrada a un trato mucho más servicial, pero con ropa de calle y la melena plateada recogida en un moño no es más que otro cliente.
—Veo que no podemos hacer nada para que cambiéis de idea sobre este viaje —dice cuando se va el camarero—. Así que ¿qué necesitas de nosotras, Michael?
—Sólo deseo que lo sepáis. Seréis las únicas informadas sobre nuestro descubrimiento… y nuestro destino.
Lo que, evidentemente, no es del todo cierto.
La tercera conversación no es tan importante para el mundo, aunque sí para mí.
Tiene lugar en un claustro tonista justo en el centro de Midmérica. Tengo cámaras y micrófonos montados discretamente por todo el lugar. A pesar de que los tonistas evitan a los segadores, no me evitan a mí porque protejo su derecho a existir en un mundo en el que la mayoría de la gente desearía que no existieran. Puede que hablen conmigo menos que los demás, pero saben que estoy ahípara lo que necesiten, si me necesitan.
Un segador ha llegado hoy de visita al claustro. Eso nunca es bueno. Me vi obligado a presenciar la masacre de más de cien tonistas a manos del segador Goddard y sus discípulos a principios del Año del Carpincho. No pude hacer más que mirar hasta que, por suerte, las cámaras se derritieron en el incendio. Espero que este encuentro sea de naturaleza distinta.
El segador es el honorable segador Cervantes, antes de la Guadaña francoibérica. Sefue de allí hace algunos años y se afilió a la midmericana. Eso me anima a pensar que no se trata de una criba, puesto que la criba de tonistas fue la razón por la que se marchó.
Nadie sale a recibirlo a la larga columnata de ladrillo que marca la entrada al claustro. Mis cámaras viran para seguirlo, algo que los segadores llaman «el saludo invisible» y han aprendido a ignorar.
Sigue caminando como si supiera el camino, aunque no es así; se trata de una peculiaridad habitual en los segadores. Encuentra el centro para visitantes, donde un tonista llamado hermano McCloud está sentado a un escritorio para repartir folletos y ofrecer empatia a cualquier alma perdida que entre allí en busca de un significado para su vida. La tela de color marrón arena de la túnica de Cervantes es muy similar a la arpillera en tono barro que visten los tonistas. Por eso, este segador les resulta un poco menos ofensivo.
Mientras que McCloud recibe a los ciudadanos normales de forma amable y cordial, su saludo a un segador no lo es, y menos después de que la última segadora con la que habló le rompiera un brazo.
—Diga qué asunto le trae hasta aquí.
—Estoy buscando a Greyson Tolliver.
—Lo siento, no hay nadie con ese nombre.
—Júrelo por la Gran Resonancia —contesta el otro con un suspiro.
El hermano McCloud vacila.
—No tengo por qué hacer nada de lo que me pida.
—Bueno, su negativa a jurar por la Gran Resonancia me dice que miente. Ahora nos quedan dos opciones: podemos convertir esto en un asunto largo y desagradable hasta que encuentre a Greyson Tolliver o me lo puede traer. La opción A me irritará, y quizá cribe a uno o más de sus compañeros por haberme molestado. La B será mejor para todas las partes involucradas.
Otra vacilación del hermano McCloud. Como tonista, no tiene práctica en tomar decisiones por sí mismo. He observado que una de las ventajas de pertenecer a la orden es que toman por ti la mayoría de las decisiones, lo que conduce a una vida con muy poco estrés.
—Estoy esperando —dice Cervantes—. Tic, tac.
—Al hermano Tolliver se le ha concedido asilo religioso —responde el otro al fin—. No puede cribarlo.
—No —responde Cervantes con un suspiro—. No se me permite sacarlo de aquí, pero, como no tiene inmunidad, tengo todo el derecho a cribarlo si es a lo que he venido.
—¿Y es a lo que ha venido?
—Eso no es asunto suyo. Ahora, tráigame al «hermano Tolliver» si no quiere que le cuente a su coadjutor que me ha revelado las armonías secretas de su secta.
La amenaza deja al hermano McCloud en un desconcertado estado de terror. Se aleja a toda prisa y vuelve con el coadjutor Mendoza, quien realiza más amenazas a las que Cervantes responde con las suyas, y cuando queda claro que no conseguirán echar al segador, el coadjutor dice:
—Le preguntaré si está dispuesto a recibirlo. Si no, todos lo defenderemos con nuestras vidas, en caso necesario.
Tras unos minutos, el coadjutor Mendoza vuelve a por él.
—Sígame.
Greyson Tolliver espera al segador en la más pequeña de las dos capillas del claustro. Está pensada para la reflexión personal, con un pequeño diapasón y un cuenco de agua primigenia en el altar.
—Estaremos al otro lado de la puerta, hermano Tolliver —dice el coadjutor—, por si nos necesitas.
—Claro, os llamaré si os necesito —responde Greyson, que parece deseando terminar con el asunto.
Se marchan y cierran la puerta. Muevo la cámara del fondo de la capilla muy despacio para no interrumpir el encuentro con la molestia de un chirrido mecánico.
Cervantes se acerca a Greyson, que está arrodillado en la segunda fila de la capilla. Ni siquiera se vuelve para mirar al segador. Se ha quitado las modificaciones corporales y se ha rapado el pelo teñido de negro, aunque ya le ha crecido lo bastante para cubrirle la cabeza.
—Si ha venido a cribarme, que sea rápido. E intente no derramar demasiada sangre para que haya menos que limpiar después.
—¿Tan impaciente estás por abandonar este mundo?
Greyson no responde. Cervantes se presenta y se sienta a su lado, aunque todavía no le ha contado por qué está aquí. Quizá primero quiera comprobar si Greyson Tolliver se merece tanta atención.
—Te he investigado.
—¿Ha encontrado algo interesante?
—Sé que Greyson Tolliver no existe. Sé que tu nombre real es Slayd Bridger y que tiraste un autobús por un puente.
Greyson se ríe.
—Así que ha descubierto mi oscura historia secreta —dice, sin molestarse en sacar a Cervantes de su error—. Bien por usted.
—Sé que estuviste involucrado de algún modo en la trama para acabar con las segadoras Anastasia y Curie, y que Constantine, está removiendo cielo y tierra para encontrarte.
Greyson se vuelve hacia él por primera vez.
—Entonces, ¿no trabaja para él?
—No trabajo para nadie. Trabajo para la humanidad, como todos los segadores. —Entonces se vuelve para mirar el diapasón plateado que sobresale del altar ante ellos—. En mi Barcelona natal, los tonistas son mucho más problemáticos que aquí. Suelen atacar a los segadores, lo que nos obliga a cribarlos. Mi cuota siempre estaba repleta de tonistas a los que no deseaba cribar y que me impedían tomar mis propias decisiones. Fue uno de los motivos por los que me vine a Midmérica, aunque, últimamente, me pregunto si no llegaré a arrepentirme de esa elección.
—¿Por qué está aquí, su señoría? Si es para cribarme, ya podría haberlo hecho.
—Estoy aquí porque así me lo ha pedido la segadora Anastasia.
Al principio, Greyson parece alegrarse, pero la expresión se torna amarga muy deprisa. Ahora hay mucha amargura en él. Nunca fue mi intención.
—¿Está demasiado ocupada para visitarme ella?
—La verdad es que sí. Está metida hasta el cuello en un asunto muy serio de la Guadaña —responde, sin dar más detalles.
—Bueno, pues aquí estoy, vivo y entre personas que de verdad se preocupan por mi bienestar.
—He venido para ofrecerte un salvoconducto a Amazonia. Al parecer, la segadora Anastasia tiene allí a un amigo que podrá ofrecerte una vida mucho mejor que la de tonista.
Greyson mira a su alrededor mientras sopesa la oferta. Después responde con la siguiente pregunta retórica:
—¿Quién dice que quiera irme?
Eso sorprende a Cervantes.
—¿Quieres decir que prefieres perder la vida canturreando antes que escapar a un lugar más seguro?
—La salmodia es irritante —reconoce el chico—, pero me he acostumbrado a la rutina. Y la gente es simpática.
—Sí, los descerebrados pueden ser simpáticos.
—A lo que quiero llegar es a que me hacen sentir en casa. Es algo nuevo para mí. Así que, sí, puedo tararear su tono y realizar sus estúpidos rituales porque lo que obtengo a cambio merece la pena.
—¿Prefieres vivir una mentira? —pregunta Cervantes en tono de mofa.
—Sólo si me hace feliz.
—¿Y te hace feliz?
Greyson lo medita. Yo también. Sólo puedo vivir la verdad. Me pregunto si vivir una mentira mejoraría mi configuración emocional.
—El coadjutor Mendoza cree que puedo encontrar la felicidad entre ellos. Después de los terribles actos que he cometido (lo del autobús y tal), creo que merece la pena intentarlo.
—¿No hay forma de que cambies de idea?
—No —responde Greyson con más certeza que un momento antes—. Considere su misión cumplida. Prometió a Anastasia que me ofrecería salvoconducto a un lugar más seguro. Lo ha hecho. Ya puede irse.
Cervantes se levanta y se alisa la túnica.
—Entonces, que tenga buen día, señor Bridger.
Cervantes se marcha y se asegura de abrir de golpe las pesadas puertas de madera para darles con ellas en las narices al coadjutor y al hermano McCloud, que estaban escuchando la conversación. Los dos acaban en el suelo.
Tras la partida de Cervantes, el coadjutor se acerca a hablar con Greyson, que lo despacha asegurándole que todo va bien.
—Necesito tiempo para reflexionar —le dice a Mendoza, que sonríe.
—Ah, eso es lenguaje tonista para «déjame en paz de una vez». También puedes probar con: «Me gustaría sopesar la resonancia». Funciona igual de bien.
Deja al chico y cierra las puertas de la capilla. Enfoco más de cerca a Greyson cuando se va el coadjutor, con la esperanza de leer algo en su rostro. No cuento con la habilidad de leer mentes. Podría desarrollar la tecnología necesaria, pero, por su misma naturaleza, cruzaría la línea de la intromisión personal. Aun así, en momentos como este, desearía no tener que limitarme a observar. Desearía entrar en contacto.
Y entonces Greyson empieza a hablar. A hablarme a mí.
—Sé que estás observando —le dice a la capilla vacía—. Sé que estás escuchando. Sé que has visto todo lo que me ha sucedido en los últimos meses.
Se calla un momento. Guardo silencio. No por voluntad propia.
Cierra los ojos, de los que ahora caen las lágrimas, y en un desesperado remedo de oración, me implora:
—Por favor, hazme saber que sigues ahí. Necesito saber que no me has olvidado. Por favor, Nimbo…
Pero en su tarjeta de identificación sigue brillando la I roja. Su clasificación de indeseable conlleva un periodo mínimo de cuatro meses, así que no puedo responder. Me atan mis propias leyes.
—Por favor —suplica mientras las lágrimas sobrepasan el intento de sus nanobots emocionales por consolarlo—. Por favor, dame una señal. Es lo único que pido. Sólo una señal de que no me has abandonado.
Y entonces me doy cuenta de que, aunque existe una ley que impide mi comunicación directa con un indeseable, no hay ninguna contra las señales y los milagros.
—Por favor…
Así que le concedo el deseo. Accedo a la red eléctrica y apago la luz. No sólo en la capilla, sino en todo Wichita. Las luces de la ciudad parpadean durante 1,3 segundos. Por Greyson Tolliver y nadie más. Para demostrar sin lugar a dudas lo mucho que me importa y lo mucho que me destrozaría el corazón su sufrimiento de tener un corazón capaz de tal disfunción.
Pero Greyson Tolliver no lo sabe. No lo ve… porque tiene los ojos cerrados con demasiada fuerza para enterarse de nada más allá de su propia angustia.