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Un paisaje de depredadores
Un paisaje de depredadores Las segadoras Anastasia y Curie llegaron en uno de los lujosos jets privados de la Guadaña, un vehículo amueblado con tanta opulencia que parecía un chalé tubular en vez de un avión.
—Es un regalo de un fabricante aeronáutico —explicó Curie—. A la Guadaña hasta los aviones le salen gratis.
Su ruta de acercamiento las condujo en un arco alrededor de la isla flotante, de modo que Anastasia disfrutó de la asombrosa vista. Todo lo que no eran jardines maravillosos eran edificios de reluciente cristal y brillante titanio blanco. Había un enorme lago circular en el centro de la isla, abierto al mar. El «ojo» de la isla. Se trataba del punto de entrada para los transportes sumergibles y estaba lleno de embarcaciones de recreo. En el centro del ojo, separado de todo lo demás, se encontraba el complejo del Consejo Mundial de Segadores, conectado al resto de la isla mediante tres puentes.
—Es aún más impresionante que en foto —comentó Anastasia.
Curie se inclinó para mirar también por la ventana.
—Por muchas veces que la visite, Perdura nunca deja de asombrarme.
—¿Cuántas veces has venido?
—Puede que doce. De vacaciones, sobre todo. Es el lugar al que ir si no deseas que nadie te mire raro. Nadie nos teme. No somos el centro de atención inmediato cuando entramos en una habitación. En Perdura, volvemos a sentirnos seres humanos.
Aunque Anastasia sospechaba que la Gran Dama de la Muerte era una celebridad incluso en Perdura.
Según le explicó Curie, la torre más alta, apartada en su propia colina, era la Torre de los Fundadores.
—Allí encontrarás el Museo de la Guadaña, con la Cámara de las Reliquias y los Futuros, además del corazón que da nombre a la isla.
Pero más impresionante todavía era una serie de siete torres idénticas repartidas a intervalos regulares por el ojo central de la isla. Una para cada uno de los verdugos mayores del Consejo Mundial de Segadores, sus segadores subordinados y su amplio personal. La sede del poder de la Guadaña era una red de burocracia, como la Interfaz con la Autoridad, aunque sin la ventaja del Nimbo para que todo funcionara a la perfección; lo que significaba que la política iba a paso de tortuga y había varios meses de asuntos pendientes en su agenda. Sólo los temas más urgentes se movían a los primeros puestos de la lista, temas como la investigación sobre la elección midmericana. A Anastasia se le subió un poco el ego al saber que había creado un revuelo lo bastante grande como para llamar de inmediato la atención del Consejo Mundial de Segadores. Y para el consejo una espera de tres meses era la velocidad de la luz.
—Perdura está abierta a todos los segadores y sus invitados —le dijo Curie—. Incluso tu familia podría vivir aquí si quisieras.
Anastasia intentó imaginarse a sus padres y a Ben en una ciudad de segadores, y empezó a dolerle el cerebro.
Al aterrizar los recibió el segador Seneca, el primer subordinado de Xenocrates, cuya sosa túnica granate chocaba con el reluciente entorno. La joven se preguntó cuántos segadores midmericanos se había llevado consigo Xenocrates. Sus tres segadores subordinados se daban por sentados. Si se había llevado demasiados se necesitarían muchos más novicios, y eso podría significar una nueva entrada de segadores del nuevo orden.
—Bienvenidas a la Isla del Corazón Perdurable —las saludó Seneca con su habitual falta de entusiasmo—. Las llevaré al hotel.
Como el resto de la isla, el hotel era de última generación, con suelos de malaquita verde pulida, un altísimo patio interior cristalino y abundante personal para satisfacer todas sus necesidades.
—Casi me recuerda a la Ciudad Esmeralda —comentó Anastasia pensando en un cuento infantil de la edad mortal.
—Sí —respondió Curie con una sonrisa traviesa—. Y una vez llegué a teñirme los ojos para que me hicieran juego con la túnica.
Seneca les ahorró la cola de la recepción, en la que había unos cuantos segadores de vacaciones bastante impacientes y uno que vestía una túnica de plumas blancas, irritado, se quejaba de la incompetencia del personal por, al parecer, no atender a todos sus deseos lo bastante deprisa. A algunos colegas no les gustaba no ser el centro de atención instantáneo.
—Por aquí —les indicó Seneca—. Enviaré a un botones a por sus maletas.
Fue entonces cuando Anastasia se percató de algo que había estado en los límites de su percepción desde que llegara. En realidad se dio cuenta gracias a un niño pequeño que esperaba el ascensor con su familia.
Señaló una de las puertas y se volvió hacia su madre.
—¿Qué quiere decir «fuera de servicio»?
—Significa que el ascensor no funciona.
El niño no conseguía asimilar el concepto.
—¿Cómo es posible que no funcione un ascensor?
Su madre no tenía respuesta, así que le dio un aperitivo para distraerlo.
Anastasia rememoró su llegada; que habían volado en círculo varias veces antes de aterrizar por algo que tenía que ver con el sistema de control del tráfico aéreo. Y se había fijado en un arañazo en el lateral de un publicoche al salir de la terminal. Nunca antes había visto algo así. Y la cola en la recepción. Había oído a uno de los recepcionistas decir que su ordenador estaba «dando problemas». ¿Cómo iba a dar problemas un ordenador? En el mundo que conocía Anastasia, las cosas funcionaban sin más. El Nimbo se aseguraba de ello. No se veían carteles de «fuera de servicio» porque en cuanto algo dejaba de funcionar se enviaba a un equipo a arreglarlo. Nada permanecía fuera de servicio el tiempo suficiente para necesitar un cartel.
—¿Qué segadora eres? —le preguntó el niño, abriendo mucho las vocales. Anastasia dedujo que sería de Texas, aunque en algunas partes del sur de Estemérica tenían un acento similar.
—Soy la segadora Anastasia.
—Mi tío es el honorable segador Howard Hughes. ¡Así que tenemos inmunidad! Está dando un sinfonio sobre cómo cribar correctamente con un cuchillo Bowie.
—Simposio —lo corrijo su madre en voz baja.
—Sólo he usado ese cuchillo una vez —repuso Anastasia.
—Deberías usarlo más a menudo —dijo el niño—. Tienen doble filo en la punta. Muy eficiente.
—Sí —dijo Curie—. Al menos más eficiente que estos ascensores.
El chico empezó a agitar la mano en el aire como si blandiera el cuchillo.
—¡De mayor quiero ser segador! —exclamó, lo que dejaba claro que nunca lo sería. A no ser, claro estaba, que los segadores del nuevo orden se hicieran con el control de su región.
Llegó un ascensor, y Anastasia hizo ademán de entrar, pero Séneca la detuvo.
—Ese sube —dijo sin más.
—¿No subimos?
—Evidentemente, no.
La joven miró a Curie, que no parecía en absoluto sorprendida.
—¿Así que nos meten en el sótano?
Seneca soltó un bufido y no se dignó a responder.
—Se te olvida que estamos en una isla flotante —le aclaró Curie—. Un tercio de la ciudad está debajo del agua.
Su suite se encontraba en el subnivel siete y tenía un ventanal que ocupaba desde el suelo hasta el techo por el que nadaban a toda velocidad unos peces tropicales de colores. Eran unas vistas increíbles, aunque en parte bloqueadas por la figura que estaba de pie ante ellas.
—¡Ah, ya habéis llegado! —exclamó Xenocrates, que dio un paso al frente para saludarlas.
Ni Curie ni Anastasia eran demasiado amigas de su anterior sumo dalle. La chica nunca le perdonó que la acusara de haber asesinado al segador Faraday, aunque la necesidad de diplomacia era mayor que su necesidad de guardarle aquel agravio.
—No esperábamos que nos recibiera en persona, su eminente excelencia —dijo Curie.
Él les estrechó la mano con dos de las suyas, afable, como tenía costumbre.
—Sí, bueno, no habría estado bien pediros que me visitarais en mis oficinas. Parecería favoritismo en el asunto del sumo dalle midmericano.
—Pero aquí está —comentó Anastasia—. ¿Significa eso que contamos con su apoyo para la investigación?
Xenocrates suspiró.
—Ay, la dalle suprema me ha pedido que me inhiba en esto. Cree que no puedo ser imparcial, y me temo que está en lo cierto. —Se tomó un momento para mirar a Curie, y durante ese momento pareció bajar sus defensas personales. Daba la impresión de ser sincero de verdad—. Puede que tú y yo no hayamos estado siempre de acuerdo, Marie, pero no me cabe duda que Goddard sería un desastre. Espero de corazón que vuestra investigación en su contra sea un éxito… Y aunque no se me permita votar, mis pensamientos están contigo.
Lo que no serviría de nada, pensó Anastasia. No conocía a los otros seis verdugos mayores, salvo por lo que le había contado Curie de ellos. Dos eran afines a los ideales del nuevo orden, dos se oponían y dos eran imprevisibles. La investigación podía decantarse por cualquiera de los dos lados.
La joven les dio la espalda a los otros segadores, enamorada de las vistas. Era una distracción agradable del momento que tenía ante ella. Pensó en lo bonito que resultaría ser como aquellos peces; no tener preocupaciones más allá de la supervivencia y la pertenencia a su banco. Formar parte del todo, en vez de ser un individuo aislado en un mundo que se tornaba hostil.
—Impresionante, ¿verdad? —dijo Xenocrates, que se colocó a su lado—. Perdura sirve de arrecife artificial, y la vida marina en un radio de treinta kilómetros a la redonda está repleta de nanobots que nos permiten controlarla. —Cogió una tablet de la pared—. Observa.
Dio unos cuantos toquecitos, y los peces de colores se apartaron como una cortina que se abre. En un momento tuvieron ante ellos el mar lleno de medusas, que resultaban engañosamente tranquilizadoras con sus movimientos ondulantes más allá de la enorme ventana.
—Puedes cambiar tu paisaje vivo para que tenga el aspecto que desees. —Xenocrates le ofreció la tablet—. Toma, prueba.
Anastasia cogió la tablet y alejó a las medusas. Después encontró lo que buscaba en el menú. Un único tiburón de arrecife se les acercó, seguido de otro y otro, hasta que toda la zona se llenó de ellos. Un tiburón tigre de mayor tamaño enfatizó la escena al mirarlos con sus ojos fríos a través del cristal.
—Ya está —dijo la joven—: un paisaje que representa con mucha más precisión nuestra situación actual.
Al verdugo mayor Xenocrates no le hizo gracia.
—Nadie te podrá acusar nunca de ser una optimista, señorita Terranova —le dijo, usando adrede su nombre de nacimiento a modo de ambiguo insulto. Después les dio la espalda a los tiburones—. Os veré a las dos en el proceso de mañana. Mientras tanto, he organizado una visita privada a la ciudad para vosotras y unos asientos excelentes en la ópera de esta noche, Aida creo recordar.
Y a pesar de que ni Anastasia ni Marie estaban de humor para esas cosas, ninguna de las dos rechazó la oferta.
—Quizás un día de diversiones agradables sea lo que necesitemos —dijo Marie una vez que Xenocrates se hubo marchado. Entonces le quitó la tablet a Anastasia y dispersó el paisaje de depredadores.
Tras dejar a las segadoras Anastasia y Curie, su eminente excelencia el verdugo mayor Xenocrates supervisaba sus dominios desde el ático de paredes y techo de cristal de la torre nortemericana, que le había sido concedido tras ascender a su puesto. Era una de las siete residencias de esas características, una en lo alto de cada una de las torres que rodeaban el ojo central de Perdura. Dentro del ojo, los submarinos de lujo llegaban y partían; los taxis acuáticos transportaban a la gente de un lado a otro; las embarcaciones de recreo surcaban el mar. Vio a un segador de visita montado en una moto de agua sin quitarse la túnica, lo que no era buena idea. La tela le hacía de paracaídas y lo levantaba de la parte de atrás de la moto para lanzarlo al agua. Idiota. La maldición de la Guadaña eran los idiotas. Quizá contaran con sabiduría, pero el sentido común era un rasgo que se echaba mucho en falta.
El sol lo iluminaba a través del techo de cristal, así que pidió a su ayuda de cámara que le cerrara las persianas. Siempre parecía que la que podía tapar el sol en ese momento no funcionaba, y conseguir que un técnico fuera a arreglarla era prácticamente imposible, incluso para un verdugo mayor.
—Es algo reciente —se disculpó el hombre—. Más o menos desde que usted llegó, las cosas no han estado funcionando como es debido.
Como si, de algún modo, aquella plaga de fallos operativos fuera culpa de Xenocrates.
Había heredado al ayuda de cámara del verdugo mayor Hemingway. Sólo los segadores empleados por el verdugo debían cribarse con él, no el personal de servicio. Eso contribuía a dar una sensación de continuidad, aunque Xenocrates sospechaba que al final acabaría por sustituirlos a todos, para así no sentirse siempre comparado con su anterior jefe.
—Me parece ridículo que el techo de esta residencia tenga que ser de cristal —comentó, no por primera vez—. Es como si estuviera en un escaparate para cualquier avión o mochila cohete que pase por aquí.
—Sí, pero el aspecto cristalino de las cúspides de la torre es precioso, ¿verdad?
Xenocrates refunfuñó.
—¿No se supone que la función es más importante que la forma?
—No en la Guadaña —respondió su ayuda de cámara.
Así que Xenocrates había alcanzado la refulgente cima del mundo. La culminación de todas sus ambiciones. No obstante, incluso entonces, tramaba su siguiente éxito. Algún día sería dalle supremo. Aunque tuviera que esperar a que se cribasen todos los demás verdugos mayores.
Incluso en aquel nuevo puesto tan elevado, sentía una humildad que no se esperaba. Había pasado de ser el segador más poderoso de Midmérica a convertirse en el segador más novato del Consejo Mundial; y aunque los otros seis verdugos mayores lo habían aprobado para el puesto, eso no significaba que estuvieran dispuestos a tratarlo como a un igual. Hasta en el más alto nivel, había deudas que pagar, había que ganarse el respeto.
Por ejemplo, tras su ratificación, un día después de que el segador Hemingway y sus subordinados se cribaran, la dalle suprema Kahlo había comentado a Xenocrates, como de pasada, delante de todos los demás verdugos mayores: «Tanta tela pesada debe de resultarte un estorbo. —Después añadió, sin tan siquiera sonreír—: Deberías encontrar el modo de aligerarla un poco».
Por supuesto, no se refería a encontrar una tela más ligera, sino al hecho de que hacía falta demasiada para vestirlo. Se había ruborizado con el comentario y, al verlo, la dalle suprema se había reído.
«Pareces un querubín, Xenocrates».
Aquella noche buscó a un técnico de bienestar que le ajustara los nanobots para acelerar de manera significativa su metabolismo. Como sumo dalle de Midmérica le convenía mantener un peso impresionante. Resultaba imponente y contribuía a su aspecto mítico. Pero allí, entre los verdugos, se sentía como un niño obeso al que eligen el último para un equipo deportivo.
«Si configuramos su metabolismo al máximo, tardará entre seis y nueve meses en alcanzar su peso óptimo», le había asegurado el técnico de bienestar. Era demasiado tiempo para su limitada paciencia, pero poca elección tenía en el asunto. Bueno, al menos no era necesario reducir su apetito ni ejercitarse, como sucedía en los tiempos mortales.
Mientras meditaba sobre su lenta tripa menguante y la idiotez de los segadores de vacaciones de abajo, su ayuda de cámara regresó, algo agitado.
—Perdone, su eminente excelencia, pero tiene una visita.
—¿Es alguien a quien desee ver?
La nuez del hombre se movió con claridad al tragar saliva.
—Es el segador Goddard.
Que era justo la persona que menos deseaba ver en el mundo.
—Dile que estoy ocupado.
Sin embargo, incluso antes de que el ayuda de cámara pudiera transmitir el mensaje, Goddard entró por la cara.
—¡Su eminente excelencia! —exclamó en tono jovial—. Espero no pillarlo en un mal momento.
—En realidad sí, pero aquí estás, así que no puedo hacer nada para evitarlo.
Echó a su ayudante con un gesto de la mano, resignado a que el encuentro era inevitable. ¿Qué era lo que decían los tonistas? «Lo que se avecina no puede evitarse».
—Nunca había visto las suites de los verdugos mayores —comentó Goddard mientras se paseaba por el salón y lo examinaba todo, desde los muebles a las obras de arte—. ¡Qué inspirador!
Xenocrates no tenía tiempo para tonterías.
—Quiero que sepas que, en cuanto reapareciste, me aseguré de que escondieran a Esme y a su madre en un lugar en el que nunca las encontrarás; así que si pretendes usarlas contra mí, no va a funcionar.
—Ah, sí, Esme —dijo Goddard, como si llevara un siglo sin pensar en ella—. ¿Cómo está tu querida hija? Enorme, imagino. A lo largo y a lo ancho. ¡Cómo la echo de menos!
—¿Por qué has venido? —preguntó Xenocrates, molesto por su presencia, por el maldito sol que no dejaba de darle en los ojos y por el aire acondicionado, que no lograba encontrar una temperatura estable.
—Para contar con el mismo tiempo que mi oponente, su eminente excelencia. Sé que se ha reunido con la segadora Curie esta mañana. Podría verse como una preferencia que se reúna con ella y no conmigo.
—Podría verse así porque así es. No apruebo ni tus ideas ni tus acciones, Goddard. No seguiré manteniéndolo en secreto.
—Y, a pesar de eso, se ha inhibido de la investigación de mañana.
Xenocrates suspiró.
—Porque la dalle suprema me lo pidió. Te lo preguntaré de nuevo: ¿por qué has venido?
Y, de nuevo, Goddard se permitió dar otro rodeo:
—Deseaba presentarle mis respetos y disculparme por las indiscreciones del pasado; hacer borrón y cuenta nueva. —Entonces abrió los brazos con las palmas hacia arriba en un gesto beatífico para llamar la atención sobre su nuevo cuerpo—. Como ve, soy un hombre distinto. Y, si me convierto en sumo dalle de Midmérica, lo mejor para los dos será que nos llevemos bien.
Entonces, Goddard se detuvo ante el gran ventanal curvo, como había hecho Xenocrates unos segundos antes, y contempló el paisaje como si algún día fuera a ser suyo.
—Me gustaría saber por dónde sopla el viento en el consejo —dijo.
—¿No te has enterado? —se burló el otro—. En estas latitudes no hay viento.
Goddard no hizo caso.
—Sé que la dalle suprema Kahlo y el verdugo mayor Cromwell no apoyan los ideales de los segadores del nuevo orden, pero que los verdugos Hideyoshi y Amundsen sí…
—Si ya lo sabes, ¿para qué me preguntas?
—Porque las verdugos Nzinga y MacKillop no han expresado su opinión al respecto. Esperaba que pudieras apelar a ellas.
—Y ¿por qué iba a hacerlo?
—Porque, a pesar de tu naturaleza servil, sé que, en el fondo, eres un segador honorable de verdad. Y, como hombre honorable, tu deber es hacer justicia. —Se le acercó un paso—. Sabes tan bien como yo que este proceso no es de justicia. Creo que con tus formidables habilidades diplomáticas convencerías al consejo para que deje a un lado su visión del mundo y tome una decisión justa e imparcial.
—Que te permita ser sumo dalle tras un año de ausencia, a pesar de que sólo el siete por ciento de ti permanece intacto. ¿Es eso justo e imparcial?
—No pido eso, sino que no se me descalifique antes del recuento de votos. Que hable la Guadaña midmericana. Que su decisión mande, sea la que sea.
Xenocrates sospechaba que Goddard era tan magnánimo únicamente porque sabía que había ganado.
—¿Y ya está? ¿Es lo único que tienes que decirme?
—En realidad, no —respondió el segador, y por fin llegó al quid de su propuesta. En vez de decir algo, se metió la mano en el bolsillo interior de su túnica y sacó otra túnica doblada y envuelta en un lazo, como un regalo. Se la lanzó a Xenocrates. Era negra. La túnica del segador Lucifer.
—¿Lo… lo has atrapado?
—No sólo eso, sino que lo he traído a Perdura para que se enfrente a su juicio.
Xenocrates agarró la túnica. Le había dicho a Rowan que le daba igual que lo atraparan o no, y era cierto: una vez que supo que estaba a punto de convertirse en verdugo mayor, Rowan le pareció un asunto insignificante que era mejor dejar en manos de su sucesor. No obstante, ahora que Goddard lo tenía, todo cambiaba.
—Pretendo presentarlo ante el consejo en la sesión de mañana, como gesto de buena voluntad. Espero que eso te dé alas en vez de cortártelas.
Al otro hombre no le gustó nada cómo sonaba eso.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, por un lado, podría decirle al consejo que lo capturé gracias a tu trabajo. Que trabajaba siguiendo tus instrucciones. —Después hizo una pausa para tocar un pisapapeles de la mesa y darle vueltas—. O podría destacar la aparente incompetencia de tu investigación… Aunque ¿de verdad se trató de incompetencia? Al fin y al cabo, el segador Constantine es considerado el mejor investigador de todas las Méricas… Y el hecho de que Rowan Damisch te visitara en tu casa de baños favorita sugiere, como mínimo, una confabulación entre vosotros, si no amistad. Si la gente supiera de dicha reunión, quizá pensara, entre otras cosas, que tú estuviste detrás de todos sus crímenes desde el principio.
Xenocrates respiró hondo. Fue como recibir un puñetazo en la barriga. Ya veía el pincel que sostenía Goddard y la imagen que pensaba pintar con él. Daba igual que la reunión hubiera sido cosa de Damisch y que Xenocrates no hubiera hecho nada malo. No importaba. Las insinuaciones bastarían para destruirlo.
—¡Sal de aquí! —chilló el anterior sumo dalle—. ¡Sal antes de que te tire por esa ventana!
—¡Sí, hazlo, por favor! —repuso Goddard, alegre—. ¡A este cuerpo nuevo le encanta despachurrarse!
Y como Xenocrates no se movió, el segador se rio con ganas, no con una risa cruel y fría. Con una risa amistosa. Agarró a Xenocrates por el hombro y lo sacudió con cariño, como si fueran buenos colegas.
—No tienes por qué preocuparte, viejo amigo. Pase lo que pase mañana, no te acusaré ni le contaré a nadie que Rowan te visitó. De hecho, como precaución, ya he cribado al camarero de la casa de baños que estaba propagando el rumor. Puedes estar tranquilo, que gane o pierda la investigación tu secreto estará a salvo conmigo… Porque, a pesar de lo que creas, yo también soy un hombre honorable.
Dicho lo cual, se alejo a paso tranquilo. Pavoneándose, más bien; sin duda, debido a la memoria muscular del joven cuyo cuerpo ahora poseía.
Y Xenocrates se percató de que Goddard no mentía. Cumpliría su palabra. No lo difamaría ni le contaría al consejo que aquella noche había dejado escapar a Rowan Damisch. No había ido allí a chantajearlo, sino simplemente a hacerle saber que podría hacerlo…
Lo que significaba que allí, en la cumbre de la Guadaña, en la cima del mundo, Xenocrates seguía siendo un bicho que los dedos robados de Goddard sujetaban con mucho cuidado.
La guía que acompañaba a las segadoras Curie y Anastasia en su visita personalizada a los lugares más interesantes de la isla llevaba más de ochenta años viviendo en Perdura y contaba con orgullo que no había salido ni una vez de la isla durante todo ese tiempo.
—Cuando encuentras el paraíso, ¿por qué ir a otra parte?
A Anastasia le costaba no sentirse impresionada por lo que veía: maravillosos jardines en colinas escalonadas que parecían un paisaje real, pasajes elevados que conectaban las torres y pasajes submarinos de cristal que iban de un edificio a otro bajo la isla, todos programados con su propia vida marina alrededor.
En el Museo de la Guadaña se encontraba la Sala del Corazón Perdurable, sobre la que la joven había oído rumores, aunque hasta hacía poco no creía que existiera de verdad. El corazón flotaba dentro de un cilindro de cristal, conectado a unos electrodos incorporados biológicamente. Latía a un ritmo constante, y su sonido se amplificaba en la sala para que todos lo oyeran.
—Podría decirse que Perdura está viva porque tiene un corazón —dijo su guía—. Este corazón es el órgano humano vivo más antiguo de la Tierra. Empezó a latir en la edad mortal, al principio del siglo XXI, como parte de los primeros experimentos sobre la inmortalidad, y no se ha detenido desde entonces.
—¿De quién es? —preguntó Anastasia.
La guía se quedó pasmada, como si nunca se lo hubieran preguntado antes.
—No lo sé. Probablemente de un sujeto de investigación al azar. La edad mortal era una época de barbarie. A principios del siglo XXI apenas se podía cruzar la calle sin que te secuestraran para experimentar contigo.
Pero para Anastasia lo más interesante de la visita fue la Cámara de las Reliquias y los Futuros. No estaba abierta al público, e incluso los segadores necesitaban un permiso especial de un sumo dalle o un verdugo mayor para verla; y ellas lo tenían.
Se trataba de una cámara cúbica de acero macizo suspendida magnéticamente dentro de un cubo de mayor tamaño, como una caja rompecabezas, y sólo se accedía a ella a través de un estrecho puente plegable.
—La cámara central se diseñó como la cámara acorazada de un banco de la edad mortal —les explicó la guía—. Treinta centímetros de acero macizo en todos sus lados. La puerta ya pesa casi dos toneladas por sí sola. —Mientras cruzaban el puente que daba a la cámara interior, les recordó que allí no se podían sacar fotos—. La Guadaña es muy estricta con eso. Al otro lado de estas paredes, este lugar debe seguir siendo un mero recuerdo.
La cámara interior medía seis metros de lado a lado, y en uno de los laterales habían montado una serie de maniquís dorados, todos vestidos con ajadas túnicas de segador. Una de seda multicolor bordada, otra de satén azul cobalto, otra de fino encaje plateado… Hasta trece en total. Anastasia dejó escapar un jadeo. No pudo reprimirlo, puesto que las reconocía de sus clases de Historia.
—¿Son las túnicas de los segadores fundadores?
La guía sonrió y pasó junto a ellas para señalar los ropajes uno a uno.
—Da Vinci, Gandhi, Sappho, King, Laozi, Lennon, Cleopatra, Powhatan, Jefferson, Gershwin, Elizabeth, Confucius y, por supuesto, ¡el dalle supremo Prometheus! ¡Todas las túnicas de los fundadores se conservan aquí!
Anastasia se fijó, bastante satisfecha, en que todas las segadoras se hacían llamar por un único nombre sin apellidos, como ella.
Incluso Curie estaba impresionada con la exposición.
—¡Encontrarse en presencia de tanta grandeza te deja sin aliento!
Tan prendada quedó Anastasia de las túnicas que tardó unos instantes en percatarse de lo que ocupaba las otras tres caras de la cámara.
¡Diamantes! Una hilera tras otra. La habitación centelleaba con todos los colores del espectro refractados a través de las gemas. Eran las que adornaban los anillos de los segadores. Todas del mismo tamaño y de la misma forma, y todas con el mismo núcleo oscuro.
—Las gemas las forjaron los segadores fundadores y aquí es donde se guardan —explicó la guía—. Nadie sabe cómo se fabricaron, es una tecnología perdida. Aunque no hay de qué preocuparse, puesto que contamos con las suficientes para ordenar a casi cuatrocientos mil segadores.
«¿Por qué íbamos a necesitar cuatrocientos mil segadores?», se preguntó Citra.
—¿Alguien sabe por qué tienen ese aspecto? —preguntó en voz alta.
—Seguro que los fundadores lo sabían —respondió la guía, esquivando alegremente la pregunta. Después intentó deslumbrarlas con los datos técnicos del mecanismo de cierre de la cámara acorazada.
Para concluir el día, fueron a la Ópera de Perdura para una representación de la Aida de Verdi. No había amenaza alguna de aniquilación ni vecinos serviles a su lado. De hecho, muchos de los presentes eran segadores de visita, lo que dificultaba sobremanera entrar y salir de su fila por culpa de lo voluminoso de todas aquellas túnicas.
La música era deliciosa y melodramática. A Anastasia le recordó al instante a la única ópera que había visto antes, también de Verdi. Fue la noche en que conoció a Rowan. El segador Faraday los había invitado a los dos. En aquel instante no tenía ni la más remota idea de que Faraday le pediría que fuera su novicia, pero Rowan sí que lo sabía; o, al menos, lo sospechaba.
La ópera era fácil de seguir: un amor prohibido entre un comandante militar egipcio y una reina rival, que acababa con una sepultura eterna para los dos. Muchas narrativas de la edad mortal acababan con la muerte como hecho definitivo. Era como si estuvieran obsesionados con la naturaleza limitada de sus vidas. Bueno, al menos la música era bonita.
—¿Estás lista para mañana? —preguntó Marie cuando bajaban los escalones del edificio de la ópera después de que terminara la representación.
—Estoy lista para presentar nuestro caso —respondió Anastasia, dejando claro que no era sólo de ella, sino de las dos—. Aunque no estoy segura de estar preparada para el posible resultado.
—Si perdemos este proceso, quizá cuente con los votos necesarios para convertirme en suma dalle.
—Supongo que no tardaremos en averiguarlo.
—En cualquier caso, es una idea apabullante. Nunca he deseado ser suma dalle de Midmérica. Bueno, puede que en mi juventud, esos días en los que blandía la hoja para abatir los hinchados egos de los ricos y poderosos. Pero ya no.
—Cuando el segador Faraday nos tomó a Rowan y a mí como novicios, nos dijo que no querer el trabajo era el primer paso para merecerlo.
Marie sonrió con pesar.
—Nuestra sabiduría siempre regresará para atormentarnos. —Entonces perdió la sonrisa—. Entenderás que, si llego a suma dalle, por el bien de la Guadaña, tendré que perseguir a Rowan y llevarlo ante la justicia.
Y aunque a Anastasia le dolía más de lo que era capaz de expresar, asintió con estoica resignación.
—Si es tu justicia, la aceptaré.
—Nuestras elecciones no son fáciles; ni tampoco deberían serlo.
La joven miró hacia el mar y observó cómo jugaba con el agua hasta donde alcanzaba la vista. Nunca se había sentido tan lejos de sí misma como allí. Nunca se había sentido tan lejos de Rowan. Tan lejos que ni siquiera sabía contar los kilómetros que los separaban.
Quizá porque no los había.
En la casa de vacaciones del segador Brahms, no muy lejos del edificio de la ópera, Rowan esperaba en un sótano amueblado con vistas a las profundidades submarinas.
—Es un tratamiento mucho mejor del que mereces —le había dicho Goddard cuando llegaron—. Mañana te entregaré a los verdugos mayores y, con su permiso, te cribaré con la misma brutalidad con la que tú me cercenaste la cabeza del cuerpo.
—Perdura es una zona libre de cribas —le recordó Rowan.
—Por ti seguro que hacen una excepción.
Cuando dejó a Rowan encerrado y se marchó, el joven se sentó para repasar su vida por última vez.
Su infancia fue una época corriente, puntuada por momentos de mediocridad intencionada para no destacar. Era un amigo excepcional. Suponía que sobresalía en lo concerniente a hacer lo correcto, incluso cuando lo correcto era algo muy estúpido; y, al parecer, casi siempre lo era, porque si no no habría estado metido en el lío en el que se encontraba.
Aunque no estaba listo para abandonar este mundo, tras haber acabado morturiento tantas veces a lo largo de los últimos meses, ya no temía lo que le trajera la eternidad. Sí que deseaba vivir lo bastante para ver a Goddard muerto para siempre; pero, si eso no iba a suceder, prefería que acabaran ya con su existencia. Así no tendría que ver el mundo caer víctima de las retorcidas filosofías del segador. Por otro lado, no volver a ver a Citra… sería mucho más difícil.
Aunque sí que la vería. Estaría allí, en la investigación. La vería, y ella tendría que ver cómo lo cribaba Goddard; porque sin duda formaba parte del plan del segador obligarla a presenciarlo. Para dejarla marcada. Para destrozarla. Pero no lo conseguiría. La honorable segadora Anastasia era mucho más fuerte de lo que Goddard sabría nunca. Ser testigo de su muerte sólo serviría para afianzar su determinación.
Rowan estaba decidido a sonreír y guiñarle un ojo mientras lo cribaban, como diciendo: «Goddard puede acabar conmigo, pero no puede hacerme daño». Y aquel sería el recuerdo que le dejaría como despedida: una actitud desafiante fría y tranquila.
Negarle a Goddard la satisfacción de su terror sería casi tan gratificante como sobrevivir.