35
La solución del siete por ciento
Se decidió romper con la tradición y ordenar a los nuevos segadores para después examinar a los novicios antes del voto. Así todos tendrían algo de tiempo para digerir el debate, aunque, teniendo en cuenta su polémica, no bastaría con unas horas para procesarlo de verdad.
La segadora Curie salió del debate emocionalmente exhausta. Anastasia lo notaba, pero Marie consiguió ocultárselo a los demás.
—¿Cómo he estado?
—Espectacular —respondió su pupila, y todos los que se sentaban a su alrededor dijeron lo mismo, aunque se palpaba un mal presentimiento en el aire que nublaba los mejores deseos de aquella tarde.
La Guadaña salió a la rotonda para un descanso muy necesario después del debate. Quizá tuviera que ver con los excesos de la comida, pero el caso es que nadie le prestó atención al aperitivo de la tarde. Por una vez, todos los segadores parecían coincidir en que se estaba cociendo algo más importante que la comida.
Curie estaba rodeada de sus partidarios más importantes, como si fuera una fuerza protectora: Mandela, Cervantes, Angelou, Sun Tzu y muchos otros. Como siempre, Anastasia se sentía fuera de lugar entre personas tan grandes, a pesar de que ellas le hacían sitio para que se sintiera como una igual entre ellas.
—¿Qué pinta tiene? —preguntaba Curie a cualquiera con las agallas suficientes para responderle.
Mandela sacudió la cabeza, consternado.
—No tengo ni idea. Somos más que los seguidores más dedicados de Goddard, pero sigue habiendo más de cien segadores sin alinear que podrían votar a cualquiera de los dos.
—Si me preguntas a mí —dijo Sun Tzu, siempre pesimista—, esto ya está decidido. ¿Has oído las preguntas que han planteado? «¿Cómo afectará la eliminación de la cuota a nuestra elección de cribas?», «¿Se relajará la ley que prohíbe el matrimonio y las parejas?», «¿Podríamos librarnos de la revisión del índice genético para que no se penalicen los sesgos étnicos esporádicos?». —El hombre sacudió la cabeza, asqueado.
—Es cierto —tuvo que reconocer Anastasia—. Casi todas las preguntas iban dirigidas a Goddard.
—¡Y él les decía lo que quisieran escuchar! —añadió Cervantes.
—Así son siempre las cosas —se lamentó Angelou.
—¡No con nosotros! —dijo Mandela—. ¡Estamos por encima de eso, no nos dejamos cegar por los objetos brillantes!
Cervantes echó un vistazo por la sala.
—¡Díselo a los segadores que se han puesto gemas en las túnicas!
Entonces, una nueva voz se sumó a la conversación: el segador Poe, que siempre parecía incluso más lúgubre que su histórico patrono.
—No quiero ser el heraldo del desastre, pero es una votación secreta. Seguro que unos cuantos de los que afirman apoyar a Curie en público votarán por Goddard cuando nadie mire.
La verdad de aquella afirmación los estremeció a todos más que un cuervo llamando a su puerta.
—¡Necesitamos más tiempo! —gruñó Marie, pero el tiempo era un lujo del que no disponían.
—El motivo por el que se vota en el mismo día es, precisamente, evitar los complots y extorsiones que surgirían en una competición eterna —le recordó Angelou.
—¡Pero los está engatusando! —exclamó Sun Tzu—. Ha salido de la nada para ofrecerles la ambrosía de los dioses, ¡todo lo que un segador podría desear! ¿Quién va a culparlos por quedar hipnotizados?
—¡Estamos por encima de eso! —insistió Mandela de nuevo—. ¡Somos segadores!
—Somos seres humanos —dijo Marie—. Cometemos errores. Créeme, si Goddard acaba como sumo dalle, la mitad de los segadores que lo voten se arrepentirán por la mañana, cuando ya sea demasiado tarde.
Cada vez más segadores se acercaban para ofrecerle su apoyo a Marie, aunque no había forma de saber si serían suficientes. Anastasia decidió que, en los minutos de descanso que quedaban, representaría su papel. Usaría su influencia para hablar con los segadores novatos. Quizá lograra persuadir a los que todavía no hubieran caído bajo el hechizo de Goddard. Pero, por supuesto, al primero que se encontró fue a Morrison.
—Un día emocionante, ¿eh?
A Anastasia no le quedaba paciencia para soportarlo.
—Morrison, por favor, déjame en paz.
—Eh, no seas… dura —respondió el joven, aunque su vacilación en medio de la frase le dejaba claro que había querido decir «zorra».
—Me tomo muy en serio ser segadora. Sentiría más respeto por ti si hicieras lo mismo.
—¡Lo hago! Por si se te ha olvidado, secundé la nominación de la Gran Dama, ¿no? Sabía que me convertiría en enemigo de todos los segadores del nuevo orden, pero lo hice de todos modos.
La chica se daba cuenta de que estaba permitiendo que la arrastrara a su drama y sabía que estaba perdiendo un tiempo muy valioso.
—Si quieres ser de utilidad, Morrison, usa tu encanto y tu atractivo para conseguirle más votos a Curie.
—Así que crees que soy atractivo, ¿eh? —repuso él con una sonrisa.
Ya estaba harta. No merecía la pena. Lo apartó de un empujón, aunque no sin que antes él dijera algo que la detuvo en seco:
—Da mal rollo que Goddard no sea del todo Goddard, ¿verdad?
Se volvió hacia él, con aquellas palabras tan enganchadas a su cabeza que casi dolía.
Al ver que había conseguido captar su atención de nuevo, el chico siguió hablando:
—Quiero decir que la cabeza de una persona es, ¿qué? ¿El diez por ciento de una persona? ¿No?
—El siete por ciento —lo corrigió Anastasia, que recordaba el dato de sus estudios de anatomía. Los engranajes de su cerebro, hasta el momento parados, empezaron a girar con una energía poco común—. Morrison, eres un genio. Bueno, eres un idiota, ¡pero también eres un genio!
—Gracias. Creo.
Las puertas de la cámara ya se habían abierto para que entraran los segadores. Anastasia se abrió paso en busca de las caras más amistosas, las que sabía que se la jugarían por ella.
La segadora Curie ya estaba dentro, pero no iba a decírselo a Marie; bastante tenía ya de lo que preocuparse. Tampoco se lo podía decir a Mandela, puesto que era el presidente del comité que concedía los anillos y estaría a cargo de entregárselos a los novatos que estaban a punto de ser ordenados segadores. Al-Farabi era una posibilidad, aunque ya la había regañado por su falta de conocimientos sobre los procedimientos parlamentarios; la regañaría otra vez. Lo que necesitaba era a alguien a quien considerara un amigo y que pudiera instruirla sobre las maquinaciones estructurales de la Guadaña. Sobre cómo se hacían las cosas… y cómo no.
Pensó en el Nimbo. En cómo había encontrado un resquicio legal en sus propias leyes para poder hablar con ella cuando estaba entre la vida y la muerte. Le dijo que era importante. Esencial, incluso. Anastasia sospechaba que parte de eso se refería a lo que hiciera en aquellos momentos. Le tocaba a ella encontrar un resquicio legal y ensancharlo lo bastante como para que toda la Guadaña pasara por él.
Por fin eligió a un conspirador a la altura.
—Segador Cervantes —dijo mientras lo agarraba con delicadeza por el brazo—, ¿podría hablar un momento contigo? Ordenaron a dos segadores nuevos y rechazaron a dos novicios. El que corrió a por la moneda, en un giro irónico de los acontecimientos, decidió llamarse segador Thorpe, como el famoso atleta Olímpico conocido por su velocidad. La otra se convirtió en la segadora McAuliffe, por la primera mujer astronauta en morir en un desastre espacial, uno que sucedió mucho antes de los espantosos accidentes de la edad posmortal.
La Guadaña estaba al borde de un ataque de ansiedad para cuando los novicios en su primer y segundo cónclave acudieron a sus pruebas; el voto del sumo dalle era lo único en mente de todos, pero Xenocrates decidió que no tendría lugar hasta después de las pruebas porque, ganara quien ganara, no habría forma de continuar con el orden del día después de eso.
Las pruebas, de las que se encargaba el segador Salk, examinaban sus conocimientos sobre venenos. A cada novicio se le pidió que preparara un veneno específico y su antídoto, y que después ingirieran uno detrás del otro. Seis tuvieron éxito, tres no y acabaron morturientos, de modo que se los llevaron a un centro de reanimación.
—Muy bien —dijo Xenocrates después de que sacaran a los últimos novicios morturientos—, ¿tenemos algún otro asunto que atender antes de la votación?
—¡Empecemos de una vez! —gritó alguien que estaba ya algo harto, y con razón.
—Muy bien. Por favor, usad las tablets. —Hizo una pausa mientras los segadores se preparaban para el voto electrónico instantáneo escondiendo las tablets en los pliegues de sus túnicas para que ni siquiera el vecino de al lado viera su voto—. La votación comenzará cuando dé la señal y durará diez segundos. Cualquier voto que falte se considerará una abstención.
Anastasia no le dijo nada a Curie, sino que miró a Cervantes a los ojos, que asintió. Respiró hondo.
—¡Comenzad! —ordenó Xenocrates, y así dio comienzo la votación.
Anastasia votó en el primer segundo. Después esperó… y esperó. Contuvo el aliento. La sincronización debía ser perfecta. No había margen para el error. Entonces, a los ocho segundos, se levantó y gritó lo bastante alto para que todos la oyeran:
—¡Exijo una investigación!
El sumo dalle se levantó.
—¿Una investigación? ¡Estamos en medio del voto!
—Al final del voto, su excelencia. El tiempo se ha agotado. Todos los votos se han emitido. —Anastasia no permitió que el sumo dalle la callara—. ¡Hasta el momento en que se anuncien los resultados, cualquier segador que tenga la palabra puede exigir una investigación!
Xenocrates miró al parlamentario, que dijo:
—Tiene razón, su excelencia.
Al menos cien segadores rugieron de ira, pero Xenocrates, que hacía tiempo que había renunciado a usar el martillo, les gritó con tanta furia que silenció las objeciones casi por completo.
—¡Controlaos ahora mismo, por favor! —ordenó—. ¡Y si alguien no es capaz, lo expulso del cónclave! —Después se volvió hacia Anastasia—. ¿En qué te basas para pedir una investigación? Más te vale que sea bueno.
—Me baso en que el señor Goddard no es lo bastante segador para ocupar el puesto de sumo dalle.
Goddard no logró contenerse:
—¿Qué? ¡Está claro que se trata de una táctica para entorpecer y enturbiar la votación!
—¡La votación ya ha terminado! —le recordó Xenocrates.
—¡Pues que el secretario lea los resultados!
—Perdonen, pero soy yo la que tiene la palabra y los resultados no se pueden leer hasta que la retire o se me deniegue la investigación.
—Anastasia —dijo Xenocrates—, tu petición no tiene sentido.
—Siento disentir, su excelencia, pero sí que lo tiene. Como se indica en los artículos fundacionales redactados durante el primer Cónclave Mundial, un segador debe estar preparado en cuerpo y mente para la Guadaña, y después ratificado en una reunión de segadores regionales. Pero el señor Goddard sólo conserva el siete por ciento del cuerpo al que ordenaron. El resto de él, incluida la parte en la que luce el anillo, no es ni ha sido nunca ordenado como segador.
Xenocrates se quedó mirándola, incrédulo, y a Goddard poco le faltaba para echar espuma por la boca.
—¡Esto es ridículo! —chilló Goddard.
—No —dijo Anastasia—, lo que ha hecho usted, señor Goddard, es ridículo. Sus socios y usted han reemplazado su cuerpo en un procedimiento prohibido por el Nimbo.
La segadora Rand se levantó.
—¡Eso está fuera de lugar! ¡Las normas del Nimbo no se nos aplican! ¡Nunca se nos han aplicado y nunca lo harán!
Aun así, Anastasia no cedió, sino que siguió apelando a Xenocrates, muy tranquila:
—Su excelencia, no pretendo impugnar la elección. ¿Por qué iba a hacerlo, si no sé quién ha ganado? Pero sigo la norma establecida al principio de la creación de la Guadaña, en el Año del Jaguar, para ser exactos, por el segundo dalle supremo mundial Napoleón, y cito: «Cualquier suceso conflictivo que no tenga precedentes en el procedimiento parlamentario puede presentarse ante el Consejo Mundial de Segadores para una investigación oficial».
Entonces, el segador Cervantes se levantó.
—Yo secundo la petición de la honorable segadora Anastasia.
Y, tras sus palabras, al menos otros cien segadores se levantaron y empezaron a aplaudir para apoyar la acción. Anastasia miró a Curie, que estaba, como mínimo, perpleja, por mucho que intentara ocultarlo.
—Entonces, ¿de esto estabas hablando antes con Cervantes? —dijo con una sonrisa irónica—. ¡Serás diablilla!
En el estrado, Xenocrates lo consultó con el parlamentario, que no pudo más que encogerse de hombros.
—Lo que dice es correcto, su excelencia. Tiene derecho a solicitar una investigación, siempre que no se hayan leído todavía los resultados de la elección.
Al otro lado de la sala, un curioso Goddard alzó un brazo que no era suyo y apuntó con él a Xenocrates.
—¡Si sigue adelante con esto, habrá consecuencias!
El sumo dalle lo fulminó con una mirada que le dejaba claro que todavía controlaba el cónclave.
—¿Me estás amenazando abiertamente delante de toda la Guadaña midmericana, Goddard?
Eso hizo que el otro reculara.
—No, su excelencia. ¡Jamás se me ocurriría! Sólo afirmo que un retraso en el anuncio del voto traerá consecuencias para la Guadaña. Midmérica se quedaría sin sumo dalle hasta el final de la investigación.
—En tal caso, nombraré al segador Paine, nuestro ilustre parlamentario, como sumo dalle temporal.
—¿Qué? —farfulló Paine.
Xenocrates no le hizo caso.
—Ha servido con una integridad notable y es completamente imparcial al surgimiento de facciones dentro de la Guadaña. Puede presidir con… ¿me atreveré a decirlo? Con sentido común hasta que podamos presentar la solicitud ante el Consejo Mundial. Será mi primer acto como verdugo mayor. Y, así, en mi último acto como sumo dalle de Midmérica, acepto esta solicitud de investigación. Los resultados de la votación se sellarán hasta que terminen las pesquisas. —Después, con un golpe de martillo, añadió—: Declaro oficialmente clausurado este Cónclave de Invierno del Año del Ave Rapaz.
—¿Dije o no dije que ella iba a alborotar el avispero? —dijo Constantine en una concurrida cena que se celebraba en el mejor restaurante de Fulcrum City—. Enhorabuena, Anastasia. —Esbozaba una amplia sonrisa que, en otras circunstancias, habría resultado desagradable—. Hoy eres la segadora más querida y odiada de Midmérica.
Anastasia no supo cómo responder.
Curie captó su incertidumbre.
—Es un gaje del oficio, querida. No puedes dejar tu huella sin cribar unos cuantos egos por el camino.
—No estaba dejando mi huella, sino intentando evitar que se rompiera el dique de contención. Y ahí sigo.
—Sí —coincidió Cervantes—. Conteniendo la inundación de aguas nauseabundas un día más… y cada nuevo día nos da otra oportunidad para encontrar una solución más elegante.
Había más de doce personas a la mesa; un verdadero arcoíris de segadores. De algún modo, Morrison se las había arreglado para que lo invitaran.
—Yo fui el que le dio la idea —les dijo a los otros segadores—. Más o menos.
Anastasia estaba de muy buen humor y no pensaba permitir que lo que dijera le afectara. Suponía que los segadores del nuevo orden estarían en otro punto de la ciudad, lamiéndose las heridas mientras la maldecían, pero no allí. Allí estaba protegida de todo eso.
—Espero que escribas en tu diario sobre lo que ha sucedido hoy —le dijo Angelou—. Sospecho que tu relato de este día pasará a la posteridad como un escrito esencial de los segadores, como el de Marie de sus primeras cribas.
Marie se sintió un poco incómoda.
—¿La gente todavía lee sobre eso? Creía que todos esos diarios desaparecían en la Biblioteca de Alejandría para no volver a ser vistos nunca más.
—Deja de ser tan modesta —repuso Angelou—. Sabes muy bien que muchos de tus escritos se han hecho famosos y no sólo entre los segadores.
La otra segadora le restó importancia con un gesto de la mano.
—Bueno, nunca los releo después de escribirlos.
Anastasia suponía que tendría mucho que decir sobre lo acontecido…, y en su diario podía expresar sus opiniones. Evidentemente, Goddard haría lo mismo. Sólo el tiempo diría qué lado de la historia se convertiría en Historia, con mayúsculas, y qué lado se descartaría. No obstante, en aquel preciso momento, su lugar en la Historia era lo que menos le importaba.
—Ahora sospechamos que la segadora Rand estaba detrás de los atentados contra vuestras vidas y que usaba a Brahms de intermediario —dijo Constantine—. Pero ha cubierto bien sus huellas y no se me permite investigar a los segadores con la misma… intensidad con la que investigo a los ciudadanos normales. En cualquier caso, tened por seguro que mantendré los ojos bien abiertos con ellos, y lo saben.
—En otras palabras, que estamos a salvo —dijo Curie.
El otro vaciló.
—No diría tanto. Pero podéis respirar un poco más tranquilas. Ahora, cualquier ataque contra vosotras quedaría claro que procede del nuevo orden. Esa culpabilidad no le haría ningún servicio a su causa.
Los elogios continuaron incluso después de que empezara la comida. A Anastasia le resultaba embarazoso.
—¡Lo que has hecho ha sido una genialidad! —exclamó Sun Tzu—. ¡Y sincronizado a la perfección para que la votación ya hubiera terminado!
—Bueno, el segador Cervantes sugirió el momento oportuno —respondió ella con la intención de desviar al menos parte de la atención—. De haber pedido la investigación antes de que se votara, se habría retrasado la elección y, de haber ganado después en la investigación, habrían sustituido a Goddard por Nietzsche con tiempo suficiente para ganar más apoyos. Pero con la votación terminada, si ganamos, Goddard queda descalificado y Curie ascenderá a suma dalle automáticamente.
Los segadores no cabían en sí de gozo.
—¡Has timado a los timadores!
—¡Los han vencido en su propio juego!
—¡Ha sido una obra maestra de ingeniería política!
Aquello incomodaba mucho a Anastasia.
—Hacéis que parezca muy malicioso y turbio.
No obstante, el segador Mandela, siempre con las ideas muy claras, lo puso en perspectiva, aunque se tratara de una perspectiva que ella no deseaba ver.
—Debes aceptar los hechos, Anastasia: has utilizado un tecnicismo del sistema para abrirlo en canal y conseguir lo que querías.
—¡Qué maquiavélico! —exclamó Constantine con una de sus horribles sonrisas.
—Ah, no, por favor, que odio al segador Maquiavelo —dijo SunTzu.
—Lo que has hecho hoy ha sido tan brutal como una criba con espada —dijo Mandela—. Pero debemos estar dispuestos a hacer lo que sea necesario, aunque hiera nuestra sensibilidad.
Curie dejó el tenedor y se tomó un momento para meditar sobre la inquietud de Anastasia.
—El fin no siempre justifica los medios, querida, pero a veces sí. La sabiduría consiste en saber apreciar la diferencia.
Cuando ya se acababa la cena y los segadores se abrazaban para despedirse, a Anastasia se le ocurrió algo. Se volvió hacia Curie.
—Marie, por fin ha sucedido.
—¿El qué, querida?
—He dejado de verme como Citra Terranova. Por fin me he convertido en la segadora Anastasia.