29
Reconvertido
A Rowan le daba todo vueltas. Podía espirar, pero no inspirar, como si la rodilla de Rand volviera a oprimirle el pecho, como si la habitación flotara en el espacio; anhelaba el éxtasis de la inconsciencia porque era una alternativa mejor que lo que tenía delante.
—Sí, entiendo que la voz te haya confundido —dijo Goddard, que todavía sonaba como Tyger—. No hemos podido evitarlo.
—¿Cómo…? ¿Cómo…?
Fue lo único que Rowan logró decir. Aunque la supervivencia de Rand lo había dejado conmocionado, al menos tenía sentido… ¡Pero había decapitado a Goddard! ¡Había visto arder su cuerpo sin cabeza!
No obstante, al mirar a Rand, que estaba allí de pie, obediente a su mentor, Rowan lo supo. Vaya que sí lo supo.
—Conseguiste decapitarme justo por debajo de la mandíbula, por encima de la laringe. Por eso he perdido para siempre mis cuerdas vocales. Pero estas me servirán.
Y lo peor era que Goddard ni siquiera vestía una túnica de segador, sino la ropa de Tyger, zapatos incluidos. Rowan se percató de que era con intención: para que no le quedara duda de lo que habían hecho. El chico apartó la mirada.
—No, debes mirar —dijo Goddard—. Insisto.
El guardia se colocó detrás del joven, le agarró la cabeza y lo obligó a enfrentarse al hombre de la silla de ruedas.
—¿Cómo has podido hacerlo? —preguntó Rowan entre dientes.
—¿Yo? ¡Cielos, no! Fue idea de Ayn. Yo no podía hacer gran cosa. Ella tuvo la entereza suficiente para rescatar la parte esencial de mi cuerpo del claustro en llamas. Me cuentan que estuve inconsciente casi un año; en un feliz sueño helado. Créeme, de haber sido cosa mía, sería distinto. Ahora mi cabeza estaría unida a tu cuerpo.
Rowan no lograba ocultar su angustia. Sus lágrimas corrían con furia y una tristeza inimaginable. Podrían haber elegido a cualquiera, pero no, tenía que ser Tyger. Por la única razón de que era amigo de Rowan.
—¡Cabrones enfermizos!
—¿Enfermizos? No fui yo el que decapitó a su segador y le dio la espalda a sus compañeros. Lo que hiciste y lo que has estado haciendo mientras yo dormía en nitrógeno es imperdonable según las leyes de la Guadaña. Ayn y yo, por otro lado, no hemos incumplido ninguna ley. A tu amigo Tyger lo hemos cribado y le hemos dado otro uso a su cuerpo. Tan sencillo como eso. Puede que sea poco ortodoxo, pero, dadas las circunstancias, es muy comprensible. Lo que ves ante ti es nada más y nada menos que la consecuencia de tus actos.
Rowan vio subir y bajar el pecho de Tyger con el aliento de Goddard. Sus manos estaban apoyadas sin fuerzas en los brazos de la silla de ruedas. Parecía costarle moverlas.
—Este tipo de procedimiento es, por supuesto, mucho más delicado que una simple curación acelerada. Harán falta unos cuantos días más para hacerme por completo con el control del cuerpo de tu amigo.
Entonces levantó la mano con dificultad y la miró mientras flexionaba los dedos y los cerraba en un puño.
—¡Mira qué avance! Estoy deseando que llegue el día en que consiga vencerte en el bokator. Entiendo que ya has estado ayudando a entrenarme.
Entrenamiento. Ahora todo tenía sentido, a su retorcida manera. Incluso los masajes… Como cuando preparaban a una ternera de Kobe para el matadero. Sin embargo, quedaba una pregunta sin responder. Algo que Rowan no deseaba preguntar, pero que creía deberle a Tyger.
—¿Qué habéis hecho con su…? —No conseguía decir la palabra—. ¿Con el resto de él?
Rand se encogió de hombros, como si no fuera nada.
—Lo dijiste tú mismo: el cerebro de Tyger no valía gran cosa. Del cuello para arriba, todo era prescindible.
—Que dónde está.
Rand no respondió, así que Goddard lo hizo por ella:
—Lo hemos tirado a la basura —dijo con un gesto de desprecio de la mano de Tyger.
Rowan se abalanzó hacia delante, olvidadas sus ataduras, aunque su furia sólo logró mover un poco la silla. Si alguna vez se liberaba, los mataría. No los cribaría sin más, sino que los mataría. ¡Les arrancaría las extremidades una a una con un sesgo y una premeditación tan descarados que incineraría el segundo mandamiento!
Y eso era lo que quería Goddard. Quería verlo consumido por una rabia asesina e incapaz de usarla. Impotente para vengar el terrible destino de su amigo.
Goddard absorbió la tristeza de Rowan como si se alimentara de ella.
—¿Te habrías ofrecido voluntario para salvarlo? —le preguntó el segador.
—¡Sí! —gritó Rowan—. ¡Sí, lo habría hecho! ¿Por qué no me tomaste a mí?
—Hmmm —dijo Goddard, como si no fuera más que una revelación menor—. En tal caso, me alegro de la elección de Ayn. Porque después de lo que me hiciste, tienes que sufrir, Rowan. Aquí la parte agraviada soy yo, así que deben respetarse mis deseos… y mi deseo es que tu desgracia sea infinita. Resulta apropiado que esto comenzara con un incendio, porque vas a sufrir el destino del mítico Prometeo, el ladrón del fuego. No es tan diferente de Lucifer, el «portador del fuego» de quien tomaste tu nombre de segador. A Prometeo lo encadenaron a una roca por su indiscreción, condenado a que las águilas le devoraran el hígado hasta el fin de los tiempos. Entonces rodó para acercarse y susurró: —Yo soy tu águila, Rowan, y me alimentaré de tu desgracia un día tras otro durante toda la eternidad. O hasta que tu sufrimiento me aburra.
Goddard le sostuvo la mirada un instante más y después le pidió a un guardia que empujara su silla hasta la salida.
A lo largo de los últimos dos años, el chico había recibido palizas, azotes psicológicos y malos tratos emocionales, pero había sobrevivido. Lo que no lo había matado lo había hecho más fuerte, más decidido a arreglar como fuera lo que estaba roto. Sin embargo, ahora era él lo que estaba roto. Y no había nanobots suficientes en el mundo para reparar el daño.
Cuando levantó la mirada, vio que la segadora Rand seguía allí. No hizo ademán de ir a cortarle las ataduras. Tampoco lo esperaba. ¿Cómo iba el águila a devorarle las entrañas si lo dejaban libre? Bueno, pues él reiría el último: no le quedaba nada dentro que pudieran devorar. Y, si lo había, era veneno puro.
—Sal de aquí —le dijo a Rand.
Pero no se fue. Se quedó donde estaba, envuelta en su reluciente túnica verde, un color que Rowan había llegado a odiar.
—No lo tiré a la basura —dijo la segadora—. Me encargué yo de sus restos y después esparcí sus cenizas por un campo de acianos silvestres. Por si te sirve de algo.
Después se fue para que el chico se consolara con el menor de los males.