PODEROSA ISIS

¿Había cristianos en Pompeya? En el año 79 d. C. no es imposible que así fuera. Pero no hay pruebas seguras de su presencia, si exceptuamos un juego de palabras corriente en latín. Se trata de una de esas frases agudas, pero casi absurdas, que se leen exactamente igual del derecho que del revés. Resulta además que es (casi) un anagrama de PATER NOSTER («Padre nuestro») escrito dos veces, junto con dos grupos de letras A y O (como el «alfa y omega» de los cristianos). Algunos ejemplos posteriores de este mismo juego tienen, al parecer, connotaciones cristianas. Puede que éste también… o puede que no. El grafito escrito con carbón que, según dicen, contenía la palabra christiani, y que se borró casi de inmediato, es casi con toda seguridad un invento de alguna imaginación piadosa. Más pruebas tenemos de la presencia de judíos la ciudad. No se ha excavado ninguna sinagoga, pero al menos existe una inscripción en hebreo, unas cuantas posibles alusiones a la Biblia, entre ellas la famosa referencia a Sodoma y Gomorra (p. 41), y un puñado de posibles nombres judíos, por no hablar del garum kosher (p. 40).

No obstante, los habitantes de Pompeya tenían otras opciones religiosas aparte de las tradiciones que ya hemos

analizado. Ya desde el siglo II a. C., había en Italia religiones que ofrecían un tipo de experiencia religiosa muy distinta. A menudo comportaban ritos de iniciación y un compromiso emotivo personal que no constituía un elemento fundamental de la religión tradicional. Casi siempre ofrecían a los iniciados la promesa de una vida después de la muerte. Esta característica tampoco era una cuestión demasiado importante dentro de las estructuras religiosas tradicionales, en las que los muertos continuaban teniendo de hecho una existencia espectral y podían recibir en la tumba ofrendas de sus descendientes más piadosos, aunque no fuera desde luego una existencia muy deseable. Estos cultos eran oficiados habitualmente por sacerdotes, y en ocasiones sacerdotisas, más o menos a tiempo completo, que desempeñaban un papel pastoral entre sus seguidores y que -a diferencia de los augures o los pontífices de Pompeya- vivían una vida especialmente religiosa. Por ejemplo, podían llevar un atuendo distintivo o la cabeza afeitada. A menudo tenían un origen extranjero, o al menos se definían por medio de símbolos visiblemente foráneos.

Ha resultado muy fácil desfigurar o embellecer estas religiones. Desde luego no frieron precursoras directas del cristianismo. Tampoco surgieron como movimientos totalmente opuestos a la religión tradicional, para suministrar la satisfacción espiritual y emocional que Júpiter, Apolo y compañía no podían proporcionar. Tampoco eran practicadas sobre todo por mujeres, pobres, esclavos y otros grupos desfavorecidos, que se veían atraídos a ellas por la promesa de una vida de beatitud en el más allá que había de compensar las miserables condiciones del aquí y el ahora. Formaban parte fundamentalmente del politeísmo romano, no estaban fuera de él, aunque mantuvieran una relación cambiante y a veces difícil con las autoridades del Estado. Así, por ejemplo, el culto de Baco (o Dioniso) y el de la diosa oriental Cibeles (también llamada la «Gran Madre») tenían una versión cívica y a la vez más mística. El culto místico, iniciático de Baco fue severamente restringido por las autoridades romanas en 186 a. C., y a punto estuvo de ser totalmente prohibido. Los sacerdotes de la diosa egipcia Isis fueron expulsados en varias ocasiones de Roma, pero más tarde la religión isíaca recibió el patrocinio oficial de los emperadores.

Algunas de estas religiones, eran conocidas en Pompeya, aunque no estuvieran plenamente organizadas. Ya nos hemos fijado en los frescos de la Villa dei Misteri que, a pesar de lo desconcertantes que resultan y aunque sea imposible descifrarlos del todo, evocan con toda seguridad algunos aspectos del culto de Baco, con su exposición de objetos sagrados y la idea de ordalía por la que los iniciados debían pasar. En una casa situada no lejos del Anfiteatro aparecieron varios objetos asociados con el culto del dios oriental Sabacio (fig. 109), aunque está bastante menos claro si la casa en cuestión era un santuario en toda regla, como se ha afirmado muchas veces, o no. En cualquier caso, la más relevante de estas religiones en Pompeya era el culto de Isis y de otras divinidades egipcias.

Isis presentaba muchas facetas, desde protectora de los marineros hasta madre de los dioses. Sin embargo, un elemento trascendental de su mito era que resucitaba a su esposo Osiris, asesinado y desmembrado por su propio hermano, Set. Isis había reunido los pedazos y había reconstruido el cuerpo de su esposo e incluso había quedado embarazada de su hijo Horus. Tenía un mito y un culto que ofrecían esperanzas de vida después de la muerte. El regusto que tenía esta religión para sus seguidores romanos lo recoge en parte una novela del siglo II d. C., El asno de oro de Apuleyo. En ella, tras una serie de aventuras terroríficas, el narrador, Lucio, se inicia finalmente en el culto de Isis. Lucio describe el comienzo de este proceso: el baño ritual, la abstinencia (de carne y de vino), los regalos que le ofrecen otros adoradores, y la utilización de túnicas nuevas de lino. Pero naturalmente no revela el secreto definitivo: «Tal vez, querido lector, pretendas saber lo que se dijo y lo que hicimos allí, y yo te lo diría si pudiera; lo sabrías si pudiera escucharse, pero es que tanto los oídos que lo oyeran como la lengua que lo dijera encontrarían la misma pena». Pero continúa el relato dejando claro que lo que prometía la religión era el dominio de la muerte: «Llegué hasta los confines de la muerte, y una vez hube pisado el umbral de Proserpina, volví a través de los elementos».

FIGURA 109. Las manos de bronce, como ésta encontrada en Pompeya, son asociadas habitualmente al dios oriental Sabacio. Su significado y su uso son inciertos, pero están decoradas con símbolos de culto (por ejemplo, la piña en la punta del pulgar). Una teoría dice que estas manos eran colocadas en lo alto de unas varas y tal vez llevadas en procesión.

PLANO 21. Templo de Isis. A diferencia de los cultos cívicos tradicionales de Pompeya, el Templo de Isis tenía una sala destinada a la comunidad de fieles, y probablemente viviendas para los sacerdotes.

FIGURA 110. El pequeño Templo de Isis sigue cautivando la imaginación de los visitantes modernos, tanto como cautivó la de los viajeros del siglo XVIII. Como estaba en pleno funcionamiento en el momento de la erupción y no fue saqueado durante los años siguientes, ofrece la imagen más vívida que tenemos de un centro religioso de la ciudad.

El Templo de Isis en Pompeya es uno de los edificios mejor conservados y menos saqueados de la ciudad (plano 21). Escondido en pequeño rincón de la ciudad, cerca del Teatro Grande que destaca sobre él, había sido reconstruido por completo poco antes de la erupción y estaba en pleno funcionamiento en 79 d. C. Se hallaba separado de la vía pública por un lienzo de pared, roto por una sola entrada, a la que se accedía a través de dos escalones y una gran puerta de madera. Se conservaban restos suficientes para que los excavadores del siglo XVIII vieran que esta puerta estaba compuesta de tres secciones. Sólo la parte central habría dado regularmente acceso al santuario. Y cabe suponer que únicamente se abriría de par en par con motivo de las fiestas.

La puerta daba a un patio porticado (fig. 110). En el centro se levantaba un pequeño templo, junto con otras construcciones a su alrededor y algunas otras estancias que daban al patio. El templo estaba hecho de ladrillo y de piedra, y el exterior estaba recubierto de estuco y pintado. Las paredes del patio hallaban cubiertas de frescos. Prácticamente no había espacio alguno sin decorar. Había estatuas alrededor de todo el patio y en hornacinas en las paredes del propio templo. Inmediatamente nos encontramos con el viejo problema de la utilización gratuita de etiquetas y de la reconstrucción. Los arqueólogos han examinado estos restos durante siglos, intentando hacerlos encajar con las descripciones que los escritores antiguos hacen de los rituales y de la organización del culto de Isis, y empeñándose en dar nombre a las distintas partes. Así, por ejemplo, la gran sala situada al oeste suele recibir el nombre griego de ekklesiasterion («salón de asambleas»), y se supone que era el lugar en el que se reunían los iniciados. Puede que así fuera. Pero lo importante es comprobar cuán diferente es este complejo de los templos cívicos tradicionales de la ciudad, y cómo la distinta ornamentación y los distintos hallazgos realizados en los distintos sitios hablan de distintas funciones.

Lo primero que debemos subrayar es que no estaba abierto a la vista del público, y la entrada no acogía al primero que llegaba. Se trataba de una religión sólo para iniciados. En segundo lugar, el edificio prestaba un servicio religioso de carácter más congregacional y posiblemente acogía la vivienda de un sacerdote o dos. Tanto si el salón de asambleas estaba destinado realmente a las reuniones de los participantes en el culto como si no, había zonas para que las personas se congregaran en el templo e hicieran cosas juntas. Había también un gran comedor y una cocina, y espacios que podían ser utilizados como dormitorios. Como hemos visto en otros lugares, la iluminación constituía un problema. En uno de los almacenes de la parte trasera se encontraron 58 lámparas de terracota.

La función concreta de algunas partes está bastante clara. El templo propiamente dicho contenía originalmente las imágenes de culto de Isis y Osiris. Las estatuas no fueron encontradas en su pedestal dentro de la capilla. Pero una elegante cabeza de mármol, hallada en el llamado ekklesiasterion cerca de otras extremidades del mismo material (una mano izquierda, una mano derecha y un brazo derecho, y la parte delantera de dos pies) quizá sean los restos de la imagen acrolítica de culto que había en el templo. El altar se encuentra al aire libre en el patio, y enfrente hay una pequeña construcción cuadrada en la que destaca el perímetro de un estanque cóncavo. Independientemente de que los arqueólogos tengan razón o no en llamarlo purgatorium, es muy probable que tenga que ver con el hincapié en el baño y la purificación que encontramos en las descripciones antiguas de los ritos isíacos. Y no valía cualquier agua. En teoría al menos, los iniciados de Isis se bañaban en agua traída especialmente del Nilo.

Mientras tanto, al margen de lo que ocurriera en el ekklesiasterion y en la estancia contigua, su ornamentación hacía esas salas distintas de todas las demás. En la decoración del patio había unas cuantas escenas religiosas específicamente egipcias, pero en su mayoría no parece que tuvieran particular relevancia con el culto del templo ni con el mito de Isis. En cambio, el sabor de estas dos salas es decididamente egipcio. El «salón de asambleas» originalmente contenía al menos dos grandes paneles mitológicos. Uno era un emblema perfecto de la bienvenida dispensada a los iniciados: representa a la heroína griega Ío que, huyendo de la diosa Hera, llega a Egipto y es acogida por la propia Isis (lámina 18). La otra sala tiene pinturas de símbolos isíacos, de la propia diosa y de sus rituales. Además de las cincuenta y ocho lámparas, estaba llena de diversos objetos religiosos y recuerdos de Egipto, desde una pequeña esfinge hasta un trípode de hierro.

La impresión general es la de mezcla cultural. Así, por ejemplo, retratos clásicos perfectamente normales (como el de bronce del mimo Norbano Sórice) y esculturas de divinidades tradicionales como Venus se mezclan con cachivaches auténticamente egipcios, como una tablilla del siglo IV a. C. procedente de Egipto con una inscripción en jeroglífico, cuya finalidad era presumiblemente evocar el Egipto «auténtico». Encontramos esta misma mezcla en la imagen mejor conservada de Isis hallada en este complejo (fig. 111). Esta estatua fue realizada en el siglo I d. C., adoptando un estilo griego de escultura propio de hacía varios siglos. Tiene poquísimo de egipcia, si exceptuamos el característico sonajero o sistro que lleva en una mano, y el ankh, o cruz egipcia, que en otro tiempo llevaba en la otra. Cuesta trabajo resistir a la tentación de pensar que este culto roza la línea de seguridad que separa sus orígenes itálicos de carácter civil y su «alteridad» egipcia de carácter místico. Ése es también el mensaje que transmiten todas las demás divinidades egipcias que compartían espacio en el larario familiar con las figurillas de los lares, de Hércules, o de Mercurio.

FIGURA 111. Buen ejemplo de la mezcla cultural que representa el culto de Isis en Pompeya, pues en él tenían cabida la tradición egipcia, la griega y la romana, esta pintura del siglo XIX muestra una estatua de la propia diosa sosteniendo en sus manos distintos símbolos egipcios. Pero la imagen propiamente dicha recuerda un estilo de escultura típicamente griego.

Los aspectos tradicionales del culto isíaco quedan bien ilustrados en la inscripción existente sobre la única entrada principal, que conmemora su restauración. Dice así:

«Numerio Popidio Celsino, hijo de Popidio, restauró de su propio bolsillo el Templo de Isis desde los cimientos, cuando se derrumbó durante el terremoto. Por su generosidad, los decuriones decidieron hacerlo ingresar en el consejo muni- cipal, sin pagar canon alguno, a pesar de tener sólo seis años». Tenemos en el mismo templo otros indicios de la munificencia de esta familia. El padre de Celsino, «Numerio Popidio Ampliato, el mayor» donó una estatua de Baco. Los nombres de padre e hijo, junto con el de Corelia Celsa (presumiblemente la esposa y la madre de uno y otro), aparecían también en un mosaico blanco y negro en el pavimento del ekklesiasterion.

Como ya hemos visto, parece que Popidio el mayor utilizó la restauración del templo para catapultar a su hijito al mundo de la élite política de Pompeya. No sabemos con seguridad que Popidio Ampliato fuera un liberto y que por lo tanto estuviera excluido de cualquier tipo de ascenso político en la ciudad, pero un individuo con ese mismo nombre aparece efectivamente entre los «ministros de Augusto», que eran en su mayoría esclavos o libertos. Por consiguiente, parece muy probable que él también lo fuera. Lo más interesante, sin embargo, es que la restauración del Templo de Isis fuera computada con tanta facilidad en el juego de munificencia y generosidad que caracterizaba los ascensos en la jerarquía civil de Pompeya. Puede que el culto de Isis fuera en muchos sentidos iniciático, foráneo y extraño, pero lo fundamental era que se trataba de un culto público, en terreno público, tan plausible en cuanto vehículo del progreso social como el de la Fortuna Augusta. Para los habitantes de Pompeya Isis era una opción religiosas entre otras muchas.

En mil setecientos sesenta y tantos, el Templo de Isis fue uno de los primeros edificios del yacimiento que fueron excavados en su totalidad. Fue un feliz hallazgo e inmediatamente cautivó la imaginación de los viajeros europeos. Bien es cierto que a algunos aguafiestas les pareció decepcionante por considerarlo demasiado pequeño. Pero para la mayoría supuso un doble motivo de entusiasmo: era un atisbo del antiguo Egipto y de la antigua Roma al mismo tiempo. Exótico y un poco siniestro, dio a Mozart, que visitó Pompeya en 1769, algunas ideas para su Flauta mágica. Cincuenta años después suministró a Bulwer-Lytton la idea del perverso malvado de Los últimos días de Pompeya, el egipcio Arbaces, cargado con todos los estereotipos raciales previsibles. Pero dio lugar a otros mitos incluso más poderosos. Pues fue el magnífico estado, casi impecable, del templo el que contribuyó a crear «nuestro» mito de Pompeya, una ciudad cuya vida se vio interrumpida en pleno desarrollo.

De hecho, el último sacrificio estaba todavía ardiendo en el altar cuando el lapilli empezó a caer. O al menos eso fue lo que se dijo.