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La vida en la calle
BAJO NUESTROS PIES
Cualquier visitante moderno de Pompeya recuerda sus calles: la brillante superficie de sus calzadas formadas por grandes lastras de piedra volcánica negra; las profundas rodadas, consecuencia de años y años de tráfico de carretas (y peligrosísimas para los tobillos del siglo XXI, como sin duda debieron de serlo también para los del siglo I); las elevadas aceras, en ocasiones situadas a un metro por encima del nivel de la calle; y los pasaderos cuidadosamente colocados para que los peatones cruzaran la calle sin necesidad de bajar a la calzada, pero a suficiente distancia unos de otros para que el antiguo tráfico rodado pudiera pasar entre ellos.
Es la sensación de inmediatez la que hace tan memorable el escenario de las calles de Pompeya. Las rodadas son casi el equivalente de una antigua huella, la marca indeleble del movimiento humano y del paso de los carros que en otro tiempo realizaban sus tareas cotidianas por esas mismas calles. Y cuando saltamos entre los pasaderos, de una acera a otra, parte de la gracia estriba en que sabemos que estamos pisando el mismo terreno que usaron miles de peatones romanos antes que nosotros. O al menos eso es en parte lo que tiene de divertido para la mayoría de nosotros, visitantes corrientes y molientes. Cuando el papa Pío IX realizó una visita a las excavaciones en 1849, se consideró prudente «ahorrar a Su Santidad un paseo demasiado largo por las ruinas», de modo que se retiraron varios pasaderos para que su coche -que evidentemente tenía una anchura distinta de la que tenían las carretas antiguas- pudiera pasar entre ellos. Algunos no volvieron a ser colocados en su sitio.

FIGURA 19. Típica escena pompeyana. Esta calle conduce ala Puerta del Vesubio y el castellum aquae («castillo del agua»), visible al fondo. Puede apreciarse la exis- tencia de pasaderos a intervalos regulares para cruzar la calle de una acera a otra.
El presente capítulo examinará atentamente las calles y las aceras de la ciudad antigua. Como suele ocurrir en Pompeya, los mínimos rastros conservados bajo nuestros pies, que a menudo suelen pasar desapercibidos para los que hoy pasean por la ciudad, pueden ser utilizados para revelar todo tipo de aspectos de la vida romana, muchos de ellos curiosos e inesperados, suministrándonos una imagen que nos resulta a la vez familiar y profundamente extraña. Encontraremos zonas reservadas para los peatones, calles de una sola dirección, sistemas de reducción de la velocidad del tráfico, obras de reparación de las calles, ociosos y basuras; y una aguda labor detectivesca nos permitirá vislumbrar cómo la empresa privada intervenía en el mantenimiento de la ciudad y sus calzadas. Pero veremos también todo tipo de cosas interesantes que sucedían en las calles y plazas de Pompeya (incluso un curioso ejemplo de castigo corporal infligido a un desdichado escolar), por no hablar de la desconcertante presencia del agua dondequiera que pasemos. En realidad Pompeya era más parecida a Venecia de lo que podamos pensar.
Buena parte de los testimonios de todo esto procede de los propios edificios de la ciudad, de los antiguos bolardos, de las marcas dejadas por generaciones y generaciones de carretas al chocar con los bordillos, o por generaciones y generaciones de manos al tocar las fuentes públicas. Pero también podemos extraerlos de una extraordinaria serie de pinturas que nos ofrecen una imagen de la vida callejera bajo los pórticos del Foro de Pompeya.