FUENTES E INSTALACIONES HÍDRICAS
Las huellas que aún quedan sobre el terreno nos permiten recuperar la historia de las calles de Pompeya y vislumbrar cómo eran utilizadas y por quién. A veces esa historia está a la vista de todos. Ya hemos señalado la existencia de pasaderos para evitar el agua y el lodo; estaban estratégicamente situados en las confluencias de calles y en otros cruces frecuentados por el público, y en ocasiones conducían directamente a los portales de las casas más grandes, para mayor comodidad de sus ricos propietarios y de los invitados de éstos. Para la mayoría de los visitantes modernos un elemento del escenario urbano casi tan memorable como los pasaderos son las torres del agua y, especialmente, las fuentes públicas -se han conservado más de cuarenta- que había repartidas por la ciudad, para que estuvieran fácilmente al alcance de todo el mundo; se ha calculado que pocos pompeyanos debían de vivir a más de ochenta metros de una fuente.
Tanto las torres del agua como las fuentes eran elementos de un complejo sistema de abastecimiento de agua conducida a través de tuberías por toda la ciudad desde el castellum aquae o «castillo del agua» (alimentado a su vez por un acueducto procedente de las colinas próximas), situado dentro de las murallas, al lado de la Puerta del Vesubio, innovación que vino a sustituir un sistema de suministro anterior basado en aljibes profundos y en la recogida del agua de lluvia. Este nuevo servicio (inmortalizado con más o menos precisión en la novela Pompeya, el best-seller de Robert Harris) ha sido datado habitualmente en la década de 20 a. C., es decir en el reinado del primer emperador, Augusto. Pero los últimos trabajos indican que los primeros pompeyanos que se beneficiaron de un suministro público de agua corriente de algún tipo, aunque luego fuera perfeccionado por Augusto, fueron los colonos de Sila, unos sesenta años antes.
Las torres del agua, alrededor de una docena, estaban fabricadas de cemento y recubiertas de piedra caliza de la comarca o de ladrillo, medían hasta seis metros de altura, y contenían en su parte superior un depósito de plomo; eran subestaciones del sistema de suministro de agua a través de tuberías de plomo que iban por debajo de las aceras hasta las fuentes públicas y las residencias particulares vecinas, cuyos propietarios debían pagar un canon por el privilegio. Algo debió de fallar en el sistema de suministro del agua poco antes de la erupción, pues es evidente por las zanjas llenas de escorias volcánicas que, en el momento de su destrucción, las aceras de varios puntos de la ciudad habían sido levantadas y las tuberías habían sido retiradas. Lo más probable es que fuera un intento inmediato de investigar y reparar los daños causados en la red de aguas por los terremotos que precedieron a la erupción final.
Los arqueólogos han especulado con la posibilidad de que problemas similares expliquen por qué, cuando se produjo el desastre, en un pasaje lateral situado entre la Casa de los Castos Amantes y la Casa de los Pintores Trabajando habían sido abiertos los pozos negros y su contenido había sido acumulado de manera totalmente antihigiénica en la calzada. Aunque no está tan claro por qué los movimientos sísmicos iban a afectar al funcionamiento de los pozos negros. Quizá se trate más bien de un indicio del estado habitual de los callejones de Pompeya.
Aparte de ser simples puntos de distribución, las torres del agua desempeñaban también una función hidráulica más técnica, ofreciéndonos de paso un magnífico ejemplo de la competencia de la ingeniería romana. El notable desnivel existente respecto al castillo del agua, construido en el punto más elevado de la población, significaba que la presión del agua era, si acaso, demasiado fuerte, sobre todo en las zonas más bajas del sur de la ciudad. Al recoger el agua en un depósito situado en su parte superior y dejar luego que cayera, las torres permitían reducir esa presión. Contribuían además a la presencia de agua en las calles: los depósitos de cal visibles aún en el exte- rior de algunas torres indican que a menudo se desbordaban.
Las fuentes son un elemento incluso más corriente que las torres. La mayoría seguían el mismo esquema general: un gran caño con el agua corriendo a todas horas; debajo, para recoger parte del chorro, había una pila formada por cuatro grandes planchas de piedra volcánica. Situadas habitualmente en las encrucijadas y en las confluencias de calles, algunas sobresalían del bordillo y penetraban en el carril del tráfico; por tanto, para protegerlas de los desperfectos que pudieran ocasionarles los carros y las carretas al pasar, eran colocadas junto a ellas en el suelo grandes piedras verticales, equivalente antiguo de nuestros bolardos. Nadie que dispusiera en su casa de suministro privado de agua utilizaría este servicio público, pero los menos afortunados sí lo usaban, y en gran cantidad, a juzgar por la superficie sumamente desgastada de la piedra a uno y otro lado del caño. Hoy día, uno de los chistes de los guías locales de Pompeya consiste en mostrar cómo debió de formarse esa marca distintiva de desgaste, cuando uno tras otro los pompeyanos fueran a lo largo de un siglo o más a la fuente y apoyaran una mano detrás del caño y sujetaran el cubo debajo del chorro de agua con la otra.
Independientemente de que se convirtieran o no en centro de asociaciones organizadas de vecinos, como algunos especialistas modernos han sospechado (véanse pp. 87 y 95), estas fuentes constituían desde luego puntos de reunión informal de los ciudadanos más humildes. De hecho en una ocasión podemos ver cómo el propietario de una casa vecina se aprovechó de la multitud que cabía esperar que atrajera aquel servicio público. Cuando se erigió una nueva fuente tan cerca de su pequeña casa que fue preciso demoler parte de ella para que cupiera, el dueño de la finca reaccionó convirtiendo en tienda la habitación que daba a la calle.