LA CARA DEL ÉXITO
Sabemos muchas más cosas acerca de los hombres que ostentaron cargos en Pompeya que lo que conocemos de los aspectos prácticos cotidianos del gobierno local. Incluso para las épocas primitivas en las que se han perdido los carteles electorales (y con ellos los nombres de los candidatos a las magistraturas), podemos deducir en muchos casos quiénes fueron los duoviri y los ediles elegidos, e incluso en qué año desempeñaron el cargo. Se trata de una labor delicada consistente en confeccionar una lista a partir de los nombres y las fechas que aparecen, por ejemplo, en las tablillas de Cecilio Jocundo, en las inscripciones conmemorativas de los individuos que patrocinaron obras de construcción o espectáculos de gladiadores, y en los nombres y cargos exhibidos en las lápidas funerarias.
El resultado final es que para algunas décadas conocemos los nombres de más de la mitad de los magistrados locales; y durante los reinados de Augusto y Tiberio (debido en parte a la cantidad de obras de construcción que se realizaron en Pompeya en esta época), esa cantidad asciende al menos a las tres cuartas partes. Algunos no son más que nombres. A otros podemos llegar a conocerlos mucho más íntimamente: podemos ver parte de sus aspiraciones y sus logros individuales, y cómo decidieron ser recordados. Sólo en contadas ocasiones podemos ponerles rostro.
Esos magistrados responden a un tipo determinado de personalidad. En Pompeya no todo el mundo, ni siquiera todos los ciudadanos libres, podían presentar su candidatura a un cargo. Suponiendo que Pompeya estuviera organizada como las demás ciudades del mundo romano, a los individuos que pretendían ser elegidos ediles o duoviri se les exigía formalmente ser varones, adultos, ciudadanos libres de nacimiento, respetables y ricos. Esto significa, por ejemplo, que nin- gún liberto podía ostentar un cargo público de este nivel. El esclavo al que un ciudadano romano concedía la libertad se convertía a su vez en ciudadano y podía votar en las elecciones, estrategia de incorporación de nuevos ciudadanos casi sin parangón en otras sociedades esclavistas. Pero hasta la siguiente generación -pues sus hijos ya no tenían esas restricciones- la familia de un liberto no podía empezar a desempeñar un papel completamente libre en el gobierno local. Eso significa también que a los pobres no sólo se les disuadía de presentar su candidatura a los cargos debido a las múltiples obligaciones que éstos conllevaban (¿cómo habrían podido permitirse pagar la cuota de entrada y los actos de beneficencia exigidos?). Se les impedía además formalmente hacerlo mediante unos requisitos de propiedades mínimas: en otras ciudades se exigía una renta mínima de cien mil sestercios. Había además normativas que excluían a diversas profesiones consideradas no aptas, como la de actor, y que señalaban la edad mínima para acceder a un cargo. En Pompeya no se permitía ser edil a nadie que tuviera menos de veinticinco años, o quizá treinta.
No obstante, aún quedaba espacio para que entre los magistrados de Pompeya hubiera una gran heterogeneidad: desde los que debían de cumplir apenas con los requisitos de propiedad hasta los hombres que disponían de medios muy considerables; desde la aristocracia local de terratenientes hasta los nuevos ricos. La familia de Aulo Umbricio Escauro, como hemos visto, acababa de hacer fortuna con el garum. Gayo Julio Polibio tiene un nombre que indica que su familia descendía de un esclavo de la familia del emperador. Otros, como Marco Holconio Rufo, con el que nos encontraremos en seguida cara a cara, pertenecía a una familia que había sido prominente en Pom- peya desde hacía varias generaciones y cuya riqueza provenía principalmente de sus tierras.
Generaciones de estudiosos han buscado algún tipo de patrón en esa heterogeneidad. Por ejemplo, ¿podemos localizar algún período en el que los nuevos ricos alcanzaran una mayor preeminencia? ¿Quizá después del terremoto? A pesar de la enorme cantidad de trabajo (y de ingenio) invertido, la única conclusión segura resulta muy poco sorprendente. Algunas familias de rancio abolengo ocuparon un lugar destacado en la jerarquía de la ciudad desde comienzos del siglo I a. C. hasta el momento de la erupción. A lo largo de todo este período, los miembros de las familias nuevas consiguieron a menudo ocupar cargos públicos, constituyendo de hecho en torno al 50 por 100 de los ediles y duoviri, pero da la impresión de que pocas veces lograron afianzar permanentemente su posición dentro de la élite. En otras palabras, la de Pompeya era una sociedad mixta, pero en la que la antigüedad de la fortuna siempre contó mucho.
Sólo ocasionalmente encontramos algún intruso cuando uno de los duoviri procede de fuera de la comunidad. Semejante hecho habría supuesto romper las normas de residencia en la localidad, pero en estos casos en concreto no habría habido por qué preocuparse, pues el magistrado en cuestión era el propio emperador o algún príncipe imperial. Calígula fue dos veces duumvir de Pompeya, una vez en 34 d. C., durante el reinado de Tiberio (cuando debía de estar muy por debajo de la edad mínima exigida para el cargo, por si a alguien le interesa el detalle), y otra, siendo ya emperador, seis años después. De hecho, cuando Calígula fue asesinado en enero de 41 d. C., estaba a mitad de su mandato como duumvir quinquennalis de Pompeya. No parece que nadie se engañara y pensara que iba a asumir las obligaciones prácticas del cargo, pues en las dos ocasiones encontramos a un «prefecto con poderes judiciales» que actúa, según reza una inscripción, en nombre del emperador. Este cargo de «prefecto» resultaría un recurso muy útil también en otras ocasiones. Ciertos exper- tos, considerados a todas luces «mano de obra de confianza», fueron nombrados praefecti tras la algarada del Anfiteatro y después del terremoto de 62 para ponerse al frente de la ciudad en un momento de emergencia.
¿Cómo se conseguiría que Calígula ocupara el duumvirato? ¿Y de dónde partiría la iniciativa?
¿Del palacio imperial o de la propia Pompeya? Una teoría afirma que, al introducir a un emperador o aun príncipe en el gobierno de una ciudad, aunque fuera a título honorario, las autoridades centrales de Roma intentaban hacerse con cierto control de los asuntos locales. En otras palabras, era un castigo o un intento de salvamento después de alguna crisis en la administración de la ciudad. Por dificil que resulte imaginarse al loco de Calígula sirviendo más de ayuda que de obstáculo, una presencia imperial, aunque fuera nominal, tal vez hiciera que la vigilancia y la intervención del gobierno central resultaran más fáciles. Pero es más probable que la presencia de un nombre imperial entre los duoviri deba considerarse un honor concedido a la ciudad, y que la iniciativa partiera de Pompeya. La disposición de Calígula a aceptar el cargo habría sido consecuencia de cuidadosas negociaciones entre Pompeya y los funcionarios de palacio, no muy distintas del delicado protocolo que se oculta tras la conformidad de un miembro menor de la familia real británica a asistir a una fiesta escolar.
También era el honor lo que estaba en juego detrás de algunos nombramientos extraordinarios para el consejo municipal. Un muchacho, Numerio Popidio Celsino, obtuvo el acceso al ordo «sin previo pago» a la edad de seis años porque había reconstruido el templo de Isis a sus expensas. O al menos eso dice la inscripción (presumiblemente su padre, un liberto, lo reconstruyó en nombre de su hijo y facilitó así la entrada del niño en la élite). Otro consejero precoz fue un joven miembro de la familia de rancio abolengo cuyo cementerio se descubrió en Scafati (p. 221). Décimo Lucrecio Justo fue admitido en el consejo sin cargo alguno cuando sólo tenía ocho años; murió a los trece. Casi con toda seguridad, estos «miembros honorarios» no disfrutaban de plenos derechos dentro del ordo. Documentos procedentes de otros rincones del mundo romano indican que debía de haber consejeros de distintas categorías, y que algunos no tenían derecho a intervenir en las discusiones. Sea como fuere, la presencia de un puñado de preadolescentes añade un elemento bastante curioso a nuestra imagen del ordo.
Ediles, duoviri y consejeros constituían la flor y nata de la sociedad pompeyana en términos de riqueza, influencia y poder. Formaban la clase dirigente local o «clase de los decuriones», como a menudo se les llama (del término «decurión», que significa consejero). Aun así, estos próceres locales quedaban muy por detrás de los adinerados manipuladores del poder que vivían en la capital. Un requisito de propiedades por valor de cien mil sestercios (si es que ése era el tope mínimo exigido en Pompeya) es bastante importante. Pero a partir del reinado de Augusto se exigía diez veces esa cantidad, esto es un millón de sestercios, para poder aspirar en Roma al senado, el grado más alto de la jerarquía social romana. En efecto, muchos senadores romanos eran originarios de ciudades de provincias de Italia. Pero no hay ni un solo senador que sepamos con seguridad que procedía de Pompeya o de familia pompeyana; puede que muchos senadores poseyeran atractivas villas junto al mar en las inmediaciones de Pompeya, pero ésta no era la tierra natal de ninguno.
FIGURA 71. Marco Holconio Rufo, uno de los ciudadanos de más éxito de Pompeya. Lo vemos aquí en la estatua que de él había a la entrada de las Termas Estabianas. Parece tan magnífico como un emperador. De hecho, su cabeza probablemente fue recortada de un busto del emperador Calígula.
Eso no significa que los ciudadanos de Pompeya carecieran de influencia o de contactos con el mundo de la capital. Tras obtener la ciudadanía romana a raíz de la guerra Social y antes de que se instaurara el gobierno de un solo hombre en la persona del primer emperador, Augusto (31 a. C.-14 d. C.), que eliminó de hecho las elecciones democráticas en la capital, los pompeyanos podían votar en Roma, tanto en las elecciones como en las asambleas legislativas, claro está siempre que se tomaran la molestia de viajar hasta allí. En su mayoría estaban incluidos en el mismo grupo de electores (la «tribu Menenia»), cuyo nombre seguían incluyendo en sus títulos oficiales («Aulo Umbricio Escauro, hijo de Aulo, de la tribu Menenia», véase p. 264) mucho después de que hubieran desaparecido las votaciones. Pero algunos tenían vínculos más estrechos con el centro del poder romano, como podemos apreciar si nos fijamos en la carrera de un destacado pompeyano. Se trata de Marco Holconio Rufo, cinco veces duumvir, y dos veces quinquenal, que vivió durante el reinado del emperador Augusto. Consejero bastante atípico, pertenecía a una antigua familia conocida por su producción de vino (la uva «Horconia» u «Holconia» es mencionada por Plinio como una especialidad local). Probablemente sea el pompeyano más poderoso que se conoce, y desde luego tuvo una gran repercusión sobre su ciudad.
Actualmente en el museo de Nápoles, la estatua de mármol de tamaño natural de Marco Holconio Rufo se erguía en otro tiempo en un cruce de la Via dell'Abbondanza, en el ensanche (casi una plazoleta) que forma frente a las Termas Estabianas, junto a un gran arco que había en medio de la calle y que quizá estuviera decorado con estatuas de otros miembros de su familia (fig. 71). El lugar no está muy lejos del Foro, donde se encontraba la mayoría de las efigies de los otros dignatarios locales y de los grandes hombres de la familia imperial, erigidas por un consejo municipal agradecido (o calculador): el emperador y sus parientes ocupaban los puestos más destacados de la plaza, mientras que los notables del lugar aparecían repartidos aquí y allá, para no eclipsar a la familia imperial. Holconio Rufo, en cambio, destacaba por situarse ligeramente al margen de los demás y proba- blemente eso explique la conservación de su estatua. Las operaciones de recuperación de materiales emprendidas por los propios romanos después de la erupción se lanzaron, al parecer, en picado en busca de las estatuas del Foro, dejando muy pocas para que luego las descubrieran los arqueólogos modernos. Los buscadores de material aprovechable se olvidaron de Holconio Rufo, cuya estatua se erguía aparte del grupo principal, un poco más allá calle abajo.
La estatua muestra a un orgulloso militar, vestido con una elaborada coraza y un manto, y sosteniendo originalmente en la diestra una lanza. Cuando fue descubierta allá por 1850, todavía eran visibles en ella claros signos de pintura: el manto había sido en otro tiempo rojo, la túnica que lleva debajo de la coraza, blanca con el borde amarillo, y los zapatos negros. Se trata de una pieza magnífica. El único elemento discordante es la cabeza, que parece demasiado pequeña y no casar con el resto. Y efectivamente no casa con el resto. La cabeza que tenemos actualmente es un elemento añadido, quizá en sustitución del original dañado a raíz del terremoto de 62 (o al menos eso dice cierta teoría). Un examen cuidadoso de la misma ha demostrado que no fue confeccionada para nuestra estatua. Se reelaboró la cabeza de otro retrato con los rasgos de Holconio Rufo y se encajó en el cuello.
Así, pues, ¿de quién era el retrato que sufrió la indignidad del expolio y de la reelaboración, en esta antigua versión de robo de identidad? Una ingeniosa teoría dice que la cabeza sustitutiva pertenecía a una estatua de Calígula, convertida en un excedente innecesario tras el asesinato del emperador en 41 d. C. No sólo es muy probable que la ciudad encargara una estatua de Calígula, teniendo en cuenta las dos ocasiones en que fue duumvir, sino que los arqueólogos que han examinado cuidadosamente la cabeza rehecha creen que pueden detectar algunas huellas elocuentes del peculiar peinado de Calígula en la remodelación, por lo demás total, a la que fue sometida. La idea de reciclar la cabeza de un emperador caído en desgracia para que hiciera las veces de Holconio Rufo nos parece de lo más ridícula, pero esta costumbre de «cambiar las cabezas» era en realidad sorprendentemente habitual en la retratística romana.
Debajo de la estatua, todavía visible en el pedestal que permanece ante las Termas Estabianas, había una inscripción que detallabalos principales cargos que había ocupado. Podemos ver así que había ostentado repetidas veces el duovirato de Pompeya. Pero se destaca su función como «tribuno militar por recomendación popular». «Tribuno militar» era un puesto muy acreditado en el ejército romano para los jóvenes oficiales. ¿Pero «por recomendación popular»? El título se refiere, al parecer, no a un título verdaderamente militar, sino a un cargo honorario concedido por el emperador Augusto ante la recomendación de las comunidades locales, de ahí lo de la «recomen- dación popular». Comportaba la pertenencia formal al orden de los «caballeros» (inmediatamente inferior al de los senadores), dignidad que habría encantado sin duda alguna al que la recibiera y que habría resultado también útil en muchos sentidos al propio emperador. Éste la habría concedido, como dice el biógrafo romano Suetonio al hablar de esta iniciativa general en su Vida de Augusto, «para fomentar [además] en todas partes el número de personas de mérito»; y, cabría añadir también, su lealtad.
Este honor comportaba casi con toda seguridad algún tipo de contacto con el emperador o con los que estaban más cerca de él, pues la inscripción señala que Holconio Rufo fue también «patrono de la colonia», papel semioficial que quizá implicara intervenir en nombre de la ciudad ante los poderes que tenían su sede en Roma (habría cabido esperar, por ejemplo, que el patrono contribuyera a que un príncipe de la familia imperial o el propio emperador desempeñara el duumvirato). Por último, había sido «sacerdote de Augusto» en la ciudad. Antes incluso de que muriera, el primer emperador recibió una plétora de honores religiosos, casi como si fuera un dios (véase p. 419), coordinados en Pompeya por el leal Holconio Rufo.
PLANO 16. Plano del Teatro Grande y sus alrededores. El Teatro Grande fue restaurado y ampliado por Marco Holconio Rufo según los criterios políticos del régimen de Augusto. La élite de los varones se sentaba delante, cuidadosamente separada de la gente corriente, que ocupaba las localidades de detrás. Junto a este edificio están el Teatro Cubierto y la palaestra usada por los gladiadores durante los últimos años de la ciudad (fig. 94), y encima el Foro Triangular, con el viejo Templo de Minerva y Hércules.
Si nos fijamos de nuevo en la estatua, podemos entender ahora el sentido de su atuendo militar. No hay razón para suponer que Holconio Rufo estuviera nunca en el ejército. Su elaborada coraza es un recuerdo visual de su tribunado militar, título prestigioso, sí, pero totalmente ajeno al campo de batalla. Para los espectadores que conocían los monumentos de Roma, sin embargo, contenía además otra interesante alusión -aunque un poquito desorbitada- a una de las nuevas construcciones más aparatosas de Augusto, el llamado sus alrededores. El Teatro Grande fue restaurado y ampliado por Marco Holconio Rufo según los criterios políticos del régimen de Augusto. La élite de los varones se sentaba delante, cuidadosa- mente separada de la gente corriente, que ocupaba las localidades de detrás. Junto a este edificio están el Teatro Cubierto y la palaestra usada por los gladiadores durante los últimos años de la ciudad (fig. 94), y encima el Foro Triangular, con el viejo Templo de Minerva y Hércules.
Foro de Augusto. El principal centro de interés de esta espaciosa plaza nueva construida en pleno centro de Roma, llena de estatuas, obras de arte y espléndidos mármoles de colores, era el templo de «Marte Vengador», título que venía a recordar, como si alguien lo necesitara, que Marte, el dios de la guerra, se había vengado de los que habían asesinado al tío y padre adoptivo de Augusto, Julio César. La estatua original del dios que había en el Foro de Augusto no se ha conservado. Pero por diversas versiones y réplicas de la misma podemos tener la seguridad de que los motivos que decoraban la coraza de Holconio Rufo eran copias de los de la coraza del propio Marte. En otras palabras, nuestro prócer pompeyano aparecía aquí vestido a imagen y semejanza de uno de los protectores divinos de Augusto.
Como sería de esperar, el emperador aparece reflejado en parte de la obra constructiva patrocinada por Holconio Rufo desde su cargo de duumvir. Durante su tercer mandato como tal, sabemos que llevó a cabo ciertas labores de renovación en el templo de Apolo, elevando su altura. En efecto, se conserva una inscripción que afirma que, junto con su colega, pagó tres mil sestercios al propietario de la finca contigua (que presumiblemente habría puesto alguna objeción) para compensarlo por la pérdida de luz ocasionada por el nuevo muro. Pero después, junto con Marco Holconio Céler (hermano o hijo suyo), financió un proyecto de mejora de mayor envergadura y también más costoso en el Teatro Grande, construido originalmente en el siglo II a. C. (plano 16). Una vez más las inscripciones, probablemente colocadas en un principio encima de las entradas principales del edificio, recuerdan que los Holconios construyeron «a expensas suyas la galería cubierta, los palcos y el auditorio».
Esta lista no llega a captar, para nosotros, la repercusión de los cambios efectuados. No sólo se aumentó el número de asientos, sino que la nueva galería cubierta se convirtió de hecho en la línea divisoria entre los nuevos asientos de las gradas superiores (explícitamente destinadas a los pobres, los esclavos, y tal vez las mujeres), con su escalera de entrada francamente destartalada, que conducía hasta allí arriba desde el exterior del edificio, y los asientos de lujo situados debajo, ocupados por los ciudadanos varones de la élite. En otras palabras, era una renovación plenamente acorde con la política del emperador Augusto, para asegurarse de que en el teatro los espectadores estuvieran cuidadosamente separados por su rango, segregación que se imponía no ya, como en los teatros modernos, por el precio de las localidades, sino por ley. No es ninguna coincidencia que, además de las inscripciones en honor de Holconio Rufo, haya también en el teatro una en honor del emperador Augusto.
Tenemos aquí un buen ejemplo de cómo los deseos del emperador y los cambios introducidos en la política desde el centro del mundo romano fueron trasladados a lugares como Pompeya a través de intermediarios del estilo de Holconio Rufo, que tenían, como quien dice, un pie en cada campo. Nos ofrece también un claro indicio de cómo el éxito de una familia podía perdurar durante generaciones. Desde luego si Holconio Rufo esperaba que las costosas obras benéficas realizadas por él mismo y por Céler en el teatro le hubieran ayudado a asegurar el prestigio de los Holconios en el futuro, no se habría sentido decepcionado. Uno de los hombres que pretendían el cargo de duumvir en las últimas elecciones que conocería la ciudad fue Marco Holconio Prisco, con toda probabilidad nieto o bisnieto suyo.