Epílogo

La ciudad de los muertos

CENIZAS A LAS CENIZAS

Los primeros visitantes de las ruinas de Pompeya accedían a la ciudad pasando por sus cementerios. Ahora compramos las entradas, los planos, las guías y las botellas de agua en un moderno «centro de visitantes», que lo mismo podría ser el vestíbulo de una ajetreada estación de tren que de una ciudad sepultada. Nuestros predecesores del siglo XVIII normalmente seguían una de las antiguas vías de acceso a la ciudad, flanqueadas de imponentes y emotivos monumentos a los difuntos.

Los romanos mantenían a los muertos fuera de sus ciudades. No había en los centros urbanos cementerios que situaran a los difuntos en medio de la vida cotidiana. Por el contrario, aquí en Pompeya, como en la propia Roma, los monumentos a las generaciones anteriores se apiñaban junto a los caminos que entraban y salían de la ciudad. Los viajeros antiguos llegaban a Pompeya pasando junto a las moradas, a menudo imponentes, de los individuos que habían vivido décadas, quizá siglos, antes que ellos. Pues aunque la práctica funeraria habitual durante la época de mayor auge de Pompeya fuera la incineración (al menos desde la llegada de los colonos romanos a comienzos del siglo I a. C.), ello no impedía que se levantaran extravagantes sepulcros. Se depositaban diminutas urnas con las cenizas de los muertos en grandes monumentos de variadísimos diseños, en forma de altares, elegantes asientos o bancos semicirculares (que ofrecían un descanso muy conveniente también para los vivos), o construcciones de varios pisos con columnas y efigies de los difuntos.

Para los primeros turistas aquel paisaje marcaba el tono de su visita. Pompeya era el escenario de la tragedia humana, una ciudad de los muertos. Las tumbas, que eran lo primero que veían cuando comenzaban su visita (aunque a lo mejor conmemoraran a individuos que habían muerto tranquilamente en sus camas), daban pie a muchas ensoñaciones acerca de la precariedad de la existencia humana y de la inevitabilidad de la muerte, independientemente del lugar que ocupara uno en la escala social. Polvo al polvo y -nunca mejor dicho, en el caso de Pompeya-, cenizas a las cenizas.

Pero naturalmente la muerte y su conmemoración no tenían nada de igualitarias en la antigua Pompeya. Los sepulcros reflejaban exactamente las jerarquías y desigualdades que hemos visto que se daban constantemente en la vida de la ciudad. Ya hemos señalado (pp. 10-12) la ironía que supone la presencia de aquel pequeño grupo de fugitivos, que entre todos no llevaban más de quinientos sestercios, alcanzados por la onda piroclástica junto a la tumba de Marco Obelio Firmo, edil y duumvir, sólo cuyo funeral costó más de diez veces esa cantidad. Su sepulcro era típico de las construcciones más grandiosas, aunque desde luego no es el más espléndido: un simple recinto amurallado, dentro del cual estaba enterrada la urna, con un conducto o cañón de terracota instalado junto a ella para canalizar las ofrendas que hicieran al difunto sus descendientes. A menos que se dejaran convencer por las promesas más optimistas de algunas nuevas religiones, los romanos tenían en su mayoría una imagen bastante gris y nebulosa de lo que sucedía después de la muerte. No obstante, como en este caso, podían tomarse la molestia de suministrar algún tipo de sustento a su antepasado, aunque no sabemos con cuánta frecuencia se usaría el conducto en cuestión.

FIGURA 112. Camino entre sepulcros. Este grabado capta perfectamente cómo llegaban a Pompeya sus primitivos visitantes. Cuando entraban en la ciudad por la Puerta de Herculano, se encontraban frente a frente con los monumentos de los muertos. A la derecha, apenas visible, vemos el banco semicircular que ofrecía el monumento de la sacerdotisa Mamia, celebrado por Goethe en la descripción que hizo de su visita a Pompeya.

Otros miembros de la élite de Pompeya, tanto hombres como mujeres, fueron recordados con monumentos mucho más espléndidos que el de Obelio Firmo. De hecho, la tumba de la sacerdotisa Eumaquia es la más grande que se ha descubierto hasta la fecha; se yergue junto al camino en su propia terraza y tiene -en una irónica reflexión sobre su sexo, como seguramente parecerá a muchos hoy día- un relieve de mármol con unas amazonas (las mujeres guerreras del mito), una gran zona para sentarse, y las sepulturas de la propia Eumaquia y de unos cuantos parientes y subalternos. En algunas tumbas, los honores y los actos de munificencia del difunto eran exhibidos por medio de imágenes y de palabras. Ya hemos visto (fig. 72) el bisellium o asiento de honor minuciosamente esculpido en la tumba del augustal Gayo Calvencio Quieto, afirmación de estatus tan orgullosa como la que pudieran hacer los aristócratas terratenientes más ricos. Otros monumentos llevan esculturas o pinturas de certámenes gladiatorios, cuya finalidad probablemente era representar los espectáculos financiados por el difunto durante su vida.

Muchas de esas construcciones acabaron cubiertas de grafitos del tipo demótico habitual, o de anuncios publicitarios de diversos juegos y espectáculos. Sus paredes lisas debían de proporcionar un espacio muy conveniente para la colocación de mensajes y anuncios en un lugar destacado junto al camino. Pero cuesta trabajo no sospechar que en todo ello no hubiera también un elemento de «desquite». ¡Cuán satisfactorio debía de ser ensuciar aquellos agresivos monumentos a la riqueza, el poder y los privilegios!

Ni qué decir tiene que los sectores más pobres de la sociedad pompeyana no gozaban de esos lujosos lugares de descanso eterno, a menos que fueron esclavos o libertos lo bastante afortunados para lograr que se les concediera ocupar un rinconcito en el monumento de sus amos. En cuanto a los demás, unos habrían podido permitirse disfrutar de una parcela en una gran tumba colectiva. Las cenizas de los otros acabarían en cajas baratas depositadas directamente en la tierra y marcadas simplemente con una piedra. Incluso eso habría sido demasiado para los que ocupaban el estrato más bajo de la pirámide social. En Pompeya, como en cualquier otro lugar del mundo romano, sus cadáveres probablemente fueran abandonados o quemados sin ceremonia alguna, sin funeral ni indicador permanente de su enterramiento.