LAS DOS VIDAS DE POMPEYA

Un viejo chiste de arqueólogos dice que Pompeya murió dos veces: en primer lugar, sufrió la muerte repentina causada por la erupción; y en segundo lugar está la muerte lenta que ha sufrido la ciudad desde que la redescubrieron a mediados del siglo XVIII. Cualquier visita a las ruinas demostrará exactamente lo que significa esa segunda muerte. A pesar de los heroicos esfuerzos de la superintendencia arqueológica de Pompeya, la ciudad se desintegra, las malas hierbas crecen en muchos lugares situados fuera del recinto de las visitas turísticas, y algunas pinturas dejadas in situ, cuyos colores en otro tiempo eran brillantísimos, han ido palideciendo hasta quedar reducidas a casi nada. Se trata de un proceso gradual de deterioro, agravado por los terremotos y el turismo de masa, al que, por si eso fuera poco, han contribuido los toscos métodos empleados por los primeros excavadores (aunque, para ser honestos, muchas de las hermosas pinturas murales que arrancaron y depositaron en el museo han corrido mejor suerte que las que se dejaron en su contexto original), las campañas de bombardeo de los Aliados en 1943 (fig. 9), que destruyeron varias zonas de la ciudad (los turistas desconocen en su mayoría que buena parte del Teatro Grande, por ejemplo, y del Foro, así como algunas de las casas más célebres, fueron reconstruidas por completo después de la guerra, y que el restaurante de las ruinas fue levantado en una zona que quedó gravemente destrozada por las bombas), y las acciones de los ladrones y los vándalos, para quienes el recinto arqueológico, grande y difícil de vigilar, constituye un objetivo de lo más codiciado (en 2003 un par de frescos recientemente excavados fueron arrancados de la pared, y los encontraron tres días más tarde en el patio de un constructor de la zona).

FIGURA 9. El bombardeo de los Aliados en 1943 causó daños terribles en Pompeya, y destruyó muchos edificios importantes. Esta fotografía muestra el estado en que quedó la Casa de Trebio Valente tras las incursiones aéreas. Muchos de los edificios bombardeados fueron tan primorosamente reconstruidos después de la guerra que a nadie se le ocurriría pensar que sufrieron una segunda destrucción intencionada.

Pero del mismo modo la ciudad ha tenido también dos vidas: una, en el mundo antiguo; y la otra, la recreación moderna de la Pompeya antigua que hoy día visitamos. Este lugar turístico sigue intentando preservar el mito de ciudad antigua «congelada en el tiempo», por la que podemos pasear como si todo hubiera ocurrido ayer. A decir verdad, resulta sorprendente que, aunque la Pompeya romana se encuentra varios metros por debajo del nivel del suelo actual, las entradas al recinto están colocadas de tal modo que prácticamente no nos da la sensación de bajar a las ruinas; el mundo de los antiguos se confunde con el nuestro de manera casi imperceptible. Pero si nos fijamos un poco mejor, vemos que Pompeya existe en esa extraña tierra de nadie que queda entre las ruinas y la reconstrucción, entre la Antigüedad y el presente. Para empezar, buena parte de ella ha sido reconstruida a fondo, y no sólo a raíz de los daños ocasionados por los bombardeos durante la guerra. Resulta chocante contemplar las fotografías de los edificios tal como fueron excavados (fig. 10), y comprobar después en qué estado lamentable se encontraba la mayoría de ellos. Bien es verdad que algunos se dejaron tal cual. Pero otros han sido arreglados, y sus paredes han sido recompuestas y reconstruidas para sostener nuevos tejados -ante todo con el fin de proteger su estructura y su decoración-, aunque a menudo los turistas las tomen por milagrosas supervivientes de la época romana.

FIGURA 10. Imagen de una excavación de la década de 1930. Las casas de Pompeya no surgieron del suelo en su estado primitivo. En realidad, la fuerza de la erupción fue tal que dan la impresión de haber sufrido un bombardeo. Aquí vemos que la pared de estuco pintado del piso superior se ha derrumbado sobre las habitaciones del piso bajo.

Es más, se ha dado a la ciudad una nueva geografía. Actualmente nos movemos por Pompeya utilizando los nombres modernos de las calles: entre otros, la Via dell'Abbondanza (la principal arteria en sentido este-oeste que conduce directamente al Foro, y cuyo nombre procede de la figura de la diosa Abundancia esculpida en una de las fuentes de la calle), la Via Stabiana (que cruza la Via dell'Abbondanza y que se dirige hacia el sur, hacia la ciudad de Estabia), y el Vicolo Storto (o Callejón Retorcido, así llamado por razones evidentes). Prácticamente no tenemos ni la menor idea de cómo se llamaban estas calles en el mundo romano. Una inscripción que se nos ha conservado parece indicar que la que hoy día denominamos Via Stabiana era entonces la Via Pompeiana, y además hace alusión a otras dos calles (la Via Jovia, esto es la Calle de Júpiter; y la Via Dequviaris, relacionada tal vez con los miembros del consejo municipal o decuriones), que no han podido ser localizadas. Pero bien pudiera ser que muchas carecieran de nombres específicos como los que usamos hoy día. Desde luego no había rótulos de calles, ni se usaba sistema alguno de nomenclatura de las vías públicas ni de numeración de las ca- sas que permitiera dar una dirección. En su lugar, la gente utilizaba puntos de referencia locales: por ejemplo, un posadero se hacía mandar las tinajas de vino (como aún podemos leer en el borde superior de una de ellas) «A Euxino [nombre que podríamos traducir más o menos por "El Buen Huésped"], el tabernero, en Pompeya, cerca del Anfiteatro».

Del mismo modo hemos dado nombre a las puertas de la ciudad, denominándolas por la localidad o por la dirección hacia las que están orientadas: Puerta de Nola, Puerta de Herculano, Puerta del Vesubio, Puerta Marina, etcétera. En este caso, tenemos una idea un poco más clara de cuáles pudieron ser los nombres antiguos. La que hoy día llamamos Puerta de Herculano, por ejemplo, era para los habitantes de la Pompeya romana la Porta Saliniensis o Porta Salis, esto es la «Puerta de la Sal» (debido a las salinas situadas en sus inmediaciones). Nuestra Puerta Marina quizá se llamara Puerta del Foro, o al menos eso sugieren algunos testimonios antiguos en estado fragmentarios, combinados con ciertas deducciones modernas bastante plausibles; al fin y al cabo, no estaba sólo orientada hacia el mar, sino que además era la puerta más cercana al Foro.

A falta de direcciones antiguas, los planos modernos de la ciudad utilizan un sistema de localización de los

edificios que data de finales del siglo XIX. El mismo arqueólogo que perfeccionó la técnica de hacer moldes de los cadáveres, Giuseppe Fiorelli (en otro tiempo político revolucionario, y el director más influyente de las excavaciones de Pompeya que ha existido) dividió Pompeya en nueve sectores distintos o regiones; luego numeró todas las manzanas de casas existentes dentro de cada sector, y procedió a dar un número individual a todas las puertas que daban a la calle. En otras palabras, de ese modo, según este lenguaje abreviado utilizado por los arqueólogos, «VI.15.1» querría decir la primera puerta de la decimoquinta manzana de la sexta región, situada al noroeste de la ciudad.

Para la mayoría del público, sin embargo, VI.15.1 es más conocida como la Casa de los Vetios. Pues, además de la mera numeración moderna, por lo menos la mayor parte de las grandes casas, así como las posadas y tabernas, han recibido títulos más evocadores. Algunos de ellos se remontan a las circunstancias en las que se produjeron sus primitivas excavaciones: la Casa del Centenario, por ejemplo, fue descubierta exactamente mil ochocientos años después de la destrucción de la ciudad, en 1879; la Casa de las Bodas de Plata, excavada en 1893, recibió este nombre en honor del vigésimo quinto aniversario de la boda del rey Humberto de Italia, celebrado ese mismo año (irónicamente, la casa es hoy día más conocida que aquellas bodas reales). Otros nombres reflejan hallazgos particularmente memorables: una de ellas es la Casa del Menandro; otra es la Casa del Fauno, allí llamada por el famoso sátiro o «fauno» danzante de bronce encontrado en ella (fig. 12; su nombre anterior, la Casa de Goethe, se remonta al hijo del famoso Johann Wolfgang von Goethe, que fue testigo de parte de su excavación en 1830, poco antes de su muerte; pero esta triste historia sería bastante menos memorable que la briosa escultura hallada entre las ruinas). Muchas, sin embargo, como la Casa de los Vetios llevan el nombre de sus ocupantes romanos, parte de un proyecto mucho mayor de repoblación de la ciudad antigua y de identificación de los restos materiales con las personas reales que otrora fueron sus propietarias, las utilizaron o vivieron en ellas.

Se trata de una tarea apasionante, aunque a veces problemática. Hay casos en los que podemos estar seguros de haber llevado a cabo la identificación correcta. La casa del banquero Lucio Cecilio Jocundo, por ejemplo, ha sido identificada casi con toda seguridad por sus archivos bancarios, almacenados en el ático. Aulo Umbricio Escauro, el fabricante de garum (el preparado típicamente romano a base de organismos marinos fermentados, eufemísticamente traducido por «salsa de pescado») más conocido de la ciudad, dejó su marca y su nombre en su elegante propiedad con una serie de mosaicos que representan vasijas del producto con slogans como, por ejemplo, «Salsa de pescado, calidad superior, de la fábrica de Escauro» (fig. 57). La Casa de los Vetios, con sus exquisitos frescos, ha sido alegremente atribuida a una pareja de (probablemente) libertos, Aulo Vetio Conviva y Aulo Vetio Restituto. Semejante identificación se basa en dos impresiones de sello y en un anillo de sello con esos nombres que aparecieron en el portal de entrada, en un par de carteles electorales, o al menos lo que podríamos considerar su equivalente antiguo, pintados en la fachada de la casa («Restituto apoya a… Sabino para el cargo de edil»), yen la idea de que otra impresión de sello hallada en otro rincón de la mansión, que en este caso nombra a Publio Crustio Fausto, pertenecía a un inquilino que vivía en el piso superior.

En muchos casos las pruebas son bastante más inconsistentes, y se basan quizá en un simple anillo de sello (que, al fin y al cabo, podría haber perdido tan fácilmente cualquier visitante como el propietario de la casa), un nombre pintado en una tinaja de vino, o un par de grafitos firmados por la misma persona, como si los autores de grafitos decidieran siempre escribir sus mensajes en las paredes de su casa. Particularmente desesperada es la deducción a la que se ha llegado para el nombre del propietario del principal burdel de la ciudad, y el punto de mayor atracción de muchos visitantes modernos, como sin duda debió de serlo también en la Antigüedad: se trata de Africano. El argumento utilizado para ello se basa en gran medida en un triste mensaje garabateado en la pared de uno de los cubículos de las chicas, seguramente por un cliente.

«Africano ha muerto» (o literalmente «se muere»), dice. «Firmado: el joven Rústico, compañero suyo de escuela, afligido por Africano». En realidad, Africano quizá fuera un habitante de la localidad, o eso podríamos deducir del hecho de que en una pared vecina alguien de ese nombre promete su apoyo para las elecciones locales a la candidatura de Sabino (el mismo individuo que se había ganado el voto de Restituto). Pero no hay motivo en absoluto para imaginar que la expresión de tristeza poscoital del joven Rústico, si eso es lo que es, hiciera alusión al propietario del Lupanar.

El resultado final de este y otros intentos igualmente optimistas en exceso de rastrear las huellas

de los antiguos pompeyanos y situarlos en sus casas, tabernas y lupanares, es evidente: en la imaginación de los modernos, muchísimos pompeyanos han acabado siendo situados en el lugar equivocado. O, por decirlo de un modo más genérico, existe un abismo enorme entre «nuestra» ciudad antigua y la ciudad destruida en 79 d. C. A lo largo del presente libro utilizaré constantemente los puntos de referencia, las ayudas provenientes de los hallazgos y la terminología propia de «nuestra» Pompeya. Resultaría irritante y confuso dar a la Puerta de Herculano su antiguo nombre de «Porta Salis». La numeración inventada por Fiorelli nos permite localizar rápidamente cualquier punto en el plano, y la utilizaré en las secciones sobre referencias. Y, por incorrectos que puedan ser en algunos casos, los nombres famosos -Casa de los Vetios, Casa del Fauno, etc.- constituyen la manera más fácil de traer a la mente un determinado edificio o un determinado lugar. No obstante, estudiaré el citado abismo más a fondo, recordando cómo la ciudad antigua ha sido convertida en «nuestra» Pompeya, y reflexionando sobre los procesos que nos llevan a dar sentido a los restos que se han descubierto.

Al hacer hincapié en esos procesos, no hago más que ponerme al día y, en cierto modo, volver a una experiencia más decimonónica de Pompeya. Naturalmente, los turistas que visitaron la ciudad en el siglo XIX, como sus homólogos del siglo XXI, disfrutaron con la ilusión de volver atrás en el tiempo. Pero se sintieron intrigados también por la forma en que se les revelaba el pasado: no sólo por el «qué» conocemos de la Pompeya romana, sino también por el «cómo» lo conocemos. Podemos verlo en las convenciones de sus guías favoritas de la ciudad, sobre todo el Handbookfor Travellers in Southern Italy de Murray, publicado por primera vez en 1853 para satisfacer las nece- sidades del incipiente turismo de masa que acudía al lugar (no ya destinado a los privilegiados que realizaban los Grand Tours). La linea férrea había sido inaugurada en 1839 y se convirtió en el método de transporte favorito de los visitantes, que paraban en una taberna situada cerca de la estación, donde podían almorzar después del consabido paseo por las ruinas. La fortuna del lugar fue un tanto inestable (en 1853 tenía, al parecer, «un posadero muy cortés y atento», pero en 1865 se aconsejaba a los lectores no tomar nada sin «llegar de antemano a un acuerdo con respecto al precio con el huésped»). En cualquier caso, fue el germen de la gran industria de venta de golosinas, fruta y especialmente agua embotellada que actualmente domina los alrededores del yacimiento.

El Handbook de Murray planteaba una y otra vez a aquellos turistas victorianos el problema de la interpretación, compartiendo con ellos las diversas teorías contrapuestas en torno al destino de algunos de los principales edificios públicos descubiertos hasta entonces. ¿El edificio del Foro que llamamos macellum (mercado) era realmente un mercado? ¿O era un templo? ¿O era una mezcla de santuario y de café? (Como veremos, muchas de esas cuestiones sobre la función de las distintas construcciones aún siguen sin resolver, pero las guías modernas suelen escamotear -ellas dirían más bien ahorrar- a sus lectores todo tipo de problemas y controversias.) Tienen incluso buen cuidado de señalar, junto con la descripción de cada edificio antiguo, la fecha y las circunstancias de su descubrimiento. Es como si supusieran que aquellos primeros turistas tenían dos cronologías al mismo tiempo en su cabeza: por un lado, la cronología de la propia ciudad antigua y su desarrollo; y por otro, la historia de la reaparición gradual de Pompeya en el mundo moderno.

Cabría imaginar incluso que las famosas maniobras gracias a las cuales eran convenientemente «descubiertos» cadáveres u otros hallazgos notables siempre que algún dignatario visitaba el lugar, eran un aspecto más de ese mismo interés. Actualmente solemos reírnos de la torpeza de esas payasadas y de la credulidad del público. ¿Es posible que el ilustre visitante fuera tan ingenuo como para imaginar que unos descubrimientos tan portentosos tuvieran lugar casualmente en el momento mismo de su llegada? Pero, como de costumbre, los trucos del comercio del turismo ponen de manifiesto las esperanzas y las aspiraciones de los visitantes al tiempo que descubren la astucia de la población local. En este caso los visitantes deseaban contemplar no sólo los hallazgos, sino los procesos de excavación que sacaban a la luz el pasado.

Éstos son algunos de los temas que pretendo sacar a la palestra.