HACERSE ROMANOS

La llamada «guerra Social» estalló en 91 a. C., cuando un grupo de aliados italianos o socii (de ahí el nombre que se da al conflicto) se enfrentó a Roma. Pompeya fue uno de ellos. Ahora nos parece que fue un tipo de rebelión muy curiosa, pues, aunque los motivos de los aliados han sido estudiados hasta la saciedad, lo más probable es que recurrieran a la violencia no ya porque pretendieran volver la espalda al mundo romano y liberarse de su dominación, sino porque estaban resentidos por no ser miembros de pleno derecho del club de Roma. En otras palabras, deseaban la ciudadanía romana, y la protección, el poder, la influencia y el derecho a votar en la propia Roma que semejante condición comportaba. Fue un conflicto notable por su brutalidad y, de hecho, dado que los romanos y los aliados estaban acostumbrados a pelear codo con codo, fue una guerra civil. Como era de prever, la enorme superioridad de fuerza de los romanos se llevó la victoria en un sentido, pero también los aliados se la llevaron en otro: consiguieron lo que querían. Algunas comunidades rebeldes fueron sobornadas de inmediato con la oferta de la ciudadanía. Pero incluso las que se mantuvieron firmes la consiguieron después de ser derrotadas en el campo de batalla. A partir de ese momento, por primera vez, más o menos toda la península Italiana pasó a ser romana en el sentido estricto del término.

En el transcurso de la guerra, Pompeya fue sitiada en el año 89 por el famoso general Lucio Cornelio Sila, que más tarde se convertiría -aunque por un breve período- en sanguinario dictador de la propia Roma (entre 82 y 81 puso precio a la cabeza de más de quinientos de sus adversarios más opulentos, que fueron brutalmente asesinados cuando no pudieron quitarse la vida ellos mismos). Y entre los soldados del ejército de Sila, según cuenta Plutarco, autor de su biografía, se encontraba el joven Marco Tulio Cicerón, que aún no había cumplido los veinte años y todavía estaba lejos de los triunfos retóricos en los tribunales de justicia de Roma que impulsarían su carrera política y se convertirían en «manuales de estudio obligado» de los oradores en ciernes y de los estudiantes de latín.

La obra de Sila en Pompeya todavía es visible en forma de las numerosas balas de plomo y bombas de ballista (el equivalente romano del cañón) que pueden observarse entre las ruinas, y en los múltiples pequeños agujeros perceptibles en las murallas de la ciudad, allí donde los disparos que presumiblemente pretendían destruir las defensas erraron el blanco, dejando una marca muy elocuente. Dentro de la ciudad, los edificios situados cerca de las murallas en la zona norte salieron particularmente mal parados. La Casa de las Vestales -así llamada debido a la fabulosa idea dieciochesca de que era la residencia de un grupo de sacerdotisas, las «Vírgenes Vestales»- sufrió graves desperfectos, aunque sus acaudalados propietarios lograron sacar provecho del caos y la destrucción. Parece que después de la guerra se adueñaron de algunas fincas del vecindario y reconstruyeron su casa a una escala mucho mayor. Por una fatal coincidencia, la Casa de las Vestales fue víctima una vez más de la guerra casi dos mil años después, cuando fue alcanzada por las bombas de los Aliados en septiembre de 1943. Las excavaciones recuperan actualmente restos de metralla moderna junto con proyectiles de honda de época romana.

No sabemos con cuánta energía ni durante cuánto tiempo resistieron los pompeyanos el fuego de los romanos. Una serie de avisos en osco, pintados en las esquinas de las calles, tal vez nos den una pista de sus preparativos de cara al ataque. Habitualmente se ha pensado que datan de la época del asedio, y se han conservado bajo diversas capas de estuco de época posterior, que, al desprenderse, los han sacado de nuevo a la luz. Su traducción no es segura, ni mucho menos, pero es muy probable que sean instrucciones a los soldados defensores relativas a los lugares concretos en los que debían presentarse a la hora de pasar revista («Entre la duodécima torre y la Puerta de la Sal»), y al mando de quién estaban («Donde está al mando Matrio, hijo de Vibio»). De ser así, nos hablarían de un grado de organización bastante bueno, así como de una comunidad suficientemente culta como para utilizar instrucciones escritas en una situación de emergencia. Pompeya contó además con ayuda exterior. Un antiguo relato de la guerra Social cuenta cómo un general rebelde, Lucio Cluencio, acudió a liberar la ciudad. Durante las primeras escaramuzas, llegó a obtener alguna ventaja, pero entonces volvió Sila al combate y le infligió una derrota sin paliativos, obligando a su ejército a buscar refugio en la vecina fortaleza rebelde de Nola y matando a más de veinte mil soldados, según los cálculos antiguos (no necesariamente fiables). Pompeya debió de caer poco después.

Pompeya no recibió el cruel trato dispensado a otras ciudades aliadas tras su derrota. Pero menos de una década después de que acabara la guerra y de que los pompeyanos obtuvieran la ciudadanía romana, Sila se vengó de otra manera. Como necesitaba tierras para establecer a sus soldados veteranos, de regreso a la patria tras largos años de servicio en la guerra en Grecia, decidió instalar a algunos de ellos en Pompeya (según los cálculos más conservadores unos dos mil hombres, con sus familias). Fue un incremento considerable y repentino de la población, que quizá supusiera un aumento del número de habitantes de casi el 50 por 100. Pero sus repercusiones serían incluso mayores. La ciudad se convirtió formalmente en «colonia» romana y en consecuencia su gobierno local fue reformado. Los magistrados elegidos anualmente recibieron nuevos nombres e indudablemente nuevas funciones. La vieja máxima autoridad osca, el meddix tuticus, fue sustituido por una pareja de magistrados llamados los duoviri iure dicundo, literalmente los «dos varones encargados de dictar la ley».

También fue cambiado el nombre de la ciudad con el fin de reflejar su nuevo estatus. Pompeya pasó a llamarse oficialmente Colonia Cornelia Veneria Pompeiana: Cornelia por el nombre de familia de Sila, Cornelio; y Veneria, por la divinidad protectora del dictador, la diosa Venus. En otras palabras, se convirtió en la «Colonia Cornelia Pompeyana, bajo la divina protección de Venus» (un nombre verdaderamente kilométrico, tanto en latín como en nuestra lengua). Como indica este título, la lengua oficial de la ciudad pasó a ser el latín, aunque en contextos privados parte de la población local -sin duda una minoría en constante retroceso- seguiría utilizando el osco hasta 79 d. C. Esa minoría habría estado capacitada para descifrar las antiguas inscripciones en osco que seguían viéndose por la localidad. Y en los últimos años de existencia de la ciudad, uno de sus miembros, presumiblemente un cliente, dejó su nombre escrito en una pared del Lupanar en los caracteres típicos del alfabeto osco.

Esos «colonos», como a menudo suele denominárseles ahora, cambiaron la fisonomía de Pompeya. Se levantaron cerca del Foro unas nuevas termas o baños públicos, y se llevaron a cabo obras de mejora en otras -incluida una nueva sauna-, sufragadas por dos de los primeros duoviri. Lo más espectacular fue la demolición de algunas casas ya existentes y la construcción de un anfiteatro en el extremo sureste de la ciudad, el ejemplar de piedra más antiguo de este tipo de edificio que se conserva en todo el mundo. Se erigió, según proclaman las inscripciones colocadas sobre sus entradas principales, gracias a la generosidad de otra pareja de destacados advenedizos, que patrocinaron también -aunque no la pagaran de su bolsillo-la construcción de un teatro cubierto (u «Odeón», como a veces se denomina hoy día) completamente nuevo. Hay buenas razones para pensar que uno de esos próceres, Gayo Quincio Valgo, fue también un individuo que conocemos por su papel de comparsa en la literatura latina: «Valgo», suegro de un tal Publio Servilio Rulo, cuyo intento de llevar a cabo repartos de tierras entre los pobres de Roma fue blanco de la invectiva de Cicerón en sus tres discursos Contra Rulo. De ser así, y si podemos creernos la mitad de lo que dice Cicerón de él, el hombre que financió la construcción del Anfiteatro de Pompeya no fue (o no sólo fue) un benefactor altruista de su comunidad local, sino auténtico sinvergüenza, que había hecho su agosto gracias al reinado de terror de Sila en Roma.

No está muy claro dónde estableció su residencia esta nueva oleada de habitantes de la ciudad. A falta de signos visibles de la existencia de un «barrio de los colonos» dentro de la población, recientemente se ha propuesto la idea de que la mayoría de ellos tenían sus casas y sus tierras, ya fueran pequeñas fincas o grandes villas, en las zonas rurales circundantes. Se trata de una solución muy práctica, aunque sólo sea parcial, a un problema muy incómodo. Algunos colonos debían de vivir dentro del recinto amurallado. Buenas candidatas a ser propiedad de los más ricos, aunque no desde luego de los soldados rasos, son las casas construidas en el sector de la ciudad que daba al mar (la Casa del Brazalete de Oro y sus vecinas). Estas viviendas se hallaban situadas directamente encima de las murallas, que habían dejado de ser una necesidad estratégica, una vez que Pompeya había pasado a formar parte de una Italia romana supuestamente pacífica, y eran edificios de varios pisos, construidos en un terreno que bajaba en abrupto declive hacia el mar; en algunos casos tenían una superficie total no mucho menor que la de la Casa del Fauno. Magníficas habitaciones, provistas de grandes ventanas y terrazas, daban a la que por entonces debía de ser una playa espectacular y una espléndida vista del mar (fig. 15). Por desgracia estas casas no están habitualmente abiertas a los turistas, pues con sus distintos niveles, sus escaleras y pasillos laberínticos, por no hablar de sus vistas panorámicas (¿quién dijo que a los romanos no les importaban los escenarios?), ofrecen una espectacular alternativa a la imagen habitual de casa romana. Debían de estar entre los inmuebles más elegantes de la ciudad.

FIGURA 15. Situada en el extremo occidental de la ciudad, encima de la antigua muralla, la Casa de Fabio Rufo gozaba de unas envidiables vistas al mar. Fue diseñada para aprovechar al máximo esta circunstancia, con grandes ven- tanales y terrazas.

En cierto sentido, la llegada de la colonia simplemente aceleró un proceso de «romanización» que ya estaba en marcha en la ciudad. Al fin y al cabo, a menos que ese mosaico en particular fuera un añadido de época posterior, el propietario de la Casa del Fauno había decidido dar la bienvenida a sus visitantes en latín (HAVE) ya en el siglo II a. C. Y parte de la oleada de edificios públicos de comienzos del siglo I quizá fuera en realidad anterior a la llegada de los colonos, y no iniciativa suya (como a menudo se ha supuesto). Lo cierto es que, a menos que tengamos una prueba segura en forma de inscripción, resulta muy dificil precisar la fecha de esos edificios, antes o después de la fundación de la colonia. El argumento a favor de hacerlos obra de los colonos es casi enteramente un círculo vicioso (los colonos fueron constructores furibundos; todos los edificios de comienzos del siglo I a. C. son por tanto obra de los colonos; esto a su vez demuestra que los colonos fueron unos constructores furibundos), aunque no tenga por qué ser necesariamente erróneo. Todavía se discute, por ejemplo, si el Templo de Júpiter, Juno y Minerva que domina uno de los extremos del Foro fue una fundación colonial (un arqueólogo ha postulado recientemente que la unidad de medida empleada en él es, al parecer, el «pie romano», lo que indicaría que es una construcción romana), o si era un templo de época anterior dedicado sólo a Júpiter, y luego adaptado a la tríada de divinidades típicamente romana. En la Pompeya «prerromana» se dio ya una buena dosis de «autorromanización», cosa que no es de extrañar teniendo en cuenta la creciente influencia de Roma.

No obstante, por muy verdad que sea, esa imagen suele minimizar el grado de conflicto existente durante los primeros años de la colonia entre los advenedizos romanos y los habitantes oscos de la ciudad. Indudablemente se trataba en parte de un choque cultural; aunque sospecho que la tesis sostenida por algunos historiadores modernos, según los cuales los sofisticados pompeyanos, tan amantes del teatro, encontraban a los toscos veteranos y su afición al anfiteatro difíciles de digerir, es injusta con los veteranos y excesivamente generosa con los pompeyanos. Parece más bien que los recién llegados, al menos durante algún tiempo, se hicieron con el control político cotidiano de la ciudad, con exclusión de sus antiguos habitantes.

Hay indicios de esa exclusión en el propio yacimiento. Entre los nombres de los magistrados electos de la ciudad que se conservan de las primeras décadas de vida de la colonia no aparece ninguno de los nombres de familia oscos tradicionales, sino sólo nombres sólidamente romanos. Y la inscripción que conmemora la edificación del nuevo anfiteatro proclama que Valgo y su cobenefactor lo donaron «a los colonos». Por supuesto el término «los colonos» incluiría téc- nicamente a todos los habitantes de la que para entonces se llamaba oficialmente Colonia Cornelia Veneria Pompeiana. Pero por muy correcta que fuera técnicamente, cuesta trabajo imaginar que semejante denominación sonara muy inclusiva a las antiguas familias de la ciudad. Y de hecho la idea de que en el habla popular «los colonos» y «los pompeyanos» eran tratados como dos grupos distintos y rivales de la ciudad se ve confirmada por un discurso de Cicerón pronunciado en Roma en 62 a. C.

Cicerón defendía en él a Publio Sila, sobrino del dictador, de la acusación de haber sido cómplice de Lucio Sergio Catilina, un aristócrata cargado de deudas y revolucionario fracasado, que había muerto a comienzos de ese mismo año en su intento frustrado de derrocar al gobierno de Roma. Veinte años antes, el joven Sila había sido el hombre encargado sobre el terreno de establecer la colonia de Pompeya. En un momento determinado -en respuesta al argumento, no del todo inadmisible, de que Sila había arrastrado a los pompeyanos a participar en la conjura de Catilina-, Cicerón propina a su audiencia romana una lección sobre política local de Pompeya. Se trata de una defensa sospechosamente torticera, que se centra en las disputas existentes en la ciudad entre los «colonos» y los «pompeyanos». Dichas disputas han quedado solventadas, afirma el orador, gracias en parte (créase o no) a la intervención del propio Sila; y los dos grupos -que siguen actuando por separado, nótese bien- han enviado sendas delegaciones a Roma en apoyo de Sila. ¿Pero de qué trataban esas disputas? Cicerón habla vagamente de las quejas de los pompeyanos por «sus votos» y por la ambulatio, palabra latina que puede significar cualquier cosa, desde «paseo» hasta «lugar destinado al paseo», es decir «pórtico».

Resulta bastante fácil entender de qué habrían ido las discusiones por los «votos». Sumemos esta alusión a la ausencia de nombres locales entre los primeros magistrados de la colonia y quedará claro en apariencia que las nuevas disposiciones políticas supusieron de algún modo una desventaja para los antiguos habitantes de la ciudad.

Algunos estudiosos modernos han llegado a imaginar incluso que fueron privados por completo del derecho al voto, aunque también serían posibles y desde luego más plausibles otras formas menos drásticas de desventaja. Pero se ha aplicado una cantidad increíble de ingenio a intentar comprender de qué habría podido tratar la disputa por la ambulatio. Por ejemplo, ¿se impondrían acaso restricciones al derecho de circulación de los pompeyanos por su ciudad (ambulatio, en el sentido de «paseo»)? ¿Había algún pórtico en concreto al que se les negaba el acceso, y era eso lo que los ofendía? ¿O tal vez Cicerón no hablara en absoluto de ambulatio, sino (como dice un manuscrito en el que se ha transmitido el discurso), de ambitio, esto es «soborno» o «prácticas corruptas», lo que una vez más nos remitiría al problema del sistema de votación?

A decir verdad estamos ante un verdadero misterio. Pero sea cual sea la solución que consideremos menos plausible, hay una cosa clara. Por transitorios que fueran los disturbios (al cabo de un par de décadas, los nombres oscos ausentes empiezan a reaparecer entre los magistrados locales), los primeros años de la vida de Pompeya como ciudad plenamente romana no pudieron ser muy felices para su antigua población.