EL BANQUERO
Uno de los descubrimientos más extraordinarios de la historia de las excavaciones de Pompeya tuvo lugar en julio de 1875: 153 documentos guardados en una caja de madera en el piso superior de la mansión llamada hoy día Casa de Cecilio Jocundo. El texto principal de cada uno había sido escrito originalmente sobre la capa de cera que cubría una tablilla de madera, de unos 10 x 12 centímetros (a menudo unidas formando un documento de tres páginas, con un resumen escrito a veces con tinta directamente sobre la madera de la cara externa). Ni qué decir tiene que la cera ha desaparecido, pero el texto sigue siendo legible, al menos en parte, porque el estilo o plumilla de metal había traspasado de hecho la capa de cera y había rayado la superficie de madera que había debajo.
Todos los documentos menos uno registran transacciones financieras en las que intervino Lucio Cecilio Jocundo entre 27 d. C. y enero de 62 d. C., poco antes del terremoto. La excepción, esto es el texto más antiguo, fechado en 15 d. C., habla de un individuo llamado Lucio Cecilio Félix, que probablemente fuera el padre o el tío de Jocundo. La mayor parte de los documentos están relacionados con subastas realizadas por Jocundo: recibos en los que los vendedores de los bienes en cuestión declaran formalmente que Jocundo ha pagado la cantidad debida (es decir, el dinero producido por la venta, menos su comisión y otras costas). Dieciséis documentos, sin embargo, tie- nen que ver con distintos contratos que Jocundo tiene con el consejo municipal. Hoy día solemos llamar a Jocundo «banquero», pero el sentido que actualmente tiene este término no expresa demasiado bien cuál era el verdadero papel de Jocundo. Era una combinación típicamente romana de licitador, intermediario y prestamista. En realidad, como ponen de manifiesto las tabillas, sacaba provecho de las dos partes que intervenían en el proceso de subasta, no sólo cobrando una comisión a los vendedores, sino también prestando dinero a interés a los compradores para que pudieran financiar sus adquisiciones.
Para la historia de la economía de Pompeya, estos documentos suponen una verdadera mina. Nos permiten contemplar directamente las actividades financieras de un pompeyano, lo que se compraba y se vendía, cuándo se llevaban a cabo las operaciones y por cuánto dinero se hacían. Además, como los documentos son confirmados hasta por diez testigos, ofrecen el registro más completo que poseemos de habitantes de Pompeya. Pero también conviene hacer algunas advertencias. No sabemos por qué se guardaron los documentos, qué proporción de las transacciones llevadas a cabo por Jocundo entre 27 y 62 d. C. representaban, ni por qué habían sido seleccionados para su conservación. ¿Qué significa, por ejemplo, ese único documento relacionado con Félix? ¿Lo habían guardado sólo por razones sentimentales como recuerdo del predecesor de Jocundo? ¿Por qué los protocolos de las subastas se concentran entre los años 54 a 58, cuando Jocundo llevaba en el negocio desde 27 d. C.? ¿Y por qué cesan en 62? ¿Murió durante el terremoto, como han supuesto algunos estudiosos modernos? ¿O tal vez los documentos más recientes fueron archivados en un lugar más conveniente y no simplemente guardados en el desván? Una cosa es segura. No disponemos de una imagen completa de las actividades de Jocundo durante ningún período. Lo que tenemos es sólo una selección de su archivo, quizá puramente aleatoria, o al menos basada en principios que no podemos reconstruir hoy día.
Dicho esto, debemos recordar que se trata de un material maravillosamente vívido. El único documento relacionado con Cecilio Félix trata del último pago efectuado por una mula subastada por Félix por 520 sestercios, y constituye el testimonio fundamental para conocer el precio que tenían estos animales en Pompeya. En este caso, tanto el comprador como el vendedor eran libertos, y el importe pagado por el comprador no fue entregado al vendedor directamente por el propio Félix, sino por un esclavo suyo. Todo fue sellado y datado, según el sistema habitual en Roma de llamar al año por el nombre de los dos cónsules que ocupaban este cargo en la urbe:
Suma de 520 sestercios por una mula vendida a Marco Pomponio Nicón, liberto de Marco, dinero que, según se dice, recibió Marco Cerrinio Éufrates de acuerdo con los términos del contrato firmado con Lucio Cecilio Félix. Marco Cerrinio Éufrates, liberto de Marco, declara haber recibido y cobrado la mencionada suma a través de Filadelfo, esclavo de Cecilio Félix. (Sellado.)
Transacción efectuada en Pompeya el quinto día antes de las calendas de junio [28 de mayo], durante el consulado de Druso César y Gayo Norbano Flaco [15 d. C.].
Los protocolos de las subastas del propio Jocundo no siempre especifican con exactitud lo que se había comprado y vendido. En la mayoría de los casos aluden simplemente a la «subasta de» y al nombre del vendedor. Pero en un par de ocasiones vemos que hace referencia a la venta de esclavos. En diciembre de 56 d. C., una mujer llamada Umbricia Antióquide recibió 6.252 sestercios por la venta de su esclavo Trófimo. Este esclavo en concreto era a todas luces una mercancía valiosa, pues costaba más del cuádruple que otro esclavo vendido por poco más de 1.500 sestercios un par de años antes. Comprobar que dicha cantidad equivale más o menos a tres veces el coste de la citada mula es un recordatorio bastante inquietante de la «mercantilización» de los seres humanos que subyace en el fondo del esclavismo romano, por muchas expectativas de obtener finalmente la libertad que pudiera tener un esclavo en Roma. Se sabe también que Jocundo vendió en una ocasión «madera de boj» (utilizada habitualmente para fabricar las tablillas de escribir, aunque no las que nos interesan, que son de pino) por casi 2.000 sestercios, y cierta cantidad de tela de lino, propiedad de un tal «Ptolomeo, hijo de Masilo, de Alejandría»; se trata de un curioso ejemplo de un producto importado de ultramar y de la presencia de un mercader extranjero, aunque por desgracia no se conserva el precio al que ascendió la venta.
FIGURA 67. Las tablillas de Jocundo estaban fijadas originalmente en varias hojas, y el texto escrito sobre la cera en la parte interior quedaba protegido por las caras externas. Esto hacía que fueran relativamente seguras para guardarlas como registro de las transacciones.
En general, Jocundo no comercia con grandes cantidades de dinero ni tampoco opera a los niveles más bajos del mercado. La suma más elevada que obtiene en una de las subastas que tenemos registradas es de 38.079 sestercios. Fueran cuales fuesen los objetos de la transacción (se habla simplemente de «la subasta de Marco Lucrecio Lero»), su valor superaba en más de cinco veces la renta anual que calculábamos para la pequeña granja analizada al comienzo de este mismo capítulo. En cualquier caso, en todo el archivo había sólo tres pagos superiores a los 20.000 sestercios, del mismo modo que sólo había tres por debajo de los 1.000. El montante medio de las transacciones es de unos 4.500 sestercios. La comisión de Jocundo, al parecer, variaba. En dos tablillas se afirma que es del 2 por 100. En la mayoría de los casos únicamente podemos conjeturar por la cifra final pagada al vendedor cuál era la comisión que probablemente se le había cobrado; y a veces asciende al 7 por 100. Determinar si Jocundo habría podido o no labrar su fortuna únicamente con este tipo de transacciones depende enteramente del número de subastas que negociara y de cuánto valieran los objetos subastados.
Pero las subastas no eran su única fuente de ingresos. Los otros dieciséis documentos tratan de sus contratos de negocios con la propia administración municipal. Como era habitual en el mundo romano, los impuestos locales de la ciudad de Pompeya eran arrendados a contratistas privados encargados de su recaudación (quedándose, por supuesto, con una comisión). Durante una parte de su carrera, Jocundo intervino en la recaudación de al menos dos impuestos: un impuesto sobre los mercados, probablemente cobrado a los dueños de los puestos; y la tasa sobre los pastos, cobrada seguramente a los que utilizaban los pastos existentes en las tierras de propiedad pública. Entre sus documentos encontramos diversos recibos por este concepto: 2.520 sestercios al año por el impuesto de los mercados, y 2.765 por la tasas sobre los pastos (a veces pagadas en dos plazos). Arrendaba también fincas de propiedad pública, y presumiblemente las explotaba o las subarrendaba. Una era una granja, por la que pagaba una renta anual de 6.000 sestercios. Parece que esta renta estaba en el limite de lo que Jocundo podía pagar por ella, al menos si la causa de que de vez en cuando se retrasara en los pagos eran los problemas de liquidez y no su ineficacia. La otra era un batán (fullonica), por el que tenía que pagar 1.652 sestercios al año.
Resulta sorprendente comprobar aquí una vez más el papel económico del gobierno municipal, encargado no sólo de recaudar impuestos, sino dueño también de fincas dentro de la ciudad y en las zonas rurales circundantes, que luego eran arrendadas para sacar provecho de ellas. Quizá no tenga nada de extraño la existencia deuna «granja ancestral», como la califica un documento. Pero lo que sigue siendo un misterio es cómo la ciudad llegó a poseer un batán. Tan misterioso resulta de hecho que algunos historiadores han sospechado que fullonica aquí no significa «batán», sino «impuesto sobre los batanes». En otras palabras, se trataría de otro de los negocios de Jocundo relacionados con la recaudación de impuestos, no una prueba de una ulterior diversificación de sus actividades en el campo de la industria textil y de lavado. ¿Quién sabe? Pero al margen de los detalles concretos relativos a esta propiedad y a otras (es muy poco probable que Jocundo fuera el único arrendador de la ciudad), las tablillas nos proporcionan una pista acerca de la organización de esos asuntos por parte de la ciudad. Los documentos ponen de manifiesto que la gestión cotidiana de los bienes públicos de la ciudad no estaba en manos de un magistrado elegido entre los miembros de la élite, sino de un esclavo público o, como a veces se le llama oficialmente en los documentos, un «esclavo de los colonos de la Colonia Veneria Cornelia». En las tablillas de Jocundo son mencionados dos: el primero se llama Secundo y cobra las rentas de la granja el año 53 d. C.; presumiblemente fue sustituido por Privado, que es quien cobra los pagos posteriores.
En conjunto, compradores y vendedores, siervos y magistrados, y (los que constituyen la presencia más numerosa) los testigos enumerados en los documentos, nos proporcionan los nombres de unos cuatrocientos habitantes de Pompeya a mediados del siglo I d. C. Entre ellos figuran desde esclavos públicos hasta el propio Gneo Aleyo Nigidio Mayo, uno de los miembros más destacados de la élite política de la ciudad y dueño de la gran vivienda en alquiler analizada en el capítulo 3, que aparece además como testigo en uno de los documentos de las subastas de Jocundo. Incluso un vistazo rápido al archivo nos muestra la preocupación por el estatus en la que se basaban las relaciones sociales y comerciales en todo el mundo romano. Cuando aparecen mencionados en los documentos, a los esclavos se les llama claramente esclavos, especificándose el nombre de su dueño; y lo mismo ocurre con los libertos. No tan evidente a primera vista es el orden de las listas de testigos. Pero un minucioso análisis llevado a cabo recientemente ha demostrado sin apenas margen de duda que en todas las ocasiones los nombres de los testigos eran registrados siguiendo el orden de su correspondiente rango social. En la única lista en la que aparece Nigidio Mayo, por ejemplo, éste ocupa el primer puesto. En dos ocasiones, esa atenta valoración del esta-tus de cada uno fue discutida, o al menos tuvo que ser revisada. En dos listas, el escriba se tomó la molestia de borrar (o más exactamente raspar) un nombre y un cambio de jerarquía.
No obstante, pese a la importancia que se da al rango, las tablillas sugieren la existencia en Pompeya de una sociedad mixta de compradores y vendedores, prestamistas y prestatarios. Por mucho que aparezcan al final de la lista, los libertos actuaban como testigos de las mismas transacciones que los miembros de las familias más selectas y de más rancio abolengo de la ciudad.
También las mujeres destacan por algo. No actúan como testigos. Pero de los otros 115 nombres conservados en las tablillas, catorce pertenecen a mujeres. Todas ponen algo a la venta en las subastas (una de ellas es la que vende al esclavo Trófimo). No es una proporción muy alta, desde luego, pero indica que las mujeres eran más «visibles» en la vida comercial de comienzos del Imperio Romano de lo que pretenden hacernos creer algunas de las versiones modernas más sombrías del papel y el estatus que tenían.
De Cecilio Jocundo propiamente dicho sabemos relativamente poco, aparte de que lo dicen los documentos. La hipótesis habitual (y no es mucho más que eso) afirma que descendía de una familia de condición servil, aunque él era libre de nacimiento. No sabemos dónde tenían lugar las subastas, ni si actuaba en una «oficina» al margen de su domicilio. Su casa, sin embargo, puede decirnos unas cuantas cosas más. Era grande y estaba ricamente pintada, signos clarísimos de que su negocio era rentable. Su decoración incluía una gran escena de cacería de fieras en la pared del jardín, borrada hace mucho tiempo sin que en estos momentos pueda apreciarse lo que representa; una pintura de una pareja haciendo el amor, actualmente en el Gabinete Secreto del Museo de Nápoles, pero en otro tiempo en el pórtico del peristilo (detalle conmovedor o ligeramente vulgar, según el punto de vista de cada uno); un perro guardián de aspecto bonachón muy poco convincente plasmado en mosaico en la puerta de entrada; y los famosos paneles de mármol con relieves que, al parecer, representan el terremoto de 62 (fig. 5).

FIGURA 68. Hallado en casa de Cecilio Jocundo, este retrato de bronce quizá represente al propio banquero o tal vez, más probablemente, a algún antepasado suyo o a algún miembro de su familia en sentido lato. En cualquier caso, es una viva imagen de un pompeyano de mediana edad, con verruga y todo.
También es posible que tengamos un retrato suyo. En el atrio de la casa, se encontraron dos pilares de sección prismática (o hermas), del tipo utilizado habitualmente en el mundo romano para sostener retratos de mármol o de bronce. En el caso de los retratos de varón, se añadían a la herma unos genitales masculinos a media altura, creando un conjunto, a decir verdad, de aspecto bastante extraño. En uno de esos pedestales se conservan los genitales y una cabeza de bronce, un retrato sumamente individualizado de un hombre de pelo fino y una prominente verruga en la mejilla izquierda (fig. 68). Las dos hermas llevan exactamente la misma inscripción: «Félix, liberto, erigió este monumento a nuestro Lucio». No sabemos cuál era exactamente la relación existente entre este Félix y este Lucio y el Lucio Cecilio Félix y el Lucio Cecilio Jocundo de las tablillas. El Félix de la herma quizá sea el banquero, o quizá sea un liberto de la familia que tuviera su mismo nombre. El Lucio Cecilio Jocundo de las tablillas quizá no tuviera nada que ver con esta estatua. Pero, aunque los arqueólogos insisten a veces, basándose en criterios de estilo, en que el retrato debe ser anterior a mediados del siglo I d. C., no es del todo inconcebible que este personaje de aspecto sensato sea ni más ni menos que nuestro licitador, intermediario y prestamista.
Las tablillas de Lucio Cecilio Jocundo no son el único archivo escrito de este tipo que se ha conservado en la ciudad. En 1959, a las afueras de Pompeya, se descubrió otro gran depósito de documentos del siglo I d. C. Dichos documentos ofrecían detalles sobre todo tipo de transacciones legales y económicas realizadas en el puerto de Púzol (Puteoli) -contratos, préstamos, pagarés y garantías- en las que había intervenido una familia de «banqueros» puzolanos, los Sulpicios. Sólo podemos conjeturar cómo llegaron a aparar las tablillas a la vecina Pompeya, situada a unos 40 kilómetros de Púzol, al otro extremo del golfo de Nápoles.
Un hallazgo particularmente intrigante procedente de la propia Pompeya es un par de tablillas de cera que se encontraron escondidas junto con algunas piezas de plata en la caldera de unas termas. Consignan el préstamo hecho por una mujer, Dicidia Margáride, a otra, Popea Note, liberta. Como garantía del préstamo obtenido, Popea Note entregaba dos esclavos suyos, «Símplice y Petrino o como quiera llamárseles». Si no devolvía la cantidad prestada el 1 de noviembre próximo, Dicidia Margáride tenía derecho a vender los esclavos para recuperar su dinero «el día de las idus [13] de diciembre… en el Foro de Pompeya a plena luz del día». Se estipulaban cuidadosamente las condiciones en caso de que la venta de los esclavos produjera una suma superior o inferior a la debida. Una vez más, resulta sorprendente contemplar unas transacciones económicas de este tipo entre dos mujeres (aunque en este caso Dicidia Margáride está representada por su tutor). Resulta sorprendente también ver a unos esclavos debidamente empaquetados, como aquel que dice, y entregados como garantía viviente. Pero lo más curioso es la fecha del documento. La transacción está datada en 61 d. C., pero evidentemente se creía que las tablillas seguían siendo lo bastante importantes como para ser escondidas para su salvaguardia junto con la plata de la familia dieciocho años después. ¿Por qué? ¿Seguía habiendo algún tipo de disputa acerca de la restitución del préstamo o en torno a la venta de los esclavos, y una de las mujeres pensaba que habría necesitado echar mano al acuerdo escrito?
Irremediablemente este hecho suscita la cuestión de los niveles que alcanzaba en Pompeya el conocimiento de la lectura y la escritura y su uso. Resulta fácil sacar la impresión de que la ciudad era un lugar bastante alfabetizado, e incluso culto. Se han registrado en ella más de diez mil textos escritos, en su mayoría en latín, pero también algunos en griego o en osco, y al menos uno en hebreo. Carteles electorales, grafitos y avisos todo tipo -listas de precios, anuncios de juegos de gladiadores, letreros de tiendas- cubren las paredes. Muchos grafitos tienen un carácter familiar, y van desde peticiones de ayuda («Ha desparecido una vasija de bronce de esta tienda. Recompensa de 65 sestercios para el que la devuelva») hasta jactancias machistas («Aquí me tiré a montones de tías»). Pero algunas transmiten una impresión más ilustrada. Encontramos, por ejemplo, más de cincuenta citas o adaptaciones de clásicos famosos de la literatura latina, incluidos algunos versos de Virgilio, Propercio, Ovidio, Lucrecio y Séneca, por no hablar de un trocito de la Ilíada de Homero (en griego). Existen además muchos otros fragmentos de poesía, unas veces composiciones originales de algún versificador pompeyano, y otras pertenecientes a un repertorio más popular.
Los actuales estudiantes de latín que se quedan pasmados ante ese extraño género de poesía amorosa latina que imagina al amante delante de la casa cerrada de su amada, dirigiendo palabras de ansiedad a la puerta cerrada a cal y canto, se sorprenderán al encontrar precisamente un poema de ese estilo en Pompeya, escrito de hecho a la puerta de una casa:
Me gustaría estrechar tu cuello entre mis brazos enlazados y depositar besos en tus hermosos labios.
Los críticos lo han considerado un ensayo poético más bien flojo, probablemente una combinación de varios versos distintos mal recordados y unidos en una sola composición no del todo satisfactoria. Además, les ha costado trabajo decidir si debe tomarse al pie de la letra (o más bien como una prueba de que estamos ante un trabajo ripioso) el hecho de que el poema parece haber sido escrito por una mujer para otra mujer.
Entre los historiadores y los arqueólogos se ha instalado recientemente la moda de echar un buen jarro de agua fría sobre la idea de que, por muy atractivo y evocador que resulte, este material demuestra efectivamente un conocimiento generalizado de la lectura y la escritura y la existencia de elevadas aspiraciones culturales entre los habitantes de Pompeya. Los retazos de grandes obras de la literatura causan una gran impresión a primera vista. Pero si se miran con más atención, se descubrirá que tienden a concentrarse en el comienzo de las obras, o en sus versos más famosos. Así, por ejemplo, veintiséis de las treinta y seis citas de la Eneida de Virgilio corresponden a las primeras palabras del Libro I o del Libro II del poema (y otras cuatro a las primeras palabras de los Libros VII y VIII). Recuerdan más a un conocimiento de frases célebres que a un dominio serio de la literatura. La capacidad de garabatear en una pared Arma virumque cano («Canto a las armas y al héroe», Eneida, 1.1) no indica un profundo conocimiento del texto de Virgilio, del mismo modo que declamar «Ser o no ser» no denota un profundo conocimiento de Shakespeare.
Se han suscitado también dudas respecto a la cuestión de hasta dónde llegaba el conocimiento de la lectura y la escritura fuera de los integrantes de la élite. Tal vez resulte conveniente imaginar que los grafitos groseros acerca de determinadas hazañas sexuales son obra de los miembros más pobres y menos cultivados de la sociedad pompeyana. Pero en realidad no hay ninguna razón para suponer que los niveles más altos de la sociedad estaban por encima de las jactancias en torno a sus conquistas (y, por si vale de algo, recordemos que una de las citas de la Eneida apareció en realidad en el Lupanar). Se ha señalado también que muchos grafitos no son en absoluto pintadas callejeras, sino que han aparecido en las paredes del interior de las casas, y precisamente de casas ricas, y no siempre a demasiada altura. No habrían sido escritos, por tanto, por el transeúnte medio, sino por miembros de las familias más acaudaladas y a veces (a juzgar por su altura) por niños.
Son todas advertencias importantes contra la tentación de tomar demasiado al pie de la letra el barniz literario de Pompeya. No obstante, sostener, como a menudo se hace actualmente, que el conocimiento de la lectura y la escritura no iba mucho más allá de los miembros del consejo municipal, el resto de la élite de sexo masculino y unos cuantos artesanos y comerciantes, no es del todo correcto. La clave en este sentido no está en los grafitos, por atractivos que puedan parecer – muchos de ellos en realidad tal vez fueran garabateados por niños de familias adineradas-; tampoco está en los carteles electorales, que quizá leyera poca gente, si es que alguien se fijaba en ellos. La clave está más bien en el tipo de documentos que encontramos en el archivo de Jocundo, o en el acuerdo de préstamo entre Popea Note y Dicidia Margáride, cuidadosamente conservado, o en las etiquetas de las ánforas de vino, que especificaban de dónde venía su contenido y dónde debía ser entregado. Por todo ello queda claro que para muchas personas que ocupaban un estrato inferior al de los habitantes más ricos de la ciudad, la lectura y la escritura debían de constituir un componente más del modo en que estaban organizadas sus vidas, y de su capacidad de realizar determinados oficios y de ganarse la vida.