POMPEYA EN EL MUNDO ROMANO

Está muy arraigado el mito de que Pompeya era un pueblucho insignificante del mundo romano. Lo único que le daba cierta fama era su producción de salsa de pescado (garum). Ponderada junto con la de otras ciudades por Plinio el Viejo («también son elogiadas por su garum Clazomenas, Pompeya y Leptis»), la versión pompeyana de esta exquisitez llegó a conocer una difusión notable por toda Campania, a juzgar por los característicos envases de cerámica que aparecen con mucha frecuencia en las excavaciones. Han llegado a encontrarse incluso en la Galia. Pero el hallazgo de una vasija pompeyana aislada no indica necesariamente un mercado de exportación internacional pujante, sino que nos hablarían más bien de un producto culinario, o incluso un regalo, llevado en sus desplazamientos por un viajero pompeyano. Después de la salsa de pescado venían sus vinos (según la opinión de muchos, los había buenos y también muy malos). Unas cuantas marcas estaban muy bien consideradas, pero Plinio advertía ya que el morapio de la zona podía producir una resaca que duraba todo un día.

La idea habitual es que los habitantes de Pompeya llevaban una vida tranquila, al margen de los grandes acontecimientos de la historia romana; primero, cuando la república libre y casi democrática de Roma se hundió dando lugar a la dictadura y a sucesivos estallidos de guerra civil, hasta que Augusto (31 a. C.-14 d. C.) estableció el gobierno de un solo hombre que llamamos el Imperio Romano; y después, cuando fueron sucediéndose los emperadores, unos, como el propio Augusto o Vespasiano (que subió al trono, tras otro conato de guerra civil, en 69 d. C.), ganaron fama de probidad y de benevolente autocracia, y otros, como Calígula (37-41 d. C.) o Nerón (54-68 d. C.), fueron acusados de locura y despotismo. El centro de las actividades siguió estando lejos de Pompeya, aunque en ocasiones llegara a estar demasiado cerca para resultar cómodo. A finales de la década de 70 a. C., por ejemplo, al poco tiempo de la fundación de la colonia, los esclavos rebeldes capitaneados por Espartaco acamparon temporalmente junto al cráter del Vesubio, a pocos kilómetros al norte de la ciudad. Se trata de un incidente inmortalizado tal vez en una tosca pintura encontrada en una casa de Pompeya bajo varias capas de decoración de época posterior, que muestra una escena de combate en la que aparece un hombre montado a caballo con un letrero en osco que dice: Spartaks. Es una idea interesante, pero lo más probable es que lo que represente la pintura sea algún tipo de combate de gladiadores.

De manera igualmente ocasional, Pompeya dio que hablar tanto en la capital del Imperio como en la literatura latina, ya fuera como consecuencia de algún desastre natural o por lo sucedido en 59 d. C. Ese año se celebraron unos juegos de gladiadores que sobrepasaron todos los límites, y dieron lugar a una sangrienta lucha entre los habitantes de la localidad y los «forofos» venidos de la vecina ciudad de Nuceria; los heridos y los parientes de las víctimas acabaron presentando sus quejas al propio emperador Nerón. Sin embargo, la tónica general era que la vida de Pompeya continuara su curso aletargado, sin afectar demasiado a la vida ni a la literatura de Roma (y viceversa, sin que repercutieran particularmente en ella la geopolítica internacional y las maquinaciones de la élite de la capital).

De hecho, Cicerón llegaría incluso a bromear a costa de la inercia de la política local pompeyana. En una ocasión arremetería contra el modo en que Julio César nombraba a cualquiera de sus favoritos para el senado, sin atenerse a los procedimientos habituales de selección. En un comentario irónico que nos recuerda a las alusiones despectivas que puedan hacerse hoy día a lugares como Turnbridge Wells o South Bend (Indiana), parece que el orador dijo que, mientras resultaba facilísimo ingresar en el Senado de Roma, «en Pompeya es dificilísimo». Los diligentes estudiosos del gobierno local de Pompeya han recurrido a veces a este pasaje para afirmar que en la vida política de la ciudad se daba en realidad una competitividad reñidísima, mayor incluso que en la propia Roma. Pero lo cierto es que no se fijan en la broma pesada que suponía semejante comentario irónico. Lo que quiere decir Cicerón es más o menos lo mismo que la expresión «Es más fácil entrar en la Cámara de los Lores que llegar a alcalde de Turnbridge Wells». En otras palabras, es más fácil que la cosa más fácil que pueda uno imaginar.

Los arqueólogos han respondido ante la insignificancia de Pompeya de dos maneras. La mayoría de ellos, en privado o en público, lamenta el hecho de que la única ciudad del Imperio Romano que se ha conservado con tanto detalle se hallara tan lejos del eje principal de la vida, la historia y la política romana. Otros, en cambio, han celebrado el hecho de que la ciudad fuera tan poco importante, viendo en ello un aliciente por cuanto nos permite hacernos una idea de cómo eran las gentes del mundo antiguo que generalmente pasan desapercibidas en la historia. No hay en ella nada del engañoso oropel de Hollywood.

Pero Pompeya no era en absoluto el poblacho olvidado que suele presentarse ante el público. Bien es verdad que no era Roma; y, siguiendo a Cicerón, su vida política (como veremos en el capítulo 6) no habría sido nunca tan enconada como la de la capital. En muchos sentidos era un lugar de lo más corriente. Pero un rasgo característico de los lugares corrientes y molientes de la Italia romana es que mantenían estrechos lazos con la propia Roma. A menudo estaban ligados a ella por los lazos de patrocinio, apoyo y protección que mantenían con los niveles más altos de la élite de Roma. Sabemos, por ejemplo, gracias a una inscripción que en otro tiempo adornaba la estatua erigida en su honor en Pompeya, que Marcelo, el sobrino favorito y presunto heredero del emperador Augusto, ocupó en un determinado momento la posición semioficial de «patrono» de la ciudad. La historia de este tipo de localidades estuvo siempre fuertemente ligada a la de Roma. Proporcionaban un marco en el que podían escenificarse los dramas políticos de la capital. Sus éxitos, sus problemas y sus crisis podían tener repercusiones muy lejos de su entorno inmediato, en la propia capital. Por decirlo empleando el lenguaje de la política actual, la Italia romana era una comunidad «interconectada».

Pompeya se encuentra apenas a 240 kilómetros al sur de Roma, y estaba unida a la capital por buenas vías de comunicación. Un mensaje urgente -siempre que el mensajero dispusiera de suficientes cambios de montura- podía llegar desde Roma a Pompeya en un solo día. Para un viaje normal, había que contar tres días, y una semana si se iba a paso lento. Pero no era sólo que Pompeya resultara accesible fácilmente desde la capital, según los términos del mundo antiguo. La élite de Roma y su entorno tenían buenos motivos para tomarse la molestia del viaje. Y es que ya entonces, como (en parte) ahora, el golfo de Nápoles era una zona muy popular de descanso y veraneo, y a menudo sede de lujosas «segundas residencias» en el campo o, mejor, a la orilla del mar. La ciudad de Bayas, situada al otro lado del golfo, se había convertido en el siglo I a. C. en sinónimo de centro vacacional de alto standing, más o menos el equivalente antiguo de Saint Tropez. Ya hemos señalado que Cicerón participó de joven como recluta bisoño en el sitio de Pompeya durante la guerra Social. Veinticinco años después, adquirió -por una cifra ligeramente superior a sus posibilidades- un residencia rústica «en la zona de Pompeya», que utilizaba como refugio alejado del ajetreo de Roma y, mientras se decidía a tomar partido en el período que prece- dió al estallido de la guerra civil entre Julio César y Pompeyo Magno en 49 a. C., como lugar privilegiado para planear su huida por mar. Los eruditos del siglo XVIII estaban convencidos de que habían identificado el edificio de la finca, en una amplia villa situada fuera de la Puerta de Herculano de Pompeya (y posteriormente enterrada de nuevo; véase lámina 1). Basada en un análisis detallado de todas las alusiones que hace Cicerón a su Pompeianum, y en una buena dosis de arbitrariedad, semejante identificación era, por desgracia, casi con toda seguridad falsa.

Sus sucesores del siglo XX se mostraron casi tan entusiasmados como ellos ante la idea de localizar la finca de otro ilustre personaje en las proximidades de la ciudad: esta vez se trataba de la segunda esposa de Nerón, Popea, la famosa beldad por la que el emperador mató a su madre y a su primera mujer, y que acabó siendo asesinada involuntariamente por el emperador (le dio una patada en el vientre cuando estaba embarazada, aunque su intención no fuera matarla). Como sucede con Cicerón, tenemos testimonios inequívocos de que Popea poseía una propiedad en la comarca. En este caso, algunos documentos legales descubiertos en la vecina ciudad de Herculano tienen registrada a la «emperatriz Popea» como propietaria de ciertos edificios «en la zona de Pompeya». Puede que su familia procediera de la propia Pompeya, y se ha postulado incluso la tesis de que eran los dueños de la gran Casa del Menandro. Aunque no se afirme directamente en ninguno de los pasajes antiguos que hablan del (mal) carácter y los orígenes de Popea, los citados edificios, junto con los numerosos testimonios hallados en la ciudad acerca de la existencia en la localidad de una familia de notables llamados los «Popeos», hace que la procedencia pompeyana de Popea resulte harto verosímil.

Esto ya basta por sí solo para ilustrar una vez más las estrechas relaciones existentes entre esta zona y el mundo de las élites de Roma, pero la tentación de descubrir los restos de la residencia de Popea en la comarca ha resultado demasiado fuerte, incluso para los arqueólogos modernos más circunspectos. La candidata primordial es la villa de Oplontis (la actual Torre Annunziata, a unos ocho kilómetros de Pompeya). Tal vez fuera suya, pues se trata de una finca muy grande, de proporciones casi imperiales. Pero a pesar de que ahora se la llame habitualmente «Villa de Popea», como si fuera seguro que le perteneció, las pruebas son demasiado endebles, y prácticamente no pasan de un par de grafitos ambiguos, que no tienen necesariamente relación alguna con Popea ni con Nerón. Tomemos, por ejemplo, el nombre «Berilo», garabateado en una de las paredes de la villa. Puede que se refiera -o puede que no- al Berilo conocido por una alusión que aparece en el historiador judío Flavio Josefo, según el cual era uno de los esclavos de Nerón. Pero Berilo era un nombre griego bastante corriente.

Se ha visto un tipo muy distinto de relación entre Pompeya y Roma en el relato de la que para nosotros es la segunda aparición más famosa de la ciudad (aparte de la propia erupción) en la historia escrita de Roma: el motín que tuvo lugar en el anfiteatro en el año 59, según cuenta el analista romano Tácito:

Por el mismo tiempo y a partir de una disputa sin importancia se produjo una terrible matanza entre colonos de Nuceria y de Pompeya, en el transcurso de unos juegos de gladiadores ofrecidos por Livineyo Régulo, de cuya expulsión del senado ya di cuenta; pues, con la licencia propia de las ciudades pequeñas, empezaron por lanzarse denuestos, luego piedras, y al cabo tomaron las armas, saliéndose con la mejor parte la plebe de Pompeya, donde se celebraba el espectáculo. El caso es que muchos de los de Nuceria fueron llevados a la Urbe [i. e., Roma] con el cuerpo lleno de mutilaciones, en tanto que la mayoría lloraba la muerte de hijos o padres. El príncipe delegó en el senado el juicio sobre el asunto, y el senado en los cónsules; pero el tema volvió de nuevo al senado y se prohibió por diez años a los de Pompeya aquella clase de reuniones, y se disolvieron los colegios que habían constituido ilegalmente; Livineyo y los otros que habían provocado la sedición fueron castigados con el exilio.

FIGURA 16. Esta pintura muestra el altercado del Anfiteatro de 59 d. C. en pleno desarrollo. El propio Anfiteatro, a la izquierda, aparece minuciosamente representado, con su empinada escalera exterior, el toldo sobre la arena y diversos puestos de venta en el exterior. A la derecha puede apreciarse que la pelea se ha extendido a la palaestra o campo de ejercicios, situado en las proximidades.

Entre los castigados al destierro con Livineyo estuvieron los duoviri de Pompeya que ocupaban aquel año el cargo; o eso, al menos, es lo que podemos deducir razonablemente del hecho de que ese año conozcamos los nombres de dos parejas distintas de magistrados.

El episodio resulta tanto más memorable porque se conserva en la ciudad una pintura en la que por algún motivo -¿tal vez una falta de arrepentimiento chovinista?- el artista decidió ilustrar aquel célebre acontecimiento (¿o recibió el encargo de hacerlo así?; véase fig. 16). Lo que a primera vista podría parecer un combate de gladiadores en la arena presumiblemente es el altercado entre los colonos de Pompeya y los de Nuceria, que siguen peleándose fuera del edificio.

La obsesión de los modernos -y de los romanos- por la cultura de los gladiadores ha situado este incidente en primer plano. Pero el relato de Tácito ofrece algo más que un vívido atisbo de un espectáculo de gladiadores salido de madre. El historiador señala, por ejemplo, que aquellos juegos en concreto fueron ofrecidos por un senador romano caído en desgracia, que había sido expulsado del senado unos años antes (para nuestra desesperación, la sección del relato en la que Tácito «daba cuenta» del asunto no se conserva). Cuesta trabajo, sin embargo, resistir a la tentación de que se trataba de un hombre acaudalado que, tras caer en desgracia en la capital, buscó en Pompeya un lugar en el que desempeñar el papel de benefactor y de prócer. Más aún, cuesta trabajo dejar de preguntarse si no existiría tal vez alguna relación entre este oscuro y acaso controvertido patrocinador de los juegos y la violencia que se desencadenó a raíz de los mismos. Tácito hace también aquí referencia a las formas en las que las comunidades locales podían despertar el interés de Roma por sus asuntos. Pues es evidente que los habitantes de Nuceria (aunque en otras circunstancias podrían haber sido los de Pompeya) tenían la posibilidad de ir a la capital y de conseguir que el propio emperador se enterara de lo ocurrido y decidiera que se diera una solución práctica al problema. No se dice cómo consiguieron entrevistarse con el emperador (si es que llegaron a hacerlo). Pero ahí sería donde entraría el «patrono» romano de la colonia (como lo había sido Marcelo de Pompeya), obteniendo para sus clientes una audiencia ante el emperador o con alguno de sus funcionarios, o tal vez, lo que sería más probable, llevando el caso él mismo en su nombre. Lo normal era que las cuestiones locales de Italia despertaran interés en Roma; y el palacio imperial estaba abierto, al menos en principio, a sus delegaciones.

Quizá sea una de esas delegaciones a Roma lo que se oculte tras una intervención posterior del emperador en los asuntos de Pompeya. Fuera de las puertas de la ciudad se ha encontrado una serie de inscripciones que recuerdan la labor de un agente de Vespasiano, un oficial del ejército llamado Tito Suedio Clemente, que «realizó una investigación de las tierras públicas de las que se habían apropiado ciertos particulares, y, tras llevar a cabo una inspección, las devolvió a la ciudad de Pompeya». Lo que se oculta detrás de esta noticia es una causa de disputa habitual en el mundo romano: la ocupación ilegal de tierras de propiedad pública por parte de particulares, seguida de los esfuerzos del Estado (Roma o cualquier comunidad local) para recuperarlas. En este caso algunos historiadores han sospechado que se produjo una intervención espontánea del nuevo emperador, Vespasiano, que, al parecer, asumió el papel de reorganizador de las finanzas imperiales.

Es muy probable que el consejo municipal de Pompeya acudiera al emperador, como habían hecho anteriormente los de Nuceria, pidiéndole ayuda para recuperar sus tierras de propiedad pública, y que el citado Clemente fuera enviado a la localidad. Profesional con muchos años de servicio en el ejército, su papel en las guerras civiles que condujeron a la ascensión de Vespasiano al trono había pasado sin pena ni gloria; Tácito lo describe como un oficial de rango medio amigo de las soluciones drásticas, capaz de renunciar a los valores propios de la disciplina militar a cambio de popularidad entre sus hombres.

Sólo cabe esperar que cuando llegara a Pompeya a resolver las disputas suscitadas por la ocupación de tierras hubiera corregido ya su conducta, aunque no podemos estar seguros de ello. Pero no cabe duda de que intervino bastante a fondo en los asuntos de la ciudad (se lo pidieran o no). Se conservan varios letreros en los que se hace publicidad de su apoyo a uno de los candidatos a las próximas elecciones: «Os pido que votéis a Marco Epidio Sabino para duunviro con poderes judiciales, con el apoyo de Suedio Clemente». Tampoco sabemos durante cuánto tiempo estuvo activo en la ciudad, pero parece que se libró de la erupción. En noviembre de 79 d. C. lo encontramos escribiendo su nombre en la llamada «estatua cantarina de Memnón» (en realidad, la efigie colosal de un faraón, que producía un extraño ruido al amanecer), destino turístico de Egipto muy apreciado por los romanos.

FIGURA 17. ¿Qué relación existe entre Pompeya y el asesinato de Julio César en 44 a. C.? El nombre de uno de los asesinos de César aparece escrito en este soporte de mesa, encontrado en una pequeña casa de la ciudad. La explicación más plausible es que debió de acabar en Pompeya cuando las propiedades de los conjurados fueron vendidas en subasta pública en Roma.

El hecho es que Pompeya vivía en gran medida a la sombra de la ciudad de Roma, y que la historia, la literatura, la cultura y las gentes de la capital se hallaban incardinadas en la vida y en el entramado social de la pequeña ciudad, a veces de maneras muy sorprendentes. Si hubo una pieza del botín obtenido por Mumio en Corinto que acabó en poder de la ciudad, lo mismo ocurriría con parte al menos de los bienes de uno de los asesinos de Julio César. En el jardín de una pequeña casa se ha descubierto un magnífico soporte de mesa de mármol, con unas cabezas de león esculpidas, que lleva una inscripción que lo acredita como propiedad de Publio Casca Longo (fig. 17). Se trata casi con toda seguridad del hombre que asestó la primera pu- ñalada al dictador, y es posible que la casa perteneciera a algún descendiente suyo. Pero es bastante más probable (sobre todo teniendo en cuenta las reducidas dimensiones de la vivienda) que la mesa en cuestión no fuera una herencia, sino que formara parte de los bienes de Longo, bienes que, como los de otros conjurados, fueron vendidos tras el magnicidio en subasta pública por el futuro emperador Augusto, sobrino nieto, hijo adoptivo y heredero de César. Al margen de cómo llegara a Pompeya, presumiblemente fuera -lo mismo que la columna etrusca- un curioso tema de conversación sobre la historia de Roma para los visitantes de la casa.

De manera más general, los habitantes de Roma acudían a Pompeya por negocios o por placer. Recientemente se ha encontrado en un cementerio pompeyano un grupo de cuatro lápidas funerarias en las que se conmemora a unos soldados de la guardia pretoriana, que vendrían a sumarse a la media docena de pretorianos conocidos por las «firmas» que dejaron en forma de grafitos en las paredes de la ciudad. Algunos eran relativamente veteranos; uno de los difuntos era un recluta bisoño, de sólo veinte años, que llevaba ya dos prestando servicio. Sólo podemos conjeturar lo que estaban haciendo en Pompeya: quizá, como Clemente, se encontraran en una misión por encargo del emperador, o quizá se hallaran disfrutando de permiso de su labor como guardianes de algún miembro de la familia imperial que estuviera descansando en la zona, o tal vez incluso estuvieran acompañando al emperador en el curso de una «visita real» a la propia Pompeya.

En realidad, los estudiosos han dedicado últimamente buena parte de su energía a recrear los detalles de la visita que realizaron Nerón y Popea en 64 d. C., poco después del gran terremoto, durante la cual se sabe que el emperador actuó en el escenario en Nápoles. Naturalmente es posible que la pareja imperial realizara una visita a Pompeya, pero los testimonios en ese sentido, como sería previsible, son mucho menos firmes de lo que suele afirmarse. El indicio más convincente es un par de grafitos procedentes del interior de una de las grandes mansiones de la ciudad. Desde luego no resultan fáciles de descifrar ni de interpretar, y quizá se refieran a los regalos de joyas y oro que realizó la pareja imperial a Venus, o posiblemente a una visita de «César» (es decir, Nerón) al templo de Venus, aunque desgraciadamente para esta interpretación, el templo de Venus, si nuestra identificación es correcta, se hallaba en aquellos momentos en ruinas. No obstante, es una prueba de los lazos que unían a Nerón con Pompeya mucho más sólida que las pinturas descubiertas en un edificio provisto de una elaborada serie de comedores que ha sido excavado recientemente en Moregine, a las afueras de la ciudad. Partiendo de la observación de que una representación de Apolo pintada en sus paredes guarda un curioso parecido con el emperador (véase lámina 3), los arqueólogos han afirmado que fue el lugar de parada o laresidencia temporal de la pareja imperial, en la que se alojó Nerón durante su visita a la ciudad. Se trata de una fantasía digna del anticuario dieciochesco más imaginativo.

Otro grafito nos recuerda lo prudentes que debemos ser a la hora de interpretar los testimonios de este tipo. La inscripción en latín dice así: Cucuta a rationibus Neronis. El cargo de a rationibus es más o menos el equivalente de nuestro «contable» o «tenedor de libros». Por consiguiente el grafito ha sido interpretado como una simple firma de «Cucuta, el contable de Nerón», que habría escrito su nombre en una pared, quizá cuando acompañó a su amo en la visita que éste realizó a Pompeya. Pero tal vez con esta interpretación se nos esté escapando que en realidad es un chiste, pues cucuta, o más habitualmente cicuta es en latín sinónimo de «veneno». Sería, pues, mucho más plausible ver aquí un grafito satírico a expensas de Nerón que la firma de un individuo con un nombre por lo demás bastante raro. «Cicuta es el contable de Nerón» parece más bien una alusión chistosa a las acusaciones vertidas contra el emperador en el sentido de que, cuando tenía dificultades financieras, mandaba matar a la gente para apoderarse de su dinero. En Pompeya había alguien que estaba al corriente de este tipo de habladurías sobre la persona de Nerón.

Pero para un visitante del año 79 d. C., la faceta más sorprendente de las relaciones existentes entre Roma y Pompeya habría sido la multiplicidad de formas en las que el conjunto de la ciudad, sus edificios y su arte, replicaba o reflejaba los intereses e incluso la propia arquitectura de la capital. Esa variedad de formas se manifestaba desde el trazado del Foro, con su templo de Júpiter, Juno y Minerva, que se elevaba en uno de sus extremos como símbolo de «romanidad», o los edificios sagrados dedicados al culto religioso de los emperadores, hasta la copia consciente de los monumentos más célebres de Roma. En el exterior de una de las construcciones más grandes del Foro, el Edificio de Eumaquia (así llamado por la mujer que patrocinó su erección en los primeros años del siglo I d. C.), hay dos «citas» de la capital que resultan especialmente curiosas. La función de esta gran estructura sigue siendo discutida (las teorías van desde las que dicen que era la sede del gremio de los pañeros hasta las que ven en él un mercado de esclavos), pero en su fachada, bajo el pórtico que flanqueaba el Foro, fueron colocadas dos inscripciones, debajo de sendas hornacinas que en otro tiempo debieron de estar ocupadas por estatuas. Una de las inscripciones contenía una detallada relación de las hazañas míticas de Eneas (el héroe del poema épico de Virgilio, que huyó de Ilión tras la caída de la ciudad para fundar Roma, la nueva Troya). La otra narraba las hazañas de Rómulo, otro de los fundadores míticos de Roma. Ambos textos se inspiraban en otras inscripciones similares que explicaban las grandes acciones de los héroes de Roma, entre ellos Eneas y Rómulo, erigidas en otro tiempo en el Foro de Augusto de la capital, el monumento más importante del primer emperador. Cualquier visitante venido de Roma se habría sentido como en casa.

Ese mismo visitante habría localizado en Pompeya otros ecos menos formales de ese famoso monumento. Decorando la fachada de un batán (un negocio de elaboración de paños, con lavandería incorporada) situado en la calle principal, la que ahora denominamos Via dell'Abbondanza, había dos curiosas pinturas. Una mostraba a Rómulo portando sobre sus hombros un trofeo de victoria (fig. 18), y la otra a Eneas, cargando a hombros a su anciano padre y alejándose de la ciudad de Troya en llamas. Algún pompeyano chistoso no sólo reconoció en esta segunda imagen una escena narrada por Virgilio, sino que además escribió debajo una parodia del primer verso de la Eneida («Canto a las armas y al héroe») que decía: «No canto a las armas ni al héroe, sino a los bataneros». Pero estas pinturas probablemente fueran reconocibles también en un sentido más concreto. Pues, a juzgar por las descripciones de la decoración del Foro de Augusto de Roma que han llegado a nuestras manos, las imágenes pintadas en la fachada del batán de Pompeya se basaban en dos famosos grupos escultóricos -uno de Eneas y otro de Rómulo-existentes en él. No hace falta suponer que el pintor las copiara directamente del Foro de Augusto de Roma. La mejor conjetura es que se inspirara en las estatuas existentes en las hornacinas situadas sobre las inscripciones del muro del Edificio de Eumaquia: presumiblemente Eneas y Rómulo, que con toda verosimilitud (al igual que las inscripciones) serían copias de los célebres modelos existentes en la capital.

En este sentido sería la pequeña ciudad de Pompeya la que reiría la última. Y es que las estatuas originales del Foro de Augusto también se han perdido. Estas pinturas que decoraban la fachada de un taller de una ciudad pequeña, simples copias de una copia, son actualmente el mejor testimonio que tenemos de un importante encargo imperial y de un gran proyecto decorativo de la propia Roma. Constituye un buen ejemplo de los complejos e inextricables lazos que unen, incluso hoy día, a Roma y a Pompeya.

FIGURA 18. En la fachada de un batán de Pompeya había unas pinturas con dos de los fundadores de Roma. Aquí vemos a Rómulo, cargando con la armadura de su enemigo vencido, pero había otra que representaba a Eneas llevándose de Troya a su padre. Ambas pinturas se inspiraban en unas esculturas que había en el Foro de Pompeya, inspiradas a su vez en otras que había en la capital.