ANTES DE ROMA
Pompeya era una ciudad más antigua incluso de lo que sus restos visibles permiten suponer. En 79 d. C. no había en uso edificios -públicos o privados- anteriores al siglo III a. C. Pero por lo menos dos de los principales templos de la ciudad, aunque restaurados, reconstruidos y actualizados una y otra vez, tenían una historia que se remontaba al siglo VI. Uno de ellos era el Templo de Apolo en el Foro, y otro el vecino Templo de Minerva y Hércules. Parece que este último estaba en ruinas en el momento de la erupción y probablemente hubiera sido abandonado definitivamente, pero las excavaciones han sacado a la luz parte de la decoración escultórica de sus primeras fases, cerámica del sigloVI a. C. y centenares de ofrendas, muchas de ellas pequeñas figuritas de terracota, algunas claramente representaciones de la propia diosa Minerva (la griega Atenea). Además, como demuestran las exploraciones llevadas a cabo alrededor de la columna etrusca, las excavaciones efectuadas debajo de las estructuras conservadas en otros rincones de la ciudad pueden aportar también testimonios de una ocupación del sitio en época muy anterior.
Una de las industrias más prósperas de la moderna arqueología de Pompeya es de hecho el relato de la primitiva historia de la ciudad. La pregunta más de moda entre los especialistas ha dejado de ser «¿Cómo era Pompeya en 79 a. C.?» y se ha convertido en «Cuándo se originó la ciudad y cómo se desarrolló?». Esta moda ha desencadenado toda una serie de excavaciones muy por debajo de la superficie del siglo I d. C. con el fin de descubrir qué había antes de las estructuras que aún podemos ver. Se trata de un proceso que entraña una gran dificultad, entre otras cosas porque prácticamente a nadie le gusta destruir los restos conservados para buscar qué era lo que habían venido a sustituir. Por lo tanto, la mayor parte del trabajado realizado ha sido «arqueología por el ojo de la cerradura», con excavaciones sólo en áreas muy pequeñas, en las que los trabajos pueden llevarse a cabo con un perjuicio mínimo para lo que está encima (y para la atracción de los visitantes de Pompeya). La mayoría de los turistas, reconozcámoslo, vamos a ver las impresionantes ruinas de la ciudad sepultada por el Vesubio, no los pálidos restos de un poblado arcaico.
El reto está en encajar ese puñado de evidencias aisladas unas con otras y relacionarlas con los retazos de historia del desarrollo urbano que nos ofrece la planta de la ciudad. Pues hace ya bastante tiempo que se ha reconocido que el patrón del callejero, con zonas distintas que tienen «manzanas» de forma distinta y trazados también ligeramente distintos, refleja de algún modo casi con toda seguridad la historia del desarrollo de la ciudad (plano 3). El otro factor clave es que el circuito de las murallas, según su actual trazado, data del siglo VI a. C., lo que significa que, por sorprendente que pueda parecer, las dimensiones del asentamiento fueron establecidas en último término ya en ese período tan temprano.

PLANO 3. Desarrollo del plano de la ciudad. La cronología del crecimiento de la ciudad resulta aparentemente visible en el entramado de sus calles. Las calles de la «Ciudad Vieja», en la parte inferior izquierda (sombreada), tienen un trazado irregular. El resto de las calles muestra trazados distintos.
Dada la dificultad de los testimonios, reina un consenso curiosamente insólito respecto a las líneas generales de la historia que nos revelan. La mayoría de los estudiosos admite que, como sugiere la planta de la ciudad, el núcleo original del asentamiento se encontraba en el extremo suroeste, donde el trazado irregular de las calles nos habla de la existencia de algo que los arqueólogos han denominado con una expresión harto grandilocuente la «Ciudad Vieja». Pero, aparte de eso, el número de hallazgos de época temprana en toda la ciudad, tanto si nos referimos a la cerámica como si pensamos en el testimonio de las edificaciones, pone de manifiesto cada vez con más claridad que Pompeya era ya una comunidad relativamente extensa dentro de su recinto amurallado en el siglo VI a. C. En realidad no hay prácticamente en toda la ciudad ningún sitio en el que las excavaciones por debajo de las estructuras existentes no hayan producido algún rastro de materiales del siglo VI, aunque sea en fragmentos diminutos y a veces fruto de una búsqueda llevada a cabo con un celo especial (como demuestra el caso de Amedeo Maiuri, el «Gran Superviviente», que dirigió las excavaciones desde 1924, en pleno período fascista, durante la segunda guerra mundial, e incluso después hasta 1961, y que solía dar a sus trabajadores una bonificación si encontraban cerámica de época primitiva en el lugar que él esperaba, táctica arqueológica que suele dar sus frutos). También está claro que se produce una espectacular disminución de los hallazgos correspondientes a todo el siglo V, con un incremento gradual a lo largo del siglo IV hasta el siglo III, que marca el comienzo reconocible del desarrollo urbano tal como ahora lo vemos.
Mucho menor es el consenso en torno a la cuestión de cuán antiguo es exactamente el núcleo original y de si los hallazgos ocasionales en la ciudad y sus alrededores de materiales correspondientes a los siglos VII, VII e incluso IX a. C. representan la existencia de una comunidad establecida como tal. Además existen claras diferencias de opinión respecto a cómo era utilizada en el siglo VI a. C. la zona incluida dentro del recinto amurallado. Una teoría sostiene que en su mayoría estaba constituida por tierras de labor cercadas, y que los hallazgos proceden de edificios agrícolas aislados, granjas o santuarios rurales. No es totalmente inadmisible, excepto por la cantidad excesivamente grande de «santuarios» que parece generar esta tesis (algunos de ellos centros de carácter religioso mucho menos evidente que la «Columna Etrusca»).
Una teoría opuesta ha planteado en fechas más recientes un marco urbano mucho más desarrollado, incluso en esa fecha temprana. El principal argumento de dicha tesis sostiene que, por lo que podemos colegir de los escasos rastros disponibles en estos momentos, todas las estructuras antiguas situadas fuera de la «Ciudad Vieja» fueron construidas siguiendo el trazado de las calles desarrollado posteriormente. Ello no significa que la Pompeya del siglo VI fuera una ciudad densamente poblada en el sentido que ahora damos a este concepto. En realidad, incluso en 79 a. C. había muchísimos descampados y terrenos cultivados dentro del recinto amurallado.
Pero ello no significa que el entramado de calles no estuviera ya definido, al menos de forma rudimentaria. Según esta interpretación, Pompeya era ya en ese momento una ciudad «a la espera de que se produjese el acontecimiento», aunque el «acontecimiento» en cuestión tardaría tres interminables siglos en producirse.
Igualmente controvertida es la cuestión de quiénes fueron esos primeros pompeyanos. No son sólo las últimas fases de la ciudad las que tienen un tinte decididamente multicultural, con su arte griego, sus normas alimenticias judías, sus cachivaches indios, su religión egipcia, etcétera, etcétera. Incluso en el siglo VI a. C. Pompeya se encontraba en el corazón de una región -llamada entonces, como ahora, Campania- en la que, mucho antes de que llegaran a dominarla los romanos, la población indígena cuya lengua madre era el osco vivía codo con codo con los colonos griegos. Desde el siglo VIII a. C. había, por ejemplo, una importante ciudad griega en Cumas, a cincuenta kilómetros de distancia, al otro lado del golfo de Nápoles. También los etruscos constituían una presencia significativa. Se habían establecido en la región desde mediados del siglo VII, y durante ciento cincuenta años más o menos rivalizaron con las comunidades griegas por el control de la zona. Cuál de estos grupos fue la fuerza motriz que se oculta tras el primitivo desarrollo de Pompeya sigue siendo materia de conjetura, y la arqueología no proporciona ninguna respuesta clara: un fragmento de vaso etrusco, por ejemplo, pone de manifiesto casi con toda seguridad la existencia de contactos entre los habitantes de la ciudad y las comunidades etruscas de la región, pero no demuestra (a pesar de las alegres afirmaciones en sentido contrario) que Pompeya fuera una ciudad etrusca.
Es más, parece que los autores antiguos no tenían mucha más seguridad que nosotros respecto a cómo desentrañar el misterio de la primitiva historia de la ciudad. Algunos se basaban en etimologías inventadas, hacían derivar el nombre «Pompeya» de la «procesión triunfal» (pompa) de Hércules, que supuestamente pasó por allí tras la victoria alcanzada en Hispania sobre el monstruoso Gerión, o de la palabra osca que significa cinco (pumpe), y deducían de ese modo que la ciudad se había formado a partir de cinco aldeas.

PLANO 4. Los alrededores de Pompeya.
De manera más comedida, el griego Estrabón, autor del siglo I a. C. que escribió un tratado de Geografía en varios volúmenes, nos proporciona una lista de los habitantes de la ciudad. A primera vista encaja de manera muy tranquilizadora con algunas de nuestras teorías: «Los oscos tenían bajo su dominio a… Pompeya, después pasó a los tirrenos [i. e. los etruscos] y a los pelasgos [i. e. los griegos]».
Pero sencillamente no podemos tener la certeza de si Estrabón disponía de buena información cronológica, como algunos estudiosos modernos especialmente optimistas conjeturan, o si, a falta de mayor seguridad, en realidad estaba especulando, como yo me inclino a creer.
Estrabón, sin embargo, no se detenía en los pelasgos. «Posteriormente», añade, «[pasó] a los samnitas. Pero también éstos fueron expulsados del lugar». Se refiere aquí el geógrafo griego al período comprendido entre los siglo V y III a. C., cuando Pompeya empezó a adquirir la forma que conocemos. Esos samnitas eran otro pueblo de lengua osca, una serie de tribus originarias del corazón de Italia, que, según los estereotipos romanos de época posterior, son presentados -quizá no del todo injustamente- como una raza tosca de guerreros montañeses, severos y frugales. En la geopolítica cambiante de la Italia prerromana, los samnitas invadieron Campania y lograron hacerse con el control de la región, infligiendo en Cumas una derrota definitiva a los griegos en 420 a. C., sólo cincuenta años después de que estos últimos lograran quitar de en medio a los etruscos.
Tal vez sea esta serie de conflictos lo que explique el aparente cambio experimentado por la suerte de Pompeya en el siglo V. Efectivamente, en vista de la ausencia más o menos total de hallazgos in situ correspondientes a este período, algunos arqueólogos han llegado a la conclusión de que la ciudad fue abandonada durante algún tiempo. Pero sólo durante algún tiempo. En el siglo IV a. C., Pompeya formaba parte -aunque los testimonios firmes en este sentido, aparte del propio Estrabón, son prácticamente nulos- de la que ahora se denomina con una expresión bastante grandilocuente la «Confederación Samnita». Al menos, dada la posición clave que ocupaba junto a la costa y en la desembocadura del Sarno (cuyo curso en la Antigüedad no conocemos mucho mejor que la línea de costa), hacía las veces de puerto para las poblaciones situadas río arriba. Como señala Estrabón, refiriéndose a otra derivación del nombre de la ciudad, Pompeya se hallaba situada cerca de un río que servía para «recibir las mercancías y expedirlas» (en griego ekpempein).
¿«Pero también fueron expulsados del lugar» los samnitas? Estrabón no tenía por qué explicar quién se ocultaba detrás de esa expulsión, pues aquella época corresponde a la expansión de Roma por toda Italia y a su transformación de pequeña ciudad de la Italia central que sólo controlaba a sus vecinos más inmediatos en potencia dominante de toda la península y cada vez en mayor grado del Mediterráneo en general. Durante la segunda mitad del siglo IV a. C. Campania fue sólo uno de los teatros de operaciones de las diversas guerras sostenidas por Roma contra los samnitas. Pompeya tuvo su pequeño papel estelar en ellas, cuando en 310 a. C. llegó hasta allí una flota romana y desembarcaron sus tropas, que pasaron a asolar y saquear las zonas rurales del valle del Sarno.
En estas guerras se vieron implicadas muchas de las antiguas bases de poder de Italia; no sólo Roma y las diversas tribus samnitas, sino también los griegos, concentrados por entonces en Nápoles (Neápolis) y, al norte, los etruscos y los galos. Y para Roma no fueron ningún paseo militar. El ejército romano sufrió ante los samnitas en 321 a. C. una de las derrotas más humillantes de su historia, en un paso montañoso llamado las «Horcas Caudinas». Incluso los pompeyanos sostuvieron una dura lucha contra los saqueadores de la flota romana. Según el historiador Tito Livio, cuando los soldados cargados con el botín habían llegado ya casi al lugar en el que se encontraban sus naves, la población local cargó contra ellos, les quitó el fruto de sus pillajes y mató a unos cuantos. Una pequeña victoria de Pompeya frente a Roma.
Pero -como ocurriría siempre- acabaron ganando los romanos. A comienzos del siglo III a. C., Pompeya y sus vecinos de Campania se habían convertido, de buen grado o por la fuerza, en aliados de Roma. Estos aliados mantenían una independencia más o menos completa por lo que respecta a su gobierno local. No se produjo ningún intento concertado de imponerles instituciones de corte romano, ni se les exigió el uso del latín, en vez de su lengua itálica nativa. La principal lengua de Pompeya siguió siendo el osco, como lo había sido con los samnitas. Pero sus habitantes estaban obligados a suministrar mano de obra a los ejércitos romanos y a acatar las decisiones de Roma en materia de guerra, paz, alianzas, y todo lo relativo a lo que anacrónicamente podríamos llamar «política exterior».
En muchos sentidos Pompeya salió bastante beneficiada de esta situación de dependencia. Desde finales del siglo III la población de la ciudad aumentó de manera espectacular, o al menos esa conclusión podemos extraer de la tremenda expansión del número de viviendas. Y en el II se erigió toda una serie de nuevos edificios públicos (termas, un gimnasio, templos, un teatro, tribunales de justicia, etc.), mientras que la Casa del Fauno es sólo la mayor de las numerosas grandes mansiones particulares que durante este período dejaron su impronta permanente en el paisaje urbano. Fue entonces cuando Pompeya, por primera vez, empezó a parecerse a lo que llamaríamos una «ciudad». ¿Pero por qué?
Una respuesta podría ser la invasión de Italia por Aníbal a finales del siglo III. A medida que los cartagineses fueron abriéndose camino hacia el sur tras el famoso paso de los Alpes, Campania se convirtió una vez más en uno de los principales escenarios de los combates: unas comunidades permanecieron leales a Roma, mientras que otras se pasaron al enemigo. Capua, al norte, fue una de las ciudades que hicieron defección, y fue a su vez sitiada y horriblemente castigada por los romanos. Por su parte, Nuceria, situada a pocos kilómetros de Pompeya, permaneció leal y fue destruida por Aníbal. Aunque es difícil que saliera completamente incólume debido a su emplazamiento en medio de esta zona de guerra, Pompeya no fue atacada y debió de ser el refugio más probable para muchos de los que se vieron desplazados y desposeídos como consecuencia del conflicto. Así se explicaría en parte el sorprendente crecimiento de las viviendas durante esta época y el auge del desarrollo urbano. En otras palabras, la ciudad salió inesperadamente beneficiada de uno de los momentos más difíciles de Roma.
Otra respuesta podría ser la progresiva expansión del imperialismo romano en Oriente y la riqueza que trajo consigo. Aunque los aliados de Roma no pudieran obrar por su cuenta en las guerras de conquista de los romanos, desde luego se llevaron parte de los beneficios. Estos vendrían por un lado de los despojos y el botín conseguido en el campo de batalla, y por otro también de los lazos comerciales que fueron abriéndose con el Mediterráneo oriental y las nuevas vías de contacto con los conocimientos y las tradiciones artísticas y literarias del mundo griego (aparte de los que pudieran ofrecer ya las comunidades griegas que seguía habiendo en la región).
Al menos un objeto de relumbrón proveniente del pillaje, capturado cuando los romanos y sus aliados saquearon la ciudad griega de Corinto, fabulosamente rica, en 146 a. C., era exhibido, según parece, en Pompeya ante el templo de Apolo. No sé sabe con exactitud qué era (una estatua tal vez, o una pieza valiosa de metal), pero todavía se conserva la inscripción en osco que conmemoraba su donación por el general romano Mumio. Más lejos de la ciudad, algunos nombres de familia atestiguados en Pompeya aparecen registrados también en ciertos grandes centros comerciales griegos, como, por ejemplo, la isla de Delos. Es imposible tener absoluta certeza de si alguno de los individuos en cuestión era realmente originario de Pompeya o no. No obstante, podemos comprobar claramente las repercusiones de ese tipo de contactos comerciales incluso en los elementos más cotidianos de (cuando menos) las élites pompeyanas. Tras recoger meticulosamente semillas y restos microscópicos de especias y otros artículos alimenticios, los arqueólogos encargados de estudiar un grupo de casas situadas cerca de la Puerta de Herculano han señalado que, a partir del siglo II, los habitantes del barrio disfrutaban de una dieta más variada, procedente de lugares muy lejanos, entre otras cosas de buenas dosis de pimienta y comino. Y aunque no pueda decirse que la Casa del Fauno era una vivienda típicamente pompeyana, sus múltiples mosaicos -especialmente el tour de force que supondría el Mosaico de Alejandro- dan testimonio del altísimo nivel de la cultura artística griega que podía encontrarse en la ciudad.
En resumen, la Pompeya del siglo II a. C. era una comunidad pujante y en plena expansión, que aprovechó muy bien sus relaciones con Roma. Pero a pesar de ser aliados, los pompeyanos no eran ciudadanos romanos. Para obtener los privilegios que conllevaba ese estatus y para hacer de su comunidad una ciudad verdaderamente romana, tendrían que recurrir a la guerra.